IX

Al llegar a su casa, Fleur encontró una tensión extraña, que afectó incluso a la que en su espíritu existía motivada por sus problemas. Su madre estaba inaccesiblemente atrincherada en un humor tétrico; su padre meditaba sobre el destino humano en la vida. Ninguno de los dos manifestaba gana ni de silbar a un perro. «¿Será por mí? —pensó Fleur—. ¿O será por monsieur Profond?». Preguntó a su madre:

—¿Qué le pasa a papá? —y su madre se encogió de hombros.

Preguntó a su padre:

—¿Qué le pasa a mamá?

—¿Qué le va a pasar? —y la contempló con mirada aguda.

—A propósito —murmuró Fleur—. Monsieur Profond se va a un pequeño viaje por los mares del Sur.

Soames examinaba un majuelo sin uva.

—Esta viña es un fracaso —dijo—. Ha estado aquí el joven Mont a hablarme de ti.

—¿Sí? —preguntó ella—. ¿Y a ti qué te parece Mont, papá?

—Es… un producto de la época. Hoy todos los chicos son producto de la época.

—¿Y cómo erais los chicos en tu tiempo?

Sonrió Soames, adusto.

—Nosotros trabajábamos, y no perdíamos el tiempo en tonterías, en danzar en motocicleta y en hacer el amor por ahí.

—¿Tú has hecho el amor alguna vez?

Evitó ella mirarle al decirle eso, pero le vio bien… Su cara se enrojeció; sus cejas, todavía negras en lo gris, se juntaron.

—Yo no tenía tiempo ni gana de hacer el tonto.

—A lo mejor has tenido una gran pasión.

La miró intensamente, diciendo:

—Sí…, y de mucho que me sirvió… —y echó a andar entre los conductos de agua.

Fleur le siguió, deslizándose de puntillas.

—Anda, padre, cuéntame eso…

—¿Qué te interesan esas cosas a tu edad?

—¿Vive ella todavía?

Asintió él.

—¿Se casó?

—Sí.

—Es la madre de Jon Forsyte, ¿verdad? Y primero estuvo casada contigo…

Lo dijo llevada de una intención repentina. Quizá su oposición procediera del deseo de que ella no se enterara nunca de aquello. Pero quedó sorprendida: ¡Ver a una persona tan vieja mudar de color y oírle emitir un sonido de angustia!…

—¿Quién te ha dicho eso? ¡Cómo haya sido tu tía!… ¡No quiero oír hablar de semejante cosa!

—Pero, papaíto…, ¡si hace ya tanto tiempo!

—Haga tiempo o no haga, yo…

Fleur le apretó cariñosamente un brazo.

—He tratado de olvidar —dijo de pronto—. No quiero que me lo recuerdes —y entonces, como desahogándose de una irritación largamente mantenida en secreto, añadió—: En estos tiempos nadie entiende eso… ¡Una gran pasión, sí! ¡Nadie sabe lo que eso supone!…

—Yo sí lo sé —dijo Fleur en un suspiro.

Soames, que se había puesto de espaldas a ella, se volvió a mirarla.

—¿Pero qué es lo que dices…, una cría como tú?

—Tal vez lo he heredado, papá.

—¿El qué?

—La pasión por su hijo.

Se quedó Soames pálido como el mármol, y Fleur comprendió que ella también lo estaba. Se miraron frente a frente en el calor humeante, que olía a musgo y a tierra mojada, a geranio y a viña.

—¡Qué locura! —dijo Soames al fin, humedeciendo los labios.

Casi sin mover los suyos, murmuró ella:

—No te enfades, papá. Es que no puedo evitarlo…

Pero veía que no estaba enfadado; sólo triste, profundamente herido.

—Yo creí que esa locura estaba olvidada —balbució.

—No… Es diez veces mayor que antes.

Soames dio una patada a una cañería. El gesto desesperado conmovió a Fleur, que no tenía ningún miedo a su padre.

