IX

Terminó el almuerzo y Soames subió a ver sus cuadros. Tenía lo que Annette llamaba ofensa. Fleur no había vuelto todavía. La esperaban el miércoles; había telegrafiado diciendo que sería el jueves, y había vuelto a telegrafiar que sería el domingo por la tarde cuando llegara. Y allí estaban su tía y sus primos los Cardigans, y Profond y todos, echándola de menos. Se paró ante su Gauguin, el cuadro que más le preocupaba de su colección. Había comprado aquella cosa grande y fea, junto con dos Matisses de la primera época antes de la guerra, en vista de la viveza de comentarios sobre los postimpresionistas. Y se preguntaba si Profond se los compraría, pues aquel hombre parecía que no sabía en qué gastar el dinero, cuando oyó la voz de su hermana:

—Esto es una cosa horrible, Soames —y comprendió que había subido tras de él.

—¿Tú crees? —preguntó secamente—. Pues pagué quinientas.

—¡Qué horror! Las mujeres no son así, aunque sean negras.

Soames emitió una risa tétrica.

—No habrás subido para decirme eso, ¿eh?

—No. ¿Sabes tú que el chico de Jolyon está también en casa de Val y su mujer?

—¿Qué?

—Lo que oyes —declaró Winifred—. Ha ido a vivir con ellos mientras aprende de granjero.

Soames se puso a caminar de uno a otro lado de la estancia; pero la voz de su hermana le perseguía en sus movimientos:

—Yo advertí a Val que ninguno de los dos tenía que saber nada de historias pasadas.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

Winifred encogió sus robustos hombros.

—Fleur hace lo que quiere; tú la has mimado mucho. Además, hijo mío, ¿qué mal hay en ello?

—¿Que no hay mal? —dijo Soames—. Pues ya ella… —y se contuvo.

La estatua de Juno, el pañuelo, la forma de mirar de Fleur, sus preguntas y ahora el retraso en volver a casa… Todos aquellos síntomas le parecían tan siniestros, que, dado su modo de ser, no podía dejar de pensar en ellos.

—Me parece que le das demasiada importancia —dijo Winifred—. Si yo fuera tú, le diría todo lo que pasó en aquellos tiempos. No pensemos que las muchachas de hoy son lo que eran antes. De dónde sacan las cosas, yo no lo sé; pero el hecho es que están enteradas de todo.

La cara de Soames se alteró con una contracción dolorosa.

—Si tú no quieres hablar de ello, yo puedo decírselo.

Negó Soames moviendo la cabeza. A menos que fuera absolutamente necesario, no quería que su hija conociera aquello que tanto hería su orgullo.

—No —dijo—. Todavía no. Y si puede ser, nunca.

—Es inútil, Soames. Tiene que enterarse. Ya sabes lo que es la gente. Veinte años son muchos años. Fuera de la familia, ¿quién se iba a acordar?

Calló Winifred. Se sentía cada vez más inclinada a buscar la paz de que Montague le privó en los años de su juventud. Y como los cuadros la deprimían mucho, marchó muy pronto de allí.

