Cuando iba hacia la calle Green, se le ocurrió a Soames que podía entrar en la casa Dumetrius, en la calle Suffolk, para percatarse de las posibilidades de adquirir el Old Crome de los Bolderby. Casi merecía la pena haber hecho la guerra para tener el Old Crome de actualidad: el viejo Bolderby había muerto, y su hijo y su nieto habían caído luchando. Un primo había heredado todo y pensaba venderlo también todo. Unos decían que a causa de la situación de Inglaterra, y otros, porque tenía asma.
Si Dumetrius echaba la uña al cuadro,§ subiría hasta un precio inasequible; necesitaba Soames enterarse de si Dumetrius lo tenía ya para evitarse gestiones. Así, se lanzó a discutir con Dumetrius si los Monticellis volverían a estar de moda, ya que se estilaban cuadros que parecieran todo menos cuadros; después hablaron del futuro de John, con unas ligeras consideraciones sobre Knights. Sólo en el momento de marchar, le dijo:
—Qué, ¿por fin, no venden el Old Crome de los Bolderby?
Y lleno de sentimiento de superioridad racial, replicó Dumetrius:
—¿Que no? ¡Ya verá usted cómo dentro de poco es mío, señor Forsyte!
Y Soames decidió, en vista de aquello, escribir inmediatamente al nuevo Bolderby, explicándole que la única manera conveniente y digna de negociar el Old Crome era evitando los negociantes. Y así, dijo:
—Bueno, adiós —y marchó, dejando al sabio Dumetrius.
En la calle Green se encontró con que Fleur había salido y de que se quedaría por otra noche en Londres. Se fué a la estación lleno de tristeza, y tomó el tren.
Llegó a su, casa hacia las seis. El aire estaba cargado y tormentoso. Cogió su correspondencia y fué a quitarse la ropa que traía, para limpiarse de Londres.
No tenía ningún interés el correo de aquel día. Un recibo, una factura por compras de cosas para Fleur, una circular que anunciaba una Exposición de grabados. Una carta que comenzaba:
Muy señor mío:
Considero un deber…
Aquello tenía que ser algo desagradable. Buscó la firma. ¡No la había! Sin llegar a creerlo, volvió la hoja, mirando en las esquinas a ver si tenía algún membrete. No siendo hombre público, Soames no había recibido ninguna carta anónima en su vida, y su primer impulso fué romperla sin leer, impulso peligroso; pero el segundo fué leerla, impulso más peligroso todavía:
Muy señor mío:
Considero un deber que, si bien no me importa, la clase de relaciones que su señora mantiene con un extranjero…
Al llegar allí, Soames detuvo automáticamente la lectura y examinó el matasellos. Le pareció que ponía algo acabado en sea y que tenía una «i» hacia la mitad de la palabra. ¿Chelsea? No, era Battersea. Y leyó más abajo:
Estos extranjeros son todos iguales: mala gente. Este que le digo se ve con su señora dos veces por semana. Lo sé por observación personal, y ver cómo se burlan de un inglés me desagrada mucho. Usted vigile y verá cómo es verdad lo que le digo. Yo no me metería en esto si no se tratase de un indecente extranjero. Atentos saludos.