—¡Papaíto mío! —le dijo—. Lo que es inevitable, es inevitable, ya lo sabes.

—¡Inevitable! —repitió Soames—. Tú no sabes lo que dices. ¿Le han contado al chico…?

La sangre acudió a las mejillas de Fleur.

—Todavía no.

Soames había vuelto a ponerse de espaldas otra vez, y con la cabeza baja se quedó mirando fijamente al suelo.

—Es horrible para mí… —dijo de pronto—. Nada podía disgustarme tanto como eso. El hijo de ése… Es horrible, horrible.

Fleur se dio cuenta, casi inconscientemente, de que no decía «hijo de esa mujer», y de nuevo su intuición trabajó.

¿Era que el fantasma de su gran pasión se alojaba todavía en algún rincón de su alma?

Deslizó una mano bajo un brazo de su padre.

—El padre de Jon es un pobre viejo. Yo le he visto.

—¿Qué le has visto?…

—Sí; fui allí con Jon. Vi a los dos.

—Bueno, ¿y qué te dijeron?

—Nada. Fueron muy amables.

—Sí que lo serían.

Después de contemplar un rato la cañería, anunció:

—Esta noche volveremos a hablar de eso. Ahora déjame reflexionar.

Ella se dio cuenta de que por el momento no tenía nada más que decir, y se marchó. Se metió en el huerto, entre los árboles frutales, llena de ímpetu de comerse la fruta. Hace dos meses estaba muy contenta. Incluso dos días antes se hallaba sin ningún peso en el corazón, antes que Profond le hubiera dicho nada. Pero ahora se hallaba enredada en una tela de araña agobiante de pasiones, de derechos supuestos, de opresión y rebeldía, las agobiantes ligaduras del amor y del odio. En aquel momento de desesperanza parecía, incluso a naturaleza tan decidida como la suya, que no había medio de desatarse de tanta sujeción. Y cuando más ensimismada se hallaba, se encontró con su madre, que andaba rápidamente, con una carta abierta en la mano. Su pecho jadeaba, sus ojos estaban dilatados, sus mejillas cubiertas de arrebol. Al instante, Fleur pensó: «El yate… ¡Pobre madre!».

Annette la miró con sorpresa. Después dijo:

J’ai la migraine[110].

—¡Oh, cuánto lo siento, madre!

—Si… Tú y tu padre… lo sentís mucho.

—Yo lo siento, mamá. Yo sé bien lo que sufres…

Los ojos de Annette se abrieron más aún, y dijo: «¡Pobre inocente!».

¡Que su madre, que tanto se dominaba, que tenía tanto sentido, hablase así! Era todo horroroso… ¡Su padre, su madre, ella!… Y no hacía más de dos meses parecían poseer todo sobre la tierra…

Annette arrugó la carta, escondiéndola. Fleur comprendió que tenía que hacer que no la había visto.

—¿Puedo hacer yo algo para aliviarte, mamá?

Annette movió la cabeza y siguió andando.

—Es cruel —pensó Fleur—. ¡Y yo que me alegraba! ¡Qué hombre! ¿Por qué serán así los hombres, acercándose a las mujeres cuando quieren y dejándolas cuando les parece bien? Se habrá cansado. ¿Y por qué tiene que cansarse?

