Soames Forsyte salió del hotel Knightsbridge, donde estaba parando, la tarde del 12 de mayo de 1920, con la intención de visitar una colección de cuadros que se exponía en una sala de la calle Cook. Desde la guerra[83], nunca tomaba un coche de alquiler si podía evitarlo. Los conductores eran, a su juicio, una pandilla de sujetos inciviles, que sólo se recivilizaban ahora que las restricciones desaparecían y la oferta volvía ya a exceder a la demanda, cosa que sucede forzosamente a los humanos. Sin embargo, no los había perdonado, identificándolos, como a todos los miembros de su clase, con la revolución. La ansiedad considerable que había pasado durante la guerra, y la mayor aún que estaba pasando desde el establecimiento de la paz, habían producido consecuencias psicológicas en una naturaleza que era tenaz. Había experimentado mentalmente tantas veces la ruina, que había dejado de creer en su probabilidad material. Pagando cuatro mil de impuestos al año, no se podía estar ya peor. Una fortuna de un cuarto de millón, sin más que mujer y una hija que sostener y en formas muy diversas invertidas, proporcionaba una considerable garantía contra aquella tontería que algunos propugnaban de la incautación de capitales. En cuanto a la confiscación de los beneficios de guerra, estaba por completo en pro de ella, pues él no había hecho ninguno. El precio de los cuadros, de haber cambiado, había sido para subir, y él había comprado muchos durante la guerra. Los ataques aéreos también habían ejercido influencia sobre un espíritu por naturaleza cauto y habían endurecido su carácter. El peligro de ser destrozado y dispersado inclina a las personas a tener menos miedo a los pequeños destrozos y dispersiones de los impuestos y tasas, mientras que la costumbre de maldecir a los alemanes le había llevado a la costumbre de maldecir a los laboristas, si no abiertamente, al menos en el fondo de su alma.
Echó a andar. Tenía bastante tiempo por delante, ya que Fleur le esperaba en la Sala de Exposiciones a las cuatro y no eran más que las dos y media. Le sentaría bien ir dándose un paseo, pues su hígado estaba un poco mal y sus nervios algo de punta. Su mujer siempre estaba en la calle cuando iban a Londres, y su hija danzaba por todas partes sola, como hacían todas las muchachas desde la guerra. Pero, con todo, tenía que dar gracias a Dios de que hubiera sido demasiado joven y no hubiera podido hacer nada en la guerra misma. No es que él no hubiera apoyado y soportado la guerra desde su comienzo; pero de eso a soportarla con los cuerpos de su mujer y de su hija, había mucha diferencia. Por ejemplo, se había opuesto terminantemente a que Annette, tan atractiva y con sólo treinta y cinco años en 1914, fuese de enfermera a Francia, su chère patrie[84], como había empezado a llamarla, ante los estímulos bélicos del momento, a cuidar a sus braves poilus[85]. ¡Estaría bueno! ¡Arruinar por nada su salud y su belleza! Pues si al menos hubiera sido enfermera de verdad… Que hiciera jerseys para ellos, pero en casa. Annette no fué, y desde entonces había sido otra mujer por completo. Una mala tendencia que tenía a burlarse de él, no abiertamente, pero sí de un modo continuo, había crecido y se había desarrollado desde entonces. En cuanto a Fleur, la guerra había resuelto el gran problema de si iría a estudiar a un colegio o no. Estaba mejor lejos de su madre con aquel humor guerrero, lejos del peligro de las incursiones aéreas, de las posibilidades de contagio de hacer cosas raras; así, la metió en un internado lo más al Oeste que encontró, y la había echado terriblemente de menos. ¡Fleur! Nunca había lamentado ponerle aquel nombre un tanto extravagante y extranjero, que decidió súbitamente ponerle cuando nació, marcada concesión a lo francés. Un nombre bonito y una muchacha bonita también. Pero incansable, demasiado incansable, y muy voluntariosa. Y además se daba cuenta de todo el poder que ejercía sobre su padre. Soames a veces reflexionaba sobre el error que supone mimar demasiado a una hija. ¡Vejez y chochera paternal!, pues ya tenía sesenta y cinco… Iba tirando bastante bien, pero no se daba cuenta de ello, pues quizá por fortuna, dada la juventud y belleza de Annette, su segundo matrimonio había resultado bastante frío. No había tenido más que una pasión en su vida: por su primera mujer, por Irene. Y el tipo aquel, su primo Jolyon, decían que estaba muy quebrantado. Y no era extraño, con sus setenta y dos y aquel matrimonio hacía veinte años.
