Al salir de la pastelería, el primer impulso de Soames fué descargar sus nervios diciendo a su hija: «Conque dejando caer el pañuelo, ¿eh?». A lo que ella hubiera podido contestar: «Lo he aprendido de ti…» su segundo impulso fué el de dejar las cosas como estaban. Pero ella le preguntaría. La miró de reojo y vio que su hija le miraba a él lo mismo. Y le preguntó blandamente:
—¿Por qué no quieres a esos parientes, papá?
Soames levantó un poco el labio superior.
—¿Y por qué dices que no los quiero?
—Cela se voit[91].
¡Eso se ve! ¡Y qué forma de decirlo!
Tras veinte años de matrimonio con mujer francesa, seguía Soames con poca simpatía por aquel idioma: era teatral, y en su mente se mezclaba con todos los refinamientos de la ironía doméstica.
—¿Y en qué se ve? —preguntó.
—Tú le conoces. Y no haces el menor saludo. Vi cómo te miraban ellos.
—En mi vida había visto al joven ese —respondió Soames con perfecta verdad.
—No, hijo; pero a las otras señoras sí las has visto.
Soames volvió a mirarla. ¿Qué sabía? ¿Sería que Winifred o Imogen o Val Dartie o todos ellos habían hablado? Toda insinuación al viejo escándalo le había sido ocultada en casa, y Winifred había recibido numerosas advertencias de que no dejase escapar ni un rumor ante ella. Fleur tenía que creer que él no había estado nunca casado antes de hacerlo con su madre. La miró, pero sus ojos oscuros, con aquel brillo y claridad meridionales que casi le asustaban a veces, le miraron a él con perfecta inocencia.
—Mira —le dijo—. Tu abuelo y su hermano, abuelo de ese muchacho, se pelearon. Y las dos familias siguen peleadas.
—¡Qué romántico!
—¿Qué querrá decir con eso de romántico? —pensó Soames. La palabra le sonaba extravagante y peligrosa. Es como si ante una cosa tan seria hubiera dicho: ¡qué divertido!
—Y la disensión familiar y el no tratarse continúan —añadió, pero lamentando instantáneamente sus palabras.
Fleur se sonreía. En aquellos tiempos, en que los jóvenes tenían a orgullo hacer lo que les parecía, sin tener en cuenta ningún razonable prejuicio, había dicho él lo único que podía llevarla a contrariar la voluntad paterna. Pero recordando la expresión de la cara de Irene, respiró un poco más tranquilo.
—¿Y por qué fué la pelea aquélla? —oyó que le preguntaba Fleur.
—Fué por una casa. Una historia vieja para ti. Tu abuelo murió el día que tú naciste. Tenía noventa años.
—¿Noventa? ¿Y hay otros Forsytes por ahí?
—Pues todos andan desperdigados por ahí. Y los viejos, todos murieron, excepto Timoteo.
Fleur juntó las manos en éxtasis.
—¡Timoteo!… ¡Es delicioso!
—¡Nada de eso! —dijo Soames.
Le ofendía que relacionase a Timoteo con el adjetivo delicioso, que le sonaba a insulto a la raza. Aquellos jóvenes se reían de todo lo sólido y verdaderamente respetable que había en el mundo. Si Timoteo pudiese ver la turbada Inglaterra bisnieta suya, ya diría cuatro cosas, ya… Involuntariamente miró al Iseum; sí…, Jorge estaba todavía al balcón, con el mismo papel color de rosa en la mano.
—¿Dónde está Robin Hill, papá?
¡Robin Hill! Robin Hill, centro y vértice de aquella tragedia… ¿Para qué quería saber ella dónde estaba?
—En Surrey —murmuró—. No lejos de Richmond. ¿Por qué?
—¿Está allí la casa ésa?
—¿Qué casa?
—La casa que motivó el disgusto de la familia.
—Sí. Pero todo esto a ti ya no te afecta. Mañana nos vamos a casa. Lo mejor que puedes hacer es pensar en tus vestidos.
—¡No te preocupes! Ya está todo pensado. Una lucha familiar… Es como en la Biblia o como en los libros de Mark Twain… Interesantísimo. ¿Y qué has hecho tú en esa lucha?
—Eso no es cosa tuya.
—Bueno; pero si tengo que seguirla yo…
—¿Quién ha dicho semejante cosa?
—Tú mismo, rico.
—¿Yo?… Yo dije que tú no tenías que ver nada con eso.
—Y eso es precisamente lo que a mí me parece.
Era demasiado aguda para él; fine, como solía decir Annette. Lo mejor sería distraer su atención. Y le compró en la primera tienda que encontraron la primera cosa que se le ocurrió.
Cuando hubo pagado y siguieron su camino, dijo Fleur:
—¿No te parece que la madre de ese chico es la mujer más guapa del mundo?
Soames se estremeció. Era terrible la forma que tenía su hija de insistir en el mismo asunto.
—Pues no me he dado cuenta.
—Mira, papá… ¡Si te vi yo mirarla con el rabillo del ojo!
