La luz de julio, a las cinco de la tarde de aquel día, atravesaba el techo de cristales del hall de Robin Hill y caía precisamente sobre la amplia curva de la escalera; y en aquella tediosa zona de luz el pequeño Jon Forsyte, con un trajecito azul, estaba en pie meditando. Brillaba su pelo y sus ojos también, pensando cómo bajaría la escalera, una vez más por lo menos, antes que el coche trajera a casa a su padre y a su madre. ¿Bajaría de cuatro en cuatro y los últimos cinco de golpe? Demasiado fácil… ¿Deslizándose por la barandilla? Si así, ¿de qué manera? ¿Boca abajo, con los pies hacia arriba? No tenía importancia. ¿Sobre el vientre y colgando a ambos lados de la baranda? Era muy tonto el procedimiento. ¿De espalda, con los brazos caídos a los lados? ¡Estaba prohibido! ¿O boca abajo con la cabeza hacia arriba, según modo desconocido de todos hasta entonces, y sólo sabido de él? Tales arduos problemas llevaban un aire de preocupación a la cara del niño.
En aquel verano de 1909, las almas sencillas que deseaban llegar a la mayor simplificación posible de la lengua inglesa no habían trabado conocimiento con el pequeño Jon, y de haberlo hecho, le hubieran proclamado discípulo dilecto. Claro que por muy amante de simplificaciones filológicas que fuera el niño, no podía evitar el hecho de que su padre y su hermano fallecido hubieran usurpado las abreviaciones Jo y Jolly del nombre Jolyon. El mocito había intentado las mayores simplificaciones posibles, autodesignándose primero Jhon y después John; pero hasta que su padre no le explicó las cosas no pronunció su nombre como Jon.
Hasta el momento su padre había poseído el sitio libre que en su corazón no llenaban Bob, el criado que tocaba la flauta, y la niñera «Da», la del vestido color violeta los domingos y que disfrutaba del bello nombre de Spraggins. Su madre era para él una visión de ensueño, de olor maravilloso, tranquilizadora y suave, que le acariciaba la frente cuando se iba a dormir y que le arreglaba el pelo oro oscuro que tenía. Cuando se hizo una brecha en la cabeza contra la barandilla de su camita, allí estaba mamá para sangrar sobre ella; y cuando tenía una pesadilla acudía a su lecho y le tomaba en brazos para que reposase la frente en su regazo. Mamá era preciosa, pero lejana, remota… Y Da estaba muy cerca, y en el corazón del hombre casi no hay sitio para dos mujeres a la vez. Con su padre tenía Jon lazos especiales de unión, pues también quería él ser pintor; claro que no como su padre, sino como aquellos otros que pintaban las paredes de las casas y los techos subidos a una tabla sujeta entre dos escaleras de mano, vestidos con un delantal lleno de manchas y que olían tan bien a pintura. Además su padre le llevaba a montar a caballo, en su caballito Ratón, llamado así por el color que tenía, al parque de Richmond, y eso era una gran cosa.
Jon había nacido bajo buena estrella, y de su boca, bastante grande por cierto, no se habían escapado gemidos ni lamentos producidos por regañinas o azotes. Eran aquellos tiempos de gran libertad para los niños, y padres y maestros estaban de acuerdo en que había que dejarles hacer lo que quisieran, y a los niños no les parecía mal tal pedagogía. Vino al mundo en 1901, recién pasada aquella fiebre que se llamó guerra anglo-bóer, y el país se preparaba para presenciar el resurgimiento liberal de 1906. Y escogiendo por padre a aquel hombre bonachón de cincuenta y dos años, que había perdido un hijo varón único que tuvo, y por madre una mujer de treinta y ocho, que no había tenido ningún hijo, procedió muy cuerda y acertadamente. Lo que le había salvado de ser una mezcla de perrito faldero y de niño tonto había sido la adoración de su padre por su madre, pues hasta Jon podía darse cuenta que aquella señora no era tan sólo su madre, y que él tenía una situación secundaria en el corazón de su padre. La que disfrutara en el corazón de su madre no lo sabía todavía. En cuanto a la «Tía June», su medio hermana (tan mayor que escapaba al parentesco), le quería mucho, desde luego, pero era demasiado impetuosa. También su bienamada Da tenía en general un proceder espantoso: su baño era frío, sus piernas iban desnudas y no recibía ánimos para que se lamentara de nada. En cuanto a la importante cuestión de su educación, Jon participaba mucho de las ideas de quienes pensaban que los niños no deben ser obligados a nada. Quería bastante a la madeimoselle, que venía dos horas cada mañana a enseñarle a hablar como ella, y también historia, geografía y cuentas; las lecciones de piano que le daba su madre le encantaban, pues en cuanto se cansaba de una melodía le dejaba pasar a otra sin obligarle a practicar las que no le gustaban, y así estaba él siempre ansioso de transformar diez palitos duros en diez dedos sensibles para tocar aquellas cosas tan bonitas. Su padre le había enseñado a pintar cerdos y otros animales. No era un niño demasiado pacífico, pero su buena estrella lucía tanto, que sus travesuras no le acarreaban trastornos notables. Por eso fué terrible para él el día en que teniendo siete años, Da le sujetó contra el suelo sin dejarle que se levantara a hacer algo que a ella no le parecía bien. Esta primera interferencia con su libérrimo individualismo de Forsyte casi le enloqueció. Hubo algo atormentador en aquella postura, sentado en el suelo, sin poderse levantar, temiendo que Da le sujetara así para siempre, para siempre… Sufrió la tortura gritando como un loco durante cincuenta segundos. Y lo peor de todo era el comprender que Da se había estado dando cuenta de lo que él sufría. Así, de esta forma, se le reveló la falta de imaginación de los seres que necesitan hacer una cosa para estar seguros de sus efectos. Y aunque no quería decir nada en contra de Da, le pidió a su madre: «Mamá, no le dejes a Da que me tenga sentado otra vez». «No, rico; no le dejaré», fué la respuesta.