Soames se detuvo un momento a descansar, apoyado en la barandilla del Row. Un sitio muy apropiado para el recuerdo, a mitad de camino entre aquella casa de París Lane, que le había visto nacer y la muerte de sus padres, y aquella casita de la plaza Montpellier, donde hacía treinta y cinco años había gozado su primera edición de matrimonio. Ahora, pasados veinte años de la segunda edición, aquella tragedia le parecía como de una vida anterior, terminada con el nacimiento de Fleur, en vez del hijo que había deseado. Durante varios años estuvo sin lamentarse de que no le hubiera nacido un hijo, pues Fleur llenaba todo el espacio libre de su corazón. Después de todo, ella llevaba su apellido, y quizá no llegaría él a ver el día en que lo cambiara por el de otro hombre. Y si se le ocurría pensar en semejante calamidad, le venía en seguida la idea consoladora de que era lo suficientemente rico para comprar y extinguir el nombre de su posible yerno. Y ¿por qué no, ahora que las mujeres eran iguales en derechos a los hombres? Y Soames, convencido de que se hiciera lo que se hiciera las mujeres no serían nunca iguales a los hombres, se pasó vivamente la mano por la cara hasta que sintió las mejillas reconfortadas. Gracias a sus costumbres moderadas no se había puesto gordo y grasiento; su nariz era fina y pálida, su bigote estaba bien y su vista era inmejorable. El tiempo había hecho poca mella en el más viejo de los jóvenes Forsytes o en el más joven de los viejos, muy a diferencia de lo que había acontecido con el más viejo de todos: Timoteo, que aquel año cumplía los ciento.
La sombra de los plátanos silvestres caía sobre su limpísimo sombrero de Hamburgo; había dejado de llevar chistera, pues no convenía llamar la atención sobre la riqueza en aquellos días de posguerra. ¡Plátanos silvestres! Sus pensamientos iban rápidos a Madrid, donde había estado la Semana Santa anterior a la guerra, pues teniendo que decidirse sobre aquel cuadro de Goya, había querido estudiar al pintor en su patria. Y le había impresionado: era un verdadero genio, un genio auténtico y extraño. Con los precios que tenía, valdría todavía más antes que él hubiese acabado de estudiarlo. La segunda locura por Goya sería aún mayor que la primera, no cabía duda. Y él había comprado. En aquella visita había hecho lo que nunca: encargar una copia; una copia de un cartón para tapiz, llamado La vendimia, en el que había una muchacha con un brazo en jarras que le había recordado a su hija. La tenía ahora en Mapledurham, y era bastante pobre: no se puede copiar a Goya. Sin embargo, la miraba muy frecuentemente cuando su hija no estaba allí, por algo irresistiblemente reminiscente [86] en la ligera y erecta figura, por la amplitud entre las curvadas cejas, por el aire ensoñador de sus ojos. Era curioso que Fleur tuviera ojos negros, cuando los suyos eran grises —ningún Forsyte puro tenía ojos castaños— y los de su madre azules. Pero los de su abuela Lamotte eran negros como el abismo.
Echó a andar otra vez hacia Hyde Park Corner. En toda Inglaterra había más cambios que en el Row. Nacido casi a su sombra, lo recordaba desde 1860. Y allí le llevaban de pequeño a mirar a los elegantes de pantalón abotinado y patillas, a contemplar sus chisteras blancas, a observar el aire tranquilo de todo y a ver al hombrecillo patizambo de chaleco rojo que iba a ver si vendía entre los elegantes alguno de los perros que llevaba y que siempre pretendía colocarle uno a su madre; perros de aguas Rey Carlos, galgos italianos que se restregaban contra su miriñaque… Ya no se veían perros como aquéllos. Ya no se veía calidad en nada; sólo obreros sentados en hileras aburridas, sin nada que mirar, como no fuera unas cuantas muchachuelas con sombreros modestos que montaban a caballo como los hombres, o coloniales corriendo de arriba abajo en caballejos de alquiler; de vez en vez, un caballero mayor que quería hacer funcionar su hígado con moderado ejercicio ecuestre, o un ordenanza pasean un caballo inerme del ejército. Ya no había pura sangres, ni grooms, ni reverencias, ni amables charlas: nada. Sólo los árboles eran los mismos, los árboles indiferentes a las generaciones y a los dramas de la Humanidad. Sólo quedaba una Inglaterra democrática, desgreñada, con prisa, ruidosa y sin nada sobresaliente. Y lo que había de exigente y puntilloso en el alma de Soames se le revolvió profundamente: había desaparecido para siempre la clase representativa del rango y la finura. Riqueza sí que había, y mucha; él mismo era más rico de lo que su padre había sido; pero maneras, distinción, calidad…, no había en absoluto; había desaparecido, tragado por un mar de amplia, fea, campechanía y oliente a gasolina, ordinariez. Los bolsillos quebrantados de la gentility andaban de aquí para allá, dispersos y chétif[87], que hubiera dicho Annette; pero nada coherente y fuerte a que volver los ojos. Y su hija se encontraba lanzada en medio de aquel torbellino de malos modales y moral ligera… Su hija, flor de su vida… Y cuando los laboristas llegasen al Poder…, entonces sería lo peor.
