Jolyon Forsyte pasó el decimonoveno cumpleaños de su hijo en Robin Hill, dedicándose tranquilamente a sus cosas. Ahora lo hacía tranquilamente todo, pues su corazón no marchaba nada bien y, como a todos los de su familia, le disgustaba la idea de morir. Y no se había dado cuenta de hasta qué punto le desagradaba la idea de la muerte hasta que, hacía dos años, habiendo acudido a su médico a exponerle ciertos síntomas, le había dicho: «En cualquier momento, por cualquier exceso o esfuerzo».
Escuchó aquello con una sonrisa: la reacción natural forsyteana ante la verdad desagradable. Pero en el viaje de regreso, ante un recrudecimiento de los síntomas aquellos, se dio cuenta de la gravedad de la sentencia pendiente sobre su cabeza. Dejar a Irene, a su hijo, su casa, su trabajo —aunque no trabajaba mucho ya—; dejar todo aquello para sumirse en la oscuridad ignota, en el futuro inimaginable, donde no pudiera percibir el rumor de las hojas sobre su tumba ni el olor de la hierba, en aquella nada que no podía admitir y que rechazaba ante la esperanza de seguir viendo a sus seres queridos… Pensar en aquello era someterse a una agudísima y punzante tortura espiritual. Antes de llegar a su casa aquel día, estaba decidido a ocultarlo a Irene. Viviría con más precauciones que hombre alguno hubiera vivido hasta entonces, y lo último sería dejar notar nada que pudiera poner a su mujer tan triste casi como él estaba. Su médico le había encontrado bien en otros aspectos, y setenta no eran demasiados años. Todavía viviría muchos más, si podía…
Tal conclusión, mantenida durante cerca de dos años, desarrolla por completo el lado más sutil del carácter. Naturalmente no violento, excepto cuando se excitaban sus nervios, Jolyon se había hecho la personificación del control y del autodominio. La paciencia triste de los ancianos, que no pueden hacer nada, la enmascaraba con una sonrisa que persistía hasta cuando estaba solo. Continuamente ideaba procedimientos a fin de disimular su inactividad forzosa.
Burlándose de sí mismo por su proceder, fingió conversión a la vida primitiva y sencilla: dejó vinos y tabaco, bebía una clase especial de café que no tenía café y, en definitiva, se rodeó de tantas seguridades como un Forsyte podía conseguirse, cubriéndolo todo con su sonrisa irónica. Seguro de no ser descubierto, ya que su mujer y su hijo habían ido a Londres, pasó aquel hermoso día de mayo arreglando tranquilamente sus papeles de forma que, si moría al siguiente, no causara trastorno a nadie. Dio un retoque final a sus documentos terrenales, los guardó todos en la cajita china de su padre y, tras meter la llavecita en un sobre, escribió en él las palabras:
Llave de la caja china, donde se halla todo lo necesario para arreglar los asuntos de mi sucesión.
J. F.
Se guardó el sobre en el bolsillo interior, decidido a llevarlo allí siempre por si le sobrevenía un accidente. Después se hizo servir el té bajo el roble.
Todo hombre está constantemente condenado a muerte; Jolyon, cuya sentencia era algo más definida, se había acostumbrado a ella y, como los demás, pensaba en cualquier cosa sin preocuparse demasiado. En aquel momento pensaba en su hijo.
Aquel día cumplía Jon diecinueve años, y Jon había llegado, por fin, a una decisión. Educado ni en Eton, como su padre, ni en Harrow, como su hermano muerto, sino en uno de aquellos establecimientos docentes que tratan de evitar lo malo de la enseñanza pública conservando lo bueno, pero de los que podía dudarse si en realidad no conservaban lo malo sin conservar lo bueno. Jon había terminado sus estudios en abril perfectamente ignorante de lo que quería ser. La guerra, que prometía terminar para siempre, había acabado cuando él estaba a punto de incorporarse al ejército, seis meses antes del tiempo legal. Desde entonces había estado pensando en que podía ser lo que quisiera. Había mantenido con su padre varias discusiones, de las que, tras un alegre exponer que le gustaba todo —excepto, claro, la Iglesia, el Ejército, la Ley, el Escenario, la Bolsa, la Medicina, los negocios y la Ingeniería—, Jolyon había deducido que a su, hijo no le gustaba nada. Lo mismo le pasó a él a aquella edad. Pero a él aquella agradable despreocupación le había desaparecido pronto, a causa de su temprano matrimonio y de sus lamentables consecuencias. Obligado a ser agente de seguros en Lloyd, había alcanzado prosperidad antes que su talento artístico floreciera. Pero habiendo —como suele decirse— enseñado a su hijo a dibujar cerdos y otros animales, comprendía que Jon no sería nunca pintor, y se inclinó a la conclusión de que, dada su aversión por toda actividad, sería escritor. Creyendo, sin embargo, que hasta para eso hace falta experiencia, le parecía que, mientras tanto, no le quedaba a su hijo otra cosa que ir a la Universidad y viajar. Y entonces ya se vería, aunque no él, lo que convenía hacer. Pero ante estas sugerencias, Jon tampoco se había podido decidir por nada en concreto.
