VII

Un hombre que era escultor, eslavo y residente ocasional en Nueva York; que era egoísta y estaba arruinado, se encontraba una tarde en el estudio de June Forsyte, en Chiswick, a orillas del Támesis. La tarde del 6 de julio, Boris Strumolowski —varias de cuyas obras estaban expuestas allí por ser demasiado avanzadas para exponerse en otra parte— había empezado bien, con aquel altanero y casi hierático silencio que iba tan bien con su cara redonda y juvenil, enmarcada por rizos como los de una muchacha. June hacía tres semanas que le conocía, y todavía le parecía una gran personificación del genio y una esperanza del futuro, una especie de estrella del Oriente, perdida en un Occidente que no percibía ni apreciaba sus fulgores. Hasta aquella tarde se había limitado en la conversación a exponer sus opiniones de los Estados Unidos, cuyo polvo había sacudido, satisfecho, de sus zapatos. Era aquél, a su juicio, un país bárbaro, tan bárbaro que prácticamente no había vendido nada de su obra; además, se había permitido dudar de él la Policía; un país, decía, sin una raza propia, sin libertad, igualdad ni fraternidad; sin principios, tradiciones ni gusto; sin alma, en una palabra. Lo había abandonado satisfechísimo, marchando al único país donde podría vivir. June había pensado mucho, llena de preocupación, en él; y en sus momentos de soledad, se había quedado con frecuencia observando sus producciones; horribles, pero poderosas y altamente simbólicas, una vez que se las habían explicado a uno. Que él, con su halo capilar, como un santo de la primitiva pintura italiana; con su absorción en la seguridad de su talento —la única prueba de talento que daba—, fuera un pobre diablo sin tener donde caerse muerto, acongojaba el corazón de June hasta el punto de llevarla casi a olvidar a Paul Post. Y había dado los primeros pasos para desalojar su Sala de Exposiciones al objeto de llenarla exclusivamente de las obras maestras de Strumolowski. Pero inmediatamente había encontrado dificultades grandes. Paul Post había coceado; Vospovitch había mordido. Con todo el énfasis de sus genios, que ella todavía no los negaba, habían exigido otras seis semanas, por lo menos, de exposición en la Sala. El torrente americano, todavía persistente, se agotaría pronto…, ya que nadie en el necio país de su vivienda actual se interesaba por el arte. Y June había accedido: después de todo, a Boris no le importaría que los otros tuvieran el beneficio absoluto del torrente americano, que él despreciaba tan violentamente.

Aquella tarde había planteado la cuestión a Boris a solas, salvo la presencia de Hannah Hobdey, la artista de temperamento medieval, y de Jimmy Portugal, director del Neoartista. Se lo había planteado con aquella repentina confianza que el contacto continuo con los innovadores del arte no había podido destruir en su modo de ser generoso. Él no rompió su silencio mesiánico; pero ella, por espacio de más de dos minutos, movió los ojos de uno a otro lado, como un gato mueve la cola, al ver la cara que ponía. Y, por fin, el escultor habló. «Aquello —dijo— era característico de Inglaterra, el país más egoísta del mundo; el país que chupaba la sangre de otros países; que destruía el cerebro y el corazón de irlandeses, hindúes, egipcios, bóers y burmeses, de las mejores razas del mundo… ¡Oh la pérfida, hipócrita Inglaterra! Aquello era lo que se esperaba él al llegar a semejante país, donde el clima era la niebla, y los hombres, comerciantes insensibles al arte, sumidos en los negocios y en el más grosero materialismo». Dándose cuenta de que Hannah Hobdey murmuraba: «¡Bravo, bravo!», y de que Jimmy Portugal se reía como un tonto, June se puso encendida y dijo sin poderse contener:

—Entonces ¿por qué ha venido? Aquí no le ha llamado nadie…

La observación fué tan completamente distinta de lo que él había esperado de ella, que Strumolowski tendió la mano y cogió un cigarrillo.

—Inglaterra jamás llamaría a un idealista —dijo.

Pero la fibra auténticamente inglesa de June estaba totalmente excitada; el sentido de justicia del viejo Jolyon se había despertado en ella.

—Ustedes vienen a explotarnos —dijo—, y después nos insultan. Si le parece que eso es leal, a mí no.

Y entonces descubrió lo que ya muchos había descubierto antes que ella: la espesa abundancia de pelo de la dehesa que, frecuentemente, oculta al genio. El rostro juvenil e ingenuo de Strumolowski se hizo la encarnación del desprecio.

—Explotar, explotar… Uno no hace más que tomar lo que le corresponde…, una décima parte de lo que le corresponde. Usted se arrepentirá de hablar así, miss Forsyte.

—No; nada de eso —dijo June.

—¡Ah! Nosotros, los artistas, los conocemos muy bien. Fingen ayudarnos para sacar provecho de nosotros. Yo no quiero nada de usted —y echó una bocanada de humo del tabaco de June.

La decisión surgió casi inmediata en su sensibilidad ultrajada.

—Muy bien; ya puede llevarse entonces sus cosas.

Pero casi en el mismo instante pensó: «¡Pobre muchacho! No tiene más que una guardilla, y quizá no tenga el importe de un viaje en taxi…».

El joven Strumolowski agitó la cabeza con violencia; su cabello, espeso y suave como un casquete de oro, no se movió.