Se sentó bajo un árbol y volvió a pensar en ella. Tenía que hacer que su padre la ayudara. ¿Por qué no, si ayudándola la hacía feliz? Bien sabía que a su padre lo que más le preocupaba era su futuro, que realmente era lo único que le preocupaba en la vida. Entonces no tenía sino que convencerle de que su futuro no sería feliz, a menos que se casara con Jon. Su padre creía que era una locura juvenil. ¡Qué absurdos eran los viejos, creyendo poder interpretar el sentir de los jóvenes! ¿No había reconocido él que, de joven, había tenido una gran pasión? ¡Debiera comprender la suya! «Amontona dinero para mí —pensó—. Pero ¿de qué me servirá si voy a ser desgraciada?». El dinero compraba muchas cosas, pero no la felicidad. La felicidad sólo la daba el amor. Las margaritas del huerto crecían libres y felices. «No debieran haberme puesto de nombre Fleur —pensó—, si no querían que fuese libre y feliz». Nada insuperable, como pobreza o enfermedad, se oponía. Sólo sentimientos, fantasmas del ayer. Jon tenía razón: los viejos no permitían la vida de los jóvenes… Incurrían ellos en error, cometían incluso crímenes, y luego… tenían que pagarlos sus hijos. Se levantó, arrancó una ramita de madreselva y echó a andar.

La noche estaba calurosa. Tanto ella como su madre se pusieron vestidos finos y claros; las flores del comedor eran pálidas, y Fleur quedó sorprendida de la palidez de todo; la cara de su padre, los hombros de su madre, la pantalla de la luz, hasta el color de la sopa… No había una mancha de color en la habitación, ni siquiera la de vino en los vasos, pues ninguno bebía. Y lo que no era pálido era negro: el traje de su padre, la ropa del criado, las cortinas, que tenían dibujos crema pálido. Entró una polilla, y era pálida también. La cena se deslizó silenciosa.

Cuando después de terminarla iba tras de su madre, su padre llamó a Fleur.

Se sentó junto a él a la mesa, oliscando la madreselva que había cogido.

—He estado reflexionando.

—Gracias, papá.

—Es muy doloroso para mí hablar, pero no hay más remedio. Yo no sé si te das cuenta de lo mucho que representas para mí. Nunca te lo he dicho…; me parecía innecesario; pero tú, para mí… lo eres todo. Tu madre… —y se detuvo mirando su lavadero de cristal veneciano.

—¿Qué?

—No tienes más que fijarte. Yo nunca…, nunca he querido a nadie más que a ti desde que naciste.

—Ya lo sé —murmuró Fleur.

Soames se humedeció los labios.

—Tú quizá creas que esto es un asunto que yo puedo arreglar. Pero te equivocas. Nada puedo hacer.

Fleur no dijo nada.

—Aparte de mis sentimientos —prosiguió Soames—, esos dos no quieren, puedo asegurártelo. Me odian. Me odian como los humanos odian siempre a quienes ofenden.

—Pero él… Jon…

—Él es carne y sangre de ellos, su único hijo. Sin duda es para su madre lo que tú eres para mí. No se puede hacer nada.

—No —gimió Fleur—. ¡No, papá!…

Soames se reclinó en su asiento, pálida imagen de la paciencia, dispuesto sin duda a no demostrar ninguna emoción.

—Mira —dijo—: tú quieres oponer los sentimientos de dos meses a los sentimientos de treinta y cinco años. ¿Crees que puedes sacar algo? Dos meses, tu primer amor, un total de media docena de entrevistas, de unos cuantos paseos, de algún beso… Eso nada más, contra… contra algo que no puedes imaginarte, que no se puede imaginar más que quien lo ha pasado. Tienes que ser razonable y pensar bien; tienes que comprender que ése es un sueño infantil.

Fleur rompió la ramita de madreselva en pedazos diminutos, muy despacio…

—Lo que es un sueño, una pesadilla, una verdadera locura, es permitir que el pasado lo estropee todo. ¿Qué nos importa a nosotros el pasado? Se trata de nuestras vidas, no de las vuestras.

Soames se llevó la mano a la frente, que su hija vio perlada de sudor.

—¡Qué niña eres tú! ¡Qué niño es él! El presente está ligado con el pasado, y el futuro con ambos, y no hay que darle vueltas. Aunque no nos guste, es así.

Nunca había oído Fleur a su padre semejantes filosofías. Impresionaba, y con los codos en la mesa y la cara entre las manos, dijo:

—Pero, papá, considéralo prácticamente. Nosotros nos queremos. Hay dinero, no se opone nada más que un sentimiento. Vamos a enterrar el pasado, padre.

