Hay casas cuyas almas se han incorporado a los senos del tiempo, dejando sus cuerpos en el seno de Londres. Casi pasaba eso con la casa de Timoteo, en la carretera de Bayswater. Y pasaba casi y no del todo, porque el alma de Timoteo tenía aún en pie en el cuerpo de Timoteo Forsyte, y Smither mantenía la atmósfera inmutable: conservaba aquel olor de alcanfor y vino de Oporto que tienen las casas cuyas ventanas se abren sólo dos veces cada día para que entre el aire.
Para la imaginación forsyteana aquella casa era una especia de estantería, en cuyo último estante estaba Timoteo. No se llegaba a él, o al menos esto era lo que decían aquellos miembros de la familia que de Pascuas a Ramos iban a interesarse por el tío superviviente. Uno de tales miembros era Francie, en aquel tiempo emancipada de Dios (confesaba abiertamente ser incrédula); otro, Eufemia, emancipada del viejo Nicolás, y otro, Winifred, emancipada ya del hombre de mundo que en vida fué su marido. Pues todos estaban emancipados de algo, o decían estarlo, que no era lo mismo.
Cuando Soames se dirigió a casa de Timoteo tras aquellos encuentros en la Sala de Exposiciones de June, casi no tenía esperanza de verle. Su corazón aceleró ligeramente su marcha al pisar la entrada de aquella casa, a la que había ido o de la que había salido innumerables veces cargado de fardos de noticias de la vida familiar, donde habían vivido cuatro Forsytes y ahora no vivía más que uno, la casa de los viejos del otro siglo, de otra edad.
El ver a Smither —todavía encorsetada hasta los sobacos, pues la nueva moda que se había presentado hacia 1903 no pareció decente a tía Julita y tía Ester— trajo una débil sensación de amistad al espíritu de Soames. Y Smither, todavía ataviada según el tradicional modelo de la casa en todos los detalles, una sirvienta inapreciable —como las que ya no quedaban—, le sonrió diciéndole:
—¡Pero si es el señorito Soames! ¡Tanto tiempo sin verle! ¿Cómo está usted, señorito? El señorito Timoteo se alegrará mucho de saber que ha venido…
—¿Y cómo está él?
—Pues está muy bien para sus años. Es un hombre que asombra, señor. Lo que le dije a la señora Dartie cuando estuvo aquí la última vez: ¡Cómo gozarían las señoritas si le vieran con el gusto con que se come una manzana! Pero está muy sordo. Y creo que es una bendición de Dios, pues no sé qué hubiéramos podido hacer con él si se hubiera dado cuenta de cuando venían los aviones.
—¡Eso! —dijo Soames—. ¿Qué hacían con él en los raids[96] aéreos?
—Pues le dejábamos en la cama, y desde la bodega oíamos si tocaba la campanilla. Pero no tocaba nunca y dormía tan bien, sin enterarse de nada. Y una vez que el ataque fué de día estaba tomando su baño, y así no podía ver a la gente mirar para arriba, que lo hubiera visto, pues está mucho tiempo mirando por la ventana.
—¡Ya! —exclamó Soames. Smither estaba muy habladora—. Pues yo no quiero más que echar un vistazo por aquí para ver si hay que hacer algo.
—Sí, señor. Creo que no hay nada de particular, como no sea que el comedor huele a ratones y no sabemos dónde puedan anidar; y no se entiende cómo hay ratones, pues allí no hay ni una miga, desde que el señor dejó de bajar, antes de la guerra. Pero es que son unos animales malísimos.
—¿Está siempre en la cama?
—¡No, señor, no!… Todos los días hace su poquito de ejercicio: por la mañana, paseando desde la cama al balcón, con mucho cuidado de no coger un aire. Y está muy bien. Todos los días saca su testamento. Le entretiene mucho.
—Bueno, Smither; quiero verle, si es posible, por si quiere decirme algo.
Smither mostró gran entusiasmo.
