La guerra continuaba. Se decía que Nicolás había afirmado que costaría trescientos millones, si no costaba más. La renta pública estaba seriamente amenazada. Pero los gastos no serían en vano: se poseería África del Sur por completo y definitivamente. Y aunque el instinto de la propiedad se siente dolorosamente amenazado a las tres de cualquier madrugada, la serenidad se recupera a la hora de almorzar con el pensamiento de que si algo se tiene, algo ha de costar si ha de merecer la pena. Así, pues, la gente se dedicaba a sus asuntos, iba y venía, como si no hubiera guerra ni cosa parecida. La actitud de la nación era exactamente la de Timoteo con su mapa: no cambiaba de sitio las banderitas. Tampoco se movían ellas solas, claro, ni hacia atrás, ni hacia adelante, y toda animación estaba suspendida.
Y esta suspensión de la animación llegaba a más: había invadido la «Bolsa». Forsyte y había producido una incertidumbre general acerca de lo que iba a pasar. El anuncio del Times, en la columna de bodas, que decía: «Jolyon Forsyte con Irene, hija única del fallecido profesor Heron», había producido algunas dudas sobre si Irene estaba bien reseñada o no. Y, claro, todos dieron un suspiro de satisfacción al considerar que podía muy bien poner: Irene, «anteriormente esposa…», o bien: «la divorciada esposa de Soames Forsyte». Realmente, había habido una gran altura de maneras en la forma que tuvo la familia de tomar aquello. Como James decía, «las cosas son así», y no servía de nada querer que fueran de otro modo.
Pero ¿qué sucedería ahora, que tanto Soames como Jolyon se habían casado? Todos estaban muy intrigados. Decíase que Jorge había apostado con Eustaquio en la proporción de seis a cuatro a que nacía antes un Jolyoncito que un Soamescito. ¡Qué humor tenía siempre aquel Jorge! Se rumoreaba también que él y Dartie se habían apostado a que James no llegaba a los noventa, pero quién en pro y quién en contra de la posibilidad, no lo sabía nadie.
A primeros de mayo. Winifred dio la noticia de que Val había sido herido en una pierna por una bala perdida, y que le declararían inútil. Su mujer era su enfermera. Quedaría algo cojo, pero muy poco, nada de importancia… Quería que su abuelo le comprase una granja para poder dedicarse a criar caballos. El padre de Holly le estaba pasando ochocientas libras al año, de forma que estarían muy bien, ya que su abuelo daba a Val quinientas. Pero de la granja… decía que no sabía, que no le gustaba que Val tirase el dinero.
—Pero el hecho es —argüía Winifred— que Val tiene que dedicarse a algo.
La tía Ester pensaba que quizá el abuelo tuviera razón, pues si no le compraba una granja, de ningún modo podía el muchacho arruinarse siendo granjero.
—Es que a Val le encantan los caballos —decía su madre—. ¡Sería la gran ocupación para él!
Tía Julita pensaba que los caballos daban muchas preocupaciones, y si no, que se lo preguntasen a Montague.
—Val es diferente —era la opinión de Winifred—. Ha salido a mí.
Tía Julita no tenía duda de que Val era muy inteligente.
—Siempre me acordaré —decía— de cuando le dio al pobre la moneda falsa. Su abuelo estaba encantado, pues le parecía prueba de una gran inteligencia. Me acuerdo que opinó entonces que el niño debería ir a la Armada.
Tía Ester intervino.
—¿No creía Winifred que es mucho mejor que la gente joven viva sin correr riesgos?
—Sí —dijo Winifred—. Si estuvieran en Londres, no está mal. En Londres es divertido no hacer nada. ¡Pero allí!… El no trabajar debe de ser una verdadera muerte.
Tía Ester pensaba que estaría muy bien trabajar si tuviera la seguridad de no perder. No era lo mismo que si no tuvieran dinero. Timoteo, desde luego, había hecho muy bien en retirarse. Y Julita quiso saber lo que pensaba Montague.
Winifred no le informó, pues lo que Montague había dicho había sido esto: «Que se espere a que el viejo se muera».
En ese momento anunciaron a Francie. En sus ojos brillaba una sonrisa.
—¡Bueno! —dijo—. ¿Qué os parece?
—¿El qué, hija mía, el qué?
—Lo del Times de esta mañana.
—No lo hemos visto, lo leemos siempre después de cenar; Timoteo lo tiene hasta entonces.
Francie puso los ojos en blanco.
—¿Crees que puedes decírnoslo? —preguntó tía Julita—. ¿De qué se trata?
—Irene ha tenido un hijo en Robin Hill.
Tía Julita contuvo el aliento.
—Pero —dijo— si se casaron en marzo…
—Sí, tía, ¿y no es muy interesante?
—Pues me alegro mucho —dijo Winifred—. Sentí que el pobre Jolyon perdiera a su hijo. Lo mismo podía haberle pasado a Val.