Las discusiones con su hijo habían llevado al ánimo de Jolyon la duda de si, efectivamente, el mundo había cambiado o no. La gente decía que se estaba en una nueva era. Pero, profundamente, Jolyon percibía que, bajo la superficie ligeramente distinta de las cosas, la era seguía siendo la de siempre: la Humanidad seguía todavía dividida en dos amplias clases: la de los pocos que llevaban «especulación» en sus almas y la de los más, que no llevaban ninguna; y entre ambas clases, una larga serie de eslabones híbridos, como él.
Con algo más profundo que su sonrisa habitual había oído decir a su hijo, quince días antes: «Me gustaría probar a ser granjero, papá, si no te fuera a costar mucho. Me parece la única clase de vida que no puede dañar a nadie, aparte del arte, y eso, desde luego, está fuera de duda conmigo…».
Jolyon ocultó su sonrisa, y dijo:
—Muy bien; volverás a lo que fué el primer Jolyon en 1760. Quedará demostrada la teoría de los ciclos, e incidentalmente, no lo dudo, podrás criar mejores nabos que él.
Un poco cortado, Jon había dicho:
—¿No te parece un buen proyecto, entonces?
—Sí, hombre; no está mal. Y si te dedicas verdaderamente a él, harás más bien que la mayoría de los hombres, que hacen muy poco.
Para sus adentros se dijo: «No se dedicará a ello. Le daré cuatro años. La cosa, desde luego, es sana y en nada puede perjudicarle».
Tras pensar la situación detenidamente y consultar con Irene, escribió a su hija, señora de Val Dartie, preguntándole si conocían a algún granjero cerca de ellos en los Downs que quisiera tomar a Jon de aprendiz. La respuesta de Holly fué entusiástica. Había un hombre excelente que vivía junto a ellos; ella y Val estarían encantados de tener a Jon en su casa.
El muchacho tenía que irse el día siguiente.
Sorbiendo débil té con limón, Jolyon contemplaba a través de las hojas del roble la visión que le gustaba tanto desde hacía treinta y dos años. El árbol bajo el que estaba sentado no parecía un día más viejo. Tan joven como siempre por las hojitas de oro pardusco; tan viejo como siempre por el verdegris tirando a blanco de su tronco, arrugado y grueso. Árbol de recuerdos que viviría cien años todavía si una mano aleve no lo cortaba, que vería la vieja Inglaterra desaparecida por completo, al ritmo que llevaba el suceder de las cosas. Recordó una noche, hacía tres años, cuando mirando desde una ventana, teniendo abrazada a Irene, el evolucionar de un avión alemán, le pareció que descargaba sus bombas precisamente sobre el roble. Al día siguiente se encontró la más próxima en un campo de la granja de Gage. Aquello fué antes de él saber la verdad sobre su estado de salud, y al saberlo casi deseó que la bomba hubiera acabado con él. Le hubiera ahorrado muchas preocupaciones y muchas horas de angustia fría que se le reflejaban en la boca del estómago. Había contado con vivir hasta la edad normal de los Forsytes, hasta los ochenta y cinco o más, en que Irene tendría setenta. Pero tendría que verse sin él antes de lo pensado. Menos mal que le quedaba Jon, más importante en su vida que su marido y que la adoraba.
Bajo aquel árbol, donde el viejo Jolyon, esperando que llegase Irene por el prado, había exhalado su último suspiro, Jolyon se preguntaba si, tras haber puesto las cosas en orden, no sería mejor que cerrase los ojos y partiese también. Había algo indigno en el adherirse como un parásito desesperado a una vida de la que sólo lamentaba dos cosas: la larga separación de su padre y el haberse casado tan tarde con Irene.