Pasó bajo el arco, ya, gracias a Dios, sin el feo aditamento del reflector antiaéreo. «Mejor sería que pusieran un reflector en el sitio adonde van todos —pensó—, para alumbrar su preciosa democracia». Y dirigió sus pasos a lo largo de la acera de Clubs de Piccadilly. Jorge Forsyte, cómo no, estaría sentado al balcón del Iseum. El hombre estaba tan gordo que no se podía mover de allí en todo el día. Parecía una estatua, con sus ojos despiertos y críticos, observando el declinar de los hombres y las cosas. Y Soames apresuró el andar, automáticamente desasosegado, como siempre, bajo la sonrisa burlona de su primo, Jorge, que decía había escrito una carta en la Prensa, con el seudónimo de Patriota, quejándose del histerismo del Gobierno en restringir el suministro de avena de los caballos de carreras… Sí; allí estaba, alto, gordo, ponderado, limpio, recién afeitado, con su cabello abundante como siempre, que seguramente olía al mejor cosmético, y con un papel color de rosa en la mano[88]. ¡No había cambiado! Y quizá, por primera vez en su vida, sintió Soames una especie de simpatía por aquel pariente humorista. Con su peso, su cabello perfectamente perfumado, su aire bovino, era una garantía de que el viejo orden de cosas tardaría aún algo en desaparecer por completo. Vio que Jorge agitaba el papel rosado como invitándole a subir. El hombre querría saber algo de sus intereses, porque estaba aún bajo el control de Soames. Pues al adoptar el papel de socio que no hace nada en la Sociedad que formó en aquella terrible época de su divorcio, Soames se había encontrado, casi insensiblemente, con el control exclusivo de los asuntos forsyteanos de la Empresa.
Vaciló un instante, pero subió al Club. Desde la muerte, en París, de su cuñado Montague Dartie, en circunstancias de las que todos sabían poco, excepto que no se trataba de un suicidio, el Iseum Club había ganado respetabilidad a los ojos de Soames. También Jorge, lo sabía bien, había terminado sus cosas juveniles, y se limitaba ya a los placeres de la mesa, comiendo sólo lo mejor de lo mejor, para no subir de peso, y poseyendo, como él decía, «sólo un par de tornillos que me ligan con la vida». Y así, se reunió con su primo en el balcón sin el embarazo que antes tuviera siempre de entrar en un sitio poco serio. Jorge le tendió una mano bien cuidada.
—No te había visto desde la guerra —le dijo—. ¿Cómo está tu mujer?
—Está bien, gracias —dijo Soames fríamente.
Alguna intención burlona curvó por un momento los labios carnosos de Jorge y le brilló maligna en los ojos.
—El belga ese, Profond —dijo—, es miembro del Club. Es un gran aficionado al ron.
—Ya lo creo —dijo Soames—. Y ¿qué me querías?
—Hombre, quería hablarte del viejo Timoteo; puede liárselas en cualquier momento. Supongo que habrá hecho testamento.
—Sí.
—Bueno; pues tú o alguien debiera echarle una mirada. Es el último de los viejos; cien años, ya sabes… Dicen que está como una momia. ¿Dónde vas a meterle? Por derecho le correspondería una pirámide.
—Pues en Highgate, en el panteón familiar.
—Muy bien. Las tías le echarían de menos si no fuera allí. Dice la gente que todavía se interesa por la comida. Podría durar otro tanto, no te quepa duda… Nosotros no saldremos en eso a los viejos. Diez nada menos… Con una vida media de ochenta y ocho años, el otro día hice el cálculo.
—Bueno, ¿eso es todo? Tengo que marcharme.
«¡Vaya un diablo insociable! —parecieron decir los ojos de Jorge—. Sí, eso era todo: enciérrale en el mausoleo… Quizá quiera dedicarse a las profecías», y su mueca sardónica desapareció por completo.
—Oye: ¿no habéis inventado vosotros, los abogados, algún medio de evitar el impuesto sobre la renta? Alcanza de un modo terrible a las rentas heredadas. Yo solía tener dos mil quinientas al año; ahora no llego ni a la miseria de mil quinientas, y el coste de la vida es el doble.
—Sí —murmuró Soames—. El Hipódromo está en peligro.
