XII

Soames cruzó la puerta del jardín salió afuera, se paró en el caminito junto al río, y ni se dio cuenta de que había andado. Sólo cuando oyó que las ruedas de un coche apretaban la grava del suelo, se enteró de que el tiempo había pasado y de que el médico se había ido. ¿Qué era, exactamente, lo que le había dicho?

—Ésta es la situación, señor Forsyte: creo que puedo asegurar que vivirá si opero, pero el niño nacerá muerto. Si no opero, lo más probable es que el niño viva, pero el riesgo de la madre será enorme. En cualquier caso, no creo que pueda tener ya más hijos. En su situación, ella no puede decidir por sí misma. Es usted quien ha de decir la última palabra. Decídase, mientras yo preparo lo necesario. Dentro de una hora estaré de regreso.

«¿Qué decidiría? ¡No había tiempo para buscar otro especialista, no había tiempo para nada!…».

El ruido del coche se extinguió, pero Soames todavía trataba de oírlo; después, y en un arranque, tapándose los oídos, dio media vuelta y regresó a la casa. ¡Haberse adelantado de aquella forma, sin poder haber previsto nada, sin tiempo a que llegara su madre!… Su madre era la que debiera decidir, pero no podría llegar de París hasta la noche… Si por lo menos hubiera entendido él la jerga del médico, sus palabras raras, para poder sopesar debidamente todas las probabilidades… Pero era igual que si le hablaran en griego, lo mismo que un problema jurídico para un campesino. Y, sin embargo, tenía que decir la última palabra. Se pasó la mano por la frente, perlada de sudor, aunque el tiempo estaba frío. Aquellos sonidos de la habitación de ella… Volver allí sería peor. Tenía que estar sereno, que conservar la calma. Por una parte, la vida casi segura de su esposa, y la muerte casi cierta de su hijo, y sin posibilidad de otro… Por otra parte, la muerte casi segura de su mujer, y la vida casi segura del niño, y también sin posibilidad de otro. ¿Por qué decidirse? Había llovido los últimos quince días, el río iba muy lleno, y en el embarcadero, alrededor de su bote, había muchas hojas, llevadas allí por el viento, que se mecían sobre el agua. Hojas muertas, hojas sin posibilidad de nada, muerte, muerte… ¡Decidir sobre la muerte! Y nadie que le asistiera, que le acompañara en su trance. Si la vida se perdía, se perdía para siempre. No debía dejarse perder nada que pudiera conservarse, pues si se pierde una cosa, ya no se puede recuperar, quedándose uno desnudo, desnudo como aquellos árboles, hasta que también, carcomido, se venía uno abajo. Y con un ligero sobresalto, se dio cuenta de que no veía a Annette yaciendo en cama, sino a Irene, en el dormitorio de la plaza Montpellier, como hubiera sido lógico que yaciera dieciséis años atrás. ¿Habría vacilado entonces? ¡Ni un instante! ¡Operación, operación, la hubiera exigido! ¡Salvarle la vida, por encima de todo! No es que hubiera decidido nada, es que hubiera pedido, simplemente auxilio, auxilio para ella, aun en la certidumbre de que no le quería. ¡Pero esto…! ¡Ah! No había nada dominante, nada que se le impusiera en su amor por Annette. Muchas veces en los últimos meses, especialmente cuando ella iba adelantándose, se quedaba extrañado. Ella tenía su propia voluntad, era egoísta en su modo de ser francés. Lo que ella hubiera querido estaba claro, sin embargo. «Ella desea el hijo» —pensaba—. Si nace muerto, será terrible para ella no poder tener otro después. ¿Qué pasará después? No pasaría nada. Años y años de vida matrimonial, para nada. Nada que pudiera satisfacerla, siendo tan joven. Nada de qué preocuparse. «Ni ella ni yo. ¡Ni yo…!». Y se golpeaba el pecho con los puños. ¿Por qué no podía reflexionar sin meterse él en los cálculos? ¿Por qué no podría salir de aquello y ver, como si no le afectara, qué era lo que convenía hacer? Miró el reloj. Dentro de media hora, el médico estaría allí. ¡Tenía que decidir! Si se oponía a la operación y ella moría, ¿cómo mirar luego a su madre? ¿Cómo mirar al médico? ¿Cómo enfrentarse con su propia conciencia? Pero si se decidía por la operación, era condenarla y condenarse a no tener hijos. ¿Y para qué se había casado más que para tener un heredero legal? ¡Y su padre…! ¡A las puertas de la muerte, y esperando las noticias! «Es cruel —pensó—. Es cruel tener que enfrentarse con problemas así. ¡Si encontrara alguna forma sencilla de decidir!». Sacó una moneda, pero se la volvió a guardar. Si la tiraba a cara o cruz, sabía de antemano que no quedaría conforme con la muerte. Entró en el comedor, la habitación más alejada de aquella de donde salían aquellos sonidos de angustia. El doctor había dicho que había una probabilidad. Allí la probabilidad pareció mayor: el río no mecía hojas muertas y un fuego alegre ardía, vivo. Soames abrió el aparador. Casi nunca bebía licores, pero se sirvió un whisky y se lo bebió seco, deseando acelerar la circulación de su sangre. «Y Jolyon —pensó— ya tenía un hijo. Tiene la mujer que yo amo de verdad, y además un hijo de ella. Y yo…, yo tengo que renunciar, ¡que destruir!… mi único hijo. No, no. Annette no morirá. ¡Es muy fuerte, es muy fuerte!».

