Un simple catarro, cogido en su cuarto de ventanas dobles, donde el aire y la gente que le veía eran debidamente filtrados, y de donde no había salido desde, mediados de septiembre y James no lo resistió. Fué tan sólo un poco de frío que atravesó su cuerpo débil y llegó a sus pulmones con rapidez. «No debe coger frío», había declarado el médico, y él había ido y lo había cogido. Cuando lo notó en la garganta, dijo a su enfermera —pues ahora tenía una enfermera—: «Ya sabía lo que iba a pasar con tanto ventilar el cuarto». Todo el día estuvo muy nervioso y sobrepasó todas las precauciones y remedios, emitiendo cada respiración con el mayor cuidado y haciéndose tomar la temperatura cada hora. Emilia no se alarmó.
Pero a la mañana siguiente, la enfermera le dijo:
—No quiere que le tome la temperatura.
Emilia se acercó al lado de la cama sobre la que estaba su marido y le preguntó:
—¿Cómo te encuentras, James? —acercándole el termómetro a los labios.
—¿Para qué es eso? —murmuró—. No quiero saber nada.
Entonces se alarmó Emilia. Le veía respirar con dificultad, terriblemente frágil, pálido, con débiles manchas rosáceas en la piel. Sí que había «tenido preocupaciones» con él, bien lo sabía Dios; pero él era James; había sido James durante cuarenta años, y ella no podía concebir la vida sin James ¡James, que tras su pesimismo, su mal genio, era cariñoso y generoso en verdad para todos!
Durante todo aquel día y el siguiente casi no dijo una palabra. Pero en sus ojos había una mirada que lo comprendía todo y se percataba de todo lo que hacían por él, una mirada que expresaba que estaba luchando, esforzándose por mantenerse. Y Emilia no perdió por completo la esperanza. Su misma inmovilidad, la forma que tenía de conservar el menor resto de energía, mostraba la tenacidad con que estaba luchando. Era emocionante para ella el verle; y aunque guardaba la compostura de su rostro, se le caían las lágrimas cuando salía de la habitación.
A la hora del té del tercer día —ella se había cambiado de vestido, para indicar normalidad y no alarmarle— notó en su marido cierta diferencia. «De nada sirve, estoy agotado», estaba claramente escrito en su cara. Y cuando se le acercó, le dijo:
—Avisa a Soames.
—Muy bien. James, en seguida —le dijo con voz tranquilizadora. Y le besó en la frente. Sobre ella cayó una lágrima, y cuando se la limpió, vio en aquellos ojos una mirada de gratitud. Muy conmovida y ya sin esperanza, envió a Soames el telegrama.
Cuando entró en la casa, procedente de la oscura noche, todo tenía un silencio de tumba. La cara ancha de Warmson parecía hasta afilada; le quitó el abrigo de piel con un cuidado especial, diciendo:
—¿Le vendría bien una copita para el frío, señor?
Soames preguntó con la mirada.
Los labios de Warmson temblaron: «Está preguntando por usted, señor». Y sacó el pañuelo y se sonó ruidosamente. «Hace ya muchos años, señor, muchos años que estoy con su señor padre», le dijo.
Soames le dejó doblando el abrigo y subió las escaleras. Aquella casa, donde él había nacido y crecido, nunca le había parecido tan cálida, tan rica, tan cómoda como le pareció en aquella última peregrinación al cuarto de su padre. No estaba puesta a su gusto, pero reconocía que daba una gran sensación de confort y seguridad. ¡Y la noche estaba tan ventosa, y el cementerio estaría tan frío y solitario!
Abrió la puerta. No le llegó el menor sonido. La luz estaba amortiguada; su madre y Winifred estaban sentadas al otro lado de la cama y la enfermera estaba en el lado más próximo a él, donde había una silla. «Para mí», pensó Soames. Y según entró, su madre y hermana se levantaron, pero él les hizo señal de que se sentaran de nuevo. Se acercó y quedó mirando a su padre. James respiraba muy mal. Tenía los ojos cerrados, y al verle, Soames sintió furiosa rebeldía contra la naturaleza, que oprimía con todo su peso aquel pobre pecho, arrancándole lentamente la vida, la vida del ser que más quería en el mundo. Su padre, que había llevado siempre la vida más ordenada, más moderada, que se privó de todo… ¿Y aquélla era la recompensa? Y sin darse cuenta de que hablaba, dijo en alta voz: «Es muy cruel».
