Decir que Jon Forsyte fué a España de mala gana sería poco apropiado. Fué como un perro de buen carácter que sale de paseo con su ama dejándose un hueso delicioso en la caseta. Se fué volviendo la cabeza atrás. Los Forsytes, cuando se los priva de un buen hueso, se ponen tristes. Pero Jon tenía poca tristeza entre sus elementos constitutivos. Adoraba a su madre, y aquél era su primer viaje. Italia se había convertido en España ante sus solas palabras: «Yo preferiría ir a España, mamá. Tú has estado en Italia varias veces. Preferiría que nos encontrásemos frente a un país nuevo para los dos».
El hombre era agudo, además de cándido. No olvidaba que iba a reducir los dos meses a seis semanas, y por eso no mostraba su ansia porque sucediera así. Y para tratarse de uno que había abandonado tan rico hueso y que estaba tan supeditado a una idea fija, hacía bastante buen compañero de viaje, indiferente adonde y cuándo llegaban, indiferente a la buena o menos buena comida, y lleno de apreciación por un país extraño al inglés más dado a viajes. La sabiduría de Fleur al rehusar escribirle fué profunda, pues llegaba a cada ciudad enteramente sin ansia ni esperanza febril, y podía concentrar toda su atención en los borriquillos y en las campanas, en los sacerdotes, mendigos, niños, gallos cantarines, sombreros, cactos, pueblos viejos y blanquísimos de cal, cabras, olivares, llanuras verdeantes, pájaros cantores encerrados en jaulitas, vendedores de agua, puestas de sol, sandías, mulas, iglesias grandiosas, cuadros y montañas de aquel país fascinador.
Ya hacía calor, y gozaban la ausencia de compatriotas suyos. Jon, que creía no tener una gota de sangre que no fuera inglesa, se sentía con frecuencia molesto en presencia de compatriotas. Se daba cuenta de que no se andaban con tonterías y de que miraban las cosas desde el punto de vista más práctico posible. Confió a su madre la opinión de que era un ser insociable… Era agradable estar lejos de la gente que hablaba de las cosas de que habla la gente. A lo cual Irene respondió:
—Sí, Jon. Te comprendo perfectamente.
En aquel aislamiento tuvo grandes oportunidades de apreciar lo que pocos hijos pueden: la magnitud del cariño de una madre. El tener un secreto que había participado a ella le hacía indebidamente sensible; y el estar en un país meridional le llevaba a una apreciación completa de su belleza, que frecuentemente había oído decir que era española, pero que ahora veía no serlo. La belleza de su madre no era ni inglesa, ni francesa, ni española, ni italiana. Era simplemente una belleza especial. También apreciaba, como nunca, la sutileza del instinto de su madre. No sabía si su madre se había percatado de la emoción absorta con que contemplaba aquel cuadro de Goya, La vendimia, ni si sabía que se había marchado al Museo otra vez después de almorzar, y de nuevo a la mañana siguiente, para pasarse frente al cuadro sus buenas medias horas cada vez. No era Fleur, desde luego; pero se parecía lo bastante para hacer agitar, e dolorido su corazón, con ese dolor que tanto aman los enamorados. Compró una postal que reproducía el cuadro, y sacarla del bolsillo y mirarla se hizo para Jon uno de esos hábitos que antes o después descubre el ojo aguzado por el cariño, los celos o el miedo. Y los ojos de su madre estaban aguzados por los tres sentimientos. En Granada fué sorprendido in fraganti, sentado en un banco de piedra de un jardinillo de la colina de la Alhambra, desde donde debiera estar mirando el paisaje. Creía que su madre estaba entretenida, cuando oyó su voz que decía:
—¿Ése es tu Goya favorito. Jon?
Quiso contener, pero demasiado tarde, un movimiento como el de un colegial que trata en la escuela de esconder un libro de cuentos, y respondió:
—Sí.
—Realmente es precioso; pero yo creo que a mí me gusta más El Quitasol. A tu padre le volvería loco Goya. Creo que no vio sus obras cuando estuvo en España el año noventa y dos.
El año 92… Nueve años antes de nacer él. ¿Qué habían hecho hasta entonces su padre y su madre? Si tenían derecho a participar de su futuro, indudablemente tenía derecho él también a participar de su pasado. La miró. Pero algo que vio en su cara —huellas de dolor antiguo, de vida dura, señales misteriosas de emociones, experiencias y sufrimientos— hizo que su curiosidad le pareciera impertinente.
Su madre debía de haber llevado una vida maravillosamente interesante; era tan hermosa, tan, tan… Y no daba con una palabra que expresara lo que sentía hacia ella. Se levantó, y se quedó mirando la ciudad a sus pies, al llano verde y a la cadena de montañas que destellaban a la luz del sol. La vida de su madre era como el pasado de la vieja ciudad mora: lleno, profundo, remoto; y su propia vida era aún como la de un niño o un objeto, desesperadamente ignorante de todo. Decían que en aquellas montañas del Oeste, que se alzaban de la llanura verdeazul, habían vivido los fenicios, raza extraña, oscura y misteriosa. La vida de su madre era para él tan desconocida como la de los fenicios lo era para aquella vieja ciudad, cuyos gallos cantaban y cuyos niños jugaban tan alegres, de crepúsculo a crepúsculo. Le dolía que su madre supiera todo acerca de él y que él no supiera de ella nada más que le quería mucho y que quería a su padre, y que era hermosa. Su honda ignorancia —pues él no tenía ni la experiencia de la guerra, como casi todo el mundo— le hacía sentirse pequeño.