Y Jon quedó satisfecho, ya que su madre era una diosa que lo concedía todo; sobre todo cuando debajo de la mesa, mientras sus padres comían, oyó a su madre decir: «Entonces. Jolyon, ¿se lo dices tú a Da, o se lo digo yo?». Y su padre respondía: «Sí, hay que decirle que no haga eso. Ningún Forsyte puede soportar semejante cosa».
Consciente de que no sabían que estaba debajo de la mesa, el pequeño experimentó la completamente nueva sensación de embarazo de situaciones así, y allí se mantuvo en silencio, dominando el deseo de pedir a sus padres una seta.
Éstas habían sido sus primeras inmersiones en los senos abisales de la existencia. La siguiente gran revelación que tuvo fué un día en que, habiéndose llegado al establo a beber leche recién ordeñada, vio un ternero que se había muerto. Inconsolable, y seguido por el vaquero alarmado de verle, buscó a Da; pero repentinamente se dio cuenta de que no era ella la persona que necesitaba y buscó a sus padres.
—¡Se ha muerto el ternero de Clover!… ¡Qué blando estaba!
El abrazo de su madre y las palabras de «Bueno, rico mío, no llores, no llores…», le tranquilizaron. Pero si el ternero de Clover podía morirse lo mismo que las abejas y las moscas y los escarabajos, entonces podía morirse todo… Fué una sensación terrible…, pronto olvidada.
Después vino que se sentó en un avispero, una experiencia muy punzante, que su madre comprendió mucho mejor que Da. Y nada de importancia vital ocurrió en aquel año, hasta que, después de sentirse un día muy mal, le vino una enfermedad de tener manchitas, de estarse en cama, de tomar cucharadas de miel y muchas naranjas. Entonces fué cuando para él floreció el mundo. Y fué a tía June a quien debió aquel florecer, pues no hizo más que saber que estaba malo, que era un ser desvalido y salió de Londres corriendo para llevarle un montón de libros, los que ella había tenido de niña en circunstancias parecidas. Viejos ya, con muchos colores, se los leía a su hermano hasta que le permitieron leer a él. Entonces, se volvió a Londres dejándoselos todos en regalo. Aquellos libros exaltaron su fantasía, hasta que no pensó ni soñó más que con barcos y piratas, con almadías[73] y mercaderes de sándalo, con caballos con coraza, tiburones, batallas, tártaros, pieles rojas y globos, con el Polo Norte y otras deliciosas extravagancias. Cuando le dejaban levantarse un rato, saltaba la cama de babor a estribor, y navegaba por el mar de una alfombra verde hasta una roca a la que trepaba apoyándose en los tiradores de caoba de los cajones que tenía, para desde allí otear el horizonte con un vaso apretado contra un ojo en busca de las naves enemigas. Hacia diariamente una almadía con el toallero, la bandeja en que le llevaban la merienda y unos almohadones. Guardaba el zumo de sus ciruelas en una botella de medicina, y eso era el ron de que hay que aprovisionar toda almadía digna de tal nombre; no dejaba de elaborar pemmican con trocitos de jamón masticado y secado al fuego, ni de acumular jugo de limón para combatir el escorbuto. Una mañana se hizo un Polo Norte con las sábanas amontonadas debidamente, y hasta el Polo llegó en una piragua de corteza de árbol (que en la vida privada era un brasero) y, tras un terrible encuentro con un oso polar, descansó de sus aventuras. Después, su padre, tratando de proporcionarle cosas más tranquilas, le llevó Ivanhoe, Bevis, un libro sobre el rey Arturo, y Tom Brown en la escuela. Leyó el primero, y durante tres días construyó, defendió y asaltó el castillo de Reginaldo Frente de Buey, haciendo todos los papeles, excepto los de Rebeca y Rowena, con terribles gritos de: En avant, De Bracy!, y otros semejantes. Tras leer el libro sobre el rey Arturo, se dio a ser casi exclusivamente sir Lamorac de Galis, porque, aunque hacía pocas cosas de importancia, le gustaba mucho el nombre de este caballero; y a lomos de su corcel desafió a la muerte con una lanza de bambú por toda arma. Bevis lo encontró un poco soso; además, hacían falta animales salvajes, y él no tenía más que sus dos gatos Fitz y Puck Forsyte, que no toleraban bromas. Y para Tom Brown era demasiado joven. La casa quedó por fin tranquila cuando a la cuarta semana el médico le dio de alta.