La sensación que percibió Soames fué parecida a la que hubiera experimentado si al entrar en su dormitorio se lo hubiera encontrado lleno de escarabajos. La vileza del anónimo ponía un tinte de obscenidad a la delación. Y lo peor de todo era que la sombra de la sospecha había entrado en su mente desde aquella tarde de domingo en que Fleur había dicho de Profond, que se paseaba por el jardín, que parecía un gato. ¿No había leído, en relación con su sospecha, aquel mismo día, su contrato matrimonial? Y ahora, aquel rufián anónimo, sin nada que ganar aparentemente, como no fuera desahogar su odio contra los extranjeros, había puesto de manifiesto lo que él esperaba se quedara en la sombra de la sospecha. ¡Tener que soportar el conocer el comportamiento de la madre de Fleur, y a aquellas alturas en su vida! Cogió la carta de la alfombra, la rompió en dos trozos, y cuando la doblaba para romperla otra vez, los juntó y leyó de nuevo. En aquel instante estaba tomando una de las resoluciones de su vida. Nada le obligaría a otro escándalo. Sin embargo, tenía que enfrentarse con el problema y habría de tener la mayor habilidad y precaución. Desde luego, no haría nada que pudiera perjudicar a Fleur. Tomada aquella resolución, fué a lavarse las manos. Al secárselas, le temblaban. No habría escándalo, desde luego; pero tenía que hacer algo para detener aquella vergüenza. Entró en el cuarto de su mujer y se quedó mirando a su alrededor. La idea de registrar en busca de alguna prueba que estableciera su culpabilidad y le proporcionara una base en que apoyar su amenaza, ni siquiera se le ocurrió. Allí no habría nada; ella era un espíritu práctico. La idea de hacerla vigilar la desechó antes que se le ocurriera; se acordaba muy bien de su experiencia anterior. No; no tenía más que aquella carta rota, salida de la pluma de algún rufián, cuya violenta intrusión en su vida privada le dolía mucho. Era repugnante hacer uso de la carta, pero no tendría otro remedio. ¡Menos mal que Fleur no estaba en casa aquella noche! Una llamada a la puerta le sacó de su dolorosa meditación.
—El señor Michael Mont, señor. ¿Va el señor a recibirle?
—No —dijo Soames—. Sí…, ahora bajo.
Cualquier cosa que le distrajera por unos instantes le vendría bien.
Michael Mont, con su traje de franela, estaba en la terraza fumando un cigarrillo. Lo tiró cuando se acercó Soames y se pasó la mano por el pelo.
Los sentimientos de Soames por aquel joven eran muy singulares. Sin duda, era uno de aquellos jóvenes modernos y absurdos, según los viejos criterios; sin embargo, tenía algo muy agradable, por la manera extraordinariamente alegre de manifestar sus opiniones.
—Pase usted —le dijo—. ¿Ha tomado ya el té?
Entró Mont.
—Creí que Fleur estaría ya de vuelta; pero me alegro de que no haya venido todavía. El hecho es… que estoy loco por ella; tan loco, que he pensado que debía decírselo a usted. Está pasado de moda, desde luego, eso de dirigirse a los padres primero; pero creo que me disculpará usted. Yo se lo dije a mi padre, y dice que si me formalizo, él me ayudará. La idea le parece bastante aceptable. Le he hablado de su Goya.
—Conque bastante aceptable, ¿eh? —dijo Soames con sequedad.
—Sí, señor. ¿Y a usted?
Soames sonrió débilmente.
—Ya sabe usted —prosiguió Mont, dando vueltas a su sombrero de paja, mientras que el pelo, las cejas y las orejas parecían ponérsele de punta a causa de la emoción—. Cuando se ha estado en la guerra no puede evitarse el tener prisa.
—Para casarse y descasarse al día siguiente, ¿no?
—¡Por Dios, no, señor! ¡Descasarse de Fleur!… ¡Póngase usted en mi lugar y verá!
Soames carraspeó. Claro, si se ponía en lugar del joven, tendría que darle la razón.
—Fleur es demasiado joven —dijo.
—¡Ah, no, señor! La gente de hoy somos viejísimos. Y mi padre me parece a mí un verdadero bebé; su máquina de pensar no ha evolucionado absolutamente nada. Pero es que la baronía le pesa.
—¿La baronía le pesa?
—Sí, señor. Yo heredaré el título, pero no me afectará.
—Bueno, pues que no le afecte tampoco que le diga que no piense tonterías.
El joven Mont dijo con voz plañidera:
—¡Oh, no, señor!… ¡Si no tengo alguna oportunidad, alguna pequeña facilidad, me ahorco! Usted no se oponga, deje hacer a Fleur lo que ella quiera… Su señora no me ve con malos ojos.
—¡Qué bien! —dijo Soames con voz helada.
—¿Verdad que no? —dijo el joven mirando acongojado a Soames—. ¿Verdad que usted no se opondrá?
Y Soames tuvo que sonreír.
