Posa la planta sobre el solar nativo,
y su nombre es: Val Dartie.
Con sentimientos como los que expresa la poesía, con cuarenta años ya, aquel jueves por la mañana Val Dartie salió de la casa solariega en que vivía en los Sussex Downs. Iba a Newmarket, donde no había estado desde el otoño de 1899. Se detuvo en la puerta para dar un beso a su mujer y meterse un frasco de oporto en el bolsillo.
—Procura no cansar la pierna demasiado, Val, y no apuestes mucho.
Bajo la presión del cuerpo de Holly en el suyo, sentía Val pierna y bolsillo seguros. Tenía que ser cuidadoso; Holly siempre tenía razón. No le parecía raro, aunque era medio Dartie, haber guardado fidelidad a su prima hermana desde que veinte años antes se casó con ella como consecuencia de la guerra anglo-bóer, y había sido fiel sin impresión de sacrificio ni de aburrimiento: ella era tan inteligente y tan comprensiva de su temperamento… No le había dado hijos su mujer, y aunque algo más pálida que antes, había conservado su belleza, su esbeltez y el color de su pelo. Val admiraba, sobre todo, la vida que llevaba, además de llevar la suya y además de montar cada día mejor: seguía con su música y leía muchísimo: novelas, poesía y toda clase de libros. En su granja de El Cabo, se había distinguido por el entusiasmo con que ayudó a los niños y mujeres negras en todo lo que había podido. Era inteligente de verdad, y, sin embargo, no presumía de ello y no tenía pose. Aunque no era notable por su humildad, Val había llegado a la conclusión de que era superior a él, y no le dolía. Hay que hacer notar que nunca miraba a Holly sin que ella se diera cuenta de que la miraba, pero que a veces ella le miraba a él sin que él lo percibiera.
La había besado a la puerta de la casa porque no quería hacerlo en el andén de la estación, donde iba con él para traerse luego el coche. Curtido y lleno de pecas por la vida de la colonia y por la vida al aire libre que se ha de llevar dedicándose a los caballos, con una pierna lesionada, que si bien le hizo sufrir en la guerra bóer, probablemente le salvó de morir en la europea, Val era con mucho el muchacho que fué cuando la conoció y fueron novios: su sonrisa era tan amplia y tan atrayente como entonces; sus pestañas, si habían cambiado, se habían hecho más espesas y oscuras. Únicamente su cabello griseaba un poco en las sienes. Daba la impresión de lo que había estado haciendo: vivir activamente con los caballos en un país de sol.
Haciendo torcer en ángulo muy cerrado el coche para salir de la reja, preguntó:
—¿Cuándo viene Jon?
—Hoy.
—¿Quieres que te traiga algo para él? Puedo traértelo el sábado.
—No, pero podías venirte en el mismo tren que Fleur, en el de la una cuarenta.
Val soltó las riendas del Ford; todavía guiaba como hombre en país desconocido y de malas carreteras, que espera volcar en cada bache.
—Ésa es una chica que sabe lo que se hace. ¿No te parece a ti?
—Sí —dijo Holly.
—El tío Soames y tu padre están en situación tirante, ¿verdad?
—Él no sabe nada, ni ella tampoco, y deben salir de aquí sin saberlo. No son más que cinco días, Val.
—Secreto absoluto, ¡muy bien!…
Si Holly pensaba que podía callarse la cosa, podía, sin duda.
Mirando disimuladamente a su marido, le preguntó:
—¿Te diste cuenta de cómo se invitó ella sola para venir a casa?
—No, no me di cuenta.
—Pues sí, eso hizo. ¿Qué piensas tú de ella?
—Es guapa y es lista; pero podía tener un tropezón gordo si no anduviera con ojo, me parece a mí.
—Yo me pregunto —murmuró Holly— si es el tipo de mujer moderna. Una se siente desorientada al llegar aquí.
—¿Y dices tú eso, que te das cuenta de las cosas tan pronto?
Holly metió la mano en el bolsillo de su chaqueta.
—Tú das siempre en el clavo. ¿Qué te parece el belga ese, Profond?
—Creo que es un diablo divertido.
Val guiñó un ojo.
—Me parece un tipo raro para ser amigo de nuestra familia. La verdad que nuestra familia también es un poco rara, con tío Soames casándose con una francesa y tu padre con la primera mujer de Soames. Nuestro abuelos hubieran andado a puñetazos.
—Y creo que todo el mundo.
