VIII

Saber que uno está frente a todos es, para ciertas naturalezas, motivo de satisfacción moral. Fleur no experimentó remordimiento al salir de casa de June. Al adivinar una censura en los ojos de su diminuta pariente, se sentía segura de que la había engañado, y se inclinaba a despreciar a la vieja idealista por no haber sabido descubrir su juego.

¡Acabarlo todo! Sí, sí… Ahora les enseñaría que lo que pasaba es que todo comenzaba de verdad. Y se dedicó, en el piso alto del autobús, una sonrisa de felicitación a sí misma. Pero la sonrisa murió pronto, ante el pensamiento, lleno de ansia, de su encuentro con Jon. ¿Sería capaz de imponérsele? Ella había mordido fuerte; pero ¿conseguiría también que Jon mordiera sin deseo de dejarse quitar el bocado? Se daba cuenta del peligro que cualquier retraso suponía. Él no sabía ni el pasado familiar, ni tenía sensación alguna de peligro. En diferencias así está el secreto de muchos éxitos en el mundo.

«Si se lo dijera todo, ¿habría más seguridad?», pensaba. Y pensaba que por culpa del pasado de otros no podía ella malograr su amor. Él debiera comprenderlo así. Debiera comprender que sus padres se resignarían, pues la gente acepta los hechos consumados, antes o después. De aquella reflexión filosófica —muy profunda para su años—, pasó a otra consideración de menor filosofía. Si persuadía a Jon a un matrimonio rápido y secreto, y después descubría que ella conocía la verdad, ¿qué pasaría? Jon odiaba los subterfugios. ¿No sería, pues, mejor decírselo todo? Pero el recuerdo de la cara de Irene la hizo desistir de esta idea. Fleur se asustó. La madre de Jon tenía mucho poder sobre él, tal vez más poder que ella misma. Seria correr demasiado riesgo Absorta en estos pensamientos, llegó por la calle Green hasta el hotel Ritz. Allí se apeó del autobús y desanduvo lo que había avanzado en demasía. La tormenta había lavado hojas y troncos de árboles; caían de las ramas grandes gotas, y para evitarlas, salió al medio de la calle y pasó bien a la vista del Iseum Club. Miró por casualidad y vio a monsieur Profond con otro hombre grueso, en uno de los balcones bajos. Al entrar en la calle Green, oyó que la llamaban y vio acercársele a aquel gato. Se quitó el sombrero, uno de esos hongos brillantes que ella detestaba tanto.

—Buenas tardes, miss Forsyte. ¿Puedo hacer en su servicio alguna pequeña cosa?

—Sí, cambiarse de acera.

—¡Oiga! ¿Y por qué me tiene rabia?

—¿Le tengo rabia?

—Lo parece.

—Pues será porque usted me hace pensar que la vida no merece la pena vivirse.

Monsieur Profond sonrió.

—Mire, miss Forsyte: no se preocupe. Todo se arreglará. Nada dura nada.

—Todo dura, por lo menos para mí. Especialmente las rabias y los afectos.

—Eso me hace experimentar una pequeña sensación de desconsuelo.

—Yo había pensado que nada le hacía sentir a usted desconsuelo ni satisfacción.

—No me gusta enojar a otras personas. Me voy a ir en mi yate.

Fleur le miró sorprendida.

—¿Adónde?

—Una pequeña travesía a los mares del Sur o cosa por el estilo —dijo monsieur Profond.

Fleur experimentó a la vez descanso e impresión de insulto. Sin duda, quería hacerle notar que había roto con su madre. ¿Cómo se atrevería aquel hombre a crearse relaciones de aquella naturaleza y a romperlas después?

—Buenas noches, miss Forsyte. Salude de mi parte a su tía. No soy tan malo en realidad. ¡Buenas noches!

Fleur le dejó con el sombrero levantado. Después, mirando disimuladamente hacia atrás, le vio marchar —inmaculado y fuerte— hacía su Club.

—Ni siquiera puede amar. ¿Qué hará ahora mamá?

Aquella noche la pasó mal, con sueños y pesadillas interminables. Se levantó cansada, e inmediatamente se puso a consultar el Whitaker’s Almanac. Un Forsyte se da cuenta por instinto de que los hechos son los que verdaderamente determinan las cosas. Ella podría vencer los prejuicios de Jon; pero sin un mecanismo exacto que completase su resolución, no sucedería nada. Del inapreciable tomo sacó que debían tener ambos veintiún años o consentimiento paterno, lo que desde luego era imposible para ellos obtener. Después vio lo que les pasaría si incurrían en perjurio. Pero ¡qué tontería! ¿Quién iba a intentar perjudicarles si daban edades cambiadas para casarse por amor? Casi no comió, y después volvió al Whitaker; cuanto menos lo estudiaba, más difícil le parecía lograr su propósito. Hasta que, volviendo distraídamente las páginas, vino a dar en Escocia. Allí la gente podía casarse sin tantos requisitos absurdos. Lo único que tenía ella que hacer es ir y estar veintiún días; después iría Jon, y ante dos personas cualesquiera se declaraban casados, y lo que es más: lo estaban… Era el mejor procedimiento, y en seguida pasó lista mental a sus compañeras de colegio escocesas. Tenía, por ejemplo, a Mary Lambe, que vivía en Edimburgo y que era Una gran muchacha. Además de esto, tenía un hermano. Podía irse con Mary, que luego, con su hermano, serviría de testigo. Bien sabía que muchas chicas considerarían innecesario todo aquello, y que todo lo que ella y Jon necesitaban era marchar de excursión un fin de semana y venir diciendo a sus padres que tenían que casarse. Pero Fleur era demasiado Forsyte para que le agradase el procedimiento; además, no creía que a Jon le gustara tampoco. ¡No! Mary Lambe era la más indicada, y además aquélla era la mejor época del año para ir a Escocia. Ya más tranquila, hizo la maleta, evitó encontrarse con su tía y salió para tomar un autobús a Chiswick. Llegó demasiado pronto y se fué a los jardines de Kew. Entre sus flores y sus árboles con etiquetas clasificadoras no encontró ninguna paz. Almorzó un bocadillo de pasta de anchoas y café, volvió a Chiswick y tocó la campanilla de la casa de June. La austríaca la pasó al comedor. Ahora que sabía las dificultades que ella y Jon tenían frente a sí, su deseo hacia él se había decuplicado, como si se tratara de uno de aquellos juguetes con bordes cortantes o pintura peligrosa que de niña querían quitarle. Si no se salía con la suya y no se casaba con Jon, la vida le parecería insoportable.

