VI

La señora de Val Dartie, tras veinte años de estancia en Sudáfrica, se había enamorado, afortunadamente, de algo de su país: de la visión que se columbraba desde las ventanas de su casa, de la luz fría y clara de los verdes Downs. ¡Era Inglaterra otra vez! Inglaterra, al fin, más bella de lo que había soñado. La casualidad había llevado a los Darties a un lugar donde los South Downs tenían un encanto verdadero cuando el sol brillaba. Holly tenía mucho de la capacidad de su padre para captar las calidades de la belleza, y era una delicia que casi nunca intentaba compartir con Val, cuya admiración por la Naturaleza se confundía con el instinto forsyteano de sacar algo de ella, como, por ejemplo, el interés que en su marido despertaba un prado como posible campo de ejercicio de caballos.

Cuando llevaba el Ford hacia casa, con humorística suavidad, se prometió que lo primero que haría con Jon sería llevarle a contemplar el paisaje, bellísimo bajo aquel cielo de mayo.

Esperaba a su hermano con un sentimiento maternal que Val no había podido amortiguar. Una visita a Robin Hill de tres días de duración, tras su llegada a Inglaterra, no le había permitido verle, pues estaba todavía en el colegio. Así, pues, el único recuerdo que de él tenía era el de un niño pintarrajeado que jugaba a los indios junto al estanque.

Aquellos tres días en Robin Hill habían sido pródigos en emociones: recuerdos de su hermano muerto, recuerdos de su noviazgo con Val; el ver envejecer a su padre, a quien no había visto en veinte años y en el que notaba algo mortal en su irónica suavidad, pues no podía escapársele a espíritu tan fino; sobre todo, la presencia de su madrastra, a la que aún recordaba vagamente como «la señora de gris» de los días en que ella era pequeñita, y vivía el abuelo, y mademoiselle Beauce se enfadaba porque aquella intrusa le daba lecciones de música. Todo aquello confundía y atormentaba su espíritu, que había soñado tanto con Robin Hill y que hubiera querido hallarlo exactamente igual a su llegada. Pero a Holly le gustaba guardarse para ella sus propios sentimientos, y todo había marchado bien.

Su padre, al marchar, la besó con labios que notó temblorosos.

—Bien, hija mía —le dijo—. La guerra no ha cambiado, Robin Hill. Si hubieras podido traer a Jolly contigo… Fuera de eso, es el marco de siempre para nuestras vidas, ¿no te parece? Pero creo que cuando el roble muera, desaparecerá.

Del calor del abrazo de su hija probablemente dedujo que había descubierto sus sentimientos, pues en seguida se refugió en la ironía.

—¡Marco de nuestras vidas! ¡Qué palabras tan raras!… Cuando se dicen una vez se advierte que nuestras vidas no tienen marco ni norma…

—¿Por qué? —preguntó Holly.

—Piensa en la manera de tomar una fotografía; es menester que haya algo material que mantenga la luz y la sombra: es el marco. Pero en la fotografía no se advierte. ¿Es que no es un agente, un medio material, entonces? Creo que acabaremos llamando al espíritu materia, o a la materia, espíritu. De todas formas, cuando el roble muera…, desaparecerá todo: nuestra vida, nuestro pasado, todo…

—Pero sobreviviremos, papá. ¿No lo crees así?

Jolyon la había mirado profundamente, y la tristeza de su mirada, que no consiguió disimular por entero, la impresionó con viveza.

—Yo, hija mía, bien quisiera sacar algo de la muerte. Llevo algún tiempo mirándola de cerca. Pero me parece que las emanaciones del almacén del mundo no interesan a los que no están en él, a los vivos. ¡Ojalá yo os interesara después!

Holly había apretado los labios contra la frente de su padre con la impresión de que efectivamente toda materia es espíritu. ¡Le pareció algo tan inmaterial, tan inconcreto, aquella frente!…

Pero el recuerdo más patético que conservaba de la breve visita a su vieja casa era el de su madrastra, a la que vio, sin ser vista, leer una carta de Jon. Era Irene leyendo la carta, no le cabía duda alguna, la visión más bella que jamás había contemplado. Irene, absorta en la carta de su hijo, la leía ante una ventana donde daba plenamente la luz, donde se veían perfectamente su rostro hermoso y su pelo gris; movía los labios, sonriendo; sus ojos negros reían también, danzando felices de renglón a renglón, y la mano que no mantenía la carta la tenía apoyada en el pecho. Holly se retiró de su observación convencida de haber visto la expresión del amor perfecto y convencida de que Jon tenía que ser bueno.

Cuando le vio salir de la estación, con una maleta en cada mano, confirmó su predisposición favorable. Se parecía algo a Jolly; pero de mirada ansiosa y de aire menos formal, con ojos más profundos y cabello más brillante, sin sombrero. Un hermanito atractivo e interesante.