—¡Será como una fiesta en la casa! —dijo—. ¿Quiere que le acompañe a dar una vuelta por aquí mientras la cocinera le avisa?
—No, no; avísele usted misma, que ya puedo yo verlo todo solo.
Nadie puede ponerse sentimental delante de otra persona, y Soames se daba cuenta de que iba a caer en sentimentalismo a la vista de aquellas habitaciones tan cargadas de pasado. Cuando Smither, temblando de excitación, le dejó, entró Soames en el comedor y olió el aire. A su juicio, no se trataba de ratones, sino de olor a madera a punto de empezar a pudrirse, y examinó el zócalo. Si merecía la pena, a los años de Timoteo, de una mano de pintura, fué cosa sobre la que no pudo decidir. Aquella habitación había sido la más moderna de la casa… Sobre el zócalo de roble, vio las paredes pintadas de hermoso color verde. Una hermosa lámpara de metal colgaba del techo, sostenida por una gruesa cadena. Los cuadros que había los compró Timoteo, haciendo buen negocio, en Jobson, sesenta años atrás; tres naturalezas muertas de Snyder, dos dibujos encantadores y de suave color que representaban una muchacha y un muchacho, y que llevaban las iniciales J. R., de los que Timoteo estaba seguro se debían a la mano de Joshua Reynolds, pero de los que Soames pensaba eran de Jhon Robinson, y un Morland dudoso que mostraba un caballo blanco al que estaban herrando. Cortinas de felpa rojo oscuro, diez sillas de caoba de alto respaldo, tapizadas también en rojo oscuro; una alfombra turca y una mesa de caoba tan grande como pequeña era la habitación, constituían el mobiliario y adorno de aquel cuarto que no había cambiado desde que él iba allí a los cuatro años. Miró especialmente los dos dibujos, y pensó: «Los compraré cuando todo esto se subaste».
Del comedor pasó al despacho de Timoteo. No recordaba haber estado nunca en aquel cuarto. Tenía las paredes cubiertas, desde el suelo al techo, de libros, y Soames los miró con curiosidad. Una pared parecía dedicada a libros pedagógicos, que la Empresa de Timoteo había publicado hacía ya dos generaciones; solía haber hasta veinte ejemplares de cada obra. Soames leyó los títulos y sintió un escalofrío: en la pared principal había precisamente las mismas obras que tenía su padre en Park Lane, de lo que dedujo que un día su padre y su hermano menor habían salido juntos y había comprado un par de bibliotecas. A la tercera pared que examinaba se acercó con mayor interés, pues allí seguramente podría descubrirse el propio gusto de Timoteo. Y así era: los libros eran de imitación, meras cajas en forma de libro. La cuarta pared era un gran balcón cubierto por una pesada cortina. Y vuelta hacia ella había una gran butaca suplementada con un atril de caoba, en el que un ejemplar amarillento y plegado del Times, de fecha 6 de julio de 1914, el día en que Timoteo había dejado de bajar de su habitación, como preparándose para la guerra, parecía esperar a su lector con fidelidad perenne. En un rincón había una gran esfera terrestre, mapa del mundo aquel que Timoteo no conocía, profundamente convencido de la irrealidad de todo lo que no fuera Inglaterra, y permanentemente contrariado por la existencia de tanto mar, en el que se sintió malísimo un domingo por la tarde en 1836, en que hizo una excursión en barca por el muelle de Brighton en compañía de Julita, Ester, Swithin y Hatty Chessman. Y todo por culpa de Swithin, que siempre estaba metiéndole en la cabeza locuras como aquélla… Menos mal que Swithin también se había mareado. Soames conocía bien la aventura, pues la había oído contar unas cincuenta veces. Se acercó a la esfera y le imprimió un fuerte impulso de rotación; la esfera dio un chirrido que parecía un grito de angustia y giró algo así como una pulgada, poniendo a los ojos de Soames un ciempiés muerto a los 44 grados de latitud.