Soames fué al rincón donde, junto con su auténtico Goya, colgaba la copia de La vendimia. La adquisición de su Goya daba datos preciosos referentes al enlazamiento y trabazón de los intereses humanos y pasiones, que como una tela de araña enredan las alas vivas de la vida humana. Un antecesor del noble propietario del cuadro había entrado en posesión de él en una de las guerras españolas: una rapiña, diciendo las cosas por su nombre. Y el noble propietario había permanecido ignorante de su valor hasta que un crítico emprendedor había descubierto que un pintor español llamado Goya era un genio. Tenía sólo aquel hermoso Goya; pero como era casi único en Inglaterra, el noble propietario se hizo famoso. Tenía otras muchas propiedades y aquella aristocrática cultura que, independiente del mero goce que proporciona a los sentimientos, está fundada sobre el sano principio de interesarse enormemente por todo y conocerlo todo. Concibió el propósito de conservarlo de por vida y legarlo a la nación a su muerte. Afortunadamente para Soames, la Cámara de los Lores fué violentamente atacada en 1909, y el noble propietario del cuadro se alarmó y se puso furioso. «Si piensan —se dijo para sus adentros— que se van a aprovechar de mí por los dos medios, están muy equivocados. Si me dejan tranquilo, la nación tendrá algunos de mis cuadros cuando muera. Pero si la nación va a andar fastidiándome y robándome, vendo toda mi colección. No van a quedarse con mi propiedad privada y con mi espíritu público a la vez». Y así anduvo meditabundo varios meses, hasta que una mañana, tras la lectura de un discurso de cierto hombre de Estado, telegrafió a su agente que fuera a verle llevando a Bodkin. Tras observar Bodkin la colección, aquel hombre, cuyo opinión en pintura era más solicitada que la de nadie, dijo que vendiendo en Alemania, en América y en otros sitios donde había interés por el arte, se podía sacar un montón de dinero, mucho más que vendiendo en Inglaterra. «El espíritu público del noble propietario —dijo— era bien conocido; pero allí había cuadros únicos». El noble propietario metió la opinión que le dieron en su pipa, y la estuvo fumando durante un año. Al final de éste leyó otro discurso del mismo hombre de Estado, y dijo: «Dése a Bodkin autorización para vender». Y fué entonces cuando Bodkin concibió la brillante idea que salvó el Goya y otras dos obras maestras para el país del noble propietario de ellas. Con una mano Bodkin ofreció los cuadros al mercado extranjero; con la otra formó una lista de coleccionistas ingleses. Y tras obtener las que consideró mayores posibles ofertas de allende el mar, mostró obras y ofertas a los coleccionistas ingleses y los invitó, apelando a su espíritu patriótico, a sobrepujar las ofertas. En tres casos (incluyendo el Goya), de veintiuno, tuvo éxito. ¿Y por qué? Uno de los coleccionistas ingleses fabricaba botones. Fabricaba tantos, que quería que a su esposa la llamaran «excelentísima señora Botones». Y así, compró una de aquellas obras maestras y la cedió a la nación. Era parte, decían sus amigos, de su juego. El segundo de los coleccionistas era un americanófobo, y compró otra de las obras maestras «para reventar a los malditos yanquis». El tercero de los coleccionistas era Soames, quien —más prudente que los anteriores— compró, tras un viaje a Madrid, para estar bien seguro de que Goya era lo que debía ser. Goya no estaba en el candelero por el momento, pero volvería a estarlo; y mirando aquel retrato, hogartiano[101] y manetesco[102] en sus líneas generales, pero con una técnica propia bellísima y extraña, quedó tranquilo y seguro de no cometer error, aunque el precio fuera elevadísimo, el más elevado que hubiera pagado jamás. Y junto a aquel cuadro colgaba la copia de La vendimia. Allí estaba la criatura aquélla, mirando ensoñadora, en la forma que le gustaba ver mirar a su hija, porque se sentía mucho más seguro cuando la veía mirar así.

Y estaba contemplando el cuadro, cuando el aroma de un habano llegó a su nariz, y una voz dijo a sus espaldas:

—Bien, señor Forsyte. ¿Y qué va usted a hacer con su coleccioncita?

Era aquel belga cuya madre —como si la sangre flamenca no fuera ya bastante— era armenia. Dominando una irritación espontánea, le dijo:

—¿Entiende usted de pintura?

—Me gusta. Yo también colecciono un poco.

—¿Tiene posimpresionistas?

—Sí…, me gustan bastante.

—¿Qué le parece esto? —dijo Soames, señalándole el Gauguin.

Monsieur Profond avanzó el labio inferior y la puntiaguda barbita.

—Bastante bueno, me parece a mí —dijo—. ¿Quiere vendérmelo?

Soames contuvo su negativa espontánea, y dijo:

—Pues sí.

