No se sabía por qué era Próspero Profond peligroso, si por su intento de regalar a Val la jaca de Mayfly, o porque, como había dicho una vez Fleur, parecía un duende dispuesto a hacer el mal, o por su extraña pregunta a Cardigan: «¿Y para qué quiere estar usted sano?», o simplemente por el hecho de ser extranjero. Lo que sí era evidente es que Annette estaba más bella que nunca y que Soames le había vendido un Gauguin y después había roto el cheque que Profond le había dado, de forma que el belga podía decir: «No es mío aquel pequeño cuadro que le compré a míster Forsyte».
Y aunque se le mirara ya con sospecha, seguía frecuentando la casa de Winifred, en la calle Green, con una bonachonería que no podía llamarse naiveté, pues tal palabra no podía en modo alguno atribuirse a semejante persona. Winifred todavía le encontraba divertido, y de cuando en cuando le escribía notitas así:
Venga usted a pasar un rato con nosotros.
El misterio que todos notaban en aquel hombre se debía a la circunstancia de que había hecho, visto, oído y conocido todo sin haber encontrado nada en nada…, lo que no era natural. La desilusión a la inglesa la experimentaba mucho Winifred, que siempre se había movido en círculos elegantes. Daba cierto cachet distinguido, luego de tal desilusión, de tal no sacar nada, sacar algo. Pero no sacar de nada ni siquiera una pose no era inglés, y lo que no era inglés no podía menos de sentirse, en secreto, peligroso, si bien no era nada efectivamente malo. Era como tener el espíritu traído por la guerra sentado en un sillón Imperio; era como escuchar palabras imbuidas de aquel espíritu a labios gruesos y rosados, sobre una barbita diabólica. Era, como Jack Cardigan decía —para la mayoría de los temperamentos a la inglesa—, un poco demasiado, pues si en verdad nada merecía la pena, siempre quedaban algunos juegos y deportes… Hasta Winifred, siempre tan Forsyte en el fondo, a pesar de las apariencias, pensaba que de tal desilusión por las cosas no se podía sacar nada, y, por tanto, no había que ser así. Monsieur Profond, la verdad, proclamaba demasiado abiertamente su desilusión en un país donde la gente decente oculta sus sentimientos.
Cuando Fleur llegó de Robin Hill a casa de su tía Winifred, la personificación del desencanto por lo humano estaba en pie en su salita, junto al balcón, mirando a la calle Green con aire de no ver nada. Y Fleur miró a la chimenea con aire de ver un fuego que allí no había.
Monsieur Profond se separó del balcón. Estaba de tiros largos, con chaleco blanco y una flor blanca en el ojal.
—Buenas noches, señorita Forsyte —saludó—. Estoy encantado de verla. ¿El señor Forsyte bien? Hoy decía yo de él que me gustaría verle satisfecho por algo. Está amargado.
—¡Ah!, ¿sí? —dijo Fleur secamente.
—Está amargado —repitió monsieur Profond.
Fleur reaccionó por un instante:
—¿Quiere usted que le diga qué es lo que le molesta?
Pero las palabras: «El que no se vaya usted cuanto antes» murieron en sus labios al ver la expresión de su cara: todos sus hermosos dientes le brillaban en una sonrisa.
—Hoy, en el Club, he oído hablar de su desgracia.
Fleur abrió mucho los ojos.
—¿Qué está usted diciendo?
Monsieur Profond hizo un gesto como para quitar importancia a la cosa.
—Antes que usted naciera… —dijo—. Aquel pequeño asunto…
Aunque dándose cuenta de que lo que quería era evitar que le reprochara la parte de culpa que le correspondía en la amargura de su padre, Fleur fué incapaz de resistir un ataque de curiosidad.
—Dígame usted lo que ha oído.
—Bueno —murmuró Profond—, si ya lo sabe usted.
—Supongo que sí. Pero querría ver si le han informado a usted exactamente.
—Su primera esposa —dijo el belga.
