XII

Corría Fleur porque necesitaba correr; llegaba tarde a su casa, y necesitaba de toda su agudeza para cuando entrara. Pasó las Islas, la estación y el hotel, y estaba a punto de tomar el ferry, cuando vio un bote con un hombre en él.

—Señorita Forsyte —le dijo—. Déjeme que la cruce a la otra orilla. Estoy aquí para eso.

Ella le miró sorprendida.

—Sí, sí… Vengo de tomar el té con su familia. Puedo ahorrarle ir en el ferry. Me pilla de camino. Me vuelvo a Pangbourne. Me llamo Mont, y la he visto a usted en aquella Sala de Exposiciones no sé si se acordará, cuando su padre me invitó a ver sus cuadros.

—¡Ah, sí! —dijo Fleur—. ¡El pañuelo!

Era a aquel hombre a quien debía el conocer a Jon; y aceptando su mano, entró en el bote. Todavía algo sofocada, se sentó en silencio, El joven batelero, todo lo contrario. Nunca había oído ella hablar a nadie tanto en tan poco tiempo. Le dijo sus años, veinticuatro; su peso, diez libras con once§; su domicilio; describió sus sensaciones bajo el fuego y lo que se sentía en un ataque de gases; criticó la Juno aquélla, explicando su concepción personal de la diosa; comentó la copia del Goya, opinando que ella no se parecía tanto; diseñó rápidamente la situación de Inglaterra; habló de monsieur Profond, o como se llamara; opinó que su padre tenía algunos cuadros muy buenos; expresó su confianza en volver a remar otra vez para ella, en un paseo por el río, pues él remaba muy bien y era de toda confianza; le pidió su opinión sobre Tchejov, le participó la suya propia; manifestó su esperanza de que irían juntos al ballet ruso; maldijo a su familia por haberle puesto de nombre Michael, antepuesto a Mont; describió a grandes rasgos cómo era su padre, y le dijo que si quería deleitarse con un buen libro, que leyera Job; su padre se parecía bastante a Job, cuando Job todavía poseía tierras.

—Pero Job no tenía tierras —murmuró Fleur—. Sólo tenía ganados y rebaños e iba por ahí, de un lado para otro.

—¡Ah! —respondió Michael Mont—. ¡Ya quisiera yo que mi padre anduviera de un lado para otro! Y no es que quiera yo sus tierras, no… La tierra es un engorro tremendo en estos días, ¿no le parece?

—En mi familia nunca hemos tenido tierras —dijo Fleur—. Tenemos de todo lo demás. Creo que uno de mis antepasados tuvo una granja sentimental en Dorset, porque procedemos de allí, pero le daba más gastos que satisfacción.

—¿La vendió?

—No, siguió con ella.

—¿Y por qué?

—Porque no encontró quien la comprara.

—¡Buen elemento!

—Mi padre dice que le hacía sufrir mucho. Y se llamaba Swithin.

—¡Pues sí que es un nombrecito!…

—¿Se da usted cuenta de que nos alejamos? El río nos lleva.

—¡Estupendo! —exclamó Mont, metiendo un poco los remos—. Es formidable encontrar una chica lista.

—Pero es mejor encontrar un chico con ganas de remar.

El joven Mont soltó los remos para alisarse el cabello.

—¡Bueno! —dijo Fleur—. ¡A ver si rema!

—Sí, sí. Esta barca es muy fuerte, muy buena…

—¿No le importa remar un poco? —dijo Fleur severamente—. Tengo prisa.

—¿Sí? Pero cuando llegue, me separo de usted y me quedo sin verla, de momento. Fini, como decía aquella niña francesa cuando se metía en la cama después de rezar sus oraciones. ¿No bendice usted el día en que tuvo una madre francesa que le puso un nombre tan bonito?

—Mi nombre me lo puso mi padre. Mi madre quería llamarme Marguerite.

—¡Qué equivocación! ¿No le importaría a usted llamarme M. M., y que yo la llamase a usted F. F.? Esto está muy de acuerdo con el espíritu de nuestra época.

—No me importa nada. Lo que quiero es llegar pronto.

Mont cogió un cangrejito y contestó:

—Mire qué cangrejo tan mono.

—Haga el favor de remar.

—En seguida —y dio varios golpes de remo, mirándola con ojos de asombro—. Usted comprenderá —dijo, parándose— que he venido por verla a usted, no por ver cuadritos de monsergas.

Fleur se puso en pie.

—Si no rema usted, me tiro al río y voy nadando.

—Bueno, tírese, que yo la sigo por si se cansa.

—Señor Mont, estoy cansada y tengo prisa. Haga el favor de cruzarme inmediatamente.