Como era mes de marzo, los árboles eran parecidísimos a mástiles de barcos, y para Jon era una primavera de maravilla, que puso a prueba sus rodillas, sus ropas y la paciencia de Da, que siempre tenía que estar lavando y cosiéndolas. Cada mañana, en cuanto acababa su desayuno, podían verle sus padres trepar al viejo roble, el pelo revuelto y los ojos brillantes. Jugaba allí porque con las lecciones no tenía tiempo de irse más lejos. La variedad del viejo roble nunca se agotaba: lo mismo era palo mayor, que trinquete, que mesana, y en cualquier momento podía derribarse, caso de tempestad, con unos acertados hachazos y halando por las estachas. Tras sus lecciones, que terminaban a las once, se iba a la cocina y le daban pan y queso y dos ciruelas, provisión suficiente para un corto viaje del Polo al Ecuador o viceversa. Después, armado hasta los dientes con fusil, pistolas y sable, empezaba la gran aventura del mediodía, encontrándose en ella con innumerables indios, piratas, leopardos y osos. Era difícil verle a aquellas horas sin un machete entre los dientes (como Dick Needham) entre las violentas explosiones de las granadas. Y fueron varias las veces que cazó al jardinero a disparos de guisantes con un canuto que se metía en la boca. Llevaba una vida de violenta acción.
—Este chico es terrible —decía su padre a su madre, bajo el roble—. Me temo que vaya a salir marinero o algo por el estilo. ¿Notas en él algún síntoma de que aprecie la belleza?
—Ni el más ligero.
—Menos mal que no le ha dado por ruedas y motores. Eso no lo puedo yo soportar. Pero me gustaría que tuviera más interés por la Naturaleza.
—Es muy imaginativo, Jolyon.
—Sí, pero a lo bruto. ¿Tiene cariño a alguien?
—A nadie en particular. Pero quiere a todo el mundo. No hay niño más cariñoso ni que se haga querer más que Jon.
—Hijo tuyo, Irene.
En aquel momento, Jon, que estaba subido al roble, les disparó dos guisantes. Pero no disipó las ideas de sus padres. Cariñoso, amable, imaginativo, sanguinario…
Las hojas ya espejaban, y se acercaba el cumpleaños del chico, que era el 12 de mayo, día siempre memorable por la comida especial que le daban.
Entre aquel octavo cumpleaños y la tarde en que estaba en la curva de la escalera, a la luz radiosa del sol, habían ocurrido varias cosas importantes.
Da, cansada tal vez de fregarle las rodillas, o quizá llevada de la fuerza misteriosa que impulsa a las más cariñosas niñeras a abandonar a los niños a su cargo, le había dejado entre lágrimas la misma víspera de su cumpleaños, para casarse «con un hombre». El pequeño Jon, a quien habían ocultado la cosa, estuvo inconsolable una tarde entera. ¡No debieran habérselo ocultado! Dos grandes cajas de soldados con alguna artillería, junto con The Young Buglers, que se contaban entre sus regalos del día, cooperaron con su dolor a transformarle mucho, pues en vez de correr aventuras peligrosas para su persona y vida, se dedicó a juegos más tranquilos en los que el riesgo mortal recaía exclusivamente sobre los soldaditos. De estas formas hizo grandes colecciones de chair a canon[74], y después luchó sucesivamente la guerra Peninsular[75], la de los Siete Años[76], la de los Treinta Años[77] y otras muchas guerras, sobre las cuales había estado leyendo últimamente en una gruesa Historia de Europa que había pertenecido a su abuelo. Las alteraba según su fantasía, y el teatro de operaciones era el suelo de su cuarto, donde nadie podía entrar para no molestar a Gustavo Adolfo, rey de Suecia, o para no pisar un ejército austríaco. A causa del sonido de la voz se había hecho partidario decidido de los austríacos, y viendo que había pocas batallas en que la victoria los sonriera, tenía que inventarlas para que sus favoritos conocieran las mieles del triunfo. Sus generales preferidos eran el príncipe Eugenio, el archiduque Carlos y Wallenstein Tilly y Mack («manías eufónicas[78]» los había llamado su padre, aunque él no sabía qué quería decir de ellos con eso) no podían despertar su entusiasmo por muy austríacos que fueran. Por razones eufónicas, también, le enloquecía Turenne.