Aún estaba junto al aparador cuando oyó el coche del médico, y salió a su encuentro… Tuvo que esperar a que descendiera del cuarto de la paciente.

—¿Bien, doctor?

—La situación es la misma. ¿Se ha decidido ya?

—Sí. Nada de operación.

—¿No? Bien. Ya sabe usted el gran peligro…

En la cara firme de Soames no se movieron nada sus labios al hablar.

—Decía usted que hay una probabilidad…

—Sí… Pero muy pequeña…

—Y dice que el niño nacerá muerto si se opera, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Y está seguro de que ya no podrá tener otro hijo?

—De eso no se puede estar absolutamente seguro, pero es muy difícil…

—Mi mujer es fuerte. Vamos a arriesgarnos.

El médico miró a Soames con gravedad.

—Actúo bajo su responsabilidad personal, quede bien entendido. Si se tratara de mi mujer, la operaría.

Soames echó atrás la mandíbula como si le hubieran dado un puñetazo.

—¿Puedo ser útil en algo?

—En nada. Lo mejor es que se vaya.

—Estaré en mi galería de cuadros, ya sabe usted.

El médico asintió y echó a andar escaleras arriba.

Soames siguió allí de pie, escuchando. «Mañana a estas horas —pensaba— puedo tener su muerte sobre mi conciencia. ¡Ha sido desleal, monstruoso…!». El mayor abatimiento hizo presa en él. Se fué a donde sus cuadros. Se acercó a la ventana. Soplaba del Norte un viento frío y claro; el cielo estaba muy azul, con grandes cirros blancos; el río estaba azul también y destellaba tras la cortina de árboles oro oscuro. Si se tratara de su propia vida, ¿la pondría en aquel riesgo? «Pero ella sí que arriesgaría mi vida —pensó— para tratar de salvar a su hijo. Pues la verdad es que no me ama…». ¿Y qué otra cosa se podía esperar de una chiquilla tan joven y además francesa? Lo único realmente vital para los dos, para el futuro de su matrimonio, era eso, el hijo. «Hay una probabilidad pequeña de tenerlos a los dos; ¡pues adelante, adelante!». Y empezó a pasearse por la galería. Últimamente había hecho una adquisición que valía una fortuna, y se paró ante ella: una muchacha de espeso cabello rubio, que parecía una masa de metal, que estaba mirando un pequeño monstruo dorado que tenía en la mano. Incluso en aquel momento torturante se dio cuenta del gran negocio que había hecho comprando aquel cuadro y se quedó admirando la calidad de la pintura, la silla en que estaba sentada la muchacha, el suelo, el brillo de su cabello, la expresión de su cara, el color del extraño monstruo que tenía en la palma de la mano. Coleccionar cuadros, hacerse más y más rico… ¿Para qué? Volvió abruptamente la espalda al cuadro y se dirigió de nuevo a la ventana. Algunas de sus palomas, habían salido del palomar y volaban bañándose las alas de sol, resplandeciendo en su purísima blancura. Volaban lejos, trazando en el cielo un inextricable jeroglífico. Annette daba de comer a las palomas, y era bonito ver cómo lo hacía. Tomaban la comida de su mano, sabían que se podía confiar en ella. Y una sensación de angustia llegó a su garganta. No, no moriría…, ¡no podía morir! Era una persona sensata, y era fuerte, como su madre y a pesar de su delicada belleza.