Vio que su madre se cubría la cara con las manos y que su hermana inclinaba la cabeza hacia la cama. Sí; las mujeres resistían las cosas mejor que los hombres. Se acercó más a su padre. Hacía tres días que no le habían afeitado, y sus labios y su barbilla estaban cubiertos de pelo, que casi no conseguía set más blanco que su frente, y que suavizaba su rostro y le daba un aire como de no ser ya de este mundo. Abrió los ojos. Soames se inclinó sobre él y vio que movía los labios.
—Aquí estoy, padre.
—Sí…, ¿qué noticias hay? A… mí… nunca me dicen… —la voz se extinguió y Soames se sintió tan lleno de dolor, que no pudo decir nada. ¿Pero qué iba a decirle? Hizo un gran esfuerzo, juntó los labios y habló:
—Buenas noticias, papá… Annette… un hijo…
—¡Ah! —hizo el paciente, y fué el sonido más raro, más triste y a la vez triunfante…, como el que hace un niño cuando consigue una cosa que desea.
Cerró los ojos, y otra vez aquel jadear comenzó. Soames se sentó en la silla, incapaz de seguir en pie. La mentira que había dicho a su padre, basada en el conocimiento intuitivo de que nunca la descubriría, le había dejado aplanado por completo. Su mano rozó algo: era el pie de su padre, que en el esfuerzo por respirar lo había sacado fuera de las ropas de la cama. Soames lo cogió para taparlo, pero ¿para qué? No podría ya en modo alguno dejar de estar helado para siempre. Un sollozo partió de la garganta de Winifred, mientras que Emilia estaba inmóvil mirando a su marido. Soames hizo señas a la enfermera.
—¿Dónde está el médico? —le preguntó.
—Hemos mandado a buscarle.
—¿No puede hacer algo para calmarle la respiración?
—Pues ponerle una inyección; pero no podrá resistirla. Cuando está así, luchando, dice el doctor que…
—No está ya luchando —susurró Soames—. Se está acabando lentamente… Es horrible…
James se movió desasosegado, como si oyese lo que estaban diciendo. Soames se levantó y se inclinó sobre él. James movió débilmente las manos, y Soames se las cogió.
—Quiere que le incorporen —murmuró la enfermera.
Soames le alzó un poco. Creía hacerlo suavemente, pero por el rostro de James pasó una mirada de cólera casi. La enfermera ahuecó las almohadas. Soames dejó reposar las manos e, inclinándose, besó la frente de su padre. Cuando se levantaba, James le miró con una mirada que venía desde lo más hondo de lo que quedaba en él. «He terminado, hijo mío —parecía decir—. Cuida de todos, cuida de ti; todo queda a cargo tuyo».
—Sí, sí —susurró Soames—. Sí, padre, sí.
A sus espaldas, la enfermera hizo algo que no vio, pues su padre tuvo un pequeño movimiento de reproche, como si le molestara una intromisión; y casi inmediatamente la respiración se le tranquilizó y quedó muy quieto. La expresión enfadada de su cara desapareció y fué reemplazada por una curiosa tranquilidad. Únicamente por algunos movimientos de los labios comprendían que alentaba. Soames se sentó de nuevo, oyó a la enfermera llorar blandamente junto a la chimenea, y le pareció raro que ella, una extraña, fuera la única que lloraba. Oía el ruido de la leña al quemarse. Otro viejo Forsyte que iba a su eterno descanso. ¡Eran maravillosos, maravillosa la forma en que había resistido hasta el final!… Su madre y Winifred se inclinaban hacia adelante, sin quitar los ojos de los labios de James. De repente sufrió como un sobresalto: un sonido lamentable, como no había oído nunca, salió de labios de su padre, como si un corazón ultrajado se hubiera quebrado en sollozos. ¡Y qué corazón áquel, poder realizar aquella última señal de vida! Silencio. Soames miró aquella cara. Ya no había movimiento respiratorio en ella. Estaba muerto. Le besó y salió de la habitación. Corrió escaleras arriba a su dormitorio, su dormitorio antiguo, todavía dispuesto para él; se echó de bruces en la cama y rompió en sollozos que ahogaba con el almohadón.
Poco después bajó. James estaba solo, maravillosamente en calma, libre de todo signo de preocupación, con la gravedad que subraya la vejez y el aspecto de relieve numismático de los muertos.
Soames miró fijamente aquella cara, a la chimenea encendida, a la habitación que abría sus ventanas sobre Londres.
—Adiós… —murmuró. Y se fué.