Esta fase, que preocupaba a sus padres, ya que le tenía metido en casa cuando debía estar fuera tomando el aire, duró mayo y medio junio, hasta que su padre la hizo acabar regalándole Tom Sawyer y Huckleberry Finn[79]. Cuando leyó aquellos libros algo se conmovió en él, y volvió a salir de la casa, esta vez en busca apasionada de un río. Y no habiendo ninguno en la zona de Robin Hill, tuvo que hacérselo del estanque. Su padre y el vaquero lo sondearon con un palo, y convencidos de su poca profundidad, le permitieron tener una barquichuela que se volcaba fácilmente y en la que se pasaba las horas muertas para ocultarse de las miradas traidoras del indio Joe o de otros enemigos. A las orillas del río se hizo un wigwam[80], de unos cuatro pies cuadrados, con latas de galletas y con techo de ramas. Y allí se metía a comer la caza que no había cazado y los peces que no había pescado en su aventurado vivir, tras cocerlos en la hoguera que no encendía. Así se pasó el resto de junio y el mes de julio, que sus padres pasaron en Irlanda, llevando él una vida solitaria, sin más compañía que las armas y el peligro; y aunque su cerebro no se preocupaba lo más leve por la belleza, de vez en vez se extasiaba ante los colores huidizos y misteriosos del ala de un insecto parado sobre una flor o ante el azul del cielo cuando, tumbado de espaldas, estaba en emboscada esperando a su enemigo.
Tía June, que había quedado a su cargo, tenía en la casa a un chico mayorzote que tosía y que de un montón de barro estaba haciendo una cabeza; así, pocas veces iba a verle a su wigwam. Una vez, sin embargo, fué en compañía de otros dos mayorzotes a verle. Jon, que se había pintado la cara, los brazos y las piernas a bonitas rayas amarillas y azules, con pinturas que le había cogido a su padre, y se había puesto algunas plumas de pato en la cabeza con una cuerda, los vio venir y se ocultó en emboscada entre los árboles. Como había previsto, se acercaron en seguida al wigwam y se arrodillaron para mirar dentro, de forma que con un terrible grito de guerra pudo lanzarse sobre tía June y la otra mayorzota, y arrancarles la cabellera casi por completo antes que pudieran empezar a darle besos de una manera completamente tonta. Los nombres de aquellos mayorzotes eran tía Holly y tío Val, que tenía la cara muy morena y cojeaba un poco y que se reía terriblemente de él. Tomó cariño a tía Holly, que también parecía ser su hermana; pero se marcharon los dos aquella misma tarde y no volvió a verlos. Tras días antes que volvieran papá y mamá, tía June se marchó también, llevándose al mayorzote que tosía y a su montón de barro, y mademoiselle dijo:
—¡Pobre hombre, está muy enfermo! No tienes que ir a su cuarto, Jon; te lo prohíbo.
Y Jon, que no solía hacer lo que le prohibían, no fué, aunque estaba aburrido y triste. La verdad era que ya no quería ni río ni wigwam, que estaba hasta la coronilla de aventuras y que necesitaba algo más dulce, más tierno. Aquellos dos días se le hicieron larguísimos, a pesar de Los hijos del mar, que estaba leyendo. Subió y bajó las escaleras cien veces, y cuando se decidía, se metía en el cuarto de su padre, lo miraba todo sin tocar nada, y después pasaba al cuarto de vestirse; y manteniéndose en un pie, como Salingsby, junto al baño, murmuraba:
—Ho, ho, ho…, ¡perros y gatos!
Palabras secretas que le habían de producir buena suerte. Una vez abrió el armario de su madre, y aspiró hondamente el olor que parecía acercarle a no sabía qué…
Había hecho esto precisamente antes de detenerse en la escalera, bañada de sol, a pensar por qué procedimiento la bajaría. Todos le parecían tontos, y de repente, presa de languidez despectiva, empezó a bajar por los escalones, uno a uno. Mientras bajaba se acordó con toda claridad de su padre; de su barba gris, sus ojos risueños, de su estatura, que siempre parecía enorme a Jon. Pero de su madre no podía casi acordarse. Todo lo que la representaba, en su recuerdo, era algo que se balanceaba y dos enormes ojos negros que le miraban y el olor de su armario, acabado de sentir.
Bela estaba en el hall, corriendo las grandes cortinas y abriendo la puerta principal.
—¡Bela!
—¿Qué quiere, señorito Jon?
—Prepara el té debajo del roble para cuando vengan, que les gusta mucho tomarlo allí.
—Lo que pasa es que es a usted a quien le gusta…
Jon reflexionó: «No; les gustará también a ellos para darme a mi gusto».
Bela sonrió.
—Muy bien; pondré la mesa debajo del árbol si usted se está quieto y no enreda mientras vienen.
Jon se sentó en el último escalón, expresando conformidad. Bela se le acercó y le miró detenidamente.
—Levántese —le dijo.
Se levantó Jon, y Bela le miró por todas partes. No tenía la espalda manchada de hierba y llevaba las rodillas limpias.
—Muy bien, rico, muy bien. Déme usted un beso.
Y el pequeño recibió un beso que sonó como un tiro.
—¿Qué dulce hay? ¡Estoy cansado ya de esperar!
—Hay grosella y hay fresa.
¡Bien!… Eran los que más le gustaban.