Por la cara de Jorge se extendió una sonrisa defensiva.
—Bueno, es que no me han enseñado a hacer nada, y aquí estoy, cada día más pobre. Y estos amiguitos laboristas quieren destrozarnos. ¿Qué vas a hacer tú cuando vengan[89]?. Yo trabajaré seis horas diarias enseñando a los políticos a entender una broma. Hazme a mí caso, Soames, y hazte diputado. Te aseguras tus cuatrocientas del ala y me das a mí un empleo.
Y cuando Soames se retiró, volvió a sentarse al balcón.
Soames siguió por Piccadilly, absorto en reflexiones provocadas por las palabras de su primo. Él había sido siempre trabajador y ahorrativo, mientras que Jorge era un calavera y un derrochón. Y, sin embargo, si la confiscación llegaba, seria él, el trabajador, el hombre que había ahorrado, el que se quedaría sin nada. Esto era la negación de toda virtud, la burla más sangrienta a los principios del forsyteísmo. ¿Y podía la civilización asentarse en principios distintos? A él le parecía que no. Bueno, los cuadros no se los confiscarían, pues no entenderían lo que valían. Pero ¿qué valdrían en realidad, si aquellos locos empezaban por devaluar el dinero? «Por mí no me importa, pues a mis años puedo vivir con quinientas libras sin notar la diferencia. Pero ¿y Fleur?». Aquella fortuna, tan cuidadosamente invertida; aquellos tesoros, tan inteligentemente seleccionados, todo era para ella. Y si luego resultaba que no podía darle ni dejarle nada… Bueno, la vida carecería de sentido, y de nada le serviría ir a ver aquella Exposición estúpida para tratar de adivinar si sus obras modernistas tendrían porvenir.
Al llegar a la Sala de Exposiciones, próxima a la calle Cork, pagó su chelín, cogió el catálogo y entró. Una decena de personas andaba por allí. Soames llegó a algo que parecía un farol inclinado por el choque de un autobús. Avanzaba unos tres pasos de la pared, y en su catálogo vio que se llamaba Júpiter. Lo examinó con curiosidad, pues de poco tiempo a entonces se interesaba por la escultura.
«Si éste es Júpiter —pensó—, quisiera yo ver cómo es Juno». Y de repente la vio frente a él. Le pareció algo así como una bomba de gasolina con dos manillas, ligeramente cubierta de nieve. La estaba mirando, cuando otros dos visitantes se pararon a su izquierda.
—Epatant! —oyó que decía uno de ellos.
—¡Tonterías! —murmuró Soames para sí.
La voz juvenil del otro replicó:
—¿No lo ves, amigo, no lo ves? El artista te está tomando el pelo. Cuando creó esta Juno y ese Júpiter, se dijo: «A ver cómo los tontos se tragan esto…».
—¡Ignorante! Vospovitch es un innovador. ¿No comprendes que ha llevado la sátira a la escultura? El futuro de las artes plásticas, de la música también, y hasta de la arquitectura, está en el humorismo. Y tiene que ser así por fuerza. La gente está cansada de sentimentalismos.
—Bueno, yo de todas formas tengo interés por la belleza, y eso que he hecho la guerra. Caballero, se le ha caído el pañuelo.
Soames vio un pañuelo frente a sus ojos. Lo tomó con cierta sospecha natural, y se lo llevó a la nariz. Era el suyo. Tenía su olor débil de colonia y sus iniciales bordadas en una esquina. Algo más tranquilizado miró al joven. Tenía orejas de ciervo y una boca bastante burlona, con unos pelos como de cepillo de dientes en el labio superior; los ojos eran pequeños y rientes y el aspecto general de su rostro bastante normal.
—Gracias —dijo; y movido por una especie de irritación, añadió—: Me gusta oír decir a alguien que le interesa la belleza. Cosa rara hoy en día…
—Sí, señor; me pirro por lo bello. Pero usted y yo somos los últimos de la vieja generación.
Soames sonrió.
—Si le gustan de verdad los cuadros —le dijo—, aquí tiene usted mi tarjeta Le puedo enseñar algunos realmente buenos cualquier domingo, si quiere darse un paseo por el río y venir a verlos.
—Es usted muy amable, señor. Mi nombre es Mont… Michael —y se quitó el sombrero.
Soames, que ya lamentaba su impulso, correspondió quitándose el suyo, con una mirada furtiva al compañero del joven aquel, que llevaba una corbata roja y gastaba unas patillas ridículas, como si fuera un poeta.