—Tú lo ves todo…, y algo más todavía, me está pareciendo a mí.
—¿Quién es su marido? Debe ser primo carnal tuyo, si vuestros padres eran hermanos.
—Pues creo que murió. Por lo menos hace veinte años que yo no le veo.
—¿Y qué era?
—Pintor.
—Mira qué bien.
Las palabras: «Si quieres darme gusto, sácate esas cosas de la familia de la cabeza», casi se escaparon de los labios de Soames; pero pudo contenerlas: no debía dejar ver sus sentimientos.
—Una vez me ofendió —siguió diciendo.
Y los ojos de Fleur se detuvieron en su rostro.
—Sí. Y por lo que veo, no has podido vengarte y aún te duele. ¡Pobre papá! Déjame que intervenga yo y ya verás tú…
Era lo mismo que habérselas con un mosquito en un cuarto sin luz. Tal insistencia y pertinencia en Fleur le eran desconocidas. Cuando llegaron al hotel le dijo, cansado:
—Yo hice todo lo que pude para que las cosas fueran bien. Y ya está bien de esto. Voy arriba hasta la hora de cenar.
—Yo me voy a sentar aquí.
Y con una mirada de despedida a la figura de su hija, medio extendida en un sofá, mirada medio de resentimiento, medio de adoración, entró Soames en el ascensor, que le llevó a su suite en el cuarto piso. Se quedó a la ventana de la salita, que daba a Hyde Park, y con los dedos tamborileó unos instante sobre el cristal. Se sentía confuso, quisquilloso, turbado… El pálpito de aquella vieja herida, cicatrizada por el tiempo y los intereses, se asociaba con disgusto y temor y con un ligero dolor de estómago, producido sin duda por aquel guirlache que había tomado. ¿Habría vuelto Annette? No es que fuera a ayudarle nada en su preocupación, pues ni sabía nada de su primer matrimonio; pues siempre que le había preguntado la había hecho callar y no hablar de tal asunto. No sabía ella más que una cosa: que había sido la gran pasión de Soames, y que el matrimonio con ella no había sido sino una componenda familiar. Ella había tenido siempre resentimiento por eso, y lo usaba, puede decirse, de una manera comercial. Escuchó. Oyó un sonido: el murmullo inconcreto de una mujer al moverse se percibía al otro lado de la puerta. Estaba. Llamó.
—¿Quién?
—Yo —dijo Soames.
Se estaba cambiando de ropa y todavía no se había vestido del todo; hacía una figura extraña, reflejada en el espejo. Había cierta magnificencia en sus brazos, hombros y cabello, que se había puesto más oscuro con el tiempo, en la gracia de su cuello y en sus largas pestañas y en sus ojos verdeazules. Estaba a los cuarenta años más hermosa que nunca. Una hermosa propiedad, una excelente ama de casa y una madre bastante sensata y prudente. Sólo que no debiera ser tan cínica en sus opiniones acerca de las relaciones existentes entre ellos; Soames, que no tenía por ella más cariño que ella por él, sufrió con dolor inglés por el hecho de que nunca hubiera ella echado el más ligero velo de sentimiento sobre su sociedad matrimonial, que le quitara crudeza y la embelleciera. Como la mayoría de sus compatriotas, tenía él el criterio de que la base del matrimonio debía ser el amor mutuo entre los esposos; pero que si en un matrimonio había desaparecido el amor, o no había existido nunca —o sea, que claramente no estaba basado en tal amor—, no debiera reconocerse como existente tal realidad. Se estaba casado y el amor no existía…; pues se estaba casado y había que continuar casado, y considerar que la base del matrimonio era el amor precisamente, y así no se manchaba el matrimonio con el cinismo y la inmoralidad, como los franceses hacían. Además, que era necesario en interés de la propiedad. Él sabía que ella sabía que los dos sabían que no existía el menor amor entre ellos, pero seguía pensando que tal realidad no debieran admitirla ni en palabras ni en conducta, y no podía comprender qué quería decir su mujer cuando hablaba de la hipocresía inglesa. Le dijo:
—¿A quién has invitado a casa la próxima semana?
Annette prosiguió pintándose delicadamente los labios con una pomada, cosa que a él no le gustaba que hiciera.
—Tu hermana Winifred y los Car-r-digans —y sacó un lápiz negro delgadito—, y Próspero Profond.
—¿El Belga? ¿Y por qué ése?
Annette volvió la cabeza un poco, se pintó una ceja y dijo:
—A Winifred le parece muy agradable.
—Quisiera que viniera alguien que distraiga a Fleur; está muy nerviosa.
—¿Ner-r-viosa? ¿Y es ahora cuando te das cuenta, amigo? Es ner-r-viosa desde que nació.
¿No abandonaría nunca aquel afectado arrastrar las erres?
Tocó el vestido que ella se habla quitado y le preguntó:
—¿Qué has hecho esta tarde?
Annette le miró desde el espejo, sin volverse. Sus labios recién pintados sonrieron irónicamente.
—Divertirme —respondió.