Cuando se fué la muchacha, él se quedó quieto. Vio, por la ventana, uno de sus árboles (que era una goleta en alta mar). En el hall exterior, las columnas proyectaban su sombra en el suelo. Se levantó, fué corriendo hasta allí y empezó a saltar de sombra a sombra. Después se puso a dar vueltas alrededor del estanque-fuente. Las flores que había allí eran muy bonitas, pero no olían apenas. Se fué hasta la puerta y se quedó mirando hacia afuera. ¿Y si no vinieran sus padres? Había esperado tanto tiempo, que pensó que no podría soportar otro día de espera. Y después se concentró su mirada en las diminutas partículas de polvo que los rayos de sol arrastraban en su camino. Dando manotazos, quiso coger algunas. Bela debía de haber quitado el polvo a aquel trozo de aire… Pero a lo mejor no era polvo, a lo mejor los rayos de sol estaban hechos de eso, y salió a ver si el sol de fuera era lo mismo. Pues no, no era lo mismo. Había prometido estarse quieto en el hall, pero no podía. Y se marchó al jardín. Arrancó seis margaritas, las bautizó cuidadosamente: Sir Lamorac, Sir Tristán, Sir Lanzarote, Sir Palmerín, Sir Bors y Sir Gawain, y los hizo luchar caballero contra caballero, uno en cada mano, y dándose golpes con las cabecitas amarillas engoladas en cuellos de encaje blanco. Quedó vencedor Sir Lamorac, que como tal había sido designada la flor que tenía el tallo más gordo. Pero aunque quedó con cabeza, daba muestras de gran abatimiento. Un escarabajo andaba lentamente sobre la hierba, crecida, que casi necesitaba siega. Para el insecto, cada brizna era un verdadero árbol cuyo tronco tenía que rodear. Jon, con Sir Lamorac cabeza abajo, hostigó al escarabajo y le puso patas arriba. El pobre perneó como un loco, Jon se rió y perdió interés en la cosa. Sintió un gran vacío. Se tumbó de espaldas. Los limoneros en flor olían a miel, y el cielo estaba azul, con unas nubecitas que debían de saber a limón helado. Oía a Bob tocar Way down upon Swannee ribber con su flauta, y la melodía le puso dulcemente triste. Se volvió de lado y pegó la oreja al suelo. Los indios oían así la mar de cosas que pasaban a lo lejos, pero él no oía nada, como no fuera la flauta de Bob. Pero sí, ¡sí!, se oía otra cosa… ¡Un coche! ¿Los esperaría en la puerta, o subiría las escaleras y cuando llegaran al hall les diría: «¡Mirad!», y se lanzaría a bajar por la barandilla con la cabeza hacia arriba? Pero el coche llegó. ¡Era ya demasiado tarde!… Y no hizo más que esperar, dando saltos de excitación. Su padre salió del coche, le cogió y le levantó en alto, abrazándole.
—¡Cuidado que estás moreno, hombre!
En Jon, el sentimiento de expectación, de necesitar algo, se reavivó fuerte. Y vio a su madre, con un vestido azul y un pañuelo de viaje sobre el sombrero y el pelo, sonriéndole. Saltó todo lo alto que pudo, abrazándola, trenzándole las piernas tras la espalda. La oyó suspirar con sofoco y dejó de apretarle. La miró con sus ojos azules y la besó apasionadamente hasta que le oyó decir:
—Estás muy fuerte, Jon.
Se soltó de ella ante estas palabras, la cogió de la mano y la arrastró al hall.
Mientras estaba debajo del roble comiendo su mermelada, vio en su madre cosas que nunca había visto antes. Por ejemplo, su cara tenía color crema, y en su cabeza había algunos cabellos blancos. En su garganta no había un bulto como en la de su padre, que subía y bajaba cuando comía. En las esquinas de los ojos tenía unas arruguitas muy bonitas, y en definitiva era muy guapa: más que Da, más que Bela, más que tía June y hasta más que tía Holly. Aquella belleza de su madre tenía una importancia especial, y contemplándola, comió menos de lo que esperaba.
Cuando terminaron de merendar, dio un paseo con su padre por el jardín. Habló con él sobre cuestiones de índole general, evitando tratar de su vida privada (Sir Lamorac, los austríacos, el vacío que había sentido aquellos días, ahora repentinamente lleno). Y su padre le habló de un sitio llamado Glensofantrim, donde había estado con su madre, y de los hombrecillos chiquitines que salen del suelo cuando está todo muy tranquilo. El pequeño se detuvo, admirado, con las piernas muy abiertas.
—¿Pero es verdad que salen del suelo, papá?
—No, no es verdad; pero pensé que tú lo creerías.
—¿Por qué?
—Porque eres más joven que yo, y también las hadas…
—Yo no creo en las hadas. No he visto ninguna.
—¡Pues muy bien!… —dijo su padre.
—¿Cree en las hadas, mamá?
Su padre sonrió.
—Tampoco las ha visto. Ella no ve más que a Pan.
—¿Quién es ése?
—Pan es el dios con patas de cabra que corretea por los sitios hermosos.
—¿Estaba en Glensofantrim?
—Mamá decía que sí.
El pequeño Jon abrió más aún las piernas. Luego las cerró, preguntando:
—¿Pero tú le viste?
—No. Yo sólo vi a Venus Anadiómena[81].