—Usted se creerá viejísimo, pero a mí me parece un niño. El empeñarse tanto en una cosa no es prueba de madurez.
—Pero sí es que yo quiero a Fleur… Mire, para que vea, me he buscado un trabajo.
—Eso me parece muy bien.
—Me he asociado con un editor. Mi padre pone el dinero.
Soames tuvo que taparse la boca, pues llegó casi a decir: «¡Que Dios ayude al editor y a tu padre, mocito!». Y sus ojos grises se clavaron en el agitado joven.
—A mí no me parece usted mal, señor Mont; pero Fleur es todo para mí. ¡Todo!…, ¿me entiende?
—Sí, señor; pero a mí me pasa lo mismo.
—Ya ve usted lo que son las cosas… Pero de todas formas me alegro de que me lo haya dicho. Y por ahora creo que hemos hablado bastante de este asunto.
—Lo que falta ahora es que ella decida.
—Confío en que faltará eso por mucho tiempo.
—No es usted muy animador, ¡caramba! —dijo Mont con viveza.
—No. Mi experiencia de la vida no me lleva a querer casar a la gente en un dos por tres. Y buenas noches, señor Mont. No le diré a Fleur nada de esto.
—¡Oh! ¡Sería capaz de matarme por ella! Y ella lo sabe bien…
—Seguramente —y Soames le tendió la mano. Un apretón doliente, un hondo suspiro y unos sonidos de la «moto» del joven, y todo volvió a quedar como antes.
«La joven generación…», pensó con tristeza; y salió al jardín.
Los jardineros habían estado segando, y todavía persistía el olor de la hierba recién cortada. El aire tormentoso mantenía todos los olores adheridos a la tierra. El cielo era de un tono purpúreo, los álamos parecían negros. Dos o tres botes pasaron por el río, dirigiéndose, al parecer, a sus albergues antes que la tormenta empezase. «Tres días de buen tiempo, y después tormenta —pensó Soames—. ¿Dónde estaría Annette? Sin duda, con aquel tipo. Es que era muy joven…». Y con aquel pensamiento caritativo y de perdón, entró en el cenador y se sentó. La verdad era —tenía que reconocerlo— que Fleur era mucho para él, mientras que su mujer no era nada; era francesa, y para él no había sido nunca mucho más que una amante, y él ya iba sintiendo indiferencia por las aventuras amorosas. Era extraño; pero con su criterio de orden y moderación, siempre ponía su corazón en una sola persona: primero, Irene; después, Fleur. Una cada vez, un cariño en cada ocasión… Aquel modo de ser le había llevado una vez al escándalo. Ahora le llevaría a la paz. Lo que sí le gustaría sería descubrir quién era aquel comunicante anónimo, para enseñarle a no remover el limo del estanque que él quería con toda su alma permaneciera tranquilo. Un relámpago lejano, un trueno prolongado y unas gruesas gotas de agua que le cayeron no consiguieron conmoverle. Quedó indiferente, haciendo un dibujo con el dedo sobre la mesita rústica, cubierta de polvo, del cenador. ¡El futuro de Fleur! Eso era lo único que le interesaba. Y ¡qué cosa más solitaria era la vida!… Se levantó y arrancó una rosa que se estaba marchitando. La Naturaleza creaba flores y las destruía después… El trueno resonó otra vez, prolongándose a lo largo del río, y pálidos resplandores atrajeron su mirada. Las copas de los álamos apuntaban agudas y espesas al cielo, y la lluvia caía fuerte, resonando contra el cobertizo de hojas y ramas del cenador, mientras él estaba allí, sentado, indiferente, meditabundo.
Pasó muy pronto el chubasco; salió del cenador, y echó a andar por el camino, mojado, que seguía el curso del río.