Era la primera indiscreción que había cometido en mucho tiempo, y le afectó tanto que tuvo que sentarse. ¿Qué le había llevado a dar su tarjeta a un jovencillo que va con un tipo semejante? Y Fleur, siempre en el fondo de sus pensamientos, se le representó como una de esas figurillas que aparecen en algunos relojes al dar las campanadas. Frente al lugar donde estaba sentado había un gran lienzo con muchos manchones cuadrados color tomate, y nada más, por lo menos que Soames viera desde donde estaba. Miró en su catálogo: «Número 32. La ciudad futura, por Paul Post». «Eso también será pura sátira —pensó—. ¡Qué cosas!». Pero su segundo impulso fué ser más cauteloso. No había que condenar nada apresuradamente. Allí tenía aquellas creaciones de Monnet, que habían resultado luego ser formidables; y después Gauguin. Si, con postimpresionismo y todo, había habido dos o tres pintores que no se podían tomar a risa. Durante los treinta y ocho años de su vida de coleccionista había visto tantos «movimientos artísticos», había visto subir y bajar tantas veces la marea del gusto y de la técnica, que verdaderamente no se podía decir sino que con cada cambio de moda había dinero que ganar. También allí podría suceder que se tratase de un caso en el que conviniera someter el gusto al interés. Se levantó y se quedó mirando al cuadro, tratando de verlo con otros ojos que no fueran los suyos. Sobre las manchas color tomate había algo que le pareció una puesta de sol, hasta que alguien que se paró a mirar dijo:
—Ha sacado los aeroplanos maravillosamente, ¿verdad?
Debajo de los tomates había una banda blanca con rayas negras verticales, que no sabía de ninguna manera lo que querría significar, hasta que otro visitante de la Exposición se acercó murmurando:
—¡Qué expresión la de este primer plano!, ¿eh?
¿Expresión? ¿Y de qué? Soames se volvió a su asiento. Estaba «la cosa buena», como hubiera dicho su padre. ¡Expresión! Sí…, allí estaban los expresionistas, que hacían furor en el continente. Por lo visto, también se estaban infiltrando en Inglaterra. Se acordó de la primera epidemia de gripe en 1887 o 1888, que decían se había incubado en China. ¿Dónde se habría incubado aquel expresionismo? Tampoco era mala enfermedad.
Se dio cuenta de que una mujer y un muchacho estaban parados viendo La ciudad futura, de espaldas a él; pero en seguida Soames se puso el catálogo delante de la cara, y echándose el sombrero a los ojos, miró por la rendija que quedaba. No podía confundir aquella espalda, elegante como siempre, aunque el cabello que la remataba se había vuelto gris. ¡Irene!…, su antigua mujer, Irene… Y el muchacho era sin duda su hijo, el hijo de Jolyon Forsyte…, seis meses mayor que su hija. Y recordando con amargura los duros días de su divorcio, se levantó para marcharse de allí sin que le viera, pero volvió a sentarse otra vez en seguida. Había ella vuelto un poco la cabeza para hablar a su hijo; su perfil era tan juvenil todavía, que el gris de sus cabellos daba la impresión de ser artificial, teñido por capricho; y sus labios sonreían como Soames, el primero que los poseyó, no los había visto sonreír nunca. De mala gana la reconoció bellísima y casi tan joven como siempre. ¡Y de qué forma la sonreía a ella el muchacho! La emoción contrajo el corazón de Soames. Aquello iba contra todo sentido de justicia. Le dolió aquella sonrisa final, que iba más allá de todo cuanto Fleur le había dado a él y que ella no se merecía. Aquel chico podía haber sido hijo suyo. Fleur podía haber sido hija de ella… Se quitó el catálogo de la cara. Si le veía ella, mejor. Un recuerdo de su conducta, ante el hijo que sin duda no sabía nada, sería un toque del dedo de Némesis, que antes o después habría de visitarla. Entonces, dándose ligera cuenta de que aquel modo de sentir era impropio de un Forsyte a sus años, Soames sacó el reloj. ¡Ya más de las cuatro! Fleur se retrasaba. Había ido a ver a su sobrina Imogen Cardigan, y allí estaría entretenida hablando por los codos, fumando cigarrillos y todo lo que hacían en aquellos tiempos las muchachas. Oyó que aquel muchacho reía y decía de buen humor:
—Oye, mamá: el pintor este, ¿es uno de los protegidos de tía June?
—Paul Post…, creo que sí, querido mío.
¡Querido mío! Aquellas palabras hicieron temblar a Soames; nunca se las había oído decir a Irene. Y entonces ella le vio. Sus ojos debían de tener algo de la sonrisa sardónica de Jorge Forsyte, pues la mano de ella se crispó sobre su falda, su rostro se quedó como de piedra y sus cejas se tendieron en sorpresa. Echó a andar.