Jon quedó pensativo. Venus estaba en el libro aquel de los griegos y los troyanos. Entonces Ana era el nombre y Diómena el apellido.
Mas resultó que era una sola palabra, que quería decir salida de la espuma.
—¿Y sale de la espuma en Glensofantrim?
—Sí, todos los días.
—¿Y cómo es, papá?
—Como mamá.
—Entonces tiene que ser muy… —y aquí se detuvo, salió corriendo, se acercó a la tapia del jardín y empezó a escalarla metiendo manos y pies entre las rendijas de las piedras.
Pero bajó en seguida. El descubrimiento de que su madre era hermosa era algo que tenía que reservarse para sí. El cigarro de su padre duraba tanto, que al fin tuvo él que hablar.
—Quiero ver lo que ha traído mamá. ¿Vamos?
Dijo la cosa descuidadamente, para quitarle importancia. Y quedó muy sorprendida cuando su padre le dijo:
—Anda, anda, y quiérela mucho…
Fué hasta ella con lentitud fingida, y por fin salió corriendo. Entró al cuarto de su madre desde el suyo, pues estaba la puerta abierta. Estaba arrodillada junto a un baúl. Se arrodilló él a su lado.
—¿Qué hay, Jon?
—Nada, que pasaba por aquí.
Y tras un intercambio de besos, se sentó en la ventana y vio cómo su madre desempaquetaba las cosas. La operación le proporcionó más placer que nunca, tanto porque estaba sacando cosas curiosas como porque la podía mirar a placer. Se movía de forma distinta de como todo el mundo, especialmente Bela. Era la persona más refinada que había visto en su vida.
—¿Nos has echado de menos, Jon?
Jon asintió con un violento cabezazo, y habiendo reconocido así sus sentimientos, continuó asintiendo con menos violencia.
—Pero tenías a tía June.
—Sí, pero ella tenía al hombre que tosía.
La cara de su madre cambió y expresó casi rabia. Él se apresuró a añadir:
—Era un pobre hombre, mamá; tosía horriblemente. Yo le quería mucho.
Su madre le abrazó.
—Tú quieres a todo el mundo.
Jon meditó y dijo:
—Hombre…, pchs —y añadió—: Tía June me llevó a la iglesia un domingo.
—¿A la iglesia?
—Quería ver cómo reaccionaba yo.
—¿Y cómo reaccionaste?
—Pues me reí mucho, y me sacó y me trajo a casa en seguida. Pero no estaba malo. Me metí en la cama y me dieron brandy con agua caliente. Estaba estupendo. Después me puse a leer Los chicos de Beechwood.
Su madre se mordió los labios.
—¿Cuándo fué eso?
—Pues, más o menos, hace ya tiempo. Yo quise que me llevara otra vez, pero ella no quiso.
—Ya irás cuando seas mayor.
—Yo no quiero ser mayor. Yo no quiero ir a la escuela —y angustiado por el deseo de decir algo y no atreviéndose, se calló, añadiendo por fin—: Yo quiero estar siempre contigo, mamá.
Y después, para arreglar las cosas, añadió:
—Y esta noche tampoco quiero irme a la cama. Estoy harto de ir a la cama todas las noches, todas las noches…
—¿Has vuelto a tener pesadillas?
—Pues una nada más. ¿Me vas a dejar esta noche que tenga la puerta de tu cuarto abierta, mamá?
—Sí, rico, lo que quieras.
—¿Qué has visto en Glensofantrim?
—Cosas hermosas, muchas cosas muy hermosas.
—Bueno, ¿pero qué es eso de la hermosura y de la belleza?
—Pues… las cosas que nos gustan.
—¿Veo yo aquí cosas hermosas?
Irene se levantó y se colocó junto a él.
—Todos los días las ves. El cielo es hermoso, las estrellas, la luz de la luna, los pájaros, las flores, los árboles… Todo eso es bello. Mira por la ventana. ¿Ves? Pues eso es belleza… para que tú la mires, Jon.
—¿Eso es todo?
—No. El mar es maravillosamente bello, y las olas, con la espalda cargada de espuma.
—¿Tú sales de la espuma cada día, mamá?
Su madre sonrió:
—Pues… cuando me baño en la playa.
Jon extendió repentinamente las manos al cuello de su madre.
—Sí… —dijo misteriosamente—. Tú eres eso, y lo demás son tonterías.
—No, niño, no… —dijo ella riendo.
—¿Cómo que no? Por ejemplo, ¿tú crees que Bela es hermosa? Yo creo que no.
—Bela es joven, y eso ya es mucho.
—Pero tú eres más joven, mamá. Si te das un golpe contra Bela, te haces daño. Y yo no creo que Da fuera hermosa. Y mademoiselle es fea de verdad.
—Mademoiselle tiene una cara muy bonita, hijo.
—Bueno, sí. Pero lo que a mí me gustan son tus rayitos.
—¿Qué rayitos?
Jon le puso los dedos en las comisuras de los ojos.
—¿Estos son los rayitos? Pues si eso es signo de vejez.
—Te salen cuando te ríes.
—Pues antes no me salían.