—¿Cuánto quiere usted por él?

—Lo que yo pagué.

—Muy bien —dijo monsieur Profond—. Tendré mucho gusto en llevarme el cuadrito. ¡Posimpresionistas!… Son divertidos. No es que me importe la pintura, pero tengo algo.

—¿Y qué es lo que le importa a usted?

Monsieur Profond se encogió de hombros.

—La vida es terriblemente parecida a una pelea de micos por llevarse una nuez hueca.

—Es usted muy joven —dijo Soames.

Si el sujeto aquel quería lanzarse a generalizaciones, no tenía por qué llevarlas hasta afirmar que las diversas formas de bienes que pueden poseerse son cosas vacías.

—Yo no me preocupo por nada —replicó monsieur Profond, sonriendo—. Nacemos y tenemos que morir. Medio mundo está ya medio muerto de hambre. Yo alimento un grupito de niños en el país de mi madre. ¿Y para qué? Lo mismo daría si tirara mi dinero al río.

Soames le miró y se volvió después a mirar a su Goya. No sabía lo que pretendía aquel tipo.

—¿Por cuánto le extiendo el cheque? —preguntó monsieur Profond.

—Quinientas —dijo Soames secamente—. Pero no quiero que se lo lleve si le parece caro.

—Está bien —dijo monsieur Profond—. Tendré mucho gusto en quedarme con ese cuadro.

Y extendió el cheque con una estilográfica de oro. Soames le veía hacer intranquilo. ¿Cómo diablos había comprendido que quería vender aquel cuadro? Monsieur Profond le dio el cheque.

—Los ingleses son divertidísimos en cuestiones de pintura. Y los franceses, y los míos también. Todo el mundo es divertidísimo.

—No le comprendo —dijo Soames con sequedad.

—Lo mismo que los sombreros —dijo monsieur Profond, enigmático siempre—. Grandes o pequeños, con ala subida o con ala baja…, según la moda. Divertidísimos —y sonriendo, salió de la sala de los cuadros, azul y sólido, como el humo de su magnífico cigarro.

Soames guardó el cheque, sintiendo toda la trascendencia de la transacción. «Es un cosmopolita», pensó, viendo cómo Profond salía al jardín con Annette, camino del río. No comprendía qué podía encontrar su mujer en él, como no fuera que podían hablar en el común idioma. Y le vino a la cabeza la duda de si su mujer no era demasiado hermosa para pasearse con aquel cosmopolita. Hasta a aquella considerable distancia podía ver las espirales del humo azul del cigarro de Profond, y sus zapatos de ante gris y su también sombrero gris. Era un dandi aquel hombre. Y también vio el movimiento rápido, hacia atrás, de la cabeza de Annette, sobre su cuello tan hermoso y sus bellísimos hombros. Aquella manera que tenía de volver la cabeza siempre le parecía ostentosa, muy estilo de «reina de todo, todo lo contemplo», y nada distinguida. Los vio pasar por el caminito al fondo del jardín.

Un joven en traje de franela se les unió allí, un visitante dominguero sin duda. Se volvió a su Goya. Y estaba mirando la reproducción de Fleur, preocupado con las noticias de Winifred, cuando la voz de su mujer dijo:

—El señor Michael Mont, Soames. Le invitaste a ver tus cuadros.

Allí estaba el muchacho sonriente de la Sala de Exposiciones cercana a la calle Cork.

—Otra vez nos vemos, señor; vivo a cuatro millas de Pangbourne, nada más. Hermoso día, ¿verdad?

Frente a frente con las consecuencias de su charlatanería, Soames observó con detenimiento a su visitante. La boca de aquel joven era demasiado grande y tendente a la sonrisa. Parecía que hacía guiños constantemente. ¿Y por qué no dejaría que le saliese entero aquel bigote de payaso, en vez de afeitárselo de la forma que lo hacía? ¿Por qué los jóvenes de entonces se dejaban aquellos cepillitos y aquellas patillitas tan ridículas? ¿No comprendían los muy majaderos que así rebajaban su dignidad? Por lo demás, era bastante presentable, y su ropa era pulquérrima.

