Tenía Soames mucho que hacer todavía aquella noche y al día siguiente. Un telegrama a la hora del desayuno le tranquilizó sobre el estado de Annette, y decidió aguardar hasta el último tren de Reading. Emilia le despidió con un último beso y con las palabras:
—No sé lo que hubiera hecho sin ti, hijo mío.
Llegó a su casa a medianoche. El tiempo había cambiado; era agradable otra vez, como si habiendo realizado su último trabajo de hacer a un Forsyte coger un frío mortal, pudiera dedicarse al descanso. Un segundo telegrama que recibió a la hora de cenar le confirmaba las buenas noticias sobre Annette; por eso no tuvo prisa por entrar y se fué a su embarcadero, iluminado por la luz de la luna. Podía dormir allí perfectamente y profundamente cansado, envuelto en el abrigo de piel, se echó sobre un sofá y quedó dormido en el acto. Se despertó al amanecer y se puso a mirar al río, que con una gran curva se introducía en el bosque. En Soames la apreciación de lo bello en la Naturaleza era curiosamente igual que en sus antepasados granjeros, agudizada naturalmente por sus largos años de búsquedas y compras de cuadros de paisajes. Pero él crepúsculo tiene la propiedad de depurar el mayor sentido práctico de la belleza. El mundo que él conocía era, allí en el río, totalmente diferente. Y ahora estaba frente a un mundo irreal, fantástico, en el que nadie había entrado, cual en una playa recién descubierta. El colorido que se extendía ante sus ojos no era el colorido convencional, no era casi color en absoluto. Las formas que veía eran vagas reminiscencias de otras formas; el silencio, asombroso; no percibía ningún olor. Lo que había allí que le conmovía no sabía lo que era, como no fuera la completa soledad en que se hallaba, la ausencia de toda relación con lo humano y con toda propiedad. En un mundo así estaría ya su padre: no se parecería ni tanto al mundo que acababa de dejar. Y Soames pensó qué pintor hubiera reproducido aquel paisaje con justicia. El agua blanca gris del río parecía como el vientre de un enorme pescado. Quizá el mundo que contemplaba fuera todo propiedad privada, excepto el agua. Fuera de ella no había palmo de tierra, ni árbol, ni brizna de hierba que no fuera de alguien. Y una vez todo aquello había sido jungla y pantano y agua; y las criaturas habían discurrido por allí jugando como humanos a dar nombre a las cosas, y en fin, habían conseguido dominar, poseer todo, clasificándolo, ordenándolo y registrándolo ante abogado en registros de la propiedad. Estaba bien hecho aquello. Pero de vez en vez el espíritu del pasado se despertaba para perseguir a los hombres y decirles, como a él: «De mis libres, de mis jamás poseídos y recónditos senos procedes, y a ellas has de volver, y contigo todos tus congéneres».
Y Soames, que experimentaba la emoción y el miedo de este mundo desconocido —nuevo para él y tan viejo—, se dispuso a desayunar y se hizo té en un hornillo de petróleo. Cuando se lo hubo tomado, sacó recado de escribir y escribió dos párrafos:
El día 20 del corriente, y en su residencia de Park Lane, James Forsyte falleció en su nonagésimo primer año de edad. El entierro se verificará a mediodía del 24, en Highgate. Se ruega no envíen flores.
El día 20 del corriente, en El Refugio, Mapledurham, Annette, esposa de Soames Forsyte, dio a luz una niña.
Pero en el secante escribió, con mano temblorosa, la palabra hijo.
Eran las ocho de la mañana cuando entró en su casa. Madame Lamotte estaba empezando a desayunar. Miró sus ropas negras, diciéndole: «¡No me digas nada!» —y le estrechó la mano. Añadió—: Annette está muy bien. Pero el doctor dice que ya no tendrá más hijos. Es una pena. Mais la petite est adorable. Du cafe[70]?
Soames se escapó de ella tan pronto como pudo. ¡Qué francesa! Se pasó media hora paseando por el salón antes que pudiera tener valor para subir al cuarto de su mujer. Al fin llamó, y madame Lamotte le abrió la puerta.
—¡Por fin viene usted! Elle vous attend[71]!
Annette estaba pálida y muy bonita. La niña estaría metida en algún sitio, pues no la veía por ninguna parte. Se acercó a la cama, y una repentina emoción se apoderó de él cuando se inclinó a besarla en la frente.
—¿Eres tú, Soames? Ahora no estoy tan mal, pero he sufrido mucho, mucho. Me alegro de no poder tener más hijos, Soames. ¡No sabes lo que sufrido! ¿Pero no quieres ver a la niña?
—Claro, claro que quiero verla.
A su indicación fué al otro lado de la cama. Al principio vio precisamente lo que esperaba ver: un bebé recién nacido. Pero luego el bebé suspiró e hizo un ligero movimiento, como de un capullo de flor agitado por el aire, algo dulce y conmovedor a un tiempo. Tenía pelo negro. Lo tocó con la punta del dedo. Quería verle los ojos, y la niña los abrió. Eran oscuros, pero no sabía si azules o marrones. Y repentinamente el corazón del padre se sintió lleno de ternura, de dulce calor, de alegría…
—Ma petite Fleur[72] —dijo Annette dulcemente.
—Fleur! —repitió Soames—. Fleur! La llamaremos así.
Y un sentimiento de triunfo y de posesión renovada revivió en él.
¡Dios santo, Dios santo! ¡Aquella cosita…, aquella criatura era… suya…!