II

Privado de su mujer y de su hijo por la aventura española, a Jolyon se le hacía intolerable la soledad de Robin Hill. Un filósofo, cuando tiene todo lo que necesita, es distinto de un filósofo cuando no lo tiene. Acostumbrado, sin embargo, aunque no resignado, a la soledad, lo hubiera pasado peor a no ser por su hija June. Para ella era entonces otro ser desvalido a quien proteger. Y habiendo verificado —momentáneamente— el rescate de un grabador en mala situación, se presentó en Robin Hill quince días después de la partida de Irene y de Jon. La diminuta June vivía entonces en una diminuta casa con un gran estudio, en Chiswick. Forsyte de la mejor calidad, por lo menos en lo que a falta de responsabilidad se refería, había arreglado el problema de una renta no grande por un procedimiento satisfactorio para ella y para su padre. El alquiler de la Sala de Exposiciones y el impuesto sobre su renta llegaban casi a igualarse. Y así, el arreglo había sido muy sencillo: no le pagaba a su padre el alquiler para amortizar la compra de la Sala. Tras dieciocho años de vida, la Sala rendía lo meramente indispensable para ir tirando con ella sin tener que gastar en mantenerla; así, a Jolyon no le importaba el arreglo inventado por su hija, que le permitía disponer de mil doscientas libras al año; y reduciendo su comida y teniendo, en vez de dos belgas mal pagados en la Sala, una austríaca peor pagada, podía dedicar gran parte de su dinero a la protección del genio ignorado del mundo. A los tres días de estancia en Robin Hill, se llevó a su padre a Londres con ella. En aquellos tres días, June descubrió el secreto que su padre había guardado celosamente durante dos años, e inmediatamente de saberlo, se decidió a curarle. Ella conocía, sin duda alguna, al hombre que necesitaban. Había hecho maravillas curando a Paul Post, el pintor aquel, un tanto más avanzado que el futurismo. Y se impacientó con su padre porque abrió mucho los ojos y dijo que no había oído hablar ni de Paul Post ni del ilustre galeno. Desde luego que si no tenía fe, no había nada que hacer. Y era absurdo no tener fe en el hombre que había curado a Paul Post, o que le hubiera curado a no ser por los excesos de trabajo, o de otra índole, en que incurrió el paciente. La gran cosa del galeno es que creía en la Naturaleza. Había hecho un estudio especial de los síntomas de la Naturaleza, y cuando un paciente fallaba en la presentación de alguno de aquellos síntomas naturales, le daba el veneno, natural también, que lo producía, y así, el cuadro sintomatológico estaba completo, la enfermedad perfectamente localizada y… ¡a curarse tocan! June tenía mucha esperanza. Su padre, evidentemente, en Robin Hill no había vivido una vida natural y había, por tanto, que hacerle tener síntomas. Su padre estaba —ella lo sentía— fuera de contacto con los tiempos, lo que era natural; su corazón necesitaba, sin duda, algún excitante.

En su casita de Chiswick, ella y la austríaca —alma agradecida a June por ayudarle a vivir, con un agradecimiento tan grande, que estaba a punto de matarse a trabajar— estimularon el corazón de Jolyon por toda clase de medios, preparándole para curarse. Pero no conseguían que bajase las cejas en señal de haber perdido el asombro, por ejemplo, cuando la austríaca le despertaba a las ocho, precisamente cuando empezaba a dormirse, o cuando June, de un tirón, le quitaba el Times que estaba leyendo, ya que era antinatural leer aquello en vez de interesarse por lo que pasaba en el mundo. Y nunca, nunca, dejó de asombrarse ante los recursos de la fantasía de su hija, especialmente por las tardes, que era cuando más se empeñaba en que llevara vida natural. En beneficio de él, según ella manifestaba, aunque él sospechaba que también en beneficio propio, congregaba a gentes de la época que tenían algún parentesco con el genio; y con cierta solemnidad, ella y sus amigos se movían en el estudio ante él a los ritmos del fox-trot y de aquella otra forma mental del baile, el one-step, que tanto iba contra la música y que hacía que Jolyon levantara las cejas hasta casi incrustárselas en el nacimiento del pelo, a causa de la admiración que le causaba el esfuerzo a que tendrían que someter la voluntad para bailar aquello. También, comprendiendo June que su padre, como acuarelista, era un atrasado respecto de aquellos que con razón podían pretender que se los llamase artistas, le llevaba alguna muchacha o muchacho de mérito, a juicio suyo, para que le hablaran de arte. Jolyon hacía lo que podía para colocarse al nivel de sus interlocutores. Pero aunque no se encontraba mejor, a pesar de tanto estimulante, no dejaba de admirar el espíritu indomable de su hija. Y no parientes del genio, sino genios en sí, asistían de cuando en cuando a aquellas reuniones, mirando a todo el mundo por encima del hombro. June siempre presentaba aquellos genios a su padre. Comprendía que era excepcionalmente beneficioso para quien, aunque le quería mucho, no dejaba de reconocerlo, de genio tenía realmente pocos síntomas.