—Yo puedo pasarme sin nada —dijo con voz chillona—. Lo he tenido que hacer muchas veces por amor a mi arte. Son ustedes, los burgueses quienes nos obligan a gastar dinero.

Aquellas palabras hirieron a June como una pedrada en la frente. Después de todo lo que había hecho ella por el arte, después de toda su adhesión a sus pobres diablos, tenía que oír aquello. Estaba buscando las palabras adecuadas para responder cuando se abrió la puerta, y la austríaca anunció:

—Una señorita, gnädiges Fraulein[109].

—¿Dónde está?

—En el comedor.

Con una mirada a Boris Strumolowski, a Hannah Hobdey y a Jimmy Portugal, sin decir nada, June salió, perdida la serenidad. Al entrar en el comedor, vio que la señorita anunciada era Fleur…, muy linda, pero muy pálida. En aquel momento de desencanto, un ser necesitado de su propia sangre había de ser muy bien recibido por June.

La muchacha habría ido a verla, sin duda, a causa de Jon; o si no, a ver si se enteraba de algo por ella. Y entonces sintió June que ayudar a alguien era la única cosa soportable de la vida.

—Te has acordado de venir —le dijo.

—Sí. ¡Pero qué casita tan mona es ésta!… Mas no quisiera molestar, si hay otra visita…

—Nada de eso, nada de eso —dijo June—. Así los dejo que se cuezan en su propia salsa un rato. ¿Has venido por algo de Jon?

—Tú me dijiste que debía saber lo que pasaba. Bueno, pues ya lo sé.

—¡Oh! —dijo June—. No es cosa agradable, ¿verdad?

Estaban en pie, una a cada lado de la mesita, pequeña y desnuda, de comer. Sobre ella había un cacharro lleno de amapolas de Islandia; la muchacha extendió una mano enguantada y las tocó. A June le pareció muy bien hecho su vestido, muy a la moda. Pensó que aquella habitación de paredes blancas, suelo y chimenea de ladrillo rojo, de ventanas con celosías, donde daban los últimos rayos de sol, nunca había estado tan bonita como ahora con la presencia de la muchacha: formaba un verdadero tema de cuadro. Con repentino recuerdo, revivió aquellos días en que ella también había sido bonita y tenía su corazón puesto en Bosinney, el amado muerto, que había roto para siempre la lealtad de Irene para con el padre de la muchacha aquella que tendía la mano para tocar las flores.

—Bueno —le dijo—. Y ¿qué vas a hacer?

Pasaron unos segundos antes que Fleur respondiera.

—No quiero que sufra Jon. Tengo que verle en seguida para terminarlo todo.

—¿Terminarlo todo, dices?

—¿Qué otra cosa se puede hacer?

La muchacha, repentinamente, se le antojó a June intolerablemente desanimada.

—Tal vez tengas razón —murmuró—. Mi padre es de ese criterio; pero yo…, yo no lo haría eso nunca.

Fría, sin emoción, sonó la voz de Fleur:

—La gente creerá que estoy enamorada.

—¿Y no lo estás?

Fleur se encogió de hombros, y June pensó: «Debiera habérmelo supuesto. Es hija de Soames…, tiene la sangre fría. ¡Y el pobre chico…!».

—¿Entonces qué quieres que haga yo? —le dijo de mala gana.

—¿Podría yo ver a Jon mañana aquí, cuando pasa por Londres camino de casa de Holly? Creo que si tú le enviases dos letras, él vendría. Y después, tú podrías tener la amabilidad de informar tranquilamente en Robin Hill que todo ha terminado y que no tienen necesidad de decirle nada a Jon de su madre.

—¡Muy bien! —dijo June abruptamente—. Ahora mismo escribo, y tú echas la carta al marcharte. Mañana, a las dos y media. Yo no estaré en casa.

Se sentó a un pequeño bureau que ocupaba un rincón. Al volver la cabeza tras haber escrito la nota, vio que Fleur estaba tocando otra vez las flores.

Humedeció June un sello y lo pegó.

—Bueno, aquí está. Si no estás enamorada, es esto lo mejor que puedes hacer.

Fleur cogió la carta y dijo:

—Muchísimas gracias.

«¡Qué sangre fría tiene esta criatura!», pensó June. Y le pareció humillante que Jon, hijo de su padre, amara y no fuera correspondido por la hija de… ¡Soames!

—¿Eso es todo?

Fleur asintió y se despidió de June.

—¡Adiós! —contestó June, y añadió in mente—: Pedazo de hielo a la moda —y cerró la puerta.

Volvió al estudio. Boris Strumolowski había vuelto a caer en su grandioso silencio, y Jimmy Portugal estaba maldiciendo de todos, excepto del grupo en cuyo beneficio hacía el Neoartista. Entre los maldecidos estaban Eric Cobbley y otros varios genios protegidos de June. Ésta sintió desilusión y disgusto y abrió la ventana para que el aire del río entrara a limpiar la atmósfera de aquellas palabras tan desagradables.

Pero cuando al fin terminó Jimmy Portugal y se fué con Hannah Hobdey, se sentó June a hacer de madrecita de Strumolowski. Y a la media hora le había prometido disfrutar de un mes del torrente americano; y así, él se marchó con su halo en perfecto orden. «A pesar de todo —pensó June—, Boris es maravilloso».