—Celebro mucho volverle a ver —le dijo.

El joven, que había estado mirando a todas partes, le miró ahora a él como asustado:

—¡Caramba! ¡Menudos cuadros!…

Soames observó, con sensaciones mezcladas, que no quitaba los ojos de la copia de Goya.

—Sí, pero eso no es un Goya; es una copia. La hice pintar porque el original me recuerda a mi hija.

—¡Por Júpiter! Ya me parecía a mí que me era conocido el rostro. ¿Está su hija en casa?

La sinceridad de su interés desarmó por completo a Soames.

—Llegará a la hora del té —dijo—. ¿Quiere que veamos todo?

Y Soames empezó aquella caminata ante sus cuadros que nunca le cansaba. No preveía mucha inteligencia en uno que confunde una copia con un original; pero según pasaba de sección en sección, de época en época, se iba sorprendiendo ante la agudeza de las observaciones del joven. Inteligente por naturaleza, y hasta listo tras su máscara, no en vano había pasado Soames treinta y ocho años dedicado a los cuadros y sabía algo más que lo que le habían costado. Él era, ni más ni menos, como vínculo infrecuente entre el artista y el público. Eso del arte por el arte era, desde luego, monserga. Pero el buen gusto es necesario. El criterio de numerosas personas de buen gusto era precisamente lo que daba valor comercial a una obra de arte, o en otras palabras, la hacía obra de arte. No había una división auténtica entre arte bueno y malo. Y estaba muy acostumbrado a visitantes gregarios e incompetentes, que se quedaban boquiabiertos ante quien osaba decir de Mauve: «¡Qué hermosos montones de heno!», o de James Maris: «Parece de papel… Matew sí que es bueno. Allí puede uno ver cosas». Fué tras un silbido que el joven emitió ante un Whistler, diciendo luego: «¿Usted cree, señor, que éste había visto alguna mujer en su vida?», cuando le preguntó:

—¿Usted qué es, señor Mont? ¿Puedo preguntárselo?

—¿Yo? Yo iba a ser pintor, pero la guerra lo estropeó. En las trincheras di en soñar en la Bolsa, cosa cómoda y segura; pero con ese poquito de emoción que siempre parece que hace falta. Pero la paz estropeó eso también, pues no sé qué les pasa a las acciones, ¿verdad? Y me han desmovilizado no hace todavía un año. ¿Qué me aconsejaría usted que hiciese, señor?

—¿Tiene usted dinero?

—Pues verá usted —dijo el joven—. Tengo padre. En la guerra no me desligué de él; por tanto, es de esperar que él no se desligue de mí. Aunque hay una duda, claro: si le dejaremos conservar sus propiedades o no. ¿Usted qué piensa, caballero?

Soames, pálido y a la defensiva, sonrió.

—Al buen viejo le dan ataques cuando le digo que quizá tenga que trabajar para comer. Tiene tierras, y eso, usted lo debe de saber, es mala enfermedad.

—Éste es mi Goya auténtico —dijo Soames, adusto.

—¡Menudo!… Era un tío grande. Yo vi un Goya en Munich y me quedé helado. Una vieja feísima con unos encajes de maravillosa alegría. ¡Ése sí que no pactaba con el gusto del público! En sus tiempos debió de acabar con un montón de convencionalismos. Era un tío explosivo, vamos… ¡No pintaba el mozo! Hace que Velázquez parezca académico y tieso.

—Yo no tengo ningún Velázquez.

—Claro, sólo las naciones y los especuladores se pueden permitir ese lujo, creo yo. Oiga: ¿por qué las naciones en bancarrota no venderán sus Velázquez y sus Tizianos a los especuladores, y promulgarán luego una ley diciendo que quién tenga un clásico de la pintura debe colgarlo en un Museo público? No sería mal procedimiento para sanear…

—¿Bajamos a tomar el té? —interrumpió Soames.

