VIII

Cuando los dos jóvenes Forsytes llegaron a la cumbre de la loma y orientaron sus caras al Este en busca del sol, no había ni una nube en el cielo y los Downs estaban cubiertos de rocío. Habían trepado a buen paso la ladera y estaban algo sofocados en su respirar; si tenían algo que decirse, no se lo dijeron, sino que marcharon con la torpeza del madrugón y de la falta de desayuno, bajo el canto de las alondras. La escapada había sido divertida; pero en la libertad de las cumbres cesó la impresión de conspiración, sustituyéndose por un gran silencio.

—Hemos cometido un gran error —dijo Fleur, después de andar una buena media milla—. Tengo hambre.

Jon sacó una pastilla de chocolate. Se la repartieron y sus lenguas se sintieron más sueltas. Discutieron la naturaleza de sus casas y de su vida anterior, que parecía algo totalmente irreal en aquellas alturas solitarias. En el pasado de Jon no quedó más que una cosa concreta: su madre; y una sola también en Fleur: su padre. Y de ambos, como si en la lejanía vieran sus rostros llenos de reproche, hablaron poco.

El terreno se ahondaba y se alzaba otra vez hacia Chanctonbury Ring; un destello del mar lejano llegó a su vista; un gorrión volaba frente al sol, de forma que sus alas marrones parecían de sangre. Jon tenía pasión por los pájaros y aptitud para estarse muy quieto y poder verlos de cerca. De vista aguda y con buena memoria para recordar lo que gustaba, merecía casi la pena oírle hablar de pájaros. Pero en Chanctonbury Ring no había ninguno, y sus alrededores parecían vacíos de vida y casi gélidos a hora tan temprana; de buena gana llegaron a la zona soleada ascendente. Ahora le tocaba a Fleur; habló de perros y de la forma que la gente tiene de tratarlos. ¡Era horroroso aquello de tenerlos atados con cadenas! Con mucho gusto azotaría a la gente que hacía semejante cosa. Jon quedó sorprendido de saberla tan humanitaria. «Conocía un perro —le dijo— al que su dueño había tenido tantos años atado a su caseta, que el pobre animal se había quedado mudo a fuerza de desgañitarse a ladrar».

—Y lo peor es —dijo con vehemencia— que si el pobre perro no ladra siempre que pase alguien, el amo ni siquiera lo querrá. Creo que los hombres son brutos con algo de inteligencia. Yo lo he soltado dos veces sin que se dieran cuenta; las dos veces casi me ha mordido; luego se vuelve loco de alegría… Pero al final acaba volviendo a su dueño, que lo encadena de nuevo. Si pudiera, encadenaría yo a ese hombre —y Jon vio que sus ojos y dientes brillaban—. Le marcaría a fuego la palabra bruto sobre la frente. Así aprendería…

Jon convino en que no estaría mal aquello.

—Es el sentimiento de la propiedad —dijo— lo que hace a los hombres encadenar a los animales. La generación pasada no pensó más que en la propiedad, y por eso ha habido guerra.

—¡Oh! —exclamó Fleur—. Nunca se me había ocurrido eso. Tu familia y la mía riñeron por cuestiones de propiedad. Pero de todas formas, las dos familias han quedado bien acomodadas…; por lo menos supongo que la tuya estará bien.

—Sí… Y menos mal, pues yo no creo que valgo mucho para hacer dinero.

—Si valieras, a mí no me gustaría.

Jon deslizó una mano temblorosa bajo el brazo de ella.

Fleur miró de frente y cantó:

Jon, Jon, el hijo del granjero,

robó un cerdo y salió corriendo.

El brazo de Jon se ciñó a la cintura de ella.

—Esto es bastante prematuro —dijo Fleur con mucha calma—. ¿Estás muy acostumbrado a hacerlo?

Jon retiró el brazo. Pero rompió a reír y volvió a llevarlo donde lo pusiera. Y Fleur volvió a cantar:

¡Oh!, ¿quién será que por el campo libre,

¡oh!, quién será que conmigo cabalgue?

