X

Entre aquellos cuatro Forsytes de la tercera, y podría decirse de la cuarta, generación, un fin de semana prolongado hasta un noveno día había tendido los hilos de la tenacidad hasta casi un momento de rotura. Nunca había sido Fleur tan fine, Holly tan observadora, Val no había hablado nunca tanto de caballos y Jon jamás se había sentido tan turbado. Poco fué lo que aquel fin de semana aprendió del oficio de granjero. Él, cuyo temperamento era tan opuesto a todo lo que se pareciese a intriga, y cuya adoración por Fleur le hacía pensar que un sentimiento tan elevado no había de ocultarse, se sentía agobiado y encadenado, pero obedecía, compensando su disgusto con los breves momentos en que estaba a solas con ella. El jueves, hallándose en el balcón de la sala, vestidos ya para cenar, le dijo:

—Jon me voy a casa el domingo en el tren de las tres cuarenta; si tú te fueras a tu casa el sábado, podrías subir el domingo y acompañarme, y después volverte aquí en el último tren. Porque tú irías a tu casa de todas formas, ¿no?

Jon asintió:

—Cualquier cosa con tal de estar contigo. Lo que pasa es que no sé por qué tengo que fingir que…

Fleur le cortó:

—No tienes instinto, Jon. Déjame a mí la dirección de esto. Lo que ocurre en nuestras familias es asunto serio. Tenemos que llevarlo todo en secreto si es que queremos estar juntos —la puerta se abrió, y Fleur añadió en voz alta—; Jon, eres un tonto.

Algo se retorció en el corazón de Jon; no podía soportar aquellos subterfugios para ocultar un sentimiento tan natural, tan avasallador y tan hermoso.

El viernes por la noche, hacia las once, tenía ya hecha la maleta, y estaba asomado a la ventana, entre desgraciado y feliz, pensando en la estación de Paddington, cuando oyó un ruidillo, algo así como el golpear de una uña contra la puerta. Escuchó detenidamente. Sí, era una uña. Abrió. ¡Y qué hermosa visión se presentó ante sus ojos!

—Quería que me vieras con mi disfraz —dijo. Y adoptó una deliciosa pose, junto a su cama.

Jon suspiró hondo y se apoyó en la puerta. La aparición llevaba la cabeza tocada con muselina, un pañuelo tapándole los hombros desnudos que emergían de un vestido color vino, acampanado bajo la esbelta cintura. Tenía un brazo puesto en jarra, el otro levantado y doblado en ángulo recto, manteniendo en la mano un abanico con que se tocaba la cabeza.

—Esto tenía que ser un cesto de uvas —susurró—, pero aquí no lo tengo. Es mi vestido de Goya. Y ésta es la actitud en el cuadro. ¿Te gusta?

—Es un sueño.

La aparición hizo una pirueta.

—Tócalo; fíjate cómo es.

Jon se arrodilló y tocó la falda reverencioso.

—Color de uva —dijo el susurro—. Todo uva. La vendimia…

Los dedos de Jon casi no osaban tocar la cintura; y miraba su cara con ojos de adoración.

—¡Oh, Jon! —murmuró la aparición. Y se inclinó, le besó en la frente, hizo otra pirueta y desapareció.

Jon quedó de rodillas, inclinó la cabeza y la reposó en la cama. No supo cuánto tiempo permaneció así. El ruidillo de las uñas contra la puerta, el fru-fru de la falda, el ruido de sus pasos, todo se le reprodujo como en sueños; y ante sus ojos cerrados persistía la figura, que sonreía y hablaba bajito, y llenaba el aire de perfume de narciso. Y en su frente, en el sitio en que le había besado, sentía una pequeña zona de dulzura y suavidad, como al contacto con una flor. El amor llenaba su alma; el amor de muchacho por una muchacha, el amor que ignora todo y espera tanto, que no se abandonaría por nada en el mundo y que con el tiempo se convierte en fragante recuerdo.

