III

Los jóvenes sólo perciben la vejez en momentos fuera de lo corriente. Por ejemplo, Jon no se había dado nunca cuenta de la edad de su padre; fué sólo al verle, de regreso de España, cuando se percató de que era viejo. Y le emocionó la cara del cuarto Jolyon, llena de la emoción del encuentro. Estaba pasado de moda que los jóvenes tuviesen la menor consideración con los viejos; pero Jon no era un muchacho moderno en modo alguno. Su padre había sido siempre bueno con él; y el conocer que inmediatamente iba a lanzarse a hacer aquello que había motivado que el pobre viejo se pasase seis semanas solo, le dolía.

Ante la pregunta: «Bueno, hombre, ¿qué te ha parecido el gran Goya?», la remordió la conciencia. El «gran Goya» sólo existía para él porque había creado un rostro que se parecía al de Fleur.

La noche de su regreso se fué a la cama lleno de remordimientos; pero se despertó lleno de ilusiones. Estaban sólo a 5 de julio, y no se había citado con Fleur hasta el 9. Iba a estar tres días en casa sin volver a la de su hermana… Tenía que hacer algo para verla en seguida.

En la vida de los hombres hay cosas que los padres no pueden evitar: por ejemplo, la necesidad de llevar pantalones. Al segundo día, por tanto, fué Jon a Londres, y tras de tranquilizar la conciencia en una sastrería, se fué a Piccadilly. La calle Stratton, donde estaba el Club de Fleur, se hallaba junto a Devonshire House. Sería una casualidad enorme que la encontrara en el Club. Pero fué por la calle Bond abajo con el corazón agitado y notando que los demás muchachos eran superiores a él: llevaban la ropa de otra manera, mostraban seguridad, eran todos mayores. Se sintió agobiado repentinamente por la seguridad de que Fleur le había olvidado. Absorto en pensar en ella todo aquel tiempo, había desechado esa posibilidad. Pasó muy mal rato. Pero tenía la gran idea de que siempre hay que afrontar con valor cualquier calamidad que se presente. Y cuando estaba ya preparado para sufrir cualquier desgracia, se dio de manos a boca con Val Dartie, que iba hacia el Iseum Club, en que acababan de admitirle.

—¡Hombre, tú por aquí! ¿Adónde vas?

Jon se ruborizó.

—Vengo del sastre.

Val le miró contento.

—Pues muy bien, hombre. Voy a comprar cigarrillos, y después te convido a almorzar.

Jon le dio las gracias y se alegró del encuentro, pues quizá supiera algo de ella por Val.

La situación de Inglaterra, la pesadilla de su Prensa y de sus hombres públicos parecía desaparecer en el estanco en que entraron.

—Sí, señor; precisamente el cigarrillo que servía a su señor padre. ¡Dios le tenga en gloria! El señor Montague Dartie era cliente mío desde, desde…, déjeme ver… ¡Desde el año en que Melton ganó el Derby! Era uno de mis mejores clientes —y una suave sonrisa iluminó el rostro del estanquero—. ¡Y buenas indicaciones que me daba sobre caballos! Creo que se llevaba un par de cientos de estos cigarrillos cada semana, un año con otro, y nunca fumó otra clase. Un caballero muy afable; me trajo mucha clientela. Sentí muchísimo el accidente que tuvo el pobre señor. ¡Clientes así ya no quedan!…

Sonrió Val. La muerte de su padre había cerrado una cuenta que había durado más, tal vez, que ninguna otra; y en una espiral del humo de uno de aquellos ilustres cigarrillos le pareció ver la cara de su padre, morena, agradable, con bigote negro… Su padre tenía fama en el estanco, por lo menos, y ¡cómo no!… Un hombre que fuma doscientos cigarrillos a la semana, que da orientaciones para ganar las carreras y que tiene cuenta abierta siempre… ¡El héroe del estanquero! Hasta en eso había distinción que heredar.

—Yo pago al contado. ¿Cuánto es?