Dos cisnes habían acudido allí a refugiarse entre los cañizos. Conocía bien aquellos pájaros, y se quedó observando la dignidad de la curva de sus cuellos y de sus cabezas. No encontraba nada que hacer que pudiera tener dignidad. Y, sin embargo, tenía que hacer, al menos que decir algo si quería evitar que las cosas fueran a peor. Annette habría regresado ya de donde hubiera estado, pues ya era casi la hora de cenar; y según se acercaba el momento de verla, la dificultad de decirle algo aumentaba. Un nuevo y atemorizador pensamiento se le ocurrió: «¿No pretendería divorciarse de él para casarse con aquel tipo?». Pero si deseaba eso, tendría que aguantarse las ganas. Él no se había casado con ella para terminar así. La figura de Próspero Profond se le presentó por unos instantes en el recuerdo, tranquilizándole. No; aquel hombre no era de los que se casan. Y se sintió lleno de cólera. ¡Que no se pusiere el tipo aquel en su camino! ¡Pues sí que era mucho aquel mestizo!… Pero ¿qué era Próspero Profond? ¡Nada, absolutamente nada! Mas sí que era algo, sí que representaba algo: la inmoralidad desencadenada, la desilusión hecha hombre, como bien lo decía aquella expresión que le había captado a Annette: Je m’en fiche! Un tipo fatalista, un continental, un cosmopolita, un producto auténtico de los tiempos. Y si pudiera pensarse algo peor de Profond, Soames no lo sabía.
Los cisnes habían vuelto la cabeza, y miraban más allá de él en alguna dimensión exclusiva de ellos. Uno emitió un ligero silbido, agitó la cola, dio la vuelta como a un timón y nadó rápido, alejándose. El otro le siguió. Soames perdió de vista sus cuerpos y sus cuellos blancos, y penetró en la casa.
Annette estaba en la sala, ya vestida para cenar. Soames la encontró muy bella. Durante la cena, perfecta en cantidad y en calidad, no hablaron de nada, aparte de unos comentarios sobre las cortinas de la sala y de la tormenta. Soames no bebió nada. La siguió al salón después, y la encontró fumando un cigarrillo en el sofá. Estaba apoyada en el respaldo, casi erecta, con su vestido negro y las piernas cruzadas y los ojos medio cerrados. Un humo gris azulado salía de sus labios encarnados y bastante llenos. Llevaba las medias de seda más finas que pudiera imaginarse y zapatos de altísimos tacones, que proyectaban hacia afuera el empeine de sus pies. ¡Bonita figura para decorar cualquier sala! Soames, que llevaba cogida aquella carta rota en la mano dentro del bolsillo, dijo:
—Voy a cerrar la ventana. Hay mucha humedad.
Cerró y se quedó mirando un David Cox que adornaba la pared, color crema, cerca de donde él estaba.
¿En qué pensaba? Nunca había entendido a las mujeres en su vida, excepto a Fleur, y no siempre… El corazón le latía de prisa. Pero si quería hablar de aquello estaba en el mejor momento.
Dejando de mirar el cuadro, dijo:
—He recibido esto.
Los ojos de Annette se agrandaron, le miraron y su mirada se endureció.
Soames le tendió la carta.
—Está rota, pero puedes leerla.
Y volvió a mirar al David Cox; era una marina, buena de color, pero sin movimiento casi. «¿Qué estará haciendo ese individuo en este momento?», se preguntó. Y con el rabillo del ojo miraba a Annette, que sostenía rígidamente la carta y que movía los ojos siguiendo los renglones, bajo sus pestañas ennegrecidas. Dejó caer la carta, tuvo un ligero escalofrío, sonrió y dijo:
—¡Qué cosa más sucia!
—Estoy de acuerdo —dijo Soames—. Es degradante; pero ¿es verdad?
Sobre el rojo labio inferior de ella mordieron sus blancos dientes.
—Y si lo fuera, ¿qué?
No había visto Soames cinismo semejante.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir?
—No.
—Habla entonces.
—Bueno, ¿y para qué voy a hablar?
—Entonces, ¿admites que es cierto?
—Yo no admito nada. Eres un necio en preguntar. Un hombre como tú no debe preguntar nada. Es peligroso.
Soames se dio una vuelta por la habitación para dominar su cólera creciente.
—¿Te acuerdas —le dijo, parándose frente a ella— de lo que eras cuando me casé contigo? Una pobre diabla que tenía que llevar las cuentas en un restaurante.
