Para evitar preguntas difíciles de contestar, todo lo que Holly dijo a Jon fué:
—Va a venir una muchacha con Val a pasar el fin de semana.
Y por la misma razón, todo lo que Fleur había oído fué esto:
—Tenemos un muchacho en casa.
Los dos «críos», como Val los llamaba para sí, se encontraron de una manera que, por falta de imprevisión, no tenía nada que desear. Los presentó así Holly:
—Éste es Jon, mi hermanito; ésta es Fleur, una prima nuestra, Jon.
Jon, que salía de un balcón donde tomaba el sol, quedó tan confundido por la naturaleza providencial de aquel milagro, que tuvo tiempo de dejar que Fleur hablase la primera, diciéndole, como si no le hubiese visto nunca: «¿Cómo estás?», y de comprender, ante el movimiento más leve imaginable, qué tenía que hacer que no la conocía de nada. Hizo una inclinación de cabeza sobre la mano que le tendía, y quedó más callado que un muerto. Sabía que le convenía callar, pues una vez, de pequeño, en que su madre le sorprendió leyendo en la cama, dijo: «No hacía más que volver las hojas», a lo que Irene le había respondido: «Mira, Jon: no digas nunca mentiras, porque se te conoce en la cara».
Y aquello había minado para siempre la confianza en sí mismo, necesaria para el éxito de la falta a la verdad en el dicho. Se limitó, por tanto, a escuchar las rápidas y vehementes alusiones de Fleur a lo bonito que era todo, le sirvió pródigamente los manjares y se marchó en cuanto terminaron. Se dice que en el delirium tremens se ve siempre el mismo objeto, generalmente en negro, que de pronto cambia de forma y posición. Jon veía siempre el mismo objeto: tenía ojos negros y cabello bastante oscuro, y cambiaba de posición, pero nunca de forma. El conocimiento de que entre él y aquel objeto había un entendimiento secreto (aunque él no entendía mucho lo que pasaba), le exaltaba hasta la fiebre y empezó a copiar en limpio su poema —que, claro, nunca se atrevería a enseñar—, hasta que un ruido de herraduras le hizo reaccionar y asomarse al balcón, desde donde la vio montar a caballo con Val. Era natural que no perdiera el tiempo; pero el ver aquello le llenó de dolor. Él sí que había hecho el tonto: si no se hubiera ido tan apresuradamente, le hubieran dicho que fuera con ellos. Y desde el balcón los vio desaparecer, aparecer otra vez, desaparecer de nuevo y volver por segunda vez.
—¡Qué burro soy! —exclamó casi en voz alta—. ¡Qué manera de perder las oportunidades!
¿Por qué no había de tener dominio de sí mismo y calma? Y con el mentón entre los puños empezó a imaginar lo que hubiera sido aquel paseo con ella. Un fin de semana es sólo un fin de semana, y él había perdido tres horas tontamente. ¿Había alguien en el mundo tan necio como él? Si lo había, no lo conocía; que no lo habría, no…
Se vistió temprano para la cena y bajó el primero. No volvería a perder el tiempo. Pero Fleur vino la última. Se sentó frente a ella en la mesa, y fué terrible…, imposible decir nada por miedo a decir lo que no debía; imposible mirarla siempre, pero con naturalidad. En definitiva: imposible tratar normalmente a la persona con quien en imaginación se ha paseado por las montañas y por lugares lejanos. Además, tenía la triste seguridad de que le estaba pareciendo, y a todos, un tonto incapaz de decir nada. ¡Sí, era terrible!… ¡Y ella, que estaba hablando tan rebién!… Era maravilloso ver cómo dominaba un arte que a él le parecía tan difícil. A ella le estaría pareciendo tonto sin cura posible.
Los ojos de su hermana, fijos en él con suma extrañeza, le hicieron mirar a Fleur; pero instantáneamente Fleur, abriendo mucho los suyos, pareció decirle: «¡Por el amor de Dios!…», lo que le llevó a mirar a Val, que a su vez le hizo un guiño que le obligó a mirar su chuleta, que, como no tenía ojos ni guiñaba, le tranquilizó y se la comió entera.
—Jon va a dedicarse a granjero —oyó decir a Holly—. Granjero y poeta.