«¡Un mausoleo!», pensó. Jorge tenía razón. Y salió y echó escalera arriba. En el primer descansillo se paró ante la vitrina de pájaros disecados que habían constituido una delicia en su niñez. No parecían haber envejecido nada, allí parados en sus alambres sobre la hierba ficticia del fondo de la caja, que si se abría ni animaría a los pájaros a ponerse a cantar, pero en cambio cantaría ella su canción de vejez chirriante, sin duda alguna. Aquello no valdría la pena de ponerlo a subasta. Y le asaltó un recuerdo de la pobre tía Ana, teniéndole de la mano frente a la vitrina, y diciéndole: «¡Mira, Soamie, mira qué pájaros tan preciosos!». Y recordó también su propia respuesta: «Sí, pero no cantan, tía». Tendría entonces seis años, y llevaba un vestidito de terciopelo negro con cuello azul claro… lo recordaba bien… Y la tía Ana, con sus pulseras y sus manos delgadísimas y cariñosas, y su sonrisa grave… Guapa mujer la tía Ana. Siguió hacia la puerta del salón, a cuyos lados seguían estando aquellas miniaturas. ¡Ésas sí que las compraría! Representaban a sus tías, y otra de ellas a su tío Swithin, de jovencito, y otra a su tío Nicolás, de muchacho también. Las había pintado una señorita amiga de la familia, allá por 1830, cuando las miniaturas se estimaban mucho y duraban más, pintadas como estaban en marfil. Muchas veces había oído hablar de la señorita aquélla: «Gran talento de mujer. Tenía debilidad por Swithin. Murió tísica…, lo mismo que Keats… Hablábamos mucho de él».
Allí estaban Ana, Julita, Ester y Susana; Swithin, con ojos azul celeste y carrillos sonrosados, y Nicolás, mirando al cielo como Cupido. Ahora que lo pensaba, el tío Nicolás siempre había sido así…, un hombre maravilloso hasta el final. Sí; la pintora debiera haber tenido talento, y las miniaturas siempre tenían un cachet propio, poco sujeto a las corrientes de la moda artística. Abrió Soames la puerta del salón. Estaba limpísimo: los muebles, sin funda; las cortinas, descorridas, exactamente como si sus tías estuvieran allí, esperando… Y se le ocurrió a Soames pensar: Cuando muriera Timoteo, ¿por qué no…? ¿No era casi un deber conservar aquella casa, como la de Carlyle, y poner un letrero y enseñarla al público? «Vivienda típica victoriana. Entrada, un chelín, con catálogo». Después de todo sería —era ya— la casa más completa y más muerta de Londres. Era perfecta en su gusto y en su expresión de una cultura, y no tendría que hacer más que llevarse los cuatro cuadros de Barbizon que les había regalado. Las paredes azul celeste todavía, las cortinas verdes con rameados de flores rojas y helechos; la pantalla de estambre protectora del calor de la chimenea ante la rejilla de hierro fundido; el chinero[97] de caoba con portezuelas de cristal; las banquetas con cuentas redondas; Keats, Shelley, Southey, Cowper, Coleridge, El Corsario de Byron (y nada más), y los poetas victorianos en una tabla de un estante; la cajita de marquetería forrada de felpa roja, llena de reliquias familiares: el primer abanico de Ester, las hebillas de los zapatos de la madre de su padre, tres escorpiones embotellados y un colmillo de elefante muy amarillo ya, mandado de la India por el tío-abuelo Edgar Forsyte, que se había dedicado al cáñamo; un pedazo de papel amarillo con algo escrito, recordando Dios sabría qué cosa… Y los cuadros que cubrían las paredes, todos acuarelas, excepto los cuatro de Barbizon, y dos estilo Frith que les había regalado Swithin. ¡Oh! Muchos, muchos cuadros que Soames había mirado tantas veces; una maravillosa colección de marcos de dorado suave…