Las orejas del joven parecían colgadas de su cráneo. «No es profundo», pensó Soames, siguiéndole fuera de aquella gran habitación.

Goya, con su sátira y su exactitud suprema, su línea original y la valentía de sus sombras y luces, podía haber reproducido para la admiración de todos el grupo reunido en torno a la bandeja de té de Annette. Él solo, tal vez, de todos los pintores, podría haber hecho justicia a la luz solar que se filtraba a través de una cortina de enredaderas, al bello pálido del latón, a los cristales antiguos del servicio, a las finas rodajas de limón en el té ambarino; a Annette en su vestido negro con encajes; había algo de la belleza española en su tipo, aunque le faltaba la espiritualidad rara de las mujeres de España; sólo Goya podría haber hecho justicia a Winifred, con su cabello gris y su busto encorsetado; a Soames, con su distinción gris y chupada; al vivaz Michael Mont, agudo de orejas y ojos; a Imogen, morena y de brillante mirar, algo regordeta; a Próspero Profond, con aquel aire en que parecía decir: «Bien, míster Goya: ¿qué utilidad tiene pintar este grupito pequeño?». Y también a Jack Cardigan, con su mirada brillante y su piel curtida, que denunciaban el criterio: «Yo soy inglés y vivo para estar bien». Y a propósito de esto, era curioso que Imogen, que de jovencilla había declarado solemnemente en casa de Timoteo que nunca se casaría con un hombre bueno —¡eran tan aburridos!—, se hubiera casado con Jack Cardigan, en quien la buena salud había destruido tan completamente toda huella de pecado original, que hubiera ella podido casarse con diez mil ingleses sin notarlos diferentes del que había escogido como esposo. «¡Oh! —solía decir de él. Jack está maravillosamente bueno; en su vida ha tenido una mala enfermedad. Hizo toda la guerra sin un mal dolor de cabeza. No podrá darse cuenta nadie de lo bueno que está». Y sí, estaba y era tan bueno como siempre, que no se daba cuenta de cuando ella flirteaba, lo que era una ventaja, sin duda. De todas formas ella le quería, por lo menos todo lo que se puede querer a una máquina de funcionamiento perfecto. Y quería también a los dos Cardigancitos, que habían salido en todo al autor de sus días. Merendaban, e Imogen comparaba maliciosamente a su marido con Próspero Profond. No había pequeño deporte o juego que monsieur Profond no hubiera practicado, desde los bolos a la pesca con arpón, cansándose de todos. Quisiera que los juegos deportivos cansaran a Jack, que jugaba sin cansarse y hablaba sin cansarse de ellos, con el entusiasmo de una colegiala que está aprendiendo hockey; a la edad de tío Timoteo estaba bien segura de que jugaría al golf en la alfombra de su cuarto.

Estaba explicando cómo había derrotado a un amigo en el último agujero, y cómo había incitado a Próspero Profond para que jugara con él un partido de tenis después de merendar, para que sentara bien…, para estar sano.

—¿Y para qué hace falta estar sano? —preguntó monsieur Profond.

—Sí, señor —se adhirió Michael Mont—. ¿Para qué se conserva usted tan bueno?

—¡Jack! —chilló Imogen, encantada—. ¿Para qué quieres conservarte tan bueno?

Jack Cardigan los miró a todos lleno de salud. Aquellas preguntas era como el zumbar de un mosquito, y movió la mano como para espantarlo. Durante la guerra, era evidente, había que estar bueno para matar alemanes; ahora que había pasado, él tampoco lo sabía, o su delicadeza le impedía aducir el principio de que vivía para estar bien.

—Pero tiene razón —dijo monsieur Profond cuando nadie lo esperaba—. Lo único importante es estar fuerte.

La afirmación, demasiado profunda para un domingo a la hora de merendar, hubiera pasado sin comentario, a no ser por el temperamento del joven Michael Mont.

