Soames fué a la City con intención de recoger a Fleur tras despachar sus cosas y llevarla a casa con él. Aunque era socio sólo de nombre, iba alguna vez que otra por Cuthcott, Kingson y Forsyte, donde tenía un empleado a cargo de los asuntos exclusivamente Forsyte en que él se ocupaba. Ahora fluían con gran intensidad, pues era un buen momento para vender propiedad inmobiliaria. Y Soames estaba transformando en dinero las fincas de su padre y del tío Rogelio y, hasta cierto punto, también las del tío Nicolás. Su agudeza y su probidad en cuestiones de dinero le habían llevado a ser un autócrata respecto de los legados familiares. Si Soames opinaba esto o lo otro, lo mejor era evitarse uno la molestia de opinar también. Él era la tranquilizadora garantía de la irresponsabilidad de numerosos Forsytes de la tercera y de la cuarta generación. Sus coalbaceas, como sus primos Rogelio y Nicolás; sus primos políticos Tweetyman y Spender, o el marido de su hermana Cicely, confiaban todos en él. Él firmaba el primero, y donde firmaba él, firmaban en seguida todos los demás, y hasta el momento nadie había perdido nada; por el contrario, todos ganaban algo, y Soames veía el fin de muchos de aquellos asuntos tan agradable como era posible en aquellos tiempos.
Atravesando la parte más agitada de la City hacia la más tranquila de Londres, Soames meditaba. El dinero estaba extraordinariamente sujeto, y la moral, desmedidamente suelta. La guerra era la causa de aquello. Los Bancos no dejaban dinero, la gente rompía contratos por todas partes… Había algo en el aire y en las caras de todos que a él no le gustaba. El país parecía llamado a desaparecer en una vorágine de juego y de declaraciones de quiebra. Era un consuelo pensar que ni él ni los que en él veían su máxima garantía tenían el dinero en negocios a los cuales podía afectar otra cosa que no fuera la bancarrota nacional o la confiscación de sus fondos. En lo que tenía Soames fe era en lo que él llamaba sentido común inglés, o capacidad de obtener las cosas de una manera o de otra. Él podría decir —como su padre antes que él— que no sabía adónde iría todo a parar; pero en el fondo de su corazón sabía que no irían a parar a ninguna parte. Si el dinero no se le escapaba a él, no se escaparía, pues él no era más que un inglés cualquiera, tan tenaz en su posesión, que sabía bien que nunca se quedaría sin una cosa, a menos de recibir otra equivalente.
Le enojaba mucho, al entrar en aquel remanso de paz londinense, el hecho de que numerosas Compañías y Sociedades habían sustraído al mercado bienes de todas clases, manteniendo los precios a una altura artificial. Aquellos rufianes eran los que tenían la culpa de todos los trastornos de la economía.
Las oficinas de Cuthcott, Kingson y Forsyte ocupaban los bajos y el primer piso de una casa del lado derecho de la calle. Mientras subía a su despacho, Soames pensaba: «Ya es hora de que pintemos esto».
Su viejo empleado Gradman estaba sentado donde siempre, ante un gran bureau con innumerables compartimientos. Otro empleado estaba en pie junto a él, dándole unos datos referentes a la venta de la casa de la plaza Bryanston, de Rogelio Forsyte. Soames dijo:
—Qué bajos andan hoy los valores…
El viejo Gradman le contestó:
—Sí; pero es que todo anda bajo, señor Forsyte —y el otro empleado se retiró.
Soames colgó su sombrero.
—Quiero ver mi testamento y mi contrato matrimonial, Gradman.
El viejo Gradman, inclinando hasta el límite su silla articulada, sacó dos cuadernillos de papel, cosidos con balduque, del último cajón de la izquierda. Recobrando la posición normal, levantó su rostro arrugado, rojo por el esfuerzo al agacharse.
—Aquí tiene, señor.
Soames cogió los documentos. De repente notó que Gradman se parecía mucho al perro guardián que tenían en su casa, y que Fleur un día se había empeñado en soltar, que había mordido a la cocinera y que había habido que matarlo. Si se soltara la cadena de Gardman, ¿mordería también?