—Pues por ser para su hijo, y siendo al contado…, diez chelines con seis peniques, caballero. Yo nunca olvidaré al señor Montague Dartie. Era tan amable, que a veces se estaba media hora hablando conmigo. Ya no quedan clientes así… ¡Todo el mundo con esas prisas! La guerra causó mucho daño a los buenos modales, caballero, mucho daño… Usted estuvo en la guerra, ya lo veo…

—No —dijo Val golpeándose la pierna—. Esto fué en la otra. Quizá me haya salvado la vida. ¿Tú quieres cigarrillos, Jon?

Muy avergonzado, Jon murmuró:

—No; ya sabes que no fumo.

Y vio que el estanquero movía los labios para decir: «¿Pero es posible?», o tal vez: «¿Y a qué espera usted para fumar?».

—Eso está bien —dijo Val—. Resiste todo el tiempo que puedas. ¿Pero es el mismo tabaco que fumaba mi padre?

—Exactamente el mismo, señor; un poco más caro, pero el mismo. No hay tabaco que tenga mayor estabilidad… Es el Imperio británico, como yo digo.

—Entonces mándeme un centenar cada semana a estas señas, y factúreme cada mes. Vamos ya, Jon.

Jon entró en el Iseum con curiosidad. Excepto en el Hotch Potch con su padre, nunca había estado en un Club de Londres. El Iseum, confortable y sin excesivas pretensiones, no cambiaba en nada, no podía cambiar mientras Jorge Forsyte perteneciera a su Comité, donde su talento culinario era la fuerza que todo lo dirigía. El Club se había puesto en contra de los nuevos ricos, y fué menester toda la capacidad oratoria y todo el poder descriptivo de Jorge para que se decidieran a admitir a Próspero Profond.

Los dos comían juntos cuando los cuñados entraron en el comedor, y, atraídos por las llamadas del dedo índice de Jorge, se sentaron a la mesa. Había una atmósfera de privilegio en el rincón que aquella mesa ocupaba, como si un par de grandes maestros de la degustación estuvieran almorzando allí. El camarero vivía pendiente de los labios de Jorge y del resplandor de satisfacción que pudiera o no reflejarse en sus ojos.

Con excepción de un «tu padre era un gran entendido en cigarros puros», que le dirigió Jorge, ninguno de los dos grandes maestros del buen comer hizo a Jon el menor caso. La conversación se centró en razas, precios y carreras de caballos, y el muchacho escuchaba vagamente al principio, preguntándose cómo podría retenerse tantos datos en la cabeza. No podía separar los ojos del más moreno de los grandes maestros, y de pronto le oyó decir:

—Me gustaría que el señor Soames Forsyte se interesara por los caballos.

—¡Soames!… Es un bicho raro.

Trató Jon con toda su voluntad de no enrojecer. El maestro moreno prosiguió:

—Su hija es una pequeña muy atractiva. El señor Soames Forsyte es algo anticuado. Me gustaría verle algún día disfrutar de alguna pequeña satisfacción.

Jorge Forsyte hizo un guiño.

—No se preocupe usted, que no es tan desgraciado como parece. Nunca deja entrever su satisfacción por algo…, podría despertar envidia e inducir a que se lo quitaran.

—Bueno, Jon —dijo Val apresuradamente—. Si has terminado, vámonos abajo a tomar café.

—¿Quiénes eran éstos? —preguntó Jon por la escalera—. Yo no sé si…

—Jorge Forsyte es primo hermano de tu padre y de mi tío Soames. Siempre está aquí. El otro, Próspero Profond, es un tipo muy raro. Me parece que anda detrás de la mujer de Soames, si no me equivoco.

Jon le miró sorprendido.

—Pero eso es terrible —dijo— para Fleur.

—No te creas que a Fleur le importará mucho. Es muy moderna.

—¡Pero tratándose de su madre!…

—Tú eres aún muy niño, Jon.

Jon se puso colorado.

—Pero las madres… —dijo casi furioso— es diferente.