—Este coche —dijo Val de pronto— necesita taller. No mueve las patas traseras cuesta arriba nada bien. En la cuesta abajo tendré que soltarle las riendas del todo si quiero llegar al tren.
Era su amor por los caballos lo que le impedía que los automóviles le gustasen de verdad, y su manera de guiar el Ford distaba mucho de la manera de llevarlo Holly. Pero llegó al tren.
—Ten cuidado con este trasto. Como pueda, te tira. Adiós, mi vida.
—Adiós —dijo Holly, y se besó la punta de los dedos.
En el tren, tras un cuarto de hora de vacilación mental entre pensar en Holly, leer el periódico y contemplar el paisaje, se sumió en la lectura de un librito cuadrado, todo lleno de nombres, pedigrees y datos sobre caballos. El Forsyte que llevaba dentro le inclinaba a la adquisición de un tipo de caballo, mientras que el Dartie le hacía tender a otro. Tras su vuelta a Inglaterra, después de haber vendido ventajosamente su granja y material, observó que el sol brillaba rara vez en su patria, y pensó: «Tengo que hacerme indispensablemente de un interés por la vida, pues sino, en este país me muero de tristeza. La caza no va a ser bastante. Me dedicaré a criar y a entrenar». Con esa pequeña dotación extra de agudeza que da el vivir largo tiempo en otro país, Val había visto los puntos flacos de los procedimientos de cría. Todo el mundo se dejaba hipnotizar por la moda y los precios altos. Él compraría caballos buenos, y lo demás no le importaba. Pero ahora se sentía hipnotizado por una clase de sangre determinada. Casi inconsciente se dijo: «Hay algo en este condenado clima que le hace a uno marearse. De todas formas, debo probar los caballos de sangre de Mayfly».
Y pensando así, llegó a la Meca de sus esperanzas. Era uno de esos días aptos para disfrutar viendo caballos mucho más que viendo libras, y así, Val se fué a ver caballos. Sus veinte años de vida colonial, quitándole el dandysmo en que se había criado, le habían dejado las condiciones fundamentales del hombre de caballos, y le habían dado acierto para ver lo que llama «el tartamudear tonto» de algunos ingleses y «el cotorrear» de algunas inglesas. Holly no tenía nada de eso, y Holly era su modelo. Observador, despierto y pronto de recursos, Val se fué inmediatamente al grano del negocio, y ya se dirigía a comprar una jaca de Mayfly, cuando una voz calmosa dijo a su lado: «Señor Val Dartie… ¿Cómo está su señora? Espero que bien», y vio que era el belga que había conocido en casa de su hermana Imogen.
—Próspero Profond, para servirle. Le espero a almorzar —dijo la voz calmosa.
—¿Cómo está usted? —murmuró Val.
—Estoy muy bien —contestó monsieur Profond, sonriendo con una lentitud inigualable.
Sí; era un diablo divertido; Holly tenía razón. Su mirada era algo diabólica, como su aspecto, con aquella barbita negra acabada en punta, con un ligero aire soñoliento y con reflejos inesperadamente inteligentes en los ojos.
—Hay un caballero que quiere conocerle. Es primo suyo, el señor Jorge Forsyte.
Val vio un gran corpachón, un rostro pulcramente afeitado, bovino, con una mirada sardónica en los ojos grises; le recordaba oscuramente de cuando cenaba con su padre en el Iseum Club.
—Yo iba mucho a las carreras con tu padre —decía Jorge—. ¿Te interesaría comprar alguno de mis caballos?
—No sabía que a usted le interesaran estas cosas —dijo Val a monsieur Profond.
—No me interesa, no. No soy hombre de yate. Tampoco me importan los yates, pero me gusta verme con mis amigos. Tengo un poquito de almuerzo, señor Val Dartie, un poquitito de almuerzo. Si quiere compartirlo con nosotros… No es mucho, no…, verdaderamente un poquito… En mi coche.
—Gracias, es usted muy amable. Vendré dentro de un cuarto de hora.
—Es allí. Míster Forsyte también almuerza con nosotros —y monsieur Profond señaló con un dedo enguantado en amarillo—. El coche pequeñito, con almuerzo pequeñito —y se marchó, lento, lejano, adormilado.
Jorge Forsyte le seguía gordo, limpio, con su eterno aire de bromista.
Val se quedó mirando la jaca de Mayfly. Jorge Forsyte era viejo, pero Profond tendría su misma edad; Val se sentía extremadamente joven y miraba la jaca como si fuera un juguete del que los otros se reirían.
—Esa pequeña yegua —le pareció oír a monsieur Profond—, ¿qué tiene de particular?