Y el piano de cola, sin átomo de polvo, brillando bellamente a la luz, herméticamente cerrado como siempre, con el álbum de algas prensadas de tía Julita encima de él; y las sillas doradas, mucho más fuertes de lo que parecían; y a un lado de la chimenea, el sofá de seda carmesí, donde tía Ana y después tía Julita habían gustado sentarse; y al otro lado de la chimenea, una verdadera easy chair[98] para tía Ester. Soames cerró los ojos, y le pareció verlas sentadas allí. Y sobre todo el ambiente, la atmósfera antigua, conservada… «No —pensó—. No hay nada como esto. Habría de conservarse». Y se podrían reír de aquello, pero para las gentes de antes, las de fina piel y olfato delicado, para quienes no gustaban de aquellos tiempos de automóviles y plebeyos baños de agua corriente, de permanente fumar, de cruzar las piernas, de muchachas escotadas a las que se les veía todo si se quería uno molestar en mirarlas (cosa agradable al sátiro que cada Forsyte lleva dentro, pero en modo alguno de acuerdo con su concepto de lo que es una dama), de muchachas que atornillaban pie y pierna a la pata de la silla cuando estaban comiendo, con sus frases chabacanas y sus carcajadas, muchachas que le hacían sentir escalofríos pensando en Fleur, que vivía entre ellas; para las gentes que no gustaban de todo lo que había llegado a ser la vida, aquella casa sería casi un altar ante el que hacer reverencia al pasado…
Con sensación casi de sofoco cerró la puerta y siguió subiendo, de puntillas, las escaleras. Por todas parles se percibía el orden perfecto del ochocientos, aquel mismo papel aceitoso amarillo que cubría las paredes… Al final de la escalera, se detuvo, vacilando ante cuatro puertas. ¿Cuál sería la de Timoteo? Y escuchó. Se percibía en una de las habitaciones un ruido como el que hace un niño al arrastrar un caballito de juguete. Llamó con los nudillos, y Smither abrió toda sofocada.
El señor estaba dando su paseo, y no había conseguido que le prestase atención. Si el señorito Soames quería pasar al cuarto de atrás podía verle por la rendija de la puerta.
Soames pasó a donde le decían y observó.
El último de los viejos Forsytes estaba en pie, andando con impresionante lentitud, con un aire de concentración perfecta en sus asuntos, desde su cama a la ventana, una distancia de unos metros nada más. La parte inferior de su cara cuadrada, ya no afeitada limpiamente como antes, estaba cubierta de una barbita cortada todo lo corta que podía ser. En una mano tenía un grueso bastón, y con la otra sujetaba el faldón de su bata, que dejaba ver sus pies con calcetines de cama y zapatillas de paño. La expresión de su rostro era la de un chiquillo enfadado porque no le habían concedido un capricho. Cada vez que daba un paso, se dejaba el bastón atrás, y luego tiraba de él, como para mostrar que no lo necesitaba para apoyarse.
—Todavía parece que está fuerte —murmuró Soames.
—¡Sí, señor, ya lo creo! Tenía que verle tomando su baño, lo que le gusta…
Aquellas palabras, dichas en voz alta, supusieron una revelación para Soames: Timoteo había vuelto a la infancia.
—¿Muestra algún interés por las cosas? —preguntó Soames en voz alta también.
—Sí, señor: la comida y su testamento. Da gusto verle pasar una hoja, y luego otra y otra… Claro que no lo lee. Y de cuando en cuando pregunta el precio del papel del Estado, y yo se lo escribo en una pizarra con números grandes. Siempre le escribo lo mismo: el precio que tenían la última vez que se dio cuenta él, en mil novecientos catorce. Dijimos al médico que le prohibiera leer el periódico cuando estalló la guerra. Al principio le molestó no leer, pero pronto comprendió que la lectura le cansaba. Y es una maravilla cómo conserva la energía, como decía él, cuando las señoritas, que en gloria estén, vivían. En eso se parece a ellas, que eran tan activas, como usted recordará, señorito Soames.
—¿Qué pasaría si yo entrara ahora? ¿Se acordaría de mí? —preguntó Soames—. Yo hice su testamento, ya sabe usted, cuando murió la señorita Ester, en mil novecientos siete.