Cambió, mediante un poderosísimo esfuerzo, las palabras: «Mi padre no ha tenido otra esposa», por las de:
—Sí, su primera esposa, ¿qué pasa con ella?
—No, nada. Que el señor Forsyte me estaba contando que la primera esposa de su padre se casó luego con su primo Jolyon. Sería un pequeño disgusto, creo yo. He visto a su hijo, un mozo muy simpático.
Fleur le miró. Monsieur Profond se agitaba diabólico ante ella. Ya, ya conocía la razón… Con el esfuerzo más heroico de su vida, consiguió que ante sus ojos dejara de danzar aquella figura. No podía decir si se había dado o no cuenta de su turbación. Y en aquel momento entró Winifred.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Ya están ustedes aquí? Imogen y yo hemos pasado una tarde encantadora en eso de los niños…
—¿Qué niños? —preguntó Fleur mecánicamente.
—La tómbola benéfica para los niños. Y he hecho el gran negocio. He sacado una pieza de cerámica armenia de antes del Diluvio… Quisiera que me diera su opinión, Próspero.
—Tía —murmuró Fleur, angustiada.
Ante el tono de voz de la muchacha, Winifred se le acercó.
—¿Qué te pasa, hija? ¿No estás bien?
Monsieur Profond había salido al balcón y no podía oír desde allí.
—Tía, me… me ha dicho Profond que mi padre estuvo casado antes y que se divorció, y que su mujer se casó con el padre de Jon Forsyte… ¿Es verdad eso?
Jamás en su vida se vio tan embarazada la madre de cuatro pequeños Darties. La cara de su sobrina estaba tan pálida, estaban sus ojos tan abiertos, su voz murmuraba las palabras con tanto dolor, que se sintió verdaderamente alarmada.
—Tu padre no quería que lo supieras —dijo con todo el aplomo de que pudo disponer—. Cosas así pasan frecuentemente en la vida. Ya le decía yo a tu padre que te lo dijera todo.
—¡Oh! —murmuró Fleur.
Y eso fué todo; pero llevó a Winifred a darle en el hombro unas palmadas de consuelo. Y al dárselas, pensó que su sobrina tenía unos hombros muy bonitos, y que en todo era muy guapa y que se podría casar muy bien; pero, claro, no con Jon.
—Eso lo tenemos olvidado ya hace años —dijo tranquilizadora—. Anda, vamos a cenar.
—No, tía, no me encuentro bien. ¿No te importa que me retire?
—¡Hija mía!… ¡No lo tomes tan a pecho! ¡Pero si todavía eres una niña! Y el muchacho ese es un crío…
—¿Qué muchacho? Es que me duele la cabeza. Y no puedo resistir a ese hombre.
—Bueno, bueno, vete y acuéstate. Yo te mandaré un poco de bromuro, y ya le diré yo a Profond… ¿Qué tiene que meterse él a chismorrear lo que no le importa? Aunque estoy segura de que es mejor que te hayas enterado.
Fleur sonrió.
—Sí —dijo, y se retiró de la habitación.
Llegó a su cuarto con la cabeza dándole vueltas, con una sensación de ardor en la garganta y llena de miedo a algo. Nunca en su vida había temido tanto no conseguir lo que se había propuesto. La tarde aquélla había estado llena de impresiones, y el descubrimiento terrible que había coronado todas ellas la hacía sentirse verdaderamente enferma. No era extraño que su padre hubiera guardado aquel retrato, escondido bajo el suyo, avergonzado de conservarlo. Pero ¿podía odiar a la madre de Jon y a la vez conservar su fotografía? Se apretó la frente con las manos, tratando de ver claro. ¿Le habrían contado las cosas a Jon? ¿Habría determinado su visita a Robin Hill que le informasen de todo? Ella ya lo sabía; lo sabían ya todos, menos, tal vez, Jon…
Se paseó excitada por su habitación, mordiéndose los labios y pensando con fuerza desesperada. Pero si no le habían dicho más, ¿no debería ella…, no podría ella… casarse con él antes que se diera cuenta? Trató de recordar todo lo que había visto en Robin Hill. La sonrisa de Irene, con su pelo como empolvado; su calma, su reserva, la desconcertaban. Y su padre, irónico, afable…, tampoco le daba ninguna luz con su actitud. Instintivamente comprendió que no le dirían nada a Jon, que les repugnaría la idea de hacerlo, pues sabrían que sería un gran sufrimiento para su hijo.