—Tienes razón —dijo Val—. Pero las cosas no son hoy como cuando yo tenía tus años. Hay un sentimiento de «para lo que hemos de vivir…», que bueno… Eso es lo que el tío Jorge quería decir del tío Soames. Él no piensa que se va a morir mañana.

Jon preguntó rápidamente.

—¿Qué es lo que les pasa a él y a mi padre?

—Secreto permanente, Jon. Tú hazme a mí caso, y calla. Para nada te hace falta saberlo. ¿Quieres una copita?

Dijo que no, añadiendo:

—Me revienta la manera que tiene la gente de ocultarme las cosas, y que se rían de uno porque es joven.

—Bueno, pues pregúntale a Holly. Si ella no te lo dice, ya puedes creer que es por tu bien.

Val le sonrió, algo entristecido y a la vez divertido. El muchacho parecía muy contrariado.

—Adiós, nos veremos el viernes.

Y realmente no lo sabía. Aquella conspiración de silencio le desesperaba. Era humillante verse tratado como un niño. Volvió otra vez a la calle Stratton, decidido a ir a preguntar al Club. Le dijeron que la señorita Forsyte no estaba, que tal vez fuera más tarde; solía ir los lunes, pero no podían darle ninguna seguridad. Jon dijo que volvería más tarde, y al cruzar por el Parque Green se metió de un salto debajo de un árbol. El sol brillaba, y una suave brisa movía las hojas de los árboles jóvenes; pero él sufría, a pesar del agradable tiempo. Oyó el reloj del Big Ben dar las tres. El sonido de las campanadas le conmovió y, sacando un papel, se puso a escribir unos versos. Había terminado ya una estrofa, y estaba mirando atentamente la hierba a ver si por allí encontraba otro verso, cuando algo le tocó en el hombro: una sombrilla verde. Frente a él estaba Fleur.

—Me dijeron en el Club que habías estado y que volverías después. Pensé que podías andar por aquí y vine a ver si te encontraba… ¡Es maravilloso!

—¡Fleur! Temía que me hubieras olvidado.

—¿No te dije que no te olvidaría?

Jon le apretó un brazo.

—Es demasiada buena suerte… Vámonos de aquí —y Jon la arrastró casi en busca de otro sitio donde pudieran sentarse y cogerse las manos.

—¿No te habrá hecho nadie el amor? —preguntó, mirándola con admiración.

—Por ahí hay un idiota; pero ése no cuenta.

Jon sintió lástima por el idiota aludido.

—Tuve insolación, pero no quise decírtelo.

—¿Sí?… ¡Es interesante!

—No… Pero mamá se portó como un ángel. Y a ti, ¿te ha pasado algo?

—Nada. Excepto que me parece que he averiguado lo que pasa entre nuestras familias, Jon.

El corazón empezó a latirle fuerte.

—Creo que mi padre quería casarse con tu madre, y tu padre se la llevó.

—¡Oh!

—Me tropecé con una «foto» de tu madre; estaba en un portarretratos detrás de una mía. Y es natural, ¿no?, que si mi padre quería mucho a tu madre, tuviera un disgusto muy grande, ¿verdad?

Jon se quedó pensativo unos momentos.

—No; si ella quería a mi padre más, no.

—Pero ¿y si eran novios?

—Si tú y yo estuviéramos ya para casarnos y tú descubrieras que querías a otro más que a mí, yo sufriría mucho; pero no te iba a reclamar nada.

—¡Ah, pues yo sí, Jon!… ¡No pienses siquiera hacerme nada semejante!

—¡Qué cosas se te ocurren!

—No creo que mi padre haya querido nunca a mi madre.

Jon, en silencio, recordó las palabras de Val y las de los dos maestros del arte de comer en el Club.

—No podemos decir nada. A lo mejor ella se portó mal con él. Suelen pasar cosas así.

—Mi madre no se ha portado nunca mal con nadie.

Fleur se encogió de hombros.

—Nosotros no sabemos nada de nuestros padres. En realidad, los vemos a la luz de la vida familiar y los interpretamos según deducimos que son por la forma en que se portan con nosotros. Pero ellos han tenido trato con otras gentes, y no sabemos cómo se hayan podido portar antes que nosotros naciéramos. Mira, por ejemplo, tu padre, con tres familias distintas…

—¿Hay algún sitio en este maldito Londres —preguntó Jon— donde podamos estar solos?