Cuando Fleur saltó de la barca en el embarcadero del jardín, él se levantó, y agarrándose el cabello con las dos manos, se quedó mirándola.

—¡No, por favor! —gritó Mont—. ¡No me diga: «Fuera de aquí, malos pelos»!…

Fleur no le dijo nada. Se dio la vuelta y le saludó con la mano. Luego añadió:

—¡Adiós, señor M. M.! —y desapareció entre los rosales.

Miró su reloj de pulsera y a las ventanas de la casa, que le pareció como deshabitada. ¡Eran más de las seis! Las palomas se retiraban ya para la noche, y el sol brillaba en el tejadillo del palomar, en sus níveas plumas y en las cumbres de los árboles. Llegó hasta Fleur el chasquido de las bolas de billar. Sería Jack Cardigan sin duda. También oyó el murmullo de las ramas de un eucalipto, extraño árbol meridional en un jardín inglés. Llegó a la terraza, e iba a pasar cuando se detuvo ante unas palabras que oyó en el salón, a su izquierda. ¡Eran su madre y monsieur Profond! Tras una cortina oyó decir:

—Yo no, Annette.

¿Sabría su padre que aquel hombre llamaba Annette a su madre? Siempre al lado de su padre —los hijos siempre están al lado de uno de sus padres cuando hay disensión en el matrimonio— se sintió asombrada y se detuvo, llena de incertidumbre. Su madre hablaba en voz baja, agradable y algo metálica. Oyó una palabra: Demain. Y la respuesta de Profond: «De acuerdo». Fleur frunció el ceño. Y un leve sonido le llegó en el profundo silencio. Después oyó a Profond: «Voy a dar una vuelta por ahí».

El ruido de las bolas de billar, que había dejado de percibir, en busca de otros sonidos, lo percibió de nuevo. Dejó pasar a Profond sin que la viera. Entró en otra habitación, y de allí pasó a la sala. Su madre estaba sentada en el sofá que había entre dos ventanas, con las piernas cruzadas, la cabeza reposando en una almohada, los labios entreabiertos y los ojos semicerrados. Le pareció extraordinariamente bella.

—¡Ah!, ¿ya estás aquí, Fleur? Tu padre se estaba poniendo ya excitado.

—¿Dónde está?

—Estará con sus cuadros. Sube a verle.

—¿Qué vas a hacer mañana, mamá?

—¿Mañana? Voy a ir a Londres, con tu tía.

—Me lo había figurado. ¿Quieres comprarme una sombrilla lisa, sin ningún dibujo?

—¿De qué color?

—Verde. Se marcharán ya todos, ¿no?

—Sí, ya se marchan. Anda, dame un beso y sube a consolar a tu padre.

Fleur se inclinó, recibió un beso y pasó junto a la huella de otro cuerpo todavía marcada en los almohadones del sofá. Echó a correr escaleras arriba.

No era Fleur nada anticuada, y no deseaba gobernar a sus padres según las normas con que la gobernaban a ella. Pero quería gobernarse a sí misma; además un instinto certero para comprender qué cosas podían serle útiles a ella se le estaba desarrollando rápidamente. En un hogar perturbado, podría tener más oportunidad de seguir su impulso cordial hacia Jon. De todas formas se sentía ofendida como una flor por un viento molesto. Si aquel hombre había besado a su madre, aquello estaba serio, y su padre tenía que saberlo. «Demain»… «De acuerdo»… Y su madre ¡iba a Londres! Entró en su cuarto y se asomó a la ventana para que se le refrescase la cara, que de repente se le había enardecido. Jon estaría en la estación en aquel momento. ¿Qué sabría su padre de Jon? Probablemente, todo o casi todo…

Se puso otro vestido, para que pareciera que llevaba ya mucho rato en casa, y subió al cuarto de los cuadros.

Soames estaba fijo ante su Alfred Stevens, el cuadro que le gustaba más. No se volvió al oír la puerta; pero Fleur se dio cuenta de que la había oído y comprendió que estaba enfadado. Se le acercó lentamente y se le puso a la espalda, colocándole la barbilla sobre el hombro y la mejilla junto a la de él. Era un método de acercársele que nunca había fallado; pero le falló aquella vez, y Fleur tuvo los peores augurios.

—Ya era hora de que vinieras —dijo Soames fríamente.

—¿Eso es todo lo que me dice mi papaíto malo? —y le restregó la carita con mimo.

Soames separó la cabeza todo lo que pudo.

—¿Por qué me tienes en ascuas así, retrasando y retrasando la venida?

—Pero, papá, si no era nada malo…

—Bastante sabes tú lo que es malo y lo que es bueno.

Fleur dejó caer los brazos con desaliento.

—Bueno, dime lo que pasa, con toda franqueza —y se sentó junto a una ventana.