Reprimiendo estas frívolas fantasías, Soames se puso a mirar su contrato matrimonial. No lo había examinado en dieciocho años, desde que rehízo su testamento a la muerte de su padre y nacimiento de Fleur. Quería ver si las palabras cobertura permanente figuraban allí. Sí que figuraban —¡extraña expresión, derivada tal vez de la cría de caballos!—. Ascendía a mil quinientas libras que él le pagaba, sin deducir el impuesto sobre la renta, mientras fuera su esposa y después mientras fuera su viuda dum casta[107] —vieja expresión bastante fuerte para asegurar la conducta de la madre de Fleur—. Su testamento llegaba a una renta anual de otras mil libras en las mismas condiciones. Devolvió los documentos a Gradman, que los tomó sin mirar, inclinó la silla y los devolvió a su cajón.
—Gradman… No me gusta cómo andan las cosas; hay mucha gente sin sentido común en el país. Quisiera encontrar un medio de asegurar a mi hija contra cualquier eventualidad que pudiera presentarse.
Gradman trazó el número 2 en el secante.
—Sí —dijo—. Andan sueltas unas ideas muy raras.
—Las restricciones ordinarias contra la prodigalidad no sirven para nada.
—No —dijo Gradman.
—Supóngase usted que esos laboristas llegan al Poder u otra cosa por el estilo. Esa gente con ideas fijas es la peligrosa. Mire usted Irlanda… Supongamos que hiciera con mi hija un contrato ahora mismo, por el cual ella reconoce deberme cierta cantidad. Sólo podrían quitarme a mí los intereses, a menos que modifiquen la ley.
Gradman movió la cabeza y sonrió.
—Eso no lo hacen.
—No estoy yo tan seguro. No me fío de ellos.
—Tardaría dos años, señor, para ser válida la ley que modifique las obligaciones a cumplir en materia de deudas.
Soames dio un resoplido. Dos años… Y él tenía sólo sesenta y cinco…
—No es eso. Redacte un documento de donación de todos mis bienes a los hijos de mi hija, por partes iguales, de las que disfrutarán sólo el interés mientras yo viva y mientras viva su madre, sin poder ella tocar el principal. Y añada una cláusula que establezca que si por no haber nacido a mi muerte los hijos de mi hija, o por morir tales hijos, los intereses que les corresponderían de mi fortuna no pudiesen percibirlos, no sería mi hija quien los percibiría, sino mis albaceas para usarlos, en exclusivo beneficio de mi hija, a su discreción.
—Bastante prematuro a su edad, señor. Pierde usted el dominio de su fortuna.
—Eso es cosa mía —gruñó Soames.
Gradman tomó nota de todo, y preguntó luego:
—¿Qué albaceas? Ahí tiene usted al hijo del señor Kingson; es un joven muy serio y muy inteligente.
—Sí, ése podría ser uno. Pero necesitamos tres. Ya no queda un Forsyte que me convenza.
—¿No le convence el hijo del señor Nicolás Forsyte? Actúa en los tribunales, y todo…
—Ése no inventará la pólvora —dijo Soames.
Una sonrisa apareció en los labios de Gradman, rostro grasiento y con manchas, como de quien está sentado todo el día.
—¿Qué quiere usted que descubra a sus años, señor?
—Pero ¿qué años tiene? ¡Lo menos cuarenta!
—Eso es, cuarenta. Un chiquillo…
—Bueno, sí, tome usted nota de él. Pero me haría falta alguien que tuviese verdadero interés. Y no veo a nadie que…
—¿Qué tal le parecería a usted el señor Valerio Dartie? Ahora está en Inglaterra…
—¿Val? ¿Siendo hijo de su padre?
—Bueno… —murmuró Gradman—. Ya hace siete años que murió.
—No —dijo Soames—. No me gusta el parentesco, aunque haga siete años que se extinguió —y se dispuso a marchar.
Gradman dijo de repente:
—Pero si llegara una incautación de capitales, también se llevarían el de los albaceas, señor. Yo, en su caso, lo pensaría bien…
—Eso es verdad —reconoció Soames—. Tengo que pensarlo, sí; tengo que pensarlo. ¿Qué ha hecho usted con la notificación de derribo de la casa de la calle Vere?
—Todavía no he notificado nada. La inquilina es muy vieja. No se querrá marchar de la casa a sus años.