—Como no sea un «taxi»…

—Vamos a buscar uno.

Cuando estuvieron instalados, preguntó Fleur de repente:

—¿Vas a ir a Robin Hill hoy? Me gustaría ver dónde vives, Jon. Esta noche me quedo yo aquí con mi tía; pero podría estar de regreso para la hora de cenar. Claro, no entraría en tu casa.

Jon la miró loco de amor.

—¡Formidable! Te enseñaré la casa desde el otero, y no nos tropezaremos con nadie. Tenemos un tren a las cuatro.

El dios de la propiedad, como sus hijos los Forsytes grandes y pequeños, y los bien acomodados, y los que se dedicaban al comercio, y los que cultivaban las profesiones liberales, y los de la clase trabajadora, trabajaban todavía siete horas diarias; así, aquellos Forsytes de la cuarta generación llegaron a Robin Hill en un coche de primera ellos solos y con toda comodidad. Viajaron en un silencio feliz, estrechándose continuamente las manos.

En la estación no vieron más que a un par de mozos y a algún vecino desconocido de Jon. Luego echaron a andar por el campo, que olía a polvo y a madreselva.

Para Jon, aquello era un milagro mucho mayor que el de los Downs o el de su paseo por la orilla del Támesis, pues ahora no tenía dudas ni le amenazaba el fantasma de la separación. Era amor, puro amor, una de esas páginas iluminadas de la vida donde cada palabra y cada contacto entre ellos, cada mirada y cada sonrisa, era como una mariposa de oro, rojo y azul, o como un pajarillo multicolor de las viñetas que adornaban el texto encantado. Llegaron al soto al iniciarse el crepúsculo. Jon no se atrevió a llevarla hasta las proximidades de la granja, sino hasta un sitio desde donde pudo ver los terrenos y la casa. Marchaban entre los árboles cuando ante ellos apareció Irene, sentada en un banco rústico de madera.

Hay varias clases de impresiones: a las vértebras, a los nervios, a la sensibilidad moral; y una más fuerte y permanente: a la dignidad personal. De esta clase fué la impresión que recibió Jon al encontrarse con su madre. Se dio repentinamente cuenta de que estaba cometiendo una indelicadeza. Haber llevado abiertamente a Fleur, sí. ¡Pero haberla llevado subrepticiamente!… Lleno de vergüenza, asumió el aspecto más sereno que pudo.

Fleur sonreía un poco desafiadora; la cara sorprendida de su madre estaba rápidamente transformándose en desapasionada y cordial. Ella fué quien pronunció las primeras palabras:

—Me alegro mucho de verte; ha sido buena idea la de Jon de traerte con nosotros.

—No íbamos a la casa —dijo Jon como pudo—. Sólo quería enseñarle a Fleur el sitio donde vivo.

Su madre dijo con todo reposo:

—Pero vendréis a tomar el té, ¿verdad?

Comprendiendo que había agravado su proceder, oyó a Fleur decir:

—Muchas gracias, pero tengo que volver a la hora de cenar. Me encontré con Jon por casualidad y pensamos que sería muy divertido llegarnos a ver su casa.

¡Qué dominio de sí misma tenía!

—Muy bien; pero tienes que merendar con nosotros. Luego te llevará alguien a la estación. Mi marido se alegrará mucho de verte.

La expresión de los ojos de su madre, que se pararon un instante en él, humilló a Jon a la altura del polvo y se sintió como vil gusano. Después, ella echó a andar y Fleur la siguió. Él se sentía como un niño, andando tras ellas, que hablaban tranquilamente de España y de Wansdon y de la casa, que tras los árboles se aparecía, en la pendiente, cubierta de hierba. Vio cómo se miraban aquellos seres, los más queridos para él en el mundo.