Con toda la seguridad que tenía de no haber transmitido en herencia tal modo de ser a su hija, pensaba de dónde habría sacado aquel carácter y aquel pelo colorado antaño y de un color especial hogaño, por las canas; y de dónde habría sacado aquella cara, tan distinta de la suya, y su figurilla diminuta, cuando él y la mayoría de los Forsytes eran tan altos. Y se ponía Jolyon a meditar sobre el origen de las especies y a debatir si su hija era viking o celta. Más le parecía celta que otra cosa, debido a su combatividad y a sus gustos extraños. Desde luego que prefería a su hija antes que a cualquier persona de aquellos tiempos, aunque le parecían altamente peregrinos sus criterios en todo. Por ejemplo, se empeñó en que debería sacarse todos los dientes. El dentista de ella le había encontrado en pleno desarrollo staphylcoccus aureus, que sin duda le producirían accesos febriles. Y Jolyon tuvo que poner en juego toda la tenacidad forsyteana para no verse en posesión de dos hermosas hileras de dientes artificiales en vez de los naturales que tenía. No había tenido ningún acceso febril y sus dientes le durarían hasta el final. June admitió que sí que le durarían si no se los sacaba. Pero si se pusiera dientes nuevos, tendría un corazón nuevo también y viviría más. «Su persistencia —le decía— era el símbolo de su actitud general: se rendía ante la vida, no quería luchar». ¿Cuándo iba a ver al hombre que curó a Paul Post? Jolyon lo sentía mucho, pero no pensaba ir a verle, y June se enfadó. Pondridge, le explicaba, era un hombre maravilloso, y además tenía bastantes dificultades para comer los últimos días de cada mes, ya que el vulgo ignorante no parecía estimar debidamente sus teorías. La incomprensión y prejuicios que su mismo padre mostraba era lo que se oponía al triunfo brillante del gran hombre. ¡Sería espléndido que los dos se pusieran de acuerdo!

—Tú lo que quieres —dijo Jolyon— es matar dos pájaros de un tiro.

—¡Curar dos pájaros a la vez! —manifestó June que era su deseo.

—Bueno, hija, es lo mismo.

Protestaba ella. Era desleal adoptar una postura perjudicial para un tercero sin haber hecho antes una prueba. Pero Jolyon pensaba que si hacía una prueba, no podría después adoptar postura alguna.

—Es que eres desconfiado —decía June.

—Eso sí que es verdad —respondía Jolyon—; pero quiero seguir siéndolo el mayor tiempo posible. Prefiero dejar las cosas como están, que ahora están bastante en calma.

—Pues eso es no querer dar una oportunidad a la ciencia —exclamaba June—. Tú no sabes lo abnegado que es Pondridge. Él antepone su ciencia a todo.

—Lo mismo que el señor Paul Post antepone su arte a todo, ¿verdad? El arte por el arte…, la ciencia por la ciencia… Ya conozco bien esos tópicos. Y sus defensores te hacen la vivisección, si pueden, sin pestañear. Y yo soy lo bastante Forsyte para no hacerle caso.

Cómo llegó a decirle el motivo de que Irene se llevase a Jon a España, no lo supo nunca. Pero, tras decírselo, se quedó extrañadísimo de haberlo hecho, pues confiaba muy poco o nada en su discreción. Tras haber ella meditado bien sobre el asunto, tuvieron una viva discusión, en la cual Jolyon pudo percibir la diferencia fundamental entre el temperamento dinámico de su hija y el temperamento pasivo de su mujer. Y llegó a pensar que todavía quedaba algo del dolor de la herida producida tantos años hacía por el amor de ambas hacia Felipe Bosinney, lucha en la que había triunfado el principio de pasividad sobre el de dinamismo.