Por la noche, desde el balcón de su dormitorio, contempló el panorama de la ciudad, como incrustado de oro y azabache y marfil. Estuvo despierto hasta muy tarde, escuchando la voz del sereno que cantaba las horas, y haciendo estos versos en su mente:
Voz de la noche que grita en la vieja y durmiente
ciudad española, oscura bajo las estrellas blancas…
¿Qué dice esa voz con su clara, permanente, angustia?
¿Es el guardián que narra su cuento antiguo de paz?
¿O es un bandolero que asusta con su canto a la luna?
¡No! Es el triste de ausencia, que su alma solloza
estas palabras: «¿Hasta cuándo?»[103]
Las palabras triste de ausencia le parecían frías y poco expresivas. Pero poner muerto de pena le parecía algo definitivo e irrevocable, y otras palabras que sumaran cinco sílabas no se le ocurrían, y si ponía más o menos, tenía que quitar el que su alma solloza. Eran más de las dos cuando terminó el poema, y más de las tres cuando se durmió, tras haberlo repetido al menos veinticuatro veces. Al día siguiente lo copió y lo metió en una de aquellas cartas que escribía a Fleur antes de bajar a desayunar, para quedarse con la cabeza libre y poder ser buen compañero de viaje.
A mediodía, estando en la terraza del hotel, sintió un agudo dolor en la nuca, una sensación extraña en los ojos y mareo. El sol le había besado con demasiado afecto. Y pasó tres días en semioscuridad, dolorosamente indiferente a todo lo que no fuera la bolsa de hielo en la frente y la sonrisa de su madre. Ella no se movió de su cuarto, no abandonó jamás su vigilancia callada, que a Jon le parecía angélica. Pero había momentos en que se sentía muy desgraciado y en que deseaba que Fleur pudiera verle. A veces se despedía dolorosamente de ella y del mundo, manándole lágrimas amargas ante la situación imaginaria. Llegaba hasta preparar, mentalmente, la carta de despedida que le enviaría con su madre —que lamentaría hasta el día de su muerte el intento de separarlo—. ¡Pobre madre! Pero con todo, se dio rápidamente cuenta de que tenía a mano el gran pretexto para regresar inmediatamente a casa.
Hacia las seis y media de cada tarde se oía una gasgacha[104] de campanas, una cascada de campanadas de reloj que subía desde la ciudad durante unos instantes. Tras oírla el cuarto día, dijo de repente:
—Me gustaría que nos volviésemos a Inglaterra, mamá. Aquí el sol calienta mucho.
—Muy bien, hijo mío. En cuanto estés en condiciones de viajar, nos vamos.
Y al momento se encontró mejorado…, pero se sintió peor.
Habían estado fuera cinco semanas cuando llegaron a casa. La cabeza de Jon había recobrado su prístino estado, pero tenía, quisiera que no, que llevar un gorro que le hizo su madre con muchos forros de seda naranja y verde, y que pasearse por la sombra. Obligado por la providencia española a pasar un día en Madrid entre tren y tren, era más que natural ir otra vez al Museo del Prado. Y esta vez se detuvo Jon con perfectamente fingida casualidad ante su cuadro de Goya. Ahora que iba a volver a ver a Fleur, podía permitirse una inspección más somera de aquella obra. Fué su madre la que se interesó más por aquella pintura diciendo:
—La cara y el tipo de la muchacha son exquisitos.
Jon la oyó con alarma. ¿Le había adivinado el pensamiento? Pero se convenció una vez más de que no había nadie como su madre en cuanto a dominio de sí mismo. Ella sabía, por algún medio misterioso cuyo secreto no se le alcanzaba a él, tomar el pulso de sus pensamientos; Irene sabía por instinto lo que su hijo había esperado, temido y deseado. Y Jon se sentía culpable, pues tenía una conciencia superior a la mayoría de los muchachos. Hubiera deseado que su madre fuera franca con él, y casi suspiraba por una lucha abierta y cara a cara. Pero no hubo lucha, y tranquilamente se dirigieron hacia el Norte. Así vio por primera vez cuánto más aptas que los hombres son las mujeres en un juego de espera. En París tuvieron que detenerse otro día, y Jon se puso nervioso porque aquel día se convirtió en dos por cosas referentes a un modisto; ¡como si su madre, que era tan guapa, tuviera necesidad de adornarse más! El momento más feliz de su viaje fué el de saltar al barco de Folkestone.
En pie sobre cubierta, cogiéndole por el brazo, le dijo Irene:
—Me temo que no lo hayas pasado muy bien, Jon. Pero has sido muy bueno conmigo.
—¡Sí, sí!… Lo he pasado maravillosamente… Fuera de lo de mi cabeza…
Y ahora que el viaje terminaba, se dio cuenta de que en verdad lo había pasado bien, que había experimentado un goce doloroso, como el que había intentado expresar con aquellos versos de la voz que lloraba en la noche; sentía algo así como lo que sentía al oír a Chopin. Y se preguntó por qué no pudo decir a su madre algo como lo que le dijo ella: «Has sido muy buena conmigo». En vez de eso, le dijo: «Me parece que nos vamos a marear».
Se marearon, y llegaron a Londres bastante fatigados, habiendo estado fuera seis semanas y dos días, sin una sola alusión al problema que constantemente había ocupado sus pensamientos.