—Tiene mucha gracia —dijo el chico, cogiéndola otra vez del brazo.
Soames los siguió con la mirada. El muchacho era guapo, con una mandíbula forsyteana, y los ojos gris oscuro, algo hundidos; pero con algo luminoso en el rostro, como si le hubieran bañado con una copa de jerez; quizá fuera su sonrisa, quizá el pelo. Mucho mejor de lo que merecían aquellos… dos. Salieron de su vista, y Soames continuó mirando La ciudad futura, pero sin verla. Una sonrisa se extendía por sus labios; sonrisa de desprecio por sus sentimientos, después de tantos años. ¡Meros fantasmas del pasado! Pero cuando se hace uno viejo, ¿le queda algo que no sean esos fantasmas? Si, a él le quedaba Fleur, que entraba en aquel instante. Sabía que la esperaba, pero había de llegar tarde, no faltaba más. Y de repente se dio cuenta de la proximidad de alguien, de alguien que exhalaba una especie de perfume de humanidad… Una figurilla diminuta, vestida de verde y con un cinturón metálico y una especie de diadema sobre el pelo revuelto y rojo con algunos toques de gris. Hablaba con los empleados de la Sala, y le encontraba algo familiar en el rostro, en la mirada… Algo había en sus ojos, en su mandíbula, en su aire, que le sugería… ¡Sí! ¡Era June Forsyte! Su prima June, que se dirigía en línea recta hacia donde él estaba. Se sentó cerca de él, absorta en sus pensamientos; sacó un cuadernito y escribió algo a lápiz. Soames se mantenía inmóvil. ¡Caramba, cuántos primos tenía por el mundo! «Es desagradable», le oyó murmurar; después, como molesta por la presencia de un observador extraño, le miró. Había sucedido lo peor.
Soames volvió la cabeza sólo un poco.
—¿Cómo estás? —le preguntó—. Hace veinte años que no te veo.
—Eso es. Y ¿qué haces tú por aquí?
—Me han traído mis pecados, pues ¡bonito arte!
—Sí, no ha llegado todavía a su tiempo.
—Ni llegará —dijo Soames—. Deben de estar haciendo aquí mal negocio.
—No puede ser peor.
—¿Cómo lo sabes tú?
—La Sala es mía.
Soames se quedó boquiabierto.
—¿Tuya? Y ¿cómo presentas una Exposición semejante?
—Yo no considero el arte como un negocio de verdulería.
Soames señaló la ciudad aquella del cuadro.
—¡Mira eso! ¿Quién va a vivir en una ciudad así, o quién va a querer tenerla en su casa?
June la contempló por un instante.
—Es una visión —dijo.
—Es el demonio…
Quedaron en silencio, y después June se levantó. «Esta criatura tiene que estar loca», pensó Soames.
—Bien —dijo—. Aquí encontrarás a tu joven hermanastro con una señora que yo conozco. Si me haces caso, cerrarás esta Exposición cuanto antes.
June le miró.
—¡Forsyte, más Forsyte! —le reprochó, marchándose.
Y en su tono de voz y en la manera de partir y en toda su figurilla había un aire de peligrosa decisión. ¡Forsyte! ¡Pues claro que era Forsyte! ¡Y ella también! Pero desde la época de la juventud de ella, en que había puesto a Bosinney en contacto con la familia, produciendo como consecuencia la ruina de su vida, nunca había perdonado a June, ni podría perdonarla. Y allí estaba, soltera, de propietaria de una Sala de Exposiciones… Y pensó Soames en lo poco que sabía ahora de su familia. Muertas las tías, no había en casa de Timoteo intercambio de noticias. ¿Qué habían hecho todos durante la guerra? El hijo del joven Rogelio había sido herido; el segundo hijo de St. John Hayman, muerto; el mayor del joven Nicolás había recibido no sabía qué condecoración. Todos se habían alistado en algo, le parecía. El hijo de Jolyon e Irene era demasiado joven, y los de su propia generación demasiado viejos, aunque Gilis Hayman había llevado una ambulancia de la Cruz Roja, y Jesse Hayman había sido policía especial. Aquellos Dromios, tan deportistas como siempre. Él había regalado una ambulancia automóvil, había leído los periódicos hasta enloquecerse, había pasado mucha ansiedad, no había comprado ropas, había perdido siete libras de peso y había hecho, en definitiva, todo lo que podía hacerse a su edad. Claro que, pensándolo bien, él y su familia habían tomado aquella guerra de manera muy distinta a como tomaron aquel asunto de los bóers, que les pareció que iba a acabar con los recursos del Imperio. Sí que en aquella guerra su sobrino Val Dartie había sido herido, y el hijo de Jolyon había muerto de tifoideas, los Dromios habían servido en caballería y June había sido enfermera; pero todo esto fué entonces de naturaleza portentosa, mientras que en esta guerra todo el mundo había hecho su poco con toda naturalidad. Indicaba el desarrollo de algo nuevo… O quizá el declinar de algo. ¿Es que los Forsytes se habían hecho menos individualistas, o más imperialistas, o menos provincianos? ¿O era sencillamente que se odiaba a los alemanes?… ¿Por qué no acababa de entrar Fleur para poder marcharse? Vio a los otros tres volviendo juntos. El muchacho se paró a observar la escultura de Juno, y repentinamente, al otro lado de la estatua, Soames vio a su hija, con los ojos bien abiertos y mirando al muchacho. Y el muchacho la miraba a ella… Por fin, Irene le cogió del brazo y se lo llevó. Soames observó cómo se volvía a mirar y cómo June seguía mirándole.