¡Oh!, ¿quién será que se levante a seguirme?

—¡Canta, Jon!

Jon cantó. Las alondras los acompañaron, y los acompañaron las esquilas de unas ovejas y la campana madrugadora de una iglesia, allá por Steyning. Fueron de melodía en melodía, hasta que Fleur dijo:

—¡Dios mío! ¡Ahora sí que tengo hambre!…

—Lo siento.

Ella le miró a la cara.

—Jon, eres un encanto.

Y apretó la mano que la abrazaba contra su cintura. Jon casi se desvaneció de felicidad. Un perro blanco y amarillo, que corría tras una liebre, les dio un susto que los hizo separarse. Vieron cómo ambos animales desaparecían a lo lejos, y Fleur dijo con un suspiro:

—Quiera Dios que no la coja. ¿Qué hora es? Mi reloj está parado. Es que nunca me acuerdo de darle cuerda.

Jon miró al suyo.

—¡Caramba! —dijo—. El mío se ha parado también.

Echaron a andar de nuevo, cogidos de la mano.

—Parece que la hierba está seca —dijo Fleur—. Vamos a sentarnos un poco.

Se quitó Jon la chaqueta y la compartieron.

—Huele, verás qué bien. Es tomillo.

Con el brazo de él otra vez en torno a la cintura de ella, estuvieron sentados unos minutos en silencio.

—¡Somos tontos! —dijo Fleur, levantándose de un sallo—. Vamos a llegar muy tarde y con cara de bobos, y se van a dar cuenta de todo. Mira, Jon; decimos que salimos a dar un paseo para abrir el apetito y que luego nos perdimos, ¿eh?

—Bueno —contestó Jon.

—Es una cosa muy seria. Van a querer atarnos. ¿Te salen a ti bien las mentiras?

—Pues no muy bien. Pero probaré.

Fleur arrugó el entrecejo.

—Ya sabes —dijo—. No quieren que seamos amigos.

—¿Por qué no van a querer?

—Ya te lo he dicho.

—Pero eso es una bobada.

—Tú no conoces a mi padre.

—Te querrá horrores.

—Sí, pero para él soy una cría; lo mismo eres tú para tu madre. ¿No es un fastidio? Esperan que uno haga todo lo que se les antoje. Pero conmigo ya pueden esperar, ya, que van listos…

—Sí —murmuró Jon—. Y la vida es demasiado corta para tonterías. Uno que quisiera vivir eternamente y conocerlo todo…

—¿Y amar a todo el mundo?

—¡No! —gritó Jon—. Yo no quiero amar más que una vez…, y a ti.

—¡Ah!, ¿sí?… Mira con lo que sales. Éste es el pozo de cal de antes. Ya no podemos estar muy lejos. Vamos a echar una carrera.

Jon la siguió, preguntándose asustado si la había ofendido.

Fleur se paró de pronto y se echó el cabello hacia atrás.

—Bueno —dijo—. Por si ocurren accidentes, puedes darme un beso, Jon —y adelantó la mejilla. Jon, sumido en éxtasis, besó aquella mejilla suave y caliente.

—Y acuérdate bien: nos hemos perdido, y déjalo de mi cuenta todo lo posible. Yo, para más seguridad de todo, voy a ser muy antipática contigo. Y tú haz lo mismo conmigo.

Negó Jon resueltamente:

—Eso es imposible.

—Anda, sí, dame ese gusto… Aunque no sea más que hasta las cinco…

—Todo el mundo verá que es ficción —dijo Jon con voz profunda.

—Hombre, tú esmérate lo más que puedas. ¡Mira! ¡Ya están allí! ¡Mueve el sombrero! ¡Pero si no tienes!… Bueno, yo gritaré. Sepárate un poco de mí y ponte antipático.

Cinco minutos después, al entrar en la casa y hacer lo posible para mostrarse antipático, Jon oyó la voz melodiosa de Fleur en el comedor:

—¡Vamos, que vengo aburrida! ¿Pues no dice que quiere ser granjero y se pierde por el campo? Ese chico es idiota…