La miró con reproche, le vio levantar burlonamente el entrecejo, exactamente como hacía su padre; tuvo que reírse y se sintió mejor.
Val contó el extraño encuentro con monsieur Próspero Profond; y nada pudo ser más del agrado de Jon, pues Val miraba a Holly, Holly miraba a Val, y él miraba a Fleur, mientras que Fleur parecía ensimismada en algún pensamiento muy hondo. Llevaba un vestido blanco, muy sencillo y bien hecho, con los brazos sin mangas, y en el pelo tenía prendida una rosa blanca. En aquel breve momento de libre contemplación, después de tanta turbación. Jon la vio sublimada, como en la oscuridad se ve un árbol frutal esbelto y blanco; la captó en la esencia de su belleza como se capta en un instante el significado de un verso, o una melodía que flota en el aire y muere en la distancia.
Se preguntó cuántos años tendría; parecía tener más dominio de sí misma que él. ¿Por qué había de ocultar que se habían visto antes? Y recordó repentinamente la cara de su madre, extrañada, dolorida, cuando le contestó: «Sí, son parientes, pero no nos tratamos». Era imposible que su madre, que amaba la belleza, no amase a Fleur si la conocía.
A solas con Val después de cenar, le acompañó para tomar una copita y contestó a las preguntas del recién descubierto cuñado. Por lo que se refería a caballos, primicísima cuestión para Val, podría montar el potro castaño, ocupándose de ensillarlo y desensillarlo y de cuidarlo en general, ya que iba a ser el suyo. Jon explicó que sabía hacer todo perfectamente, pues lo había hecho siempre en su casa, y comprendió que había ascendido un punto en la consideración de su cuñado.
—Fleur —dijo Val— no sabe montar muy bien todavía, pero es lista y aprenderá. Su padre es el que no distingue un caballo de una carretilla. Y tu padre ¿monta?
—Montaba bastante; pero ya es…, ya es… —y se detuvo, pues odiaba la palabra viejo.
Su padre era viejo, sí; pero no era viejo, no…, ¡nunca!
—Sí —dijo Val—. Yo conocía a tu hermano. Fuimos los dos a Oxford…, el que murió en la guerra con los bóers… Una vez nos pegamos en el jardín de uno de los colegios. Fué una cosa rara, y de ahí salieron luego muchas cosas —murmuró.
Jon abrió unos ojos como platos. Todo le empujaba hacia la investigación histórica, cuando la voz de su hermana sonó suavemente en la puerta.
—Venid aquí, vosotros…
Y se levantaron, teniendo que contentarse Jon con cosas contemporáneas.
Fleur había declarado que el tiempo era maravilloso, y salieron. La luna pintaba de blanco la hierba cuajada de rocío, y en la esfera de un viejo reloj de sol hacía al gnomon proyectar una larguísima sombra. Dos arriates de flores, perpendiculares, oscuros y cuadrados, separaban el huerto. Fleur se dirigió hacia allí.
—¡Venid! —dijo.
Jon miró a los otros y la siguió. Iba corriendo entre los árboles como un fantasma. Todo era bello y como de espuma por donde ella pasaba, y había un profundo olor a tronco de árbol y a ortigas. Desapareció. Creyó que la había perdido, echó a correr y casi se dio de bruces con ella, que estaba parada, inmóvil.
—Qué bonito es esto, ¿verdad? —exclamó ella.
Y Jon respondió:
—¡Mucho!
Cogió ella una ramita, la rompió y la tiró. Luego dijo:
—Podré llamarte de tú, ¿verdad?
—Claro que sí…
—Muy bien. Pero no sé si sabes que hay una vieja división, por disgusto, entre nuestras familias.
Jon quedó sorprendidísimo.
—¿División? ¿Y por qué?
—Suena tan romántico y tan tontito… Por eso es por lo que he hecho como que no nos conocíamos. ¿Quieres que mañana nos levantemos temprano y demos un paseo antes del desayuno y hablamos de todo? A mí no me gusta la lentitud en nada…
Jon asintió entusiasmado.
—Entonces, a las seis. Me parece que tu madre es guapísima.
Y Jon dijo con fervor:
—Sí, sí que lo es.
—A mí me encanta la belleza, cuando es excitante. Los griegos no me gustan nada.