Tenía que conseguir que su tía no dijera a su padre que ya se había enterado ella. Mientras creyeran que ni ella ni Jon sabían nada, había todavía una posibilidad. Pero se quedó casi sobrecogida ante su soledad. Todos estaban contra ella, todos… Era lo que Jon había dicho: él y ella querían simplemente vivir, y el pasado se lo estorbaba; un pasado que ellos no habían contribuido a forjar y que no comprendían. ¡Qué vergüenza! Y se acordó de June. ¿Querría ella ayudarlos? Sin duda June había insinuado que ella comprendía su amor, que le molestaba que encontrasen obstáculos. Pero su instinto la llevó a pensar: «Yo no descubriré nada, ni a ella misma. Me casaré con Jon en contra de todos».
Le subieron un plato de sopa y una de las pastillas favoritas de Winifred para el dolor de cabeza. Tomó las dos cosas. Después subió Winifred a verla. Fleur hizo la primera descarga de su campaña.
—Mira, tía: yo no quiero que la gente piense que estoy enamorada del chico ese. Porque, la verdad, es que casi no le he visto.
Winifred, aunque experimentada, no era fine, como Fleur. Aceptó sus palabras, sintiéndose muy aliviada. Desde luego que no era agradable para una chiquilla saber de un escándalo familiar, y se dedicó a quitar importancia a la cosa, tarea para la cual se hallaba eminentemente dotada, siendo hija de un padre y de una madre cuyos nervios no se agitaban fácilmente, y esposa por muchos años de Montague Dartie. Su exposición fué magnífica. La primera esposa del padre de Fleur había sido una mujer muy alocada. Hubo un joven que murió atropellado, y ella había abandonado a su marido. Años después, cuando todo podía haberse solucionado bien, conoció al primo de su padre y se comportó escandalosamente. Por eso su marido tuvo que divorciarse de ella. Ya nadie se acordaba de todo aquello, excepto, como era natural, la familia. Y quizá todo había ocurrido de la mejor manera posible; su padre le había tenido a ella, y Jolyon e Irene habían sido muy felices, según se decía, y su hijo era un muchacho muy agradable.
—Y Val se casó con Holly, para que tú veas.
Y con estas palabras tranquilizadoras se despidió de su sobrina, pensando que era muy guapa, y regresó con Próspero Profond, que, a pesar de su indiscreción, aquella noche estaba divertidísimo.
Durante unos minutos permaneció Fleur bajo los efectos del bromuro material y espiritual que le había administrado su tía. Pero más tarde la realidad volvió a presentarse ante ella. Su tía había hecho abstracción de lo que verdaderamente importaba: del resentimiento, del odio, del amor y de la imposibilidad de perdonar que tienen los corazones apasionados. Ella, que conocía tan poco de la vida, que no había hecho sino rozar el problema del amor, comprendía que las palabras tienen tan poca relación con los hechos como la moneda con el pan que compra. «¡Pobre padre! —pensó—. Y ¡pobre Jon y pobre de mí! ¡Pero no importa!… ¡Yo quiero casarme con él y me casaré!». Desde la ventana de su cuarto vio salir a aquel gatazo y deslizarse en la calle oscura. Si él y su madre… ¿Qué influencia podría tener aquel asunto en el suyo? Sin duda que llevaría a su padre a aferrarse a ella más y más, a quererla más, de forma que al final acabaría por consentir todo lo que quisiera ella o por perdonar lo que hiciera sin su consentimiento.
Cogió un puñado de tierra de una maceta de la ventana y, con toda su fuerza, se la tiró a Profond, que se alejaba. No le dio, pero se quedó más descansada.
Y una brisa vino de la calle Green, oliendo desagradablemente a gasolina.