Estaba ya oscureciendo cuando, por fin, abrió la puerta y se puso a escuchar. No se oía nada. Una media luz lechosa se extendía por la escalera. Ya se volvía cuando oyó algo. Miró por el hueco de la escalera y vio una negra sombra que se movía y se quedó helado. ¿Era la muerte? ¿Era la muerte que subía la escalera hacia él? Pero no. Era una de las muchachas de servicio, que le dijo casi sin aliento:

—¡El doctor quiere verle, señor!

Bajó corriendo. La muchacha se retiró en el descansillo para dejarle paso, y le dijo:

—¡Ya está, señor, ya está!

—¿Ya está? ¿Qué quiere usted decir? —preguntó con aire de amenaza.

—¡Que ya ha nacido, señor!

Bajó de cuatro en cuatro los escalones que le faltaban y se dio de manos a boca con el médico, que se limpiaba el sudor.

—¿Qué pasa? ¡Vamos, pronto!

—Viven las dos. Creo que terminaremos bien.

Soames se quedó inmóvil, cubriéndose los ojos con la mano.

—Le felicito a usted —dijo el médico—. Todo ha ido mucho mejor de lo que era de esperar.

Dejó caer Soames la mano con que se tapaba.

—Gracias —dijo—. Muchas gracias. ¿Qué es, qué es?

—Niña. ¡Afortunadamente! Un chico la hubiera matado.

¡Era una niña!

—Ahora, extremando los cuidados, saldremos adelante. ¿Cuándo viene la madre de la señora?

—Esta noche, a las nueve o las diez, creo yo.

—Me quedaré hasta entonces. ¿Quiere usted verlas?

—Ahora no —dijo Soames—. Más tarde, cuando usted se vaya. Voy a enviarle la cena.

Sintió un descanso indecible. Pero una niña… Le parecía desleal. Haberse arriesgado a tanto, haber pasado por aquella agonía para una niña… Quedó en pie junto a la chimenea, empujando los leños con la punta del zapato, tratando de animarse. Pensó en su padre, en el desencanto que sentiría. ¡Qué difícil es tener en la vida todo lo que se quiere! Pero ¿qué se iba a hacer?

Le trajeron un telegrama:

Ven en seguida. Tu padre se muere.

TU MADRE

Lo leyó con una sensación extraña. Creía que, después de tanto, estaría insensibilizado; pero no lo estaba.

Las siete y media. A las nueve llegaría el tren de Reading, y madame, si había llegado a tomarlo. La esperaría y se marcharía en seguida. Pidió el coche, comió algo, distraída y mecánicamente, y subió. El médico salió a recibirle.

—Están durmiendo.

—No entraré —dijo Soames, sintiéndose descargado de un peso—. Mi padre está muriéndose. Tengo que irme. ¿Siguen las cosas bien?

La cara del médico expresó, entre admiración y duda: «¡Si todos fueran tan poco emotivos!», parecía decir.

—Sí, creo que puede usted marcharse tranquilo. ¿Volverá pronto?

—Mañana mismo. Aquí tiene la dirección, de todas formas.

El médico expresó la más sincera condolencia.

—¡Buenas noches! —dijo Soames bruscamente.

Se puso el abrigo de piel. ¡La muerte! Era una cosa muy fría. Fumó un cigarrillo en el coche, uno de sus raros cigarrillos. La noche estaba ventosa y oscura; las luces del coche tenían que buscar cuidadosamente el camino. ¡Su pobre padre…! ¡Tan viejo, tan viejo…! Morir en aquella noche tan fría…

El tren de Londres llegó en el momento en que entraba en la estación, y madame Lamotte, firme y sustancial, vestida de negro, muy rubia a la luz de la lámpara, se encaminó a la salida con una maleta en la mano.

—¿No trae usted más que esto? —preguntó Soames.

—Pero si[67] no tuve tiempo de otra cosa. ¿Cómo está mi pequeña?

—Muy bien… las dos. Una niña.

—¿Una niña? ¡Qué alegría! Tuve un viaje malísimo.

Su negra persona, gruesa, nada disminuida por el malísimo viaje, penetró en el coche.

—Y tú, ¿qué tal, mon cher[68]?

—Mi padre se está muriendo —dijo Soames entre dientes—. Voy a verle. Déle un beso a Annette.

Tiens! —murmuró madame Lamotte—; quel malheur[69]!

Soames se quitó el sombrero y se encaminó al tren, pensando: «¡Estos franceses!…».