—¡Bien! —exclamó—. Ése es el gran descubrimiento que hemos hecho en la guerra. Creíamos estar progresando, y ahora vemos que sólo estamos cambiando.

—Para empeorar —dijo monsieur Profond.

—Se siente usted optimista, amigo —dijo Annette.

—Claro que lo único importante es estar fuerte —dijo Cardigan—. Ande, vamos a jugar ahora al tenis. Acabamos en seguida, ¿no? Y usted, ¿juega al tenis, señor Mont?

—Le doy a la pelota, señor Cardigan.

En este punto Soames se levantó, con un sentido de premonición que siempre, durante toda su vida, había tenido antes de ocurrir algo importante.

—Cuando venga Fleur… —oyó decir a Jack Cardigan.

—¡Sí! ¿Por qué no venía? Atravesó la sala, el hall y el portal y salió afuera, y allí quedó escuchando a ver si oía el automóvil. Todo estaba tranquilo, de descanso de domingo; los lilos, llenos de flor, perfumaban el aire. Había nubes blancas como plumas de pato abrillantadas por el sol. El recuerdo del día en que nació Fleur, así como de la angustia que pasó con la vida de ella y de su madre en peligro, se le presentó repentinamente. Entonces la salvó, para que fuera la flor de su vida. ¿Y ahora? ¿Iba a darle dolores y preocupaciones? No le gustaba nada el cariz que iban tomando las cosas. Un mirlo interrumpió con su canto sus pensamientos; un pájaro muy gordo en la rama de aquella acacia… Soames se había interesado mucho por los pájaros en aquellos últimos años; él y Fleur solían pasear para verlos; los ojos de la niña eran más agudos que agujas y descubría pronto los nidos. Vio el perro de su hija, tumbado al sol. Le llamó: «Hola, amigo… ¿Esperando a la amita también?». El perro se le acercó lentamente, moviendo la cola, y Soames, mecánicamente, le dio una palmada en la cabeza. El perro, los pájaros, las lilas, todo eran para él cosas de Fleur, ni más ni menos. «La quiero demasiado —pensó—. ¡Demasiado!». Era como un hombre con barcos no asegurados en alta mar. Otra vez sin seguro ni seguridad, como entonces, hace tiempo, cuando andaba absorto y lleno de celos, por Londres, buscando a aquella mujer, a su primera esposa…, la madre de aquel maldito chico. ¡Pero ya llegaba el coche, por fin! Se detuvo. Traía equipaje, pero no a Fleur.

—La señorita viene andando, señor, por el camino.

¿Andando todas aquellas millas? Soames se quedó mirando al chófer. En el rostro del hombre se insinuaba una sonrisa. ¿De qué se reía? Pero se volvió rápidamente, diciendo: «Está bien, Sims». Y entró en la casa. Subió a la sala de los cuadros una vez más. Desde allí columbraba una amplia zona del río, y quedó con los ojos fijos en ella, sin pensar que habría de pasar por lo menos una hora antes que la viera. ¡Andando tanto trayecto! ¡Y la sonrisa del chófer! ¡Y el chico de Jolyon!… Se separó hoscamente de la ventana. No podía ponerse a espiarla. Si quería ocultarle sus cosas…, podía hacerlo; él no podía espiarla. Sentía un gran vacío en el corazón, y desde allí le subía una gran amargura a la boca. Los gritos de Mont persiguiendo la pelota y la risa de Cardigan llegaban a sus oídos en la calma de la tarde. Confiaba en que estuvieran haciendo correr a Profond. Y la muchacha de La vendimia estaba allí, con su brazo en asa y sus ojos soñadores mirando a la lejanía. «He hecho por ti todo lo que he podido —pensó—, desde que no me llegabas a la rodilla. ¿Y ahora vas a hacerme… sufrir?».

Pero la copia de Goya no le contestó nada. «No tiene vida esta mala copia —se dijo Soames—. ¿Pero por qué no viene?».