—Pues a mí me gustan mucho. ¿Me quieres, mamá?
—Mucho, hijo, mucho…
—Yo también. Estamos igual.
Consciente de haberse delatado como nunca antes en su vida, volvió a la energía de Sir Lamorac, de Dick Needham, de Huck Finn y de otros héroes.
—¡Vas a ver lo que hago! —dijo, y escapando de los brazos de su madre, puso la cabeza en el suelo y levantó los pies en alto.
Después, espoleado por la clara admiración maternal, se subió en la cama y saltó al suelo por encima de la baranda de los pies sin tocar nada y sin apoyarse con las manos. Lo hizo varias veces.
Aquella tarde, tras inspeccionar lo que habían traído sus padres, se quedó con ellos a cenar, sentándose entre los dos en la mesita que usaban cuando estaban solos. Estaba muy excitado y se quedó hasta más tarde que nunca. Su madre subió con él, y él se acostó muy despacio para retenerla consigo más tiempo. Cuando estaba ya en pijama, le dijo:
—No te marches mientras estoy rezando.
—No me marcharé.
Arrodillándose y metiendo la cabeza contra la cama, Jon rezó:
—«Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre; vénganos el tu reino, así en la Tierra como en el Cielo». La mamá nuestra de cada día dánosla hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos por los siglos, amén, mamá —y se levantó de un salto, y su madre le cogió y por un rato le tuvo en brazos.
Ya en la cama, no le soltaba la mano, y le dijo:
—Ahora tengo que tocar el piano para papá.
—¿Vas a dejar la puerta abierta? ¿Vas a tardar mucho en acostarte?
—Yo te oiré desde aquí.
—No, no. Tienes que dormirte.
—Hombre, no voy a dormir todas las noches.
—Claro que tienes que dormir todas las noches. Ésta y todas las demás.
—Es que esta noche es especial.
—Pues las noches especiales es cuando más hay que dormir.
—Pero si me duermo, no me daré cuenta de cuándo vienes.
—Pues cuando venga te daré un beso, y si estás despierto, lo notarás, y si estás dormido, ya sabes que te lo doy lo mismo.
El niño suspiró resignado.
—Bueno, hombre —dijo—. No hay más que aguantarse. Y dime: ¿cómo se llama esa que papá cree en ella? Venus Diómedes, ¿no?
—Anadiómena.
—No está mal; pero me gusta más mi nombre, en el que creo yo…
—¿Qué nombre?
Jon respondió lentamente:
—¡Guinevere! ¡De la Mesa Redonda!
Su madre le miraba abstraída.
—¿No se te olvidará venir, mamá?
—No; si te duermes pronto, no.
—Pues trato hecho —y el niño apretó los ojos.
Sintió los labios de su madre sobre la frente y oyó sus pasos. Volvió a abrir los ojos para verla marchar, y suspirando volvió a cerrarlos de nuevo.
Comenzó a pasar el tiempo.
Durante unos diez minutos trató lealmente de dormir, contando jilgueros en fila muchas veces, según la fórmula de Da para irse durmiendo, a medida que se contaban más pájaros. Y le parecía que llevaba horas contando, y pensaba que ya no faltaría mucho para que su madre subiera. Se destapó. «Tengo calor.», dijo en voz alta, que resonó extraña en la oscuridad, como si fuera la voz de otro. ¿Por qué no venía? Se sentó en la cama. Luego se levantó a ver si veía algo. Se acercó a la ventana y corrió un poco la cortina. No estaba oscuro, pero no sabía si porque había salido ya el sol o porque alumbraba la luna, que era muy grande. Tenía una cara divertida y traviesa, como si se estuviera burlando de él, y a él no le hacía gracia mirarla. Pero recordó que su madre le había dicho que la luna era bella y que era bella la noche, y se dispuso a fijarse bien en todo. Los árboles proyectaban sombras muy densas; la tierra parecía como regada de leche, y él podía ver hasta muy lejos, muy lejos…, el mundo entero… Y todo parecía distinto. Además, había un olor muy bueno que le entraba por la ventana.
La luna lunera, redonda y bonita,
brillaba y brillaba con su lucecita[82].
Y tras aquella rima que vino a su mente espontáneamente, se dio cuenta de una música muy suave, preciosa… ¡Era mamá que tocaba! Se acordó de un macarrón que tenía escondido, lo sacó y volvió a la ventana. Se asomó, inclinándose hacia afuera, ora comiendo, ora dejando de masticar para oír el sonido de la música mejor. Da decía que los angelitos tocaban el arpa en el Cielo; pero no sería una música tan bonita como la que tocaba mamá a la luz de la luna, mientras él se comía el macarrón. Un escarabajo hizo un ruidito; una polilla le dio, volando, en la cara. Cesó la música y Jon metió la cabeza dentro. ¡Ahora subiría! No quería que le encontrase despierto. Se acostó y se tapó hasta la cabeza con las sábanas. Pero no había echado la cortina y se colaba en el cuarto un rayo de luna que avanzaba por el suelo hasta los pies de la cama y seguía moviéndose lentamente hacia él como si estuviera vivo. La música sonó de nuevo, pero él la oía ahora lejana, arrulladora, con sueño, con sueño. La música…, tenía sueño…, sueño… sue…
Y el tiempo dejó de pasar, y la música sonó más, y luego menos y calló al fin, y el rayo de luna llegó hasta su cara, y Jon se volvió de espaldas, agarrando fuertemente con su puñito moreno la sábana. Los ojos se le arrugaron. Había empezado a soñar. Soñaba que bebía leche de una jofaina blanca que era la luna, frente a un gran gato negro que le miraba con una sonrisa igual que la de su padre, y que le decía: «¡No bebas demasiado!». Era la leche de aquel gato, claro, y tendió la mano para acariciarlo. Pero ya no estaba allí; la jofaina se había convertido en una cama, en la que estaba acostado, y cuando trató de levantarse no le encontraba fin, y no podía, no podía salir de ella… ¡Era horrible!
