Cuando Fleur marchó, Jon quedó unos instantes en casa de June. La austríaca le ofreció té, y él no lo quiso. Pero ante la insistencia de la mujer tuvo que aceptarlo.
—¿Azúcar? La señorita Forsyte toma mucho azúcar. Es muy buena. Yo soy feliz sirviendo a la señorita Forsyte. ¿Usted es su hermano?
—Sí —dijo Jon, empezando a fumar el segundo cigarrillo de su vida.
—Un hermano muy joven —dijo la austríaca con una sonrisa que a Jon le recordaba el movimiento de la cola de un perro.
—¿Le sirvo azúcar a usted? Y siéntese, por favor.
La austríaca se sentó.
—Su padre es un anciano muy amable. El anciano más amable que he visto. La señora Forsyte me habla mucho de él. ¿Está mejor?
Aquellas palabras sonaron a Jon como un reproche.
—Sí, gracias. Está muy bien.
—Me gustaría volver a verle —dijo la austríaca, poniéndose la mano en el corazón—. Es muy bueno, muy bueno…
—Sí, es muy bueno —y volvieron a sonarle las palabras a reproche.
—Nunca da ninguna molestia. ¡Y tiene una sonrisa tan gentil!
—Sí, ¿verdad?
—A veces mira a la señorita Forsyte de una manera tan divertida… Yo le he contado toda mi historia. Es muy comprensivo. Y su madre, ¿está bien?
—Muy bien, gracias.
—Él tenía su fotografía encima de la mesa. Muy hermosa dama.
Jon apuró el té de un trago. Aquella mujer, con su rostro y sus palabras, no hacía más que darle remordimientos de conciencia.
—Muchas gracias —le dijo—. Ahora tengo que irme. ¿Podría…, podría dejarle esto?
Puso un billete de diez chelines en la bandeja, con mano vacilante, y ganó la puerta. Oyó a la austríaca lanzar una ligera exclamación, y salió corriendo. Tenía el tiempo justo para tomar el tren, y durante todo el camino hacia la estación Victoria, miraba las caras de todas las mujeres, como hacen los enamorados, en la esperanza desesperada de volver a verla. Al llegar a Worthing, pasó el equipaje al tren local y emprendió la marcha por los Downs hacia Wansdon, tratando de llegar a una resolución dando una caminata. Pero llegó al pozo de cal de Wansdon sin haber decidido nada. Y llegó a casa de su hermana exactamente a la hora de cenar. Ya le habían subido sus cosas a su cuarto. Rápidamente se bañó y bajó al comedor. Holly estaba sola. Val había ido a Londres y volvería en el último tren.
Desde el consejo que le dio Val de preguntar a su hermana qué pasaba entre las dos familias, habían ocurrido muchas cosas: la información que le dio Fleur en el parque Green, su visita a Robin Hill, el encuentro en casa de June… Ya no parecía haber nada que preguntar. Habló a Holly de España, de su insolación, de los caballos de Val, de la salud de su padre… Holly le sorprendió diciéndole que le parecía que su padre estaba bastante mal. Había ido ella dos veces a Robin Hill, y le había encontrado muy abatido, a veces con dolores, pero siempre rehusó hablar de sí mismo.
—Es el hombre más generoso y menos egoísta que hay en el mundo, Jon.
Sintiéndose él precisamente todo lo contrario, Jon respondió:
—Sí que es verdad.
—Yo creo que es el padre perfecto. Por lo menos, yo no le he visto en mi vida un mal detalle.
—Sí —convino Jon.
—Jamás se ha opuesto en nada a sus hijos, siempre comprendía todo… ¡Es maravilloso nuestro padre! Nunca olvidaré cuando me dejó ir a África, en la guerra bóer, cuando Val y yo éramos novios.
—Eso fué antes que se casara con mi madre, ¿verdad? —preguntó Jon de repente.
—Sí. ¿Por qué?
—No, por nada. Pero antes estuvo comprometida mi madre con el padre de Fleur, ¿no?
Holly dejó la cuchara y miró a Jon con mirada cautelosa. ¿Qué sabría aquel chico? ¿Sabía lo suficiente para que fuera mejor contarle todo? No podía decidir, no era su secreto. Parecía cambiado, mucho mayor. Pero aquello podía ser de la insolación.
—Creo que hubo algo… Pero como yo estaba tan lejos, no sé exactamente. Y luego no iba a andar preguntando el pasado de mi madrastra, como comprenderás.
De esta forma eludió una respuesta concreta, pues ella no sabía a qué atenerse sobre sus posibles sentimientos con Fleur. Antes de marchar a España estaba segura de que estaba enamorado de ella. Pero ahora habían pasado siete semanas, y entre ellos estaba toda España dos veces. Además, los chicos no dejan de ser chicos y pueden olvidar muy fácilmente. Pero dándose cuenta de que Jon comprendía que quería eludir toda conversación a ese respecto, le preguntó:
—¿Has sabido algo de Fleur?
—Sí.
Y en su cara vio reflejado todo, mejor que en la explicación más larga que le hubiera podido hacer: ¡seguía queriéndola!
Y le dijo con mucho reposo:
—Fleur es muy atractiva, Jon; pero… ni a Val ni a mí nos gusta mucho.
—¿Por qué?
—Creemos que tiene un temperamento muy…, muy posesivo…
—¿Posesivo? ¿Y eso qué quiere decir? Fleur es… es… —y puso a un lado su plato de postre, se levantó y se fué al balcón.
Se levantó también Holly, fué a su lado y le pasó el brazo por la cintura.
—No te enfades, Jon. Todos no podemos ver a las personas desde el mismo punto de vista… Mira: yo creo que cada persona, lo más que puede encontrar es otra u otras dos capaces de apreciar lo que tiene de bueno. En tu caso, esa persona es tu madre. Me di cuenta una vez que la vi leyendo una carta tuya. Era grandioso ver su cara en aquel momento. Me parece que es la mujer más hermosa que he visto; los años no hacen mella en su persona en absoluto.
La cara de Jon se dulcificó. Después volvió a endurecerse. Todo el mundo…, todo el mundo estaba en contra de Fleur… Y aquello servía para decidirle a seguir sus palabras de ruego de que se casase con ella.
Allí, en el lugar en que pasó una semana con ella, su recuerdo se hacía más intenso, y echaba de menos su presencia para embellecer la habitación, el jardín, el mismo aire. ¿Sería capaz de vivir sin verla? Se retiró pronto a su habitación, y su pensamiento se aferró al recuerdo de Fleur vestida con aquel disfraz. Oyó a Val cuando llegó: el ruido del Ford, el descargar las compras que llevaba… Después volvió a reinar la tranquilidad de la noche, oyéndose tan sólo el balido de algún cordero y el canto áspero de algún pajarraco. La luna estaba fría, el aire caliente, los Downs eran de plata… Pero, Señor, qué vacío estaba todo sin ella… En la Biblia estaba escrito: «Dejarás a tu padre y a tu madre y te adherirás a… Fleur[111]».
Sí; tendría valor, se lo diría a sus padres. No podrían impedirle casarse con ella, no querrían cuando supieran lo que sentía por ella… Sí, se lo diría todo abiertamente. Los temores de Fleur eran infundados…
Cesaron el canto de los pájaros y el balido del ganado; lo único que se oía en la oscuridad era el rumor del arroyo. Y Jon, en su cama, soñó, feliz, libre de lo que es el peor mal de la vida: la indecisión.