La tía Julita pareció caer en una especie de ensueño.
—¿Qué pensará Soames de esto? Él siempre ha deseado tener un hijo… Un pajarito me lo ha dicho a mí.
—Pues para que lo sepáis —dijo Winifred—, también va a tenerlo.
La alegría resplandeció en los ojos de Julia.
—¡Ay, qué bien! ¿Y para cuándo, para cuándo? —preguntó.
—Para noviembre.
Era un mes de buena suerte… Pero a ella le hubiera gustado que hubiera sido antes. No sabía si James tiraría hasta entonces.
La espera era temible por James nada más, pues ellas estaban acostumbradas a esperar: a esperar a leer el Times, a esperar que algún sobrino fuera a verlas y a llevarles un poco de alegría, a esperar noticias de la salud de Nicolás, a esperar la decisión de Cristóbal de dedicarse «a las tablas», a esperar información sobre la mina del sobrino de la señora Mac Ander, a esperar que llegara el médico a dictaminar sobre la tendencia de Ester a despertarse a las primeras horas de la madrugada, a esperar de la biblioteca libros que siempre estaban pedidos, a esperar que Timoteo se resfriara, a esperar un día bonito, no demasiado caluroso, para darse un paseíto por los jardines de Kensington. A esperar, una frente a la otra, a ambos lados de la chimenea, a que sonase el reloj colocado entre ellas. Siempre esperando, y en la espera, reproduciendo en sus cabecitas las pequeñas alegrías y los dolores del pasado, el recuerdo de esperanzas y desilusiones, de los sucesos del mundo familiar. Y este nuevo suceso era bien digno de que se esperase por él. Soames había sido siempre su favorito, siempre le habían agradecido sus visitas y su gusto en regalarles cuadros, y habían sufrido con él el fracaso de su primer matrimonio. Este nuevo suceso, el nacimiento de un heredero de Soames, era tan importante para él y para su padre, que James no podía morir sin tener la seguridad absoluta de su certeza. A James le disgustaba profundamente la incertidumbre, y con Montague, naturalmente, no podía sentirse satisfecho de no dejar otros nietos que sus hijos. Después de todo, el nombre de uno significa algo… Y como se aproximaba el nonagésimo cumpleaños de James, se preguntaban qué precauciones tomaría para poder llegar a él. Sería el primer Forsyte que llegara a esa edad, y al hacerlo, establecería un nuevo modo de adherirse a la vida, de sujetarla, de continuar gozando de su posesión. Y el saber lo que hacía James era importante a la edad de ellas, que tenían ya ochenta y siete y ochenta y cinco; aunque realmente no tenían por qué preocuparse por ellas, cuando Timoteo no tenía más que ochenta y dos años. Había desde luego, tras la vida, un mundo mejor: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.»[66]. Y ésta era una de las citas favoritas de Julia, uno de sus dichos preferidos, que siempre la confortaba con su insinuación de propiedad inmobiliaria de la que procedía toda la fortuna de su querido Rogelio. La Biblia era, en verdad, un gran recurso, y los domingos que hacía muy bueno iba a la iglesia por la mañana; a veces, llegaba Julia a meterse en el despacho de Timoteo, cuando tenía seguridad de que estaba fuera, y le ponía sobre la mesa, entre los libros que tenía, un Nuevo Testamento abierto, pues como era un gran lector, sin duda, ya que había sido editor en tiempos…, pues lo leería. Pero le había parecido notar que después, a la hora de la cena, Timoteo estaba enfadado. Y Smither le había informado de que más de una vez había recogido, al hacer el cuarto, libros tirados en el suelo. De todas formas, las dos hermanas se temían que el Cielo no fuera tan cómodo y abrigadito como las habitaciones en que ellas (y Timoteo) habían esperado tanto tiempo. Ester, especialmente, no podía soportar la idea de mudarse a otra mansión. Todo cambio —mejor dicho, cualquier idea de cambio, pues nunca había ninguno— la turbaba mucho. La tía Julita, que tenía más espíritu, pensaba a veces que sería muy divertido; ella lo había pasado en grande cuando fué a Brighton el año que murió la pobre Susana. Pero de Brighton todo el mundo sabía que era preciso; mas ¿quién sabía exactamente como era el Cielo? Por eso, lo mejor era seguir esperando.
La mañana del 5 de agosto, cumpleaños de James, sintieron una animación extraordinaria, y Smither llevó de cama a cama, donde estaban tomando su desayuno, algunas esquelitas comentando la fecha. Smither tuvo que ir a llevar cariñosos recuerdo y unos regalitos y a enterarse de cómo estaba James, y si había pasado bien la noche el señor. Y de regreso, Smither podía pasarse por la calle Green —estaba un poco desviado de su camino, pero después podía tomar el autobús de Bond Street, que eso sería un cambio de vida muy agradable para ella—, y decir a la señora Dartie que no dejase de verlas antes de salir de Londres.