Empezó a llorar en sueños. La cama estaba dando vueltas además y estaba a la vez fuera y dentro de él, y danzaba como loca, y la vieja Lee, de Los hijos del mar, estaba revolviéndola. ¡Qué horrible parecía! ¡Más y más de prisa! Siempre más de prisa, hasta que él y la vieja Lee, y la luna, y el gato, eran todos una rueda que daba vueltas y vueltas y vueltas… ¡Qué horror!
Gritó.
Una voz que decía «¡Niño; pero niño, hijo mío!», penetró en la rueda y se despertó, encontrándose en pie en su cama y con los ojos muy abiertos.
Estaba allí su madre, que tenía una cabellera como Guinevere, y agarrándose a ella, metió la cabeza en aquel pelo.
—¡Ay mamá!…
—No pasa nada, tesoro mío. Ya estás despierto. No pasa nada, tranquilízate.
Pero Jon proseguía:
—¡Ay mamá! ¡Ay mamá!…
Y la voz de su madre, calmándole:
—Era la luz de la luna, corazón que te daba en la cara.
El niño balbució:
—¡Y decías que era tan bonita!…
—Para dormir, no, Jon. ¿Cómo entraba? ¿Es que corriste la cortina?
—Quería ver el tiempo, y me… asomé, y te oí tocar…, mamá. Y me comí el macarrón.
Se iba sintiendo más tranquilo, y el instinto de disimular el miedo se iba restableciendo en él.
—La vieja Lee vino y me hizo una de cosas…
—Claro, Jon. ¿Qué cosas no te van a hacer si comes macarrones crudos en la cama?
—No fué más que uno, mamá. Hacía la música preciosa, con el ruidito ese. Te estaba esperando…; ya casi creía que era por la mañana.
—No, rico, si son todavía las once.
Jon quedó silencioso, frotando la nariz contra el cuello de su madre.
—Mamá, ¿está papá en tu cuarto?
—Esta noche, no.
—¿Me dejas que duerma contigo?
—Lo que tú quieras, precioso.
Habiendo ya casi reaccionado, Jon dijo:
—Esta noche pareces distinta.
—Es el pelo.
Jon se apoderó de él, espesa mata de oro con hilillos de plata.
—Me gusta mucho.
Y saltó de la cama, la cogió de la mano y la arrastraba hacia su cuarto. Cuando pasaron, cerró la puerta con un suspiro de descanso.
—¿Qué lado de la cama es el tuyo, mamá?
—El izquierdo.
—Muy bien.
Y sin perder tiempo, sin darle oportunidad a cambiar de opinión, el pequeño se acostó en aquel lecho que parecía mucho más blando que el suyo. Volvió a suspirar, apretó la cabeza contra el almohadón y se quedó examinando la batalla de carrozas erizadas de lanzas y espadas que se desarrolla en todas las mantas cuando se les mira levantar los pelitos a la luz.
—¿De verdad que no pasaba nada? ¿Eh, mamá?
Ante el espejo, su madre murmuró:
—Era la luna y tu imaginación sobreexcitada. No tienes que sobresaltarte tanto hijo.
Y el niño, que no estaba todavía en pleno dominio de sus nervios, gritó:
—Pero no creas que yo estaba asustado… —y siguió contemplando la batalla de carros armados. Se le hacía todo muy largo.
—Anda, mamá, date prisa.
—Hijo, tengo que deshacerme el peinado.
—¡No; esta noche, no! Si mañana volverás a tener que peinarte. Ahora parece que me entra sueño, y si no te acuestas pronto, no podré dormir.
Irene estaba blanca y ondulante frente al tocador, y Jon veía tres Irenes en los tres espejos. Insistió:
—Anda, mamá, que te estoy esperando.
—En seguida, hijo mío, ya voy.
El pequeño cerró los ojos. Todo iba saliendo bien. Sólo que su madre debía darse más prisa. Notó cómo la cama se movía al entrar ella. Y con los ojos cerrados, le dijo:
—Qué bien, ¿verdad?
Oyó que le contestaba; notó que sus labios le besaban la nariz, y acurrucándose contra ella, cayó en sueño tranquilo y profundo que suavizaba todas las angustias pasadas.