—¡Si…! —dijo Soames oscuramente—. De compras, ¿verdad?
«De compras» era su expresión para calificar todo aquel incomprensible de tienda en tienda a que se dedicaban las mujeres.
—¿Tiene ya Fleur sus vestidos de verano?
—¿No me preguntas si tengo ya los míos?
—A ti no te preocupa que te pregunte o no.
—Desde luego… Pero sí, ya tiene Fleur sus vestidos de verano. Y yo los míos también. Todo carísimo.
—¡H-m-m! —suspiró Soames—. ¿Y qué hace ese belga en Inglaterra?
Annette alzó las cejas que acababa de terminar de pintarse.
—Se dedica a andar por ahí con su yate.
—Está siempre como medio dormido.
—A veces… —dijo Annette con una sonrisa maliciosa—. Pero a veces es muy divertido.
—Parece que le han dado por la piel unos brochazos de alquitrán.
—¿Alquitrán? —dijo ella—. ¿Qué es eso? Su madre era arménienne.
—Entonces, eso es —murmuró Soames—. ¿Entiende algo de cuadros?
—Entiende de todo. Es un hombre de mundo.
—Bueno, busca a alguien para Fleur. Quiero que se distraiga. El sábado se va con Val Dartie y su mujer; no me parece bien.
—¿Por qué no?
Como no podría darse la razón sin entrar en la historia de la familia, Soames respondió vagamente:
—Mucho jaleo. Se hartarán de corretear y de moverse.
—A mí me gusta mucho la mujer de Val. Y es muy tranquila y muy lista.
—Yo lo único que sé es que… —y tomando una création de encima de la cama, dijo: Esto es nuevo.
Annette se la cogió.
—¿Quieres abrocharme? —le preguntó.
Soames la abrochó. Mirando al espejo por encima de su hombro, veía la expresión de su cara, ligeramente divertida, ligeramente despectiva, como diciendo: «Muchas gracias… Pero nunca vas a aprender a abrochar». A Dios gracias, él no era francés. Acabó dando un tirón al vestido y diciendo: «Este escote es demasiado bajo». Y se encaminó a la puerta, deseando dejar a su mujer y reunirse con Fleur de nuevo.
Annette se pasó una vez la borla de polvos por la mejilla, y luego dijo repentinamente:
—Que tu es grossier[92]!
Conocía Soames la expresión, y tenía motivo de conocerla. La primera vez que ella la empleó creyó que quería decir: «eres un verdulero[93]», y no supo si sentirse aliviado o no cuando supo el verdadero significado. Le dolía la palabra, ¡él no era ordinario! Si era ordinario él, ¿qué sería aquel individuo del cuarto inmediato al suyo que hacía aquellos ruidos por la mañana, cuando se enjuagaba la boca, o aquella gente que en el salón del hotel hablaba de forma que todos pudieran enterarse de sus asuntos? Ordinario porque había dicho que el escote era muy bajo. ¡Pues era muy bajo! Y salió sin replicar.
Cuando entró en el salón del hotel vio a Fleur en el sitio donde la había dejado. Estaba con las piernas cruzadas, balanceando ligeramente un pie calzado en media de seda y zapato gris, y aquel movimiento era señal segura de que estaba soñando despierta. También lo mostraban sus ojos, que se le ponían a veces de aquella manera. Después, en un instante, reaccionaba y volvía a ser en todo tan rápida e incansable como un mono. Y sabía tanto, tenía tanta seguridad, a pesar de no haber cumplido aún los diecinueve años… ¿Cuál era aquella odiosa palabra? Flapper! ¡Qué criaturas, siempre chillando y gritando como histéricas y enseñando las piernas de aquella manera! La peor de ellas era una pesadilla, y la mejor un ángel empolvado. Fleur no era una niña flapper[94], de esas que hablaban slang[95], de esas crías mal educadas. Y, sin embargo, asustaba. Asustaba por su decisión, por su entereza, por su decisión de disfrutar de la vida. ¡Disfrutar! La palabra no sumía a Soames en terrores puritanos, pero sí en el terror en que podía sumirse dado su modo de ser. Siempre había temido disfrutar hoy ante el miedo de no poder disfrutar mañana. Y era miedoso notar que su hija estaba desprovista de aquel criterio de prudencia y salvaguardia. La misma forma de sentarse lo mostraba: allí estaba, perdida en ensueño… Él nunca había ensoñado, no servía para nada eso; y de dónde sacaba ella sus ensueños, no podía adivinarlo. Desde luego que no lo había heredado de Annette… Y eso que Annette, de joven, había tenido una mirada muy dulce. Pero ya la había perdido.
Se levantó Fleur de su asiento, rápida, vehemente, y se lanzó a una mesita de escribir. Tomó papel y pluma y empezó a trazar palabras, como si para poder seguir respirando necesitara indispensablemente haber acabado antes la carta. Y entonces le vio. El aire absorto le desapareció instantáneamente; sonrió, le mandó un beso y puso una carita llena de gestos, como si estuviera cansada, aburrida.
¡Sí!… Fleur era… fine… fine!