Una voz alegre dijo junto a él:
—Un poco raro, ¿verdad?
James asintió con un gesto, y dijo:
—No sé hasta dónde vamos a llegar.
—Es verdad, caballero —respondió el joven de la voz alegre—. Yo no lo sé tampoco.
La voz de Fleur dijo:
—¡Hola, padre! ¿Estás aquí? —exactamente como si hubiera sido ella la que había tenido que esperar.
Aquel joven, quitándose el sombrero, prosiguió andando.
—Hija mía —dijo Soames—, eres la mujer más puntual del mundo.
Aquel verdadero tesoro de su vida era de mediana estatura, con cabello corto castaño oscuro; sus ojos pardos bien dispuestos brillaban en todo momento cuando se movían, y cuando no, tenían un aire de ensueño bajo las pestañas negras. Su perfil era encantador, y en su cara no había nada de su madre, fuera de la mandíbula firme y decidida. Dándose cuenta de que su mirada se dulcificaba al contemplarla, Soames frunció el ceño para conservar la frialdad conveniente a un Forsyte. Bien sabía que su hija era altamente aficionada a aprovechar las ventajas de la ternura que sentía por ella.
Cogiéndole del brazo, le preguntó:
—¿Quién es ése?
—No lo sé. Es que se me cayó el pañuelo y me lo recogió y hemos hablado un poco de arte.
—No irás a comprar nada de eso, ¿eh, papá?
—No —dijo Soames, resentido—. Ni siquiera esa Juno que has estado mirando.
Fleur le arrastró del brazo.
—Anda, vámonos, que es una Exposición horrible.
En la puerta de la calle se cruzaron con aquel joven llamado Mont y su compañero. Pero Soames puso cara de pensar: «Quienes penetren en esta propiedad serán perseguidos ante la ley», y casi ignoró el saludo que le dirigió el joven.
—Bueno —preguntó en la calle—, ¿quién había en casa de Imogen?
—La tía Winifred y ese monsieur Profond.
—¡Ah! El tipo ese… No comprendo qué le encontrará tu tía.
—No sé. Parece bastante raro. Mamá dice que le gusta. También estaba el primo Val con su mujer.
—¡Hombre! Pero ¿no está en África?
—No. Han vendido su granja. El primo Val va a dedicarse a entrenar caballos de carreras en los Sussex Downs. Creo que tienen una casa de campo preciosa; me han invitado a que vaya a verla.
Soames tosió. La noticia era muy desagradable.
—¿Qué tal es su mujer?
—Muy calladita, pero muy guapa.
Volvió Soames a toser.
—Es un ser extravagante tu primo Val.
—No, papá, no; los dos son muy cariñosos. Yo he prometido ir del sábado al miércoles próximo.
—¡Dedicarse a entrenar caballos! —dijo Soames despectivamente.
¿Por qué diablos no se había quedado en África? Ya era una cosa mala su divorcio en sí, sin la boda de su sobrino con la hija del culpable de todo, que además era medio hermana de June y de aquel muchacho que Fleur había estado mirando tanto. Si no andaba con cuidado, su hija llegaría a enterarse del pasado deshonroso. ¡Qué cosas más desagradables! ¡Y cómo se le presentaban, una tras otra, aquella tarde!
—No me gusta la idea —prosiguió.
—Yo quiero ver los caballos de carreras —murmuró Fleur—, y me han prometido que montaré alguno. El primo Val no puede andar mucho, pero puede montar muy bien todo lo que quiera.
—¡Qué lástima que la guerra no haya acabado con las carreras! Ése está saliendo a su padre, por desgracia.
—Yo no sé nada de su padre.
—Siempre estaba metido en líos de caballos y de apuestas, y se rompió la cabeza en París bajando una escalera. Así quedó por fin descansada tu tía.