Ya se ha dicho bastante de Jon Forsyte aquí y en otra parte del libro para mostrar la diferencia entre él y su tatarabuelo, el primer Jolyon, el que vivió en Dorset, junto al mar. Jon era sensible como una niña, más sensible que nueve de diez muchachas de entonces: imaginativo como uno de los pintores pobres a los que su hermana June protegía; y tan afectivo como al hijo de sus padres correspondía ser. Pero, con todo, en su interior había algo del viejo fundador de su familia, una secreta tenacidad de alma, un miedo profundo a mostrar sus sentimientos, una resolución grande a no reconocerse derrotado. Los chicos sensibles e imaginativos lo pasan mal en la escuela, pero Jon había mantenido instintivamente, muy en secreto, su carácter, y no había sido normalmente desgraciado donde otros sufren mucho. Sólo con su madre había sido, hasta entonces, absolutamente sincero. Y cuando aquel sábado llegó a Robin Hill, el corazón le dolía porque Fleur le había impuesto no ser sincero con aquélla a quien nunca había ocultado nada; no podía decirle ni que se habían encontrado de nuevo, a no ser que ya lo supiera ella. Tan intolerable le parecía esto, que estuvo a punto de telegrafiar una excusa y quedarse en Londres. Y la primera cosa que le dijo su madre fué:

—¿Conque has estado con nuestra amiguita de la pastelería, Jon? ¿Cómo te ha parecido, ahora que la has visto bien?

Tremendamente descansado y subiéndosele los colores, respondió:

—¡Oh, encantadora, mamá!

Y la mano de su madre le apretó el brazo.

Nunca la quiso Jon tanto como en aquel momento en que pareció demostrar la irrealidad de los miedos de Fleur, descansando así su alma. Volvió a mirarla; pero algo que vio en su rostro sonriente, algo que quizá sólo él podría haber captado, le hizo detener las palabras que le venían a los labios. ¿Puede el miedo ir asociado con una sonrisa? Si esto era posible, en el rostro sonriente de su madre había miedo. Y Jon dijo otras palabras muy distintas: habló de granjas, de Holly y de los Downs. Hablaba de prisa, esperando que ella volviera a mencionar a Fleur. Pero no lo hizo. Ni su padre tampoco, aunque, lógicamente, debería saber que habían estado juntos. ¡Qué privación le suponía no hablar de Fleur…, cuando todo su ser estaba lleno de ella! ¡Qué privación para Irene, cuando su corazón estaba tan lleno de su hijo, y que privación para Jolyon, cuando se hallaba su alma tan llena de su mujer! Y así, en privación total, pasó el trío aquella tarde de sábado.

Después de cenar, su madre tocó; le pareció que tocaba las cosas que a él le gustaban más. La oía sentado, con una rodilla entre las manos enlazadas y con los ojos fijos en ella. Pero veía a Fleur, a Fleur en el huerto iluminado por la luna, a Fleur en la excavación aquella inundada de sol; a Fleur con el disfraz puesto, ondulante, hablando bajo, inclinándose, besándole en la frente. Una vez miró a su padre, frente a él en la otra butaca. ¿Qué estaría pensando su padre con aquella cara? Le pareció triste y de mirada asombrada, y sin saber por qué, sintió remordimiento; tanto, que se levantó y se sentó sobre el brazo de la butaca de su padre. Allí no le podía ver la cara, y volvió a ver a Fleur en todas partes: en las manos de su madre, delgadas y blancas sobre las teclas; en el perfil de su cara, y en su cabello encanecido, y allí en el fondo de la habitación, junto a la ventana abierta por donde entraba la noche de mayo.

Cuando se acostó, su madre subió a su cuarto. Se paró junto a la ventana y dijo:

—Los cipreses que plantó el abuelo han crecido mucho ya. ¡Qué hermosos son a la luz de la luna!… Me gustaría que hubieras conocido a tu abuelo, Jon.

—¿Te casaste tú con papá en vida de él? —preguntó Jon de repente.

—No; él murió el noventa y dos, muy viejecito… Creo que tenía ochenta y cinco años.

—¿Y se le parece papá?

—Algo, pero es más sutil y no tan sólido.

—Eso me parece a mí, por el retrato. ¿Quién lo pintó?

—Uno de los pobres diablos de June. Pero está muy bien.

Jon cogió a su madre de la mano.

—Dime algo de esa pelea de la familia, mamá.

Y notó que se ponía a temblar.

—No, hijo; eso es cosa de tu padre el día que lo considere oportuno.