Según June, era equivocado y cobarde ocultar el pasado a Jon. Falta de criterio general, oportunismo circunstancial, era aquello, según ella.

—Lo que, sin duda —dijo suavemente Jolyon—, constituye el principio que rige siempre la vida.

—¡Oh! —exclamó June—. ¿Pero de verdad que la defiendes por no habérselo dicho todo a Jon? Por ti se lo hubieras dicho sin omitir nada.

—Yo se lo diría; pero sólo porque sé que antes o después tiene que descubrirlo, lo que será peor que si se lo decimos nosotros.

—Entonces, ¿por qué no se lo dices? Eso es también dejar las cosas como están.

—Hija mía —dijo Jolyon—, por nada del mundo iría yo contra el instinto de Irene. Al fin y al cabo es su hijo.

—También es tuyo.

—¿Y qué es el instinto de un hombre comparado con el de una madre?

—Bueno, bueno… A mí me parece que es una debilidad tuya.

—Tal vez, tal vez…

Y eso fué todo lo que ella pudo sacarle. Pero el problema quedó dándole vueltas en el cerebro. Ella no podía nunca dejar las cosas como estaban. Y le nació un impulso tortuoso por llevar las cosas a una decisión. Jon tenía que saberlo, para que sus sentimientos murieran al instante o para que se desarrollaran en ampulosa y fragante flor. Y decidió ver a Fleur por sí misma. Cuando June decidía algo, delicadeza y modales perdían para ella toda importancia. Después de todo, era prima de Soames, y los dos se interesaban por la pintura. Iría a verle y le diría que comprase un cuadro de Paul Post o una escultura de Boris Strumolowski, sin informar de su visita, claro está, a su padre. El domingo siguiente salió, llena de decisión, hasta el punto de que no le fué fácil tomar un coche en la estación de Reading. El río estaba hermoso aquellos días, y June se sintió turbada ante su encanto. Ella, que vivía sin saber lo que era amor, lo sentía grande por la naturaleza. Y cuando llegó al bello paraje donde Soames había levantado su tienda, despidió el coche, pues aparte de su negocio, quería deleitarse en la contemplación del agua y del campo. Llegó, pues, a la puerta de Soames andando, y entregó su tarjeta. Creía June que cuando sus nervios se hallaban excitados era porque estaba haciendo algo de importancia. La hicieron pasar a una sala, que aunque no en su estilo, estaba puesta con todo detalle de comodidad y elegancia. Estaba pensando que había allí demasiado buen gusto, cuando en un espejo con un bello marco de laca vio reflejada la figura de una muchacha que entraba de la terraza. Vestida de blanco, y con unas rosas blancas también en la mano, producía su reflejo, en el lago inmóvil de cristal, una visión fantasmal, como si un lindo duende hubiera surgido entre la verdura del jardín.

—¿Cómo estás? —dijo June, aproximándose a ella—. Yo soy prima de tu padre.

—¡Ah!, sí… La vi a usted en aquella pastelería.

—Eso es. Con mi hermanastro Jon. ¿Está tu padre en casa?

—Vendrá en seguida. No ha salido más que a dar una vueltecita.

June cerró ligeramente sus ojos azules y levantó la barbilla decidida.

—Tú te llamas Fleur, ¿no? He oído hablar de ti a Holly. ¿Qué piensas de Jon?

La muchacha levantó las flores, las miró, y después respondió tranquilamente:

—Es un chico muy simpático.

—No se parece en nada a Holly o a mí, ¿verdad?

—En nada.

«Es serena», pensó June.

Y de repente, la muchacha dijo:

—Me gustaría saber por qué nuestras familias están distanciadas.

Hallándose frente a la situación que había aconsejado a su padre resolver explicándolo todo, guardó silencio, pues no es lo mismo lo que se piensa que lo que se hace.

—Ya sabe usted —continuó Fleur— que el mejor procedimiento de hacer que se piense lo peor es no decir de qué se trata. Mi padre me ha dicho que es referente a asuntos de propiedad…; pero yo no lo creo, pues las dos familias están muy bien. No habrían sido tan bourgeois[105] como para eso.