Todo esto hizo Smither, aquella magnífica sirvienta de treinta años, enseñada por tía Ana en forma que posteriormente no puede ya conseguirse. El señor hermano de las señoritas y también la señora habían pasado una noche excelente; el señor enviaba recuerdos; la señora había dicho que estaba muy contento, y que no sabía por qué daban tanta importancia a su cumpleaños. Y la señora Dartie también mandaba recuerdos e informaba que iría a tomar el té con ellas.
Tías Julita y Ester, bastante dolidas de que sus regalos no recibieran especial mención —se olvidaban todos los años de que a James no le gustaba que le hicieran regalos, pues le parecía un derroche gastar el dinero así—, quedaron encantadas. Sin duda que James estaba de buen humor, y esto era lo importante. Y empezaron a esperar a Winifred, que llegó a las cuatro, llevando a Imogen y a Maud recién venida del colegio, y «haciéndose una chica preciosa también»; con la presencia de las niñas se hacía extremadamente difícil preguntar noticias de Annette. Tía Julita, de todas formas, reunió decisión y preguntó si Winifred había oído algo y si Soames estaba ansioso.
—El tío Soames está ansioso siempre, tía —interrumpió Imogen—. Ahora que lo tiene, no puede ser feliz.
Aquellas palabras sonaron familiarmente en los oídos de tía Julita. ¡Ah, sí!… Aquel dibujo tan divertido de Jorge, que no les había enseñado a ellas… Pero ¿qué quería decir Imogen? ¿Que su tío siempre quería tener más de lo que tenía? No estaba bien que aquella niña pensase así.
La voz de Imogen se alzó clara y sonora.
—¡Figúrate! Annette es sólo dos años mayor que yo; debe de ser horrible estar casada con el tío Soames.
Tío Julita levantó las manos con horror.
—¡Pero, hija —exclamó—, tú no sabes lo que dices! Tu tío Soames es un hombre ideal para cualquier mujer. Es un hombre muy inteligente, muy guapo y muy rico, y una persona muy educada y nada viejo, si se miran bien las cosas.
Imogen, mirando con su mirada viva a las dos «pobres viejas», sonrió.
—Pide a Dios —dijo tía Julita, muy severa— que te dé a ti un marido así, tan bueno.
—Yo no me casaré con un hombre bueno, tía. Son muy aburridos.
—Lo que te pasará, como sigas así —corrigió Julia—, es que no te casarás con ninguno. Y mejor será que no hablemos de eso —y volviéndose a Winifred, preguntó—: ¿Y cómo está Montague?
Aquella tarde, cuando estaban esperando la cena, dijo a su hermana:
—He mandado a Smither que saque media botellita de champaña dulce, Ester. Tenemos que beber a la salud de James y a la salud de la mujer de Soames. Pero en secreto, Ester, que si se entera Timoteo, le afectará mucho.
—A quienes va a afectar va a ser a nosotras. Pero sí, debemos beber, que es una gran ocasión.
—Sí —dijo Julita arrobada—. Es una gran ocasión. Suponte que tiene un chico, para seguir con las cosas de la familia. Ahora que Jolyon ha tenido un niño también, me parece que es indispensable. Winifred dice que Jorge llama a Jolyon «el barco de tres puentes», por las tres familias que ha tenido. ¡Qué cosas se le ocurren a Jorge! Y figúrate tú… Irene está viviendo por fin en la casa que Soames hizo para los dos. Es duro para el pobre Soames. Y él, que ha sido siempre tan bueno…
Y por la noche, en la cama ya, un poco excitada y muy contenta por el champaña y por el secreto del segundo brindis, estaba con su libro de oraciones abierto y con los ojos fijos en el techo, amarillo a causa del reflejo de la lámpara que alumbraba su presunta lectura. ¡Se sentiría tan dichosa si viera feliz a Soames! Que sí que lo sería ahora, a pesar de lo que había dicho Imogen. Tendría ya todo lo que deseaba: riqueza, mujer, hijo… Y viviría mucho, lo mismo que su padre, y llegaría a olvidar a Irene y toda aquella desgracia. Si viviera ella para comprar al niño de Soames el primer caballito de cartón… Mandaría a Smither al bazar a comprarlo, que fuera muy bonito y grande. ¡Cómo la montaba a ella Rogelio en su caballo, hasta que una vez la tiró! ¡Pero de eso hacía ya mucho tiempo!… «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones». Un ruido extraño llegó a sus oídos. «¡No serán ratones!» —pensó mecánicamente—. El ruido aumentó. ¡Sí! ¡Era un ratón! ¡Y no haberle dicho a Smither que había un ratón en la casa! Se comería las maderas en un decir amén, y habría que traer carpinteros a arreglarías. ¡Qué animales más destructores! Y dejó de pensar y apagó la luz, esperando, con los ojos abiertos, la llegada del sueño que la liberara de preocupaciones.