Su cortesía la encantó: quedó tristísimo de que fuera ella quien tuviera que llevar el Ford para ir a casa, en vez de ser él quien la llevara a ella. ¿No le permitiría probar? En Robin Hill no tenían coche desde la guerra, y él había guiado sólo una vez. Pero había aterrizado en un bancal bastante confortable, así que podía confiar en que no la mataría. Su risa, suave y contagiosa, era de lo más atrayente —aunque Holly había oído que aquella palabra había pasado de moda—. Cuando llegaron, sacó él una carta completamente arrugada, que ella leyó mientras se lavaba; una carta muy breve, que a su padre le habría producido mucho dolor escribir:

Querida hija:

Tú y Val no tenéis que olvidar que Jon no sabe nada de la historia familiar. Su madre y yo creemos que es demasiado joven todavía. Es muy bueno y las niñas de los ojos de su madre. Verbum sapientibus[99].

Tu padre que te quiere,

J. F.

Esto era todo, pero lo suficiente para renovar en Holly el pesar porque Fleur fuera entonces a su casa.

Después de merendar cumplió la promesa que se había hecho y llevó a Jon a admirar el paisaje. Hablaron mucho, sentados en el vértice de una pequeña colina. Flores brillantes lucían como estrellas sobre la ladera verde; las alondras cantaban, y entre los arbustos gorjeaban los malvises, y de vez en vez una golondrina, isla solitaria en el cielo, giraba su cabeza en el gris del atardecer, brillando a la luz de la luna que te insinuaba. Llegaba a ellos una dulce fragancia, como si seres invisibles corretearan agitando las flores y la hierba en su obsequio.

Jon, que había caído en profundo silencio, dijo de repente:

—Oye: esto es maravilloso. Aquí no hay camelo; vuelos de golondrinas y sonar de esquilas de ganado…

—Oye, oye…: ¡eres un poeta!

Jon suspiró.

—¡No te rías! No valgo para eso.

—Tú prueba. A tus años yo hacía, de vez en vez, mis poemas…

—¡Ah!, ¿sí? Mamá también me dice que pruebe. Pero no me animo nunca. ¿Tienes tú algo que pudiera yo ver?

—¡Hombre, no!… —murmuró Holly—. Llevo casada diecinueve años. Sólo escribía versos cuando quería casarme.

—¡Oh! —dijo Jon, y volvió la cara a otra parte.

La mejilla de su hermana podía ver tenía un color vivísimo. ¿Estaba ya Jon «tocado en vuelo», como Val decía? ¿Ya? Si era así, mejor que mejor; ni miraría a Fleur. Además, el lunes empezaría con lo de la granja. Y se sonrió. ¿Era Burns el que manejaba el arado, o era Piers Plowman[100]?. Casi todos los muchachos y la mayoría de las muchachas se empeñaban en ser poetas en aquellos tiempos. Ella había leído muchos de sus libros en África, importados por Hatchus y Bumphards. Eran muy buenos, muy buenos: mucho mejores que ella en su tiempo. Otra larga conversación, después de cenar, ante el fuego encendido en el hall de abajo, y le quedó poco o nada que saber de Jon, como no fuera algo de mucha importancia que mantuviera callado. Se despidió Holly de él a la puerta del dormitorio que le había preparado, y tras mirar dos veces que todo estaba en orden, se fué convencida de que le tomaría cariño y de que Val le querría también. Era un oyente magnifico, simpático y comprensivo y muy dado a burlarse un poco de sí mismo. Era evidente que quería a su padre y que adoraba a su madre. Le gustaba montar, remar y hacer esgrima más que jugar. Salvaba las polillas que iban a ser devoradas por las llamas. No podía aguantar las arañas; pero las sacaba de la habitación en un papel sin matarlas. Y Holly se retiró a dormir pensando que era muy cariñoso y que sufriría terriblemente si alguien le hiciera daño. Pero ¿quién iba a hacerle daño?

Por su parte, Jon se quedó despierto mucho rato junto al balcón, con un papel y un lápiz en la mano, haciendo su primera poesía a la luz de la lámpara, porque, desgraciadamente, la luna no alumbraba lo necesario, y sólo lo bastante para dar encanto a la noche, como si estuviera cuajada en plata: verdadera noche para pasear con Fleur y mirar sus ojos… Y Jon, con el entrecejo fruncido, escribía y escribía, y rompía el papel, y volvía a escribir de nuevo, e hizo todo lo necesario para la creación artística; y tenía la misma impresión que debían tener los primeros vientos primaverales al soplar entre las flores primeras. Jon era uno de esos muchachos (no hay muchos) en quienes el amor por la belleza cultivado en el hogar resiste con éxito la vida de colegio. Tenía que guardárselo para sí, desde luego, y ni el profesor de dibujo se había percatado de nada; pero él allí lo tenía, exigente y limpio, en su alma. Y su poema le pareció tan pequeño y flojo como bella y etérea la noche. Pero lo conservó de todas formas. Era una «bobada», desde luego; pero más valía eso que nada, como expresión de lo inexpresable. Y pensó, lamentándose: «No podré enseñárselo a mamá». Durmió terriblemente bien, cuando durmió, todavía sorprendido por la novedad.