Y Jorge Forsyte, compinche de su padre, todavía en asuntos de caballos… Pero bueno, la sangre de los caballos Mayfly ¿era mejor que otras sangres, o no? Tampoco estaría mal comprar otra clase de caballo.
«¡No, caramba! —se dijo—. Si no merece la pena criar caballos, ¿qué vale la pena en este mundo? ¿A qué he venido aquí? Voy a comprarla».
Se quedó mirando la oleada de visitantes de la dehesa que se dirigían hacia el stand de la venta de caballos; elegantes viejos sonrientes, muchachos de aire despierto, judíos, entrenadores profesionales que aparentaban no haber visto un caballo en su vida; altas, airosas y lánguidas mujeres, o mujeres vivarachas que hablaban en voz alta; jovenzuelos con aspecto de tomar todo aquello muy en serio, dos o tres de ellos mancos…
«Aquí la vida es un juego —pensó Val—. Sonar de campanillas, correr de caballos, correr de dinero…».
Pero alarmado ante su filosofía, se acercó a ver trotar la jaquita. Se movía bien. Tras mirarla un poco, se dirigió al coche «pequeñito». El almuerzo «pequeñito» era de la clase de los que el hombre se atreve a soñar a veces y no consigue nunca. Cuando terminaron, monsieur Profond le acompañó a ver otra vez la jaca.
—Su señora es muy guapa —dijo, dejando sorprendido a Val.
—Para mí, la más guapa del mundo —respondió éste secamente.
—Sí. Tiene una cara muy bonita. Yo admiro a las mujeres bonitas.
Val le miró lleno de recelos; pero había algo amable y sincero en el aire diabólico de su acompañante que le desarmó por completo.
—Cuando ustedes quieran acompañarme en mi yate, tendré mucho gusto en organizar para ella un pequeño crucero.
—Gracias —dijo Val, otra vez pertrechado de todas sus armas—. Mi mujer aborrece el mar.
—Yo también —dijo monsieur Profond.
—Entonces, ¿por qué navega?
Los ojos del belga sonrieron.
—No lo sé. Es que he hecho de todo. Esto es lo último que estoy haciendo.
—Debe de ser muy caro. Creo que tendrá otra razón para hacer una cosa que no le gusta y que le cuesta buen dinero.
Monsieur Profond levantó las cejas.
—Yo soy un hombre sencillo, sin complicaciones de ésas —dijo.
—¿Ha estado usted en la guerra?
—Sí…, también he hecho eso. Resulté gaseado; fué algo desagradable —y sonrió con aire soñoliento y de prosperidad, como captado de su nombre.
Aquel hombre le pareció a Val capaz de todo. Entre el grupo de compradores que observaba la jaca, monsieur Profond le preguntó:
—¿Va usted a pujar en la subasta?
Val asintió. Con aquel Satanás a su lado, necesitaba de la fe. Aunque colocado a resguardo de los últimos golpes de la Providencia por la previsión de un abuelo que le había atado a mil libras al año, a lo que se añadían las mil a que su abuelo había atado a Holly, Val no tenía demasiado dinero que gastar. Y pronto hubo de decirse: «¡Maldita sea! ¡Se me escapa…!». Su límite —seiscientas— se vio sobrepasado; dejó de pujar. La jaca fué vendida en setecientas cincuenta guineas. Se daba ya la vuelta malhumorado, cuando la voz lenta de monsieur Profond le dijo al oído:
—Oiga: he comprado esa jaquita, pero no la quiero; cójala usted y regálesela a su señora.
Val miró a aquel hombre con renovada sospecha, pero el buen humor que reflejaban sus ojos era tal que no pudo ofenderse.
—Hice algún dinero en la guerra —explicó monsieur Profond en respuesta a aquella mirada—. Tenía acciones en Compañías de armamentos. Y me gusta gastarlo. Yo siempre estoy haciendo dinero, y para mí necesito muy poco. Me gusta que disfruten mis amigos.
—Pues le compraré el animal al precio que ha pagado —dijo Val con resolución repentina.
—No; usted se lo lleva. Yo no lo quiero.
—¡Pero, hombre, yo no voy a…!
—¿Por qué no? Yo soy amigo de su familia.
—Es que setecientas cincuenta guineas no son una pequeñez —dijo Val, impaciente.
—Bueno, guárdeme la jaca hasta que yo la necesite, y mientras tanto haga lo que quiera de ella.
—En el entendido de que es suya, no me importa llevármela.