June se ruborizó. Aquella palabra aplicada a su padre y a su abuelo la ofendía.

—Mi abuelo —dijo— era muy generoso, y mi padre lo es también. A ninguno de los dos puede llamársele bourgeois.

—Pues entonces, ¿qué pasó? —insistió Fleur.

Consciente de que aquella joven Forsyte quería salirse con la suya, June decidió al momento evitarlo y ser ella la que sacara algo.

—¿Y por qué quieres saberlo?

La chica olió sus rosas.

—Pues… precisamente porque no me lo quieren decir.

—Pues sí, fué un disgusto por cuestiones de propiedad; pero hay varias clases de propiedad…

—Entonces es peor… Ahora sí que tengo que saberlo.

La carita pequeña y resuelta de June se estremeció. Llevaba un pequeño sombrero redondo; el pelo se le había escapado de él, y en aquel momento estaba muy rejuvenecida, sin duda por influencia…

—Mira: yo vi cómo dejabas caer el pañuelo. ¿Hay algo entre tú y Jon? Porque si es así, eso también debes dejar que caiga.

Fleur se puso pálida, pero sonrió.

—Si algo hubiera, no es ése el mejor modo de llevarle a dejarlo caer.

Ante la valentía de la respuesta, June levantó la mano.

—Me gustas mucho; tu padre, no; no me ha gustado nunca, hay que decirlo…

—¿Vino usted a decirle eso?

June se echó a reír.

—No; he venido a verte a ti.

—Es usted muy atenta.

Aquella chica sabía hacer esgrima.

—Yo tengo dos veces y media tus años, pero te comprendo —dijo June—. Y sé que es terrible no poder hacer lo que se quiere.

Fleur sonrió de nuevo.

—Creo que podía usted decirme lo que pasa.

¡Cómo insistía aquella chicuela en sus propósitos!

—El secreto no es mío. Pero ya veré lo que puedo hacer, pues creo que tanto tú como Jon debierais saberlo. Y ahora me marcho.

—¿No quiere esperar a papá?

Denegó June con un gesto.

—¿Cómo puedo pasar a la otra orilla?

—Yo la cruzaré a usted en el bote.

—¡Mira! —dijo June impulsivamente—. Éstas son mis señas. La próxima vez que vayas a Londres, ve a verme. Por las tardes suelo tener en casa alguna gente joven. Pero lo mejor sería que no dijeras nada a tu padre.

Fleur dijo que sí con la cabeza.

Observándola mientras remaba, June pensaba: «Es guapísima y muy elegante. No creí yo que Soames pudiera tener una hija así. Con Jon haría una hermosa pareja».

Su instinto para formar parejas, fracasado en ella, estaba siempre despierto. Se detuvo a mirar cómo Fleur regresaba; la muchacha soltó un remo y le hizo una señal de saludo, y June empezó a andar lánguidamente entre los prados y el río, sintiendo cierta angustia en el corazón. Aquellos dos jóvenes, lanzados mutuamente el uno en busca del otro, como moscas juguetonas a la luz del sol del amor… ¿Qué fué de su propia juventud? ¡Qué lejana estaba cuando Felipe y ella…! ¿Y desde entonces? Nada…, no había encontrado a nadie que llenara del todo sus aspiraciones ni deseos. Y así, su juventud estaba perdida. Pero ¡qué complicación si aquellos muchachos estaban realmente enamorados!, como su padre, Irene y Soames parecían temer… ¡Qué complicación y qué barrera entre ellos! Y la emoción interesada por el futuro y el desprecio por el pasado movió el corazón de aquella persona que mantenía como principio de vida que lo que uno quiere es más importante que lo que quieren los demás. En la otra orilla, oliendo la hierba y viendo las plantas acuáticas brillar al sol, June se preguntaba cómo podría hacer feliz a todo el mundo, Jon y Fleur dos pobrecitos necesitados de ayuda… ¡Era un dolor contemplar su drama! Quizá pudiera ella hacer algo. No hay que dejar las cosas como están. Y siguió andando, y llegó a la estación acalorada y triste.

Aquella tarde, fiel a su impulso hacia la acción directa, que hacía que la gente la evitara, dijo a su padre:

—Papá, he estado a ver a la pequeña Fleur. La he encontrado muy atractiva. No hay que esconder la cabeza debajo del ala, me parece a mí.