—¿No? ¿No te gusta Eurípides?
—¡No!… No puedo soportar la tragedia griega. Son siempre larguísimas. Yo creo que lo bello ha de ser rápido. Me gusta mirar un cuadro por un momento y marchar en seguida a ver otro. Y no puedo resistir muchas cosas juntas. Mira: creo que esta flor, por ejemplo —y levantó una que había cogido—, es más hermosa que todo el huerto.
Y de pronto, con la otra mano, cogió la de Jon.
—De todas las cosas del mundo, la peor es tener que disimular. Mira: huele esto.
Jon convino que lo más insoportable era el disimulo, y besó la mano que había cogido la suya.
—Eso es bonito y anticuado —dijo Fleur tranquilamente—. Pero estás muy callado, Jon. Sin embargo, me gusta el silencio cuando es breve. ¿Crees que tiré el pañuelo a propósito?
—¡No! —exclamó Jon, sorprendido.
—Pues sí, lo hice aposta. Y vamos a volvernos, no se crean ésos que esto también es aposta —y otra vez corrió como un fantasma entre los árboles.
Jon la siguió con el corazón rebosando amor y primavera. Llegaron al sitio de donde habían partido, Fleur andando tranquilamente.
—Esto es una maravilla —dijo Fleur, ensoñadora.
Jon guardó silencio, esperando desesperadamente que a ella le pareciera breve.
Fleur le dijo «buenas noches» como distraída y casualmente, y con tan fría naturalidad, que por un momento pensó si no había estado soñando.
En su habitación, se quitó Fleur su vestido y se puso una bata muy cómoda, dejando la flor blanca en el pelo. Parecía una estatuilla japonesa, envuelta en un quimono, sentada en la cama con las piernas cruzadas y escribiendo a la luz de la mesilla de noche.
Mi queridísima Cherry:
Creo que estoy enamorada. Tengo eso metido en la cabeza, aunque la sensación es más abajo, en el corazón. Es un primo segundo mío. Es un crío: seis meses mayor y diez años más joven que yo. Los chicos se enamoran siempre de chicas mayores, y las chicas, de chiquillos o de hombres de cuarenta. No te rías, pero sus ojos son los más leales que he visto en mi vida. Además, es divinamente silencioso.
Tuvimos un encuentro de lo más romántico en Londres, junto a la Venus de Vospovitch. Y ahora está durmiendo en la habitación inmediata a la mía, y la luz de la luna ilumina las flores; y mañana por la mañana, antes que nadie se despierte, vamos a ir a pasearnos por el país de hadas de estos Downs. Hay una vieja disensión entre nuestras familias, que hace que todo sea interesantísimo. Sí, y tendré que usar subterfugios y recurrir a ti para que nos invites a los dos. Mi padre no quiere que nos conozcamos, pero yo no puedo evitarlo. La vida es demasiado corta.
Tiene una madre que es toda una belleza, de cabello plateado y con ojos negros en una cara divinamente joven. Estoy en casa de su hermana, que se casó con un primo mío; todo es muy confuso, pero mañana estoy dispuesta a sonsacarla. Nosotras hemos hablado muchas veces del amor diciendo que es una tontería. Pero la tontería es decir que es tontería; es algo formidable, y cuanto antes lo sientas, mejor.
Jon (no es John, sino abreviatura de Jolyon, que es un nombre importante en mi familia, según dicen) es de la clase de chicos que te vuelven loca: alto, y seguramente crecerá más, y creo que va a ser poeta. Si te ríes de mí, hemos terminado para siempre. Me doy cuenta de que existe toda clase de dificultades; pero ya sabes que cuando yo me propongo una cosa, la consigo. Uno de los efectos del amor es que se ve el aire como habitado por alguien o por algo, lo mismo que se le ve la cara a la luna, y te sientes…, le sientes con gana de balar y muy buena al mismo tiempo. Una sensación muy divertida. Éste es mi primer amor, y me parece que va a ser el último, lo que es absurdo, claro, con todas las leyes de naturaleza y de la moral. Si te ríes de mí, te pego, y si se lo dices a alguien, no te perdonaré nunca. Y, mira, tanto es así, que me parece que no te voy a enviar esta carta. Lo consultaré con la almohada. Adiós, Cherry.
FLEUR.