Desde donde estaba podía ver un grupito de manzanos en flor. No había nada en la Naturaleza que le conmoviera más que ver en flor los árboles frutales; y su corazón sufrió ante el pensamiento de que quizá no los volvería a ver florecer. ¡Otra primavera! Decididamente, un hombre no debiera morir teniendo todavía el corazón lo suficientemente joven para poder apreciar la belleza. Los mirlos cantaban incansables en el bosque, las golondrinas volaban altas y las hojas que le daban sombra brillaban al sol; y sobre los campos se extendía una gama infinita de tonalidades de color encendido por la luz solar, y en la lejanía, un bosque de nubes caminaba lentamente hacia su ignoto destino. Las flores de Irene tenían una sorprendente individualidad aquella tarde, y eran como bellas afirmaciones de la vida. Solamente los pintores chinos y japoneses, y quizá Leonardo, supieron cómo plasmar su sorprendente espíritu en cada flor, en cada pájaro, en cada animal; aquel espíritu sorprendente que era el sentido de la especie, la universalidad de la vida también. «¡Qué pintores aquellos! —pensaba Jolyon—. Yo no he hecho nada que me sobreviva; he sido un amateur, un enamorado, pero no un creador. Sólo quedará Jon tras de mí cuando muera». ¡Qué suerte que el chico no hubiera tenido que ir a la guerra! Hubiera podido morir fácilmente, como Jolly hacía ya veinte años en el Transvaal. Jon llegaría a hacer algo un día, si la época no le estropeaba, pues era un hombre imaginativo. Aquello de querer ser granjero no era más que una decisión circunstancial que no le duraría. Y entonces los vio venir: Irene y su hijo, que subían de la estación, cogidos del brazo. Y, levantándose, corrió por el nuevo sembrado de rosas para salir a su encuentro.
Irene entró aquella noche en su cuarto y se sentó junto a la ventana, sin hablar. Al fin, Jolyon dijo:
—¿Qué ocurre, amor mío?
—Hemos tenido hoy un encuentro.
—¿Quién?
—Soames.
¡Soames! Durante aquellos dos años había tenido aquel nombre fuera de su pensamiento, consciente de que el recordarle le era cosa perjudicial. Y ahora, su corazón latió, latió de forma desconcertante, como si se le hubiera cambiado de lugar dentro del pecho.
Irene prosiguió lentamente:
—Él y su hija estaban en la Exposición ésa, y después en la pastelería donde entramos a merendar.
Jolyon se le acercó y le puso la mano en el hombro.
—¿Cómo está?
—El pelo gris; pero en lo demás, como siempre.
—¿Y la chiquilla?
—Preciosa. Al menos así le pareció a Jon.
El corazón de Jolyon volvió a desplazarse. El rostro de su mujer mostraba dolor y sorpresa.
—Tú no… —empezó a decir.
—No; pero Jon sabe cómo se llaman. La chica dejó caer el pañuelo, y él se lo recogió.
Jolyon se sentó en su cama. ¡Una casualidad lamentable aquélla!
—June estaba contigo, ¿no? ¿Hizo alguna tontería?
—No; pero la situación fué muy extraña y violenta, y Jon comprendió que pasaba algo.
Jolyon emitió un profundo suspiro y dijo:
—Muchas veces me he preguntado si hemos acertado ocultándoselo. Algún día tiene que saberlo.
—Cuanto más tarde, mejor, Jolyon; los jóvenes tienen unos juicios muy elementales y muy duros. Cuando tenías tú diecinueve años, ¿qué hubieras pensado de tu madre si hubiera hecho lo que he hecho yo?
Sí…, aquél era el problema. Jon adoraba a su madre, y no sabía nada de tragedias, de las necesidades inexorables de la vida; nada de la cárcel espantosa que da un matrimonio infeliz, nada de celos ni de pasión, ni de nada todavía.
—Y tú, ¿qué le has dicho?
—Que eran parientes, pero que no los tratábamos; que tú nunca te habías preocupado por tu familia ni ellos por ti. Pero creo que te preguntará.
Jolyon sonrió.
—Esto es peor que los bombardeos aéreos —dijo—. Casi se los echa de menos.