El sorprendido Jolyon dejó en el plato su taza de infusión y comenzó a destrozar el pan.

—Pues eso es lo que estás haciendo tú precisamente —dijo—. ¿Es que no sabes de quién es hija?

—¿Pero es que no puede enterrarse el pasado?

Jolyon se puso en pie.

—Hay cosas que no pueden enterrarse nunca.

—No estoy de acuerdo —dijo June—. Ese criterio es el que se opone a toda felicidad y a todo progreso. Tú no comprendes los tiempos, papá. De nada sirven ya las cosas excesivas. ¿Qué es lo que crees tan grave que Jon no pueda conocer de su madre? ¿Quién hace caso ya de esas cosas? Las leyes matrimoniales son exactamente las que eran cuando Soames e Irene no podían divorciarse, y tuviste que entrar en escena tú. Nosotros hemos cambiado, y las leyes, no. No, de eso nadie hace caso. Si Irene quebrantó las antiguas normas, ¿qué importa?

—No soy yo quien está en desacuerdo con eso —dijo Jolyon; pero no radica ahí la cuestión. Se trata de un sentimiento humano.

—¡Precisamente! ¡Se trata del sentimiento humano de esos chicos!

—Hija mía —dijo Jolyon con suave exasperación, no dices más que tonterías.

—Nada de eso. Si demuestran que se quieren verdaderamente, ¿por qué van a ser desgraciados por culpa del pasado?

—Tú no has vivido ese pasado. Yo, sí…, a través de los sentimientos de mi esposa; a través de mis nervios y de mi imaginación, como sólo puede vivirlos quien ama.

June también se levantó y empezó a andar excitada.

—Si fuera hija de Bosinney —dijo repentinamente—, podría entender mejor tu postura. Irene le quería, pero nunca amó a Soames.

Jolyon emitió un extraño sonido: la clase de sonido que una campesina italiana lanza para dirigir a su mula. El corazón empezó a latirle apresuradamente; pero no prestó atención a ello, dejándose arrastrar por sus sentimientos.

—Lo que dices demuestra que entiendes poco la cuestión. Ni a Jon ni a mí, si es que le conozco, nos importaría un pasado de amor. Pero es la brutalidad del matrimonio sin amor. Esa niña es hija del hombre que poseyó a la madre de Jon, lo mismo que se posee un esclavo negro. Y eso no puede enterrarse, ni se te ocurra tratar de hacerlo, June. Eso es pedirnos ver a Jon unido y ligado con la carne y la sangre del hombre que en tiempos poseyó a la madre de Jon contra su voluntad. No hay que confundir las cosas, y quiero que todo quede claro de una vez para siempre. Y ahora no puedo seguir hablando de esto si quiero tener algún reposo esta noche —y poniéndose la mano sobre el corazón, volvió Jolyon la espalda a su hija y se quedó mirando por el balcón al Támesis.

June, que por temperamento no veía una piedra hasta que había tropezado con ella, quedó seriamente alarmada. Se acercó a su padre y le cogió del brazo. Sin estar convencida de que tuviese razón y ella no, pues no estaba en su modo de ser convencerse de cosa semejante, quedó impresionada por el hecho obvio de que aquello era muy malo para su padre. Le acarició el hombro con la mejilla y no le dijo nada.

* * *

Tras de llevar a su pariente a la otra orilla, Fleur no desembarcó inmediatamente, sino que remó entre los juntos y cañaverales del río, bajo la luz del sol. La belleza tranquila de la tarde sedujo ligeramente a quien no era muy dada a lo inconcreto y lo poético. Cerca de donde pasó su bote, un caballo arrastraba una máquina que trabajaba un campo de heno. Observó fascinada cómo la hierba caía en cascada tras las ruedas. Parecía hierba muy tierna y fresca. El ruido de la máquina se juntaba con el de las hojas de los álamos y el arrullo de una paloma, formando una verdadera canción. A lo largo del río, en las aguas verdes y profundas, plantas amarillas se agitaban incesantes, como culebras, con la corriente; ganado diverso, al otro lado del campo de labor, descansaba bajo un sombrajo, moviendo los animales la cola. Era una tarde buena para ensoñar. Y ella sacó las cartas de Jon: sin efusiones ni florituras, pero trascendido el relato de cosas vistas y hechas por un amor y un gran deseo, muy agradables a Fleur, y terminando todas ellas con la frase: «Tuyo que te quiere, J». Fleur no era sentimental; sus deseos eran siempre determinados y concretos; pero el sentimiento poético que había en la hija de Soames y Annette se había despertado en aquellas semanas de espera al conjuro del recuerdo de Jon. Sabía percibir el encanto de la hierba y de las flores e interpretar el mensaje de las estrellas, que le decían que ella, en todo momento, estaba junto a Jon sentada en el mismo centro del mapa de España.