—Pues de acuerdo —dijo monsieur Profond marchándose.
Val se quedó mirándole. Podía ser un «diablo divertido», pero podía ser otra cosa. Le vio reunirse con Jorge Forsyte, y luego le perdió de vista.
Aquellas noches las pasaba en casa de su madre, en la calle Green.
Winifred Dartie, a los sesenta y dos años se conservaba muy bien, sobre todo si se tenían en cuenta los treinta y tres que había tenido que soportar a Montague Dartie, hasta que la suerte quiso librarla de él en una escalera de Francia. El regreso de su hijo de África le producía la mayor satisfacción imaginable; además había tomado cariño a su nuera. Winifred, que en sus últimos años de soltera había estado en la vanguardia de la libertad, del placer y de la moda, confesaba que su juventud no había sido nada en comparación con la de las doncellas del día. Éstas parecían, por ejemplo, considerar el matrimonio como un incidente sin importancia, y Winifred lamentaba muchas veces no haber sido del mismo criterio ella también; un segundo, tercero, cuarto incidente podrían haberle llevado a tener un marido de menos brillantes condiciones malas; aunque, después de todo, el que tuvo le había dejado a su Val, a Imogen, a Maud, a Benedicto (casi coronel y sin un rasguño en la guerra), ninguno de los cuales se había divorciado todavía. La formalidad de sus hijos sorprendía a quienes recordaban al padre pero como a ella le gustaba explicárselo, es que todos eran Forsyte, salidos a ella, excepto quizá Imogen. La «chiquilla» de su hermano, Fleur, extrañaba francamente a Winifred. Aquella niña era tan agitada como todas las de su generación. «Es una llamita en una corriente de aire», había dicho tras una cena Próspero Profond. Pero no hacía la tonta ni hablaba a gritos. El firme forsyteísmo temperamental de Winifred lamentaba el modo de ser de la joven y sobre todo su frase constante: «Todo va a ser de todos. Hay que gastar, que mañana seremos pobres». Le encontraba de bueno que una vez que deseaba con empeño una cosa, no dejaba de desearla hasta que la conseguía, lo que suponía considerable ahorro. Además la chica era muy bonita, y daba prestigio llevarla al lado, con el buen gusto francés de su madre para vestirla y el buen gusto, heredado de ella, que tenía para llevar sus vestidos; todo el mundo se volvía para mirar a Fleur, cosa del agrado de Winifred, que, enamorada del buen estilo y de la distinción, se había visto tan cruelmente engañada en el caso de Montague Dartie.
Hablando de ella con Val, en el desayuno del sábado por la mañana, Winifred trató del secreto de la familia.
—El asunto ese de tu suegro, Val, y de tu tía Irene es ya más viejo que los cerros, y desde luego Fleur no tiene por qué saber nada. Tu tío Soames no transige en ese punto. Habéis de tener cuidado.
—Sí; pero el problema es que Jon, el medio hermano de Holly, viene con nosotros mientras aprende de granjero. Ya estará en casa.
—¡Ah!, ¿sí? —dijo Winifred—. Y ¿cómo es el chico? Eso desde luego es una dificultad.
—Yo no le he visto más que una vez, en Robin Hill, cuando estuvimos en Inglaterra en 1909; andaba vestido de indio y pintarrajeado de colores. Me hizo mucha gracia.
Winifred dijo que sí, que aquello era muy gracioso, y añadió tranquilizadora:
—Bueno, Holly es prudente; ya sabrá manejarse bien. Yo no le diré nada a tu tío, pues sólo serviría para preocuparle. ¡Qué gusto que estés aquí, hijo, ahora que ya soy vieja!
—¿Cómo vieja? Estás tan joven como siempre. Oye: ¿y qué clase de pájaro es ese Profond? ¿Es persona decente?
—¡Próspero Profond! ¡El hombre más divertido que he visto en mi vida!
Val le contó la historia de la jaca.
—Eso es un detalle muy propio de él —murmuró Winifred—. Siempre está haciendo cosas así.
—Sí —dijo Val con agudeza—. Nuestra familia no ha tenido suerte con esa clase de ganado; son muy ligeros de cascos para nosotros.
Era la verdad, y la meditación de Winifred duró bastantes minutos antes que respondiera.
—Bueno, sí. Pero es un extranjero, Val, y hay que tener alguna tolerancia con sus costumbres.
—Muy bien. Usaré su jaca y se la pagaré de alguna forma.
Y dando un beso a su madre, se despidió, dirigiéndose a la estación Victoria.