Soames respondió con un suspiro.

—Además —dijo Fleur suavemente—, vosotros no podéis impedirnos nada.

—No creo que si fuera yo el único que tuviera que decidir, tratara de impedirte realizar tus deseos. Ya comprendo que para conservar tu cariño tendría que resignarme. Pero no soy yo quien tiene que decidir aquí. Eso es lo que quiero que comprendas, antes que sea demasiado tarde. Si te haces a esta idea, el golpe que vas a recibir será menos duro.

—¡Ayúdame tú, papá! —gimió Fleur—. ¡Tú puedes ayudarme!

Soames hizo un viejo movimiento de negación.

—¿Yo? —preguntó con amargura—. ¿Ayudarte yo? Yo lo que soy es un impedimento, el único impedimento, que es además impediente (¿no se dice así?), pues tienes mi sangre en tus venas.

Y se levantó.

—Pero, bueno, tú misma te metes en la hoguera y no podrás echar a nadie la culpa de quemarte. ¡Anda…, no seas boba, hija mía!

Fleur reposó la frente en el hombro de su padre.

Sentía una gran agitación. Pero de nada le serviría mostrarla, y se dominó. Se separó de su padre y salió a la media luz del jardín, destrozada, sufriendo, pero sin convencerse. Todo le parecía vago, indeterminado y sin relación con ella, como las sombras de los árboles en el jardín. Lo único concreto era su voluntad. Se encaminó hacia el río y se quedó mirando el reflejo de la luna en el agua. El rocío le humedecía los zapatos y le hacía sentir frío en los hombros desnudos. De pronto percibió olor a tabaco, y una figura blanca se presentó ante ella como creada por la luna. Era el joven Mont, con su traje de franela, de pie en su bote. Oyó el crepitar suave de su cigarrillo al apagarse en el agua.

—Fleur —le dijo—. No hagas sufrir a este pobre diablo… He estado esperándote varias horas…

—¿Para qué?

—Sube a mi bote.

—De ninguna manera.

—¿Por qué no?

—No soy una ninfa acuática.

—¿Pero es que en ti no hay una pizca de romance, de sentimentalismo? ¡No seas tan moderna, Fleur!…

—Márchate.

—¡Fleur, yo te quiero!… ¡Fleur!

Soltó Fleur una carcajada.

—Vuelve cuando no pueda conseguir mi deseo.

—¿Qué deseo?

—Pregúntale a otro.

—Fleur —dijo Mont con voz extraña—, no te burles de mí. Hasta un perro cuando le hacen la vivisección, recibe buen trato.

Fleur asintió con la cabeza. Le temblaban los labios.

—No quiero entrar en el bote, pero dame un cigarrillo.

Se lo dio Mont, y encendió otro él.

—No quiero lanzarme a cursilerías; pero imagínate todas esas cosas que decían los enamorados antes, y figúrate que entre ellas van todas las que yo te diría a ti.

—Muy bien, me imagino todo lo que quieras; pero adiós.

El humo de los cigarrillos se entrelazó en el aire. Fleur dio media vuelta y se encaminó a su casa. Miró un momento hacia atrás y vio que Mont se tiraba del cabello y agitaba los brazos como un desesperado. Le oyó decir: «¡Muy bonito, muy bonito!». Fleur se entristeció más. No podía ayudarle en nada; bastante tenía ella sobre sí. En la terraza se detuvo. Vio que su madre estaba en el salón, ella sola, escribiendo. Y en su cara no había nada notable, como no fuera completa inmovilidad, expresión de sufrimiento. Fleur subió la escalera. Se paró a la puerta de su cuarto. Desde allí oía a su padre pasear ante sus cuadros.

—Sí —pensó—. Muy bonito —y murmuró—: ¡Oh, Jon!