Vio a su padre sentado bajo el roble, y sufrió de antemano toda la pérdida de prestigio que experimentaría ante aquel hombre tranquilo, flaco, con las piernas cruzadas, viejo y elegante; ya percibía casi la suave ironía que presentaría su sonrisa y su voz.

—Ésta es Fleur Forsyte, Jolyon. Jon la trajo a que viera la casa. Vamos a tomar el té en seguida, pues ella tiene que tomar el tren. Jon, podías avisar un coche por teléfono.

Le parecía extraño dejarla sola con ellos, y, sin embargo, como sin duda su madre había previsto, era lo mejor para él en aquel instante. Corrió a la casa. Ya no volvería a ver a Fleur a solas aquella tarde, y no habían quedado en nada para su próxima entrevista. Cuando regresó, bajo la protección de las muchachas y del servicio de té, no había una señal de tirantez debajo del árbol. Todo el problema estaba en él y nada más que en él. Estaban hablando de la Sala de Exposiciones cercana a la calle Cork.

—Nosotros, los viejos —explicaba su padre—, estamos muy preocupados porque no podemos entender el arte moderno. Tú y Jon tenéis que definírnoslo.

—Dicen que es un arte satírico, ¿no? —decía Fleur.

Jolyon sonrió.

—¿Satírico? Yo creo que es algo más que satírico. ¿Qué te parece a ti, Jon?

—Yo no entiendo —balbució Jon, y vio en la cara de su padre una tristeza repentina.

—Los jóvenes están cansados de nosotros, de nuestros ideales, de nuestros dioses. «¡Duro con ellos!», dicen. Y ¡derribemos sus ídolos, y volvamos a… la nada! Y lo han conseguido. Jon es poeta. Él avanzará también por los caminos nuevos del arte, tropezando e irritándose con lo que quede de nosotros: propiedad, belleza, sentimiento…, todo humo. Hoy no debemos poseer nada, ni sentimientos siquiera. Molestan, estorban en el camino de… la nada.

Jon escuchaba asombrado, ultrajado casi por las palabras de su padre, en las que percibía un sentido oculto que no podía penetrar. ¡Él no se irritaba con nadie, ni le estorbaba nada, ni quería derribar ningún ídolo!

—Hoy no hay un dios ni una autoridad reconocida —continuó Jolyon—. Hemos retrocedido a donde estaban los rusos hace sesenta años, cuando iniciaron el nihilismo.

—No, papá —exclamó Jon repentinamente—; nosotros queremos simplemente vivir, y no sabemos cómo, por culpa del pasado. Eso es todo.

—¡Hombre! —dijo Jolyon—. ¡Eso es muy profundo, Jon! ¿Se te ha ocurrido a ti? ¡El pasado! ¡Viejas propiedades, viejas pasiones y sus consecuencias! Vamos a fumar un cigarrillo.

Dándose cuenta de que su madre se había llevado la mano a los labios rápidamente, como para impedir que pronunciaran palabras, les ofreció tabaco. Encendió el cigarrillo de su padre y el de Fleur, y después hizo lo propio con el suyo. Ya había dejado de resistir, como había dicho Val. El humo que salía del cigarrillo era azul, y el que él expelía, gris. Le agradó la sensación que sintió en la nariz, y el sentimiento de igualdad que le produjo. Y le satisfizo mucho que nadie dijera: «¿Ya empiezas a fumar?». Se sintió menos niño.

Fleur miró su reloj y se puso en pie. Su madre entró con ella en la casa. Él quedó con su padre, aspirando y aspirando el cigarrillo.

—Acompáñala al coche, hombre —dijo Jolyon—. Y cuando se haya ido, dile a tu madre que venga.

Jon hizo lo que le decían. La acompañó al coche. No hubo ocasión para la menor palabra; sólo pudieron darse un apretón de manos significativo. Esperó toda la tarde que le dijeran algo. Pero no le comunicaron nada. Nada parecía haber sucedido. Subió a acostarse, y en el espejo de su cuarto se enfrentó consigo mismo. No habló, ni habló su imagen; pero se miraron como pensando mucho todo lo que había pasado.