Su padre se volvió, y quedóse mirando al suelo. Parecía muy abatido.

—Tú eres mi único consuelo —dijo Soames repentinamente—. Y mira lo que me haces.

El corazón de Fleur latió con fuerza.

—Pero ¿qué te hago?

Soames la miró con una mirada que, de no ser por el cariño que reflejaba, hubiera sido furtiva.

—Ya sabes lo que te he dicho: no quiero nada con esa rama de la familia.

—Muy bien, papá. Pero ¿por qué tampoco voy a tener nada yo?

—No quiero entrar en razones —dijo Soames—. Pero debes hacerme caso y confiar en mí, Fleur.

La forma de pronunciar sus palabras entristeció a Fleur; pero pensó en Jon, y quedó callada. Sin darse cuenta, había adoptado una actitud moderna, con una pierna trenzada sobre la otra, con la mejilla en una mano doblada por la muñeca y el otro brazo cruzado sobre el pecho. No había en ella una sola línea de postura que no fuera típico en la pose. Sin embargo, conservaba toda su gracia.

—Ya conoces mis deseos —continuó Soames—. Y sabiéndolos, te has quedado cuatro días. Y el chico ese te habrá acompañado ahora, claro…

Fleur le miró fija.

—No te pregunto nada —dijo Soames—. No entro en lo que te afecta a ti.

Repentinamente se levantó Fleur y se asomó a la ventana, con la cara entre las manos. El sol se había puesto tras los árboles, y de abajo subía el chasquido de las bolas de billar.

—¿Te quedarás más tranquilo si te prometo no verle en… digamos seis semanas?

No estaba preparada para oírle temblar la voz.

—¿Seis semanas? Seis años, o sesenta…, lo que quieras. No, Fleur, no te engañes a ti misma, no te engañes haciéndote ilusiones.

Se sintió alarmada.

—¿Qué te pasa, papá?

Soames se le acercó para poderle ver la cara.

—No me vayas a decir, que eres tan loca como para haber concebido algo más que un capricho. ¡Sería demasiado! —y se echó a reír.

Oyéndole reír de aquella forma, Fleur se convenció de que era grave el caso. Y cogiéndole del brazo, le dijo suavemente:

—Sí, es un capricho. Lo que pasa es que me gustan mis caprichos y los tuyos no.

—¡Los míos!… —dijo Soames con amargura, volviéndose.

La luz del día casi se había extinguido, y el río presentaba un aspecto lechoso. Los árboles habían perdido toda alegría en el color. Sintió Fleur hambre de Jon, de ver su cara, de tocar sus manos, de sentir la presión de sus labios.

—O la la! ¡Qué pequeño disgusto!, como diría monsieur Profond.

—Papá, no me gusta nada ese hombre.

Vio que su padre se paraba y sacaba algo del bolsillo.

—¿No te gusta? ¿Por qué?

—Nada… Simple capricho —murmuró Fleur.

—No. Ahí no hay capricho —dijo Soames, y rompió el papel que había sacado—. Ahí tienes razón. A mí tampoco me gusta.

—Mírale —dijo Fleur, señalando por la ventana—. Ahí va. Me fastidia su calzado, tan silencioso…; nunca se sabe cuándo va a presentarse.

Por el jardín, a la débil luz, marchaba Próspero Profond, con las manos en los bolsillos, silbando suavemente para su barba. Se paró y miró al cielo como diciendo: «No me gusta mucho esa pequeña luna».

Fleur se echó hacia atrás.

—Parece un gato —dijo.

Y las bolas de billar sonaron como compendiando en su sonido el gato, la luna, el capricho y la tragedia…

Monsieur Profond volvió a marchar al ritmo de la melodía que silbaba. ¿Qué era? ¡Ah, sí, Rigoletto!, La donna é mobile. Eso estaría pensando. Apretó el brazo de su padre.

—Mira cómo se pasea —murmuró cuando doblaba la esquina.

El día estaba en esa cortadura que lo separa de la noche, marchándose y quedándose a la vez; y el aire, incapaz de ser vehículo de colores, tenía, en cambio, un poderoso transmitir de perfume de lilas. Un mirlo rompió a cantar. Jon estaría en Londres en aquel momento, tal vez en el parque, sin duda pensando en ella… Un ruidillo le hizo volver la cabeza. Su padre rompía otra vez aquel papel: el cheque que le había dado Profond.

—No le vendo mi Gauguin —dijo—. No sé qué le encuentran tu tía e Imogen.

—Y mamá.

—¿Tu madre?

«¡Pobre padre! —pensó ella—. Nunca parece ser feliz. No voy a hacer yo que sufra más todavía. Pero tendré que hacerle sufrir cuando vuelva Jon. Pero bueno, ya está bien por esta noche».