—Yo creo que sí le recordaría… Es una maravilla, señorito. Pero, realmente, no sé…
Soames abrió la puerta, y esperando que Timoteo se diera la vuelta, gritó:
—¡Tío Timoteo!
—¿Eh? —dijo.
—¡Soy Soames! —gritó lo más alto que pudo—. ¡Soames Forsyte!
—¡No! —dijo Timoteo, y dando un bastonazo en el suelo, continuó su caminar.
—No le hace ningún efecto —dijo Soames.
—No, señor —dijo Smither, bastante contrariada—. Ya ve usted cómo no ha terminado su paseo… No puede hacer más que una cosa, y dos a un tiempo, no… Como siempre. Esta tarde me preguntará seguramente si venía usted a cobrar el gas, y será buen trabajo explicarle.
—¿Cree usted que debiera tener un hombre para cuidarle?
Smither se echó las manos a la cabeza.
—¡Un hombre! ¡No, señor!… La cocinera y yo lo hacemos divinamente. Un hombre extraño le volvería loco en nada de tiempo. Y a las señoritas no les gustaría la idea de tener un hombre en la casa. Además, nosotras estamos tan orgullosas de él.
—¿Vendrá el médico a verle?
—Todas las mañanas. Pone una cuenta especial, y el señor está ya tan acostumbrado, que no lo advierte. Sólo lo nota cuando tiene que sacar la lengua.
—Bueno —dijo Soames—. Todo esto es bastante doloroso para mí.
—¡Por Dios, no, señor! —replicó Smither cariñosamente—. No tiene usted que pensar así. Ahora que no tiene que preocuparse de las cosas es cuando disfruta de la vida. Es lo que le digo yo a la cocinera: el señor está ahora mejor que nunca. Ya ve usted: cuando no está paseando o tomando su baño, está comiendo, y cuando no está comiendo, está durmiendo. Y siempre sin preocuparse de nada.
—Sí, eso ya es algo… —dijo Soames—. Vamos hacia abajo. Y a propósito, déjeme ver su testamento.
—Para eso tendré que tomarme tiempo. Lo guarda debajo de la almohada, y si voy a sacarlo ahora, me verá.
—No quiero saber más que si es el mismo que yo le hice. Fíjese en la fecha cuando pueda y hágamelo saber.
—Sí, señor; sí que es el mismo, pues ya se acordará usted de que la cocinera y yo fuimos testigos, y nuestros nombres están allí, y no hemos firmado en ningún otro papel.
—Sí —dijo Soames.
Se acordaba bien. Smither y Juana habían sido testigos, y los mejores del mundo, pues Timoteo no les dejaba nada para que no tuvieran gana de que se muriera. Había sido eso —él lo admitía plenamente— una precaución indebida, pero Timoteo lo había querido así, y después de todo, la tía Ester les había dejado bastante.
—Muy bien —dijo, despidiéndose—. Adiós, Smither, y cuide usted mucho de él, y si alguna vez dice algo, apúntelo y dígamelo después.
—Sí, señor, señorito Soames. Eso haré si dice algo. Ha sido una novedad tan agradable verle a usted… La cocinera se pondrá tan contenta cuando le diga que ha venido…
Saludó Soames con la mano y bajo la escalera. Se quedó unos instantes junto al perchero donde tantas veces dejara él su sombrero. «Todo pasa —pensaba—. Pasa y vuelve a empezar. ¡Pobre viejo!». Y oyó por si volvía a oír el ruido que hacía Timoteo como arrastrando un juguete. O por si alguna voz fantasmal decía: «Mira, si es Soames. Precisamente estábamos diciendo ahora que hacía una semana que no te veíamos…».
Nada…, nada. El mismo olor de alcanfor, las mismas notas de polvo en un rayo de sol que pasaba por el montante de la puerta de la calle. ¡Aquella vieja casita…, aquel mausoleo! Y salió andando de prisa, pues tenía que tomar el tren.