—Quién sabe… El espíritu de aventura de los tiempos afecta a todos.
—De todas formas… Tiene ochenta y un años.
—Nada, nada, comuníquele el derribo, a ver qué dice. ¡Ah, y mi tío Timoteo! ¿Está ya todo preparado por sí…?
—Ya tengo dispuesto el inventario de todos sus bienes. Ahora habrá que tasar los muebles y los cuadros para que sepamos a qué atenernos. Sentiré mucho que se muera. ¡Hace ya tiempo que le vi por primera vez!…
—No podemos ser eternos.
—Claro —dijo Gradman—. Pero será una pena. El último de la vieja familia… ¿Quiere que denuncie lo de la calle Old Compton? Esos órganos son muy molestos.
—Sí. Ahora tengo que buscar a mi hija para tomar el tren de las cuatro. Adiós, Gradman.
—Adiós, señor Forsyte. Espero que la señorita Fleur estará bien…
—Sí, muy bien, pero siempre danzando por ahí…
—Claro —convino Gradman—. Es joven…
Soames se marchó murmurando: «¡Buena persona este Gradman! Si fuera más joven, le hacía albacea. No hay nadie en que pueda confiar que se tomará verdadero interés».
Dejando atrás la tranquilidad biliosa, la paz desagradable de aquella casa, pensó: «¡Cobertura permanente! ¿Por qué no habrán muerto todos los tipos como Profond, en vez de tantos alemanes, buenos trabajadores?». Y se dijo que las cosas debían de andar muy mal, hasta el punto de concebir él tan antipatrióticos pensamientos. ¡No se podía estar nunca tranquilo! ¡Siempre había algo de qué preocuparse! Y se encaminó a la calle Green.
Dos horas después, Tomás Gradman, revolviéndose en su silla articulada, cerró el último cajón del bureau, y metiéndose en el bolsillo un manojo de llaves que hacía que apareciera una gran protuberancia en el lado del hígado, cepilló su sombrero con la manga, cogió el paraguas y se fué. Grueso, bajo, muy abotonado, se dirigió al mercado de Covent Garden. No se privaba jamás de aquel paseo hasta la estación del Metro, por Highgate, ni de comprar sus verduras y su fruta. Los hombres nacían, cambiaban los sombreros, y ocurrían las guerras y los Forsytes se morían. Pero Tomás Gradman, leal y gris, se daba su paseo diario y compraba sus vegetales, ajeno y superior a todo suceso histórico. Los tiempos no eran los mismos que antes, y su hijo había perdido una pierna, y a él ya no le daban aquellos cestitos para que llevase la compra, y el Metro era un gran invento… No se podía, pues, quejar. Tenía buena salud, considerando su edad, y tras cincuenta y cuatro años de trabajar con una familia de abogados, se iba aproximando a sus buenas ochocientas libras al año, aunque estaba un tanto preocupado últimamente. Pero «Dios proveerá», como solía él decir. ¡Cuánta vida y cuántas vidas había visto! El señor Soames estaba muy bien, y la señorita Fleur era muy linda; se casaría, sí, se casaría; pero ahora la gente no tenía hijos. Él había tenido su primer hijo a los veintidós años; y el señor Jolyon había tenido el suyo el mismo año. ¡Ya había llovido desde entonces!… Aquello fué en el 70, mucho tiempo antes que el viejo señor Jolyon le quitara su testamento a su hermano James… En aquellos tiempos hacían lo contrario que ahora: compraban casas por todas partes, y no se peleaban ni se disgustaban nunca, y los pepinos valían entonces dos peniques, y un melón…, ¡aquellos melones, que se hacía la boca agua!… Ya hacía cincuenta años desde que, entrando en la oficina del señor James, éste le había dicho: «Bueno, Gradman: usted es ahora un chiquillo. Pero si se aplica y presta atención al trabajo, llegará a ganar sus quinientas al año». Y las había ganado, y era temeroso de Dios y servidor de los Forsytes, y guardaba dieta vegetal por las noches. Compró el John Bull —no es que le pareciera bien aquel periódico extravagante—, entró en el ascensor del Metro con su paquetito de verdura en la mano y descendió a las entrañas de la tierra.