—Voy a vestirme —dijo.

En su cuarto se le ocurrió ponerse aquel vestido de fantasía. Era de tisú de oro y tenía pantalones, del mismo género, sujetos a los tobillos. Una capita de paje le caía de los hombros, y se completaba con sandalias doradas y un casco dorado también, como el de Mercurio, con alas; y estaba recamado de cascabeles dorados, de forma que a cada movimiento que hacía sonaba suavemente. Cuando se lo hubo puesto lamentó que Jon no estuviera allí para verla; casi sentía que aquel simpático Michael Mont no pudiera contemplar la estampa. Pero el batintín había sonado, y bajó, interrumpiendo toda lamentación interior.

Causó sensación en la sala. Winifred la encontró graciosísima, Imogen quedó encantada, Jack Cardigan dijo que estaba asombrosa, estupenda, superior… Monsieur Profond sonrió con los ojos y dijo:

—Es precioso ese pequeño vestido…

Su madre, muy elegante, vestida de negro, la miró y no dijo nada. Quedaba para su padre hacer oír la voz del buen sentido.

—¿Por qué te has puesto eso? No vas a ir a ningún baile de máscaras.

Fleur dio una vuelta rápida y las campanillas sonaron.

—Capricho…

Soames se la quedó mirando, se volvió y dio el brazo a Winifred. Jack Cardigan se lo dio a Annette; Profond, a Imogen. Y Fleur marchó sola, sonando los cascabeles.

La pequeña luna se ocultó pronto, y la noche de mayo se extendió blanda y cálida, envolviendo con su color de uva madura y su aroma los millones de caprichos, intrigas, pasiones, deseos y pesares de mujeres y hombres. Feliz era Jack Cardigan de poder roncar sobre el blanco hombro de Imogen, y también Timoteo en su mausoleo, demasiado viejo para hacer otra cosa que dormir con el sueño de un niño. Pero ¿cuántos estarían despiertos, o soñando, doloridos por las cosas del mundo?

El rocío y las flores se cerraron; los ganados pastaban en los prados, buscando con su lengua las hierbas que no podían ver; y las ovejas de los Downs estaban quietas como piedras. Los faisanes de los altos árboles de Pangbourne, las alondras de los nidos de hierba en la cantera de cal de Wansdon, las golondrinas de los tejados de Robin Hill y los gorriones de Mayfair pasaban una noche sin sueño, disfrutando de la ausencia de viento. La jaquita de Mayfly, no acostumbrada todavía a su nuevo alojamiento, arañaba con la pezuña su lecho de paja, y los murciélagos, las polillas y los búhos se sentían vigorosos en la oscuridad caliente; pero la paz de la noche no era para todos los humanos. Hombres y mujeres, cabalgando en los tiovivos locos de la ansiedad o del amor, consumían las velas de sus ensueños e ideas en las horas solitarias.

Fleur, acodada en su ventana, oyó las doce en el reloj del hall, oyó el leve ruido de un pez al saltar, el murmurar de las ramas de los árboles con una ocasional ráfaga de viento, el pitido lejano de un tren nocturno, y oía el tiempo, y esos ruidos que no tienen nombre, expresiones oscuras de emociones no catalogadas de hombres y bestias, de pájaros y máquinas, tal vez de Forsytes muertos, de Darties, de Cardigans, que daban su paseo nocturno por un mundo que una vez fué el de sus espíritus encarnados en cuerpos. Pero Fleur no hacía caso de tales ruidos; su espíritu, nada ausente de su materia, volaba con ala rápida de un vagón de ferrocarril a una valla coronada de flores, corría tras de Jon, persiguiendo tenaz su imagen prohibida y su voz que era tabú. Y arrugó su naricilla, buscando recordar el olor de las flores de la valla cuando la mano de él había querido evitar que las flores la rozasen. Mucho tiempo estuvo asomada, con su traje de fantasía, ansiosa de quemar sus alas en la llama de la vida; en tanto, las polillas chocaban contra su cara en su camino hacia la lámpara de su tocador, ignorantes de que en casa de un Forsyte no hay llamas de verdad. Pero al fin sintió sueño, y, olvidando los cascabeles, se adentró rápidamente.

Por la ventana abierta de su cuarto, vecino del de Annette, Soames, también despierto, oyó el tintinear del gorro de su hija, como podían haberlo producido las estrellas locas saltando de flor en flor, si el oído humano pudiera percibir sonidos de esa clase.

«¡Capricho! —pensó—. Yo no sé… Es muy voluntariosa. ¿Qué haría yo? ¡Fleur!».

Y luego quedó dormido en el seno de la pequeña noche.