Y recordó la encuesta a que tuvo que asistir en París hacía ya seis años. Eran unas escaleras perfectamente normales y seguras de una casa donde se jugaba al baccara. Las ganancias, o la forma de celebrarlas, se le habían subido a la cabeza a su cuñado. La investigación judicial francesa había sido muy molesta, y a él le tocó la parte más desagradable del asunto.
Una exclamación de Fleur distrajo sus pensamientos:
—¡Mira! El grupo que vimos en la Exposición.
—¿Qué grupo? —preguntó Soames, aunque sabía bien de quiénes se trataba.
—Esa señora es guapísima.
—Vamos a entrar en esta pastelería —dijo Soames abruptamente, y cogiendo a su hija del brazo la metió en el establecimiento.
Era para él algo muy sorprendente hacer semejante cosa, y dijo precipitadamente:
—¿Qué quieres tomar?
—No quiero nada. Tomé un cocktail y comí mucho.
—Vamos a tomar algo ahora que estamos aquí —dijo Soames, sin soltarle el brazo.
—Té para dos y dos guirlaches de ésos.
Pero casi antes de descansar su cuerpo en una silla, su alma se sobresaltó. Aquellos tres… ¡entraban también en la pastelería! Oyó que Irene decía algo a su hijo, y la respuesta del muchacho:
—¡No, mamá; si aquí se está muy bien! —y se sentaron.
En aquel momento, el más desagradable de su existencia, lleno de sombras y fantasmas del pasado, en presencia de las únicas mujeres que amara, su antigua esposa y su hija, Soames no tenía tanto miedo de ellas como de June; ésta era capaz de hacer una escena, podía llegar hasta a presentar a aquellos dos chiquillos… Era capaz de todo. Se comió muy de prisa su guirlache y se le pegó a los dientes postizos que llevaba. ¡Dientes postizos!… ¿Llevaría Jolyon dientes postizos? ¿Llevaría dientes postizos Irene? En otros tiempos no los llevaba ella… Sí, había algo que había poseído él solo. Y ella lo sabía, aunque estuviera con mucha calma y mucho control de sí misma en aquella mesita de la pastelería, como si nunca hubiera sido su mujer. Un buen humor amargo, separado por el ancho de un pelo del dolor, agitaba su sangre forsyteana. ¡Con tal que June no hiciera una barbaridad…! El muchacho estaba hablando:
—Desde luego, tía June —¡llamaba tía a su hermana! Sería por la edad, pues debía de andarse ya por los cincuenta, como quien no quiere la cosa—, que está muy bien por tu parte que los animes y los estimules. Pero… ¡vaya un arte el suyo!
Soames los miró disimuladamente. Los ojos inquietos de Irene miraban temerosos a su hijo. Ella…, ella tenía aquellas miradas de devoción… por Bosinney, por el padre del muchacho aquel, por el muchacho… Tocó el brazo de Fleur, diciéndole:
—Bueno, ¿has terminado ya?
—Otro guirlache, papá…
¡Se pondría mala con tanto dulce! Se levantó y fué al mostrador a pagar. Cuando se volvió, vio a Fleur, de pie junto a la puerta, con un pañuelo que el muchacho, evidentemente, le había recogido del suelo.
—F. F., Fleur Forsyte —le oyó decir—. Sí, el pañuelo es mío. Muchas gracias.
¡Santo Dios! Había puesto en práctica la triquiñuela que él mismo le había enseñado contándole lo que le había pasado a él en la Exposición…
—¿Forsyte? ¡Hombre!… ¡Yo también me llamo así! ¡A lo mejor somos parientes!…
—¿Sí?… Pues debemos de ser parientes, claro; pues no hay Forsytes… Yo vivo en Mapledurham. ¿Y usted?
—En Robin Hill.
Todo había sido tan rápido, que empezó y terminó antes que Soames hubiera podido mover un dedo. Vio a Irene muy sobresaltada, hizo un ligerísimo movimiento de cabeza y, cogiendo a Fleur del brazo, dijo:
—¡Vámonos!
Ella no se movió.
—¿No oyes, papá? ¡Qué raro!… ¡Se llama como nosotros! ¿Seremos primos o algo así?
—¿Cómo? ¿Forsyte? Quizá haya algún parentesco lejano…
—Y de nombre, Jolyon, caballero. Pero me llaman Jon.
—¡Oh! ¡Ah! —murmuró Soames—. Sí, parientes lejanos. ¿Cómo está usted? Bien, adiós —y echó a andar.
—Muchísimas gracias —dijo Fleur—. Au revoir[90]!
—Au revoir! —oyó que contestaba el joven.