—¿Y te acuerdas tú de que no tenía ni la mitad de tus años?
Soames no pudo seguir mirándola, y llevó la mirada al cuadro de David Cox.
—No voy a enzarzarme en palabras. Te requiero a que rompas esa… amistad. Me pongo frente al asunto rotundamente por los efectos que puede tener sobre Fleur.
—¡Ah… Fleur!
—Sí. Es tan hija tuya como mía.
Muy amable en aceptarlo.
—¿Vas a hacer lo que te digo?
—Me niego a contestarte.
—Entonces, te obligaré.
Annette sonrió.
—No, Soames; no puedes hacer nada —dijo—. No amenaces con cosas que no puedes llevar a efecto.
La rabia abultó las venas de su frente. Abrió la boca para desahogar su cólera, pero no pudo decir nada. Annette prosiguió:
—No habrá más cartas de ésas, te lo prometo. Eso ya es bastante.
Se estremeció Soames. Tenía la impresión de que le trataba como a un niño, aquella mujer que merecía no sabía qué cosa.
—Cuando dos personas se han casado y vivido como nosotros, Soames, lo mejor es no importunarse el uno al otro. Hay cosas que no se sacan a relucir para que la gente no se ría. Tú te estarás quietecito, y no por mí, sino por ti mismo. Te estás haciendo ya viejo, y yo todavía no. Tú me has enseñado a ser muy práctica.
Soames insistió:
—Te requiero a dejar esa amistad.
—¿Y si no lo hago?
—Pues te borraré de mi testamento.
Vio que aquello que le dijo no serviría de nada, Annette se echó a reír.
—Todavía vivirás muchos años, Soames.
—Tú… ¡Tú eres una mala mujer! —dijo Soames repentinamente.
Annette se encogió de hombros.
—No lo creo yo así. El vivir contigo ha matado muchas cosas en mí, es cierto. Pero no soy mala. Soy razonable…, eso es todo. Y tú también lo serás cuando hayas reflexionado.
—Veré a ese hombre —dijo Soames, tétrico—, y le haré comprender a lo que se expone.
—Mon cher[108], eres muy divertido. Tú ya no me quieres ni me deseas; ya has tenido de mí todo lo que buscabas, y ahora pretendes que lo que resta de mí, quede muerto. Yo no admito nada; pero no quiero quedarme muerta, Soames, a mis años. Lo mejor que puedes hacer es dejar las cosas tranquilas, te lo digo yo. Por mi parte, desde luego, no produciré el menor escándalo, puedes estar seguro. Y ahora, ya hemos hablado bastante.
Se levantó, alargó la mano, cogió una novela francesa de una mesita y la abrió. Soames la observaba, callado ante el tumulto de sus pensamientos. El pensar en aquel hombre le hacía casi desearla, y esto era toda una revelación acerca de sus relaciones, que sorprendió a quien como él era tan poco dado a la filosofía introspectiva. Sin añadir palabra se fué a su sala de pinturas. ¡Aquello le pasaba por haberse casado con una francesa! Pero si no se hubiera casado con ella, no tendría a Fleur. Realmente, le había servido para su objeto primordial en aquel matrimonio.
«Tiene razón —pensó—: No puede hacer nada. Ni siquiera estoy cierto de que haya nada de verdad en eso».
Fué a su habitación. Y le recibió como si no hubiera pasado nada, y él se quedó persuadido de un gran sentimiento de paz. Si uno se decidía a no ver, no ve a nada… Y decidió no ver, pues ¿qué ganaba viendo? Abrió un cajón, sacó su bolsa de pañuelos y el portarretratos con la fotografía de Fleur. Cuando la hubo mirado un rato, sacó la otra, la de Irene. Chilló un búho según la estaba mirando. Y con el chillido del búho, las rosas trepadoras que llegaban a su ventana parecieron intensificar su color, y hasta él llegó un suave aroma de naranjo en flor. ¡Pero aquello había sido diferente!… ¡Pasión…, recuerdos…, cenizas en definitiva!…