Irene le miró, diciendo:
—Sabíamos que algún día tendría que suceder.
Y Jolyon dijo con repentina energía:
—Pero yo no podría soportar que Jon, en su interior, te condenase. Y no lo hará. No es tonto y comprenderá las cosas si se le exponen con la claridad debida. Creo que debo decírselo antes que lo adivine por otra parte.
—Todavía no, Jolyon.
Eso era muy de ella: nunca tenía decisión para hacer frente a las dificultades. Mas…, ¿quién podría decir que era lo más conveniente? No era acertado ir contra el instinto maternal. Quizá fuera mejor dejar que el muchacho viviera y de la vida sacara criterios para juzgar las cosas, los valores de la vieja tragedia, hasta que el amor, los celos, el deseo, hicieran mayor su caridad. De todas formas, había que tomar precauciones, todas las precauciones posibles. Y mucho tiempo después de haberse ido Irene, seguía despierto meditando sobre las precauciones a tomar. Tenía que escribir a Holly diciéndole que Jon no conocía todavía nada de la historia de la familia. Holly era discreta, haría ser discreto a su marido y todo iría bien allí. Jon podía llevar la carta cuando partiera al día siguiente.
Y así, el día en que Jolyon había arreglado sus asuntos, terminó con las campanadas del reloj de las cuadras. Y otro día empezó para él, lleno de las sombras de un desorden espiritual que no podía arreglarse tan fácilmente.
Y Jon, en su cuarto, el mismo que tuviera de niño, yacía también despierto, presa de una sensación que niegan los que nunca la han conocido: «el flechazo» de amor. Lo había empezado a sentir ante el resplandor de aquellos ojos oscuros que miraban la escultura de Juno. Había comprendido que había encontrado su «sueño»; y así, lo que siguió le había parecido a la vez natural y milagroso. ¡Fleur! Su nombre era casi suficiente para enamorar a quien como él era tan susceptible al encanto de las palabras. En la época de la homeopatía, en que niños y niñas se sometían a régimen de coeducación y se veían mezclados en su vida temprana hasta la casi abolición del sexo, Jon era singularmente chapado a la antigua. A su colegio iban chicos solamente, y sus vacaciones las había pasado en Robin Hill con amiguitos o solamente con sus padres. Por tanto, no estaba vacunado contra los efectos del amor mediante pequeñas dosis del veneno. Y ahora tenía fiebre; estaba despierto recordando y reproduciendo a Fleur, repitiéndose sus palabras, especialmente aquel au revoir tan dulce y tan suave.
Al amanecer estaba tan despierto, que se levantó, se puso sus zapatos de tenis, los pantalones y un sweater, y en silencio descendió, saliendo por la ventana del despacho. Había ya algo de claridad matinal; la hierba perfumaba el ambiente. ¡Fleur, Fleur! Todo estaba misteriosamente blanco, y nada había despierto, salvo los pájaros que comenzaban a piar. «Voy a llegarme al seto», pensó. Corrió por los campos, llegó al estanque precisamente cuando salía el sol y entró en el seto. Las flores alfombraban el suelo allí; entre los alerces había algo misterioso, el aire tal vez, impregnado de algo nuevo y desconocido. Jon aspiró su frescura y contempló las campanillas que se iban vivificando a la creciente claridad. ¡Fleur!… Todo rimaba con su nombre. Y vivía en Mapledurham, un nombre bonito también, de un lugar cerca del río. Lo buscaría en el Atlas. Le escribiría. ¿Pero le contestaría ella? ¡Sí! Le había dicho au revoir, no adiós. ¡Qué suerte que se le cayera el pañuelo! Si no hubiera sido por eso, no la hubiera conocido jamás. Y cuanto más pensaba en ello mayor le parecía su suerte. ¡Fleur! La verdad que le iba bien el nombre… Y por su cabeza pasó una sinfonía de ritmos y las palabras se le ocurrían fáciles de juntar: estaba viviendo un poema.
Jon permaneció en aquel estado por espacio de más de media hora. Después volvió a la casa y, cogiendo una escalera, trepó hasta la ventana de su cuarto, lleno de risa feliz. Pero recordando que había dejado abierta la ventana del despacho, bajó a cerrarla, quitando la escalera, para borrar así las señales de su sentimiento. Pues lo que sentía era demasiado hondo para ser dicho a nadie, ni siquiera a su madre.