—Entonces fué cosa seria —dijo Jon con desaliento.

—Sí —y se produjo un silencio, en cuyo intervalo ninguno sabía qué mano temblaba más que la otra.

—Algunos dicen —habló Irene suavemente— que la luna trae mala sombra cuando está detrás de uno. Para mí siempre es encantadora. Mira ahora los cipreses… Jon, tu padre dice que nos vayamos los dos a Italia, tú y yo, por un par de meses… ¿Te gusta la idea?

Jon soltó la mano de su madre. Quedó abatido y confuso. ¡Ir a Italia con su madre! Quince días antes le hubiera parecido el cúmulo de lo delicioso. Ahora le llenaba de angustia pensarlo. Además tuvo la impresión de que aquel viaje tenía algo que ver con Fleur. Exclamó:

—Sí, claro… Pero ahora que he empezado a imponerme de lo referente a granjas… Me gustaría pensarlo.

Y la voz de su madre, suave y armoniosa:

—Sí, hijo mío, piénsalo. Pero es mejor ahora, antes que empieces a aprender en serio. ¡Ir a Italia contigo!… ¡Qué cosa tan maravillosa, hijo!

Jon le pasó la mano por la cintura, esbelta y firme como la de una muchacha.

—¿Y crees que debes dejar a papá? —preguntó débilmente, sintiéndose muy vil.

—La idea es suya precisamente: cree que debes ver Italia, por lo menos, antes que te pongas a hacer nada definitivamente.

El sentimiento de vileza desapareció en Jon. Sabía, sí, lo sabía… Sus padres no estaban siendo sinceros con él tampoco. Querían separarle de Fleur. Su corazón se endureció. Y como si Irene lo comprendiera, se despidió:

—Buenas noches, hijo mío. Que duermas bien y que lo pienses. Sería muy bonito.

Y le besó tan de prisa, que Jon no vio su cara. Jon tenía exactamente la misma sensación que cuando de pequeño era travieso; sufría porque no era cariñoso y porque encontraba justificación en no serlo.

Irene pasó del cuarto de su hijo al de su marido.

—¿Qué tal?

—Lo pensará, Jolyon.

Y viendo la sonrisa dolorosa prendida en los labios, Jolyon dijo lentamente:

—Debieras dejarme que se lo dijera todo y acabaríamos de una vez. No debemos ignorar que Jon tiene sentimientos caballerosos. No hace falta más que hacerle comprender…

—¿Te parece poco, Jolyon? No puede comprenderlo, es imposible…

—Pues yo creo que a su edad lo habría comprendido.

Irene le cogió la mano.

—Tú has sido siempre más realista que Jon y nunca tan inocente.

—Eso es verdad. Y, ¡qué raro!, tú y yo contaríamos nuestra historia a cualquiera sin sentir la menor vergüenza. Pero a nuestro hijo…

—A ti no te ha preocupado nunca la opinión del mundo, ni a mí tampoco.

—Jon no desaprobaría a sus padres.

—Sí, Jolyon, sí… Está enamorado, yo me doy cuenta… Y diría: Mi madre se casó una vez sin amor. ¿Cómo pudo hacerlo? Le parecería un crimen. Y eso fué…

Le cogió Jolyon la mano, diciendo con sonrisa triste:

—¿Por qué naceremos jóvenes? Si naciéramos viejos, y fuéramos haciéndonos jóvenes año tras año, comprenderíamos todo muy bien, y abandonaríamos la maldita intolerancia que tenemos. Pero bueno, si está enamorado…, bien sabes tú que no olvidará, con Italia ni sin Italia. Nosotros somos una raza tenaz, y él se dará cuenta instintiva del motivo del viaje. Nada le curará sino la impresión que le produzca el saberlo todo.

—Vamos a probar primero con Italia.

Jolyon quedó en silencio. Entre el horror de explicar el pasado a su hijo y el dolor de separarse de su mujer por dos meses, prefería lo primero. Pero si ella estaba por lo segundo, no debía oponerse. Y le serviría de entrenamiento para la separación definitiva, de la que no hay regreso. Y estrechándola entre sus brazos, le besó los ojos, diciendo:

—Lo que quieras, amor mío.