Mientras ella releía sus cartas, dos blanquísimos cisnes se deslizaban majestuosos por el agua, seguidos de su progenie de seis cisnes pequeños en fila, conservando exactamente las distancias mutuas, como una flotilla de destructores grises. Fleur se guardó las cartas, tomó de nuevo los remos y se dirigió hasta el embarcadero. No sabía si informar a su padre de la visita de June. Si se enteraba por alguien del servicio, le disgustaría que ella no se lo hubiera dicho. Además, diciéndoselo, tenía otra oportunidad de conocer la razón de la pelea familiar. Así, pues, se dirigió por la carretera para acudir a su encuentro.

Soames había salido para ver un terreno donde las autoridades locales pensaban edificar un sanatorio antituberculoso. Fiel a su individualismo racial, él no tomaba parte en los asuntos de la localidad y se limitaba a pagar los impuestos, que por cierto subían constantemente. Pero no podía permanecer indiferente ante el nuevo y peligroso proyecto. El lugar elegido no estaba a medio kilómetro de su casa. Le parecía muy bien que se defendiera el país de la tuberculosis; pero aquel lugar no era adecuado para un sanatorio. Tenían que hacerlo más lejos de su casa. Adoptaba la actitud forsyteana de pensar que los males de los demás no eran asunto propio, y el Estado tenía que realizar sus funciones sin perjudicar de ninguna manera las ventajas que había ganado o heredado Francie, el espíritu más liberal de su generación (exceptuando quizá a Jolyon), le había preguntado una vez: «¿Has visto en alguna ocasión el apellido Forsyte en alguna lista de gente que da algo para algo?». No lo había visto nunca; pero las cosas como son: un sanatorio depreciaría el valor de los terrenos vecinos, y él firmaría la petición colectiva que se iba a hacer para que se edificara en otra parte. Volvía con esta decisión reafirmada cuando vio a Fleur que iba a su encuentro.

Aquellos últimos tiempos, su hija le mostraba más cariño, y aquel verano, junto a ella, le había rejuvenecido mucho; Annette estaba siempre en Londres, bien por una cosa o por otra. Y así, tenía a Fleur casi exclusivamente para él. Por cierto que el joven Mont se había acostumbrado a presentarse en su «moto» allí casi todos los días. Menos mal que el hombre se había afeitado el cepillo de dientes que antes llevaba por bigote, y ya no parecía un payaso. Con una amiga de Fleur que estaba pasando con ella una temporada y otros muchachos de la vecindad, por la noche, después de cenar, bailaban a la música de una pianola eléctrica que tocaba fox-trots. Annette, de cuando en cuando, se deslizaba graciosamente en los brazos de algún muchacho a los acordes de la música. Y Soames, llegándose a la puerta del salón, se quedaba mirándolos, esperando recoger alguna sonrisa de Fleur. Después se volvía a su butaca junto a la chimenea, a seguir con el Times o a examinar alguna lista de precios de cuadros en que estaba interesado. A sus ojos, Fleur no presentaba ningún síntoma de seguir con el capricho aquel…

Cuando se encontraron en la carretera polvorienta, él la cogió del brazo.

—¿A que no aciertas quién ha venido a verte, papá? No podía esperar, y se ha marchado…

—Pues no sé… ¿Quién era?

—Tu prima June Forsyte.

Inconscientemente, Soames le apretó el brazo. ¿Qué querría aquélla?

—No sé a qué habrá venido; pero me parece que habrá sido a restañar la escisión.

—¿Escisión? ¿Qué escisión?

—Esa escisión imaginaria que, según tú, hay en la familia.

Soames le soltó el brazo. ¿Se estaba burlando de él o pretendía sacarle algo?

—Querría, seguramente, que le comprase algún cuadro.