Después de esperar un rato, oyó sonar la campanilla, y acercándose a la ventana, le vio a la puerta suavizándose los labios y el pelo como para calmarse los nervios.

Estaba sentada en una silla, de espaldas a la puerta, cuando él entró. Le dijo inmediatamente:

—Siéntate, Jon. Tengo que hablar contigo muy en serio.

Jon se sentó en la mesa que tenía ella al lado, y ésta, sin mirarle, le dijo:

—Si no quieres perderme, tenemos que casarnos.

—Pero, bueno, ¿qué pasa? —dijo Jon con un suspiro—. ¿Ha ocurrido algo?

—No, pero me di cuenta en Robin Hill y en mi casa.

—Pero —balbució Jon— en Robin Hill todo fué bien, y no me han dicho nada.

—Pero quieren separarnos. La cara de tu madre lo decía claramente. Y la de mi padre, también.

—¿Le has visto desde entonces?

Fleur asintió. ¿Qué importaba una mentira suplementaria?

—Es que no comprendo cómo pueden estar así, después de tantos años.

Fleur le miró.

—¿Es que no me quieres lo suficiente?

—¡Que si no te quiero lo suficiente!… ¡Qué cosas dices!

—Entonces, vamos a casarnos.

—¿Sin decirles nada?

—Hasta después, no.

Jon quedó en silencio. Parecía mucho más viejo que aquel día, todavía no hacía dos meses, que se habían conocido.

—Mamá sufriría mucho.

Fleur retiró la mano que le tenía cogida.

—Tienes que escoger.

Jon se deslizó de la mesa y cayó de rodillas junto a ella.

—Pero ¿por qué no decírselo? ¡No pueden impedírnoslo!

—Sí que pueden, te lo digo yo.

—¿Cómo?

—Dependemos totalmente de ellos. Pueden hacer presión con el dinero y de otras formas. Yo no tengo paciencia. Jon.

—Pero sería engañarlos.

Fleur se levantó.

—Cuando tanto dudas, es que no me quieres.

La cogió Jon por la cintura y la hizo sentarse.

—Lo he planeado todo. No tenemos más que marcharnos a Escocia. En cuanto nos hayamos casado, se darán por vencidos. La gente se rinde siempre ante los hechos. ¿No lo comprendes?

—¡Pero hacerlos sufrir de esa manera!…

Por lo visto, prefería hacerla sufrir a ella.

—Muy bien. Entonces, me voy.

Jon se levantó y apoyó la espalda en la puerta.

—Creo que tienes razón, pero déjame pensarlo.

Fleur vio que hervía en deseos de decir muchas cosas, pero no quiso ayudarle. En aquel momento se odiaba a sí misma y casi le odiaba a él. ¿Por qué tenía que hacerlo ella todo para asegurar su amor? No era leal… Y entonces le vio los ojos, adoradores y conmovidos.

—No me mires así… Yo lo único que quiero es no perderte.

—No me perderás mientras me quieras.

—¡Puedo perderte aun queriéndote!…

Le puso Jon las manos en los hombros.

—Fleur, ¿sabes algo más que no me hayas dicho?

Era la pregunta, y a quema ropa, que ella temía. Le miró a los ojos y dijo:

—¡No! —y murmuró—: Prométeme que te casarás conmigo…

Jon no respondió. Su cara tenía la frialdad de la preocupación extrema. Al fin, dijo:

—Es como darles una bofetada. Tengo que pensarlo, Fleur. Tengo que pensarlo.

Fleur se echó a llorar. Empujó a Jon y salió. Aquella entrevista no había servido para decidir nada. Por la escalera se limpió los ojos y se empolvó las mejillas arrebatadas. Había excitado a Jon peligrosa e inútilmente, sin conseguir de él ninguna promesa. Pero cuanto más difícil le parecía, más se le agudizaba la voluntad de vencer.

En la calle Green no había nadie. Winifred e Imogen habían ido a ver una comedia que unos consideraban alegórica y otros «muy interesante, no sabes tú…». En vista de aquellas opiniones, Winifred e Imogen habían decidido verla. Fleur se encaminó a Paddington. Por la ventanilla del vagón le entraba aire que olía a flores. Y la flor que más le gustaba era aquella roja, rodeada de espinas…