—Creo que no. Lo más fácil es que se trate de puro afecto familiar.

—Es realmente sobrina mía.

—¿E hija de tu enemigo?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada, nada. Es que me figuré eso, no sé por qué.

—¡Mi enemigo!… —repitió Soames—. Es una vieja historia. Yo no sé de dónde sacas tú las cosas.

—De June Forsyte.

Le había acudido a Fleur la inspiración de que si su padre se figuraba que se había enterado del secreto o que estaba al borde de enterarse, lo contaría. Pero poco sabía ella de la precaución y de la tenacidad de su padre.

—Pues si June te ha informado, ¿por qué me preguntas tonterías a mí?

Fleur vio que se había pasado de lista.

—Yo no te pregunto nada, papaíto. Como dices tú mismo, ¿para qué ocuparse del asunto ese, de hace tantos años? No me importa ese pequeño misterio… Je m’en fiche[106], que diría Profond.

—El tipo ese… —dijo Soames con voz profunda.

El tipo ese estaba desempeñando un papel importante, aunque invisible, aquel verano en la familia de Soames. Desde el día en que había llamado la atención de su padre sobre su modo de andar, éste había pensado mucho en él, y siempre relacionándolo con Annette, aunque sin existir razón alguna, como no fuera que estaba mejor y más bella que algún tiempo atrás. Su instinto de la propiedad, más sutil, menos formalista, más elástico desde la guerra, vivía, poderoso, una vida subterránea. Lo mismo que se mira un río americano, quieto y agradable, pero pensando que muy fácilmente podía haber un cocodrilo en sus aguas, al acecho y dispuesto a atacar, así miraba Soames al río de su propia existencia, sospechando que el cocodrilo era Profond, pero negándose a tener algo más que mera sospecha. En aquella época de su vida tenía Soames todo lo que deseaba, y era todo lo feliz que su naturaleza permitía. Estaba tranquilo, tenía a su hija para depositar cariño, su colección de cuadros era famosa, tenía su dinero bien invertido, su salud era excelente, aparte de algunas molestias de hígado; no había empezado todavía a preocuparse seriamente acerca de lo que sucedería tras la muerte… Las dos únicas hojas marchitas del rosal de su existencia eran el capricho de Fleur y la posibilidad de que monsieur Profond le resultase un cocodrilo. Pues con arrancarlas o mirar el rosal desde otro punto de vista, problema resuelto.

Aquella tarde, la casualidad, que sorprende al más acaudalado Forsyte, puso una clave del enigma en manos de Fleur; su padre fué al comedor sin pañuelo, y la muchacha se prestó solícita.

—Yo te traigo uno en seguida, papá —dijo ella, y corrió escaleras arriba.

En la bolsa de pañuelos donde buscó, una bolsa muy vieja, de seda ya descolorida, había dos compartimientos: uno contenía pañuelos; el otro estaba abrochado y guardaba algo duro y plano. Llevada de un impulso infantil, Fleur lo desabrochó y sacó una fotografía suya, de niña. La miró con la fascinación que da el presentimiento. Deslizó el dedo por detrás de la «foto» y vio que el portarretratos guardaba, oculto, otro, además del suyo. Lo sacó y vio una cara que le parecía conocer: una mujer joven, muy guapa, con un traje de noche ya muy anticuado. Cogió un pañuelo y bajó al comedor. Por las escaleras recordó. Aquella fotografía era de la madre de Jon. La seguridad la hizo pararse sorprendida. ¡Ya estaba!: el padre de Jon se había casado con la mujer a quien amaba el suyo; le había quitado la novia, sin duda… ¡Ése era el disgusto familiar!

—Éste es el pañuelo más suavecito que he encontrado, papá.

—¡Bueno! Estos los uso sólo para después de los catarros; pero es lo mismo… Fleur pasó la velada sumando cuántas sería dos y dos; recordó la cara que puso su padre en la pastelería. Pensó que debía de haber querido mucho a aquella mujer, cuando al cabo de tantos años conservaba un retrato de ella. Reflexionó sobre las relaciones de su padre con su madre. ¿La quería realmente? Se dijo que no. Jon era el hijo de la mujer a la que quería o quiso de verdad. Entonces no le extrañaría que ella le quisiera; lo único que tenía que hacer era acostumbrarle a la idea. Y suspirando descansada, se acostó.