X

La boda de Soames con Annette tuvo lugar en París el último día de enero de 1901, con tal reserva y secreto, que ni Emilia fué informada hasta que ya se había celebrado. Al día siguiente, Soames llevó a su mujer a uno de esos hoteles de Londres tan tranquilos y cómodos, donde se puede gastar más dinero con menos provecho que en cualquier otra parte de la tierra. La belleza, realzada en su esposa por los mejores vestidos parisienses, producía a Soames mayor satisfacción que si se hubiera hecho de una pieza de cerámica perfecta o de un cuadro maravilloso, y pensaba en el momento de presentarla en Park Lane, en la calle Green y en casa de Timoteo.

Si alguien le hubiera preguntado: «En confianza, amigo, ¿está usted enamorado de esta muchacha?», él hubiera replicado: «¿Enamorado? ¿Y qué es el amor? Si lo que me pregunta es que si siento lo mismo que por Irene en aquellos días en que la conocía y ella no me hacía caso, y yo suspiraba y creía morir, y no encontré descanso hasta que cedió…, pues no. Si me pregunta que si me gusta, que si admiro su juventud y su belleza, si mis sentidos se conmueven cuando la veo, entonces le diré que sí. ¿Que si creo que se portará como es debido, que será una buena esposa y una buena madre de mis hijos? Pues también le diré que sí. ¿Qué más necesito yo? ¿Y qué más dan a sus maridos las tres cuartas partes de las mujeres casadas?». Y si el curioso hubiera proseguido preguntando: «¿Cree usted que es leal tentar a esta muchacha a darse a usted de por vida sin quizá haber llegado verdaderamente a su corazón?», él hubiera contestado: «Los franceses ven estas cosas de otra forma que nosotros. Consideran el matrimonio más bien como una forma de establecerse en la vida, como un medio de tener y criar hijos. Y por mi propia experiencia, le diré a usted que me parece un criterio bastante sensato. Esta vez no esperaré más de lo que puedo recibir o ella puede dar. En años venideros no me sorprenderá tener alguna dificultad con ella; pero entonces ya seré viejo y tendré hijos; cerraré los ojos y los oídos. Yo he tenido ya mi gran pasión. La suya está quizá por llegar…, y no creo que vaya a ser por mí. Le ofrezco mucho y no espero que me devuelva tanto, como no sean hijos, o por lo menos un hijo. Pero de una cosa sí que estoy seguro: de que tiene muy buen sentido».

Y si, insatisfecho todavía, el preguntón prosiguiera: «Entonces, ¿usted no busca unión espiritual en este matrimonio?», Soames hubiera sacado a relucir su sonrisa estereotipada y hubiera respondido: «Pues las cosas, como son. Si yo saco una satisfacción de mis sentidos, si saco perpetuarme, si traigo a mi casa buen humor y buen gusto, ¿qué más puedo pedir a mis años? No me voy a lanzar ahora a sentimentalismos, fuera de tiempo para mí». Y es de esperar que el preguntón tuviera el buen gusto de callarse…

La reina había muerto, y el aire de la ciudad más grande de la tierra estaba gris y tristón de lágrimas no derramadas. Con su abrigo de pieles y su chistera, con Annette junto a él y vestida de pieles también, Soames cruzaba Park Lane la mañana del funeral y del entierro, dirigiéndose a la barandilla de Hyde Park. Aunque siempre le conmovían poco las cuestiones referentes a la cosa pública, este acontecimiento altamente simbólico, este colofón y resumen de un largo e importante período, impresionaba su imaginación. En el 37, cuando subió al trono, el más viejo de los Forsytes todavía estaba construyendo casas para contribuir a la fealdad de Londres, y James, un jovenzuelo de veintiséis años, estaba poniendo los cimientos del ejercicio de su carrera legal. Los coches todavía corrían; los hombres llevaban corbatín y se afeitaban el labio superior; comían ostras de barril, y en la parte trasera de los coches iban mozos de librea de colores; las mujeres decían: «¡La…!», y no eran dueñas de sus propiedades[56]. En el país había manners[57] y pocilgas para los pobres; un pobre diablo podía ser ahorcado por delito de poca monta, y Dickens estaba empezando a escribir. Casi dos generaciones habían pasado, y habían desfilado ante ellas, en sucesión rápida, los barcos de vapor, los ferrocarriles nuevos, el telégrafo, la bicicleta, la luz eléctrica, el teléfono, y ahora los automóviles. La riqueza se había acumulado tanto, que el 8 por 100 había sido desplazado por el 3, y los Forsytes podían contarse por miles… La moral había cambiado, como habían cambiado los modos; Mammon se había hecho el dios de todos, y un dios tan respetable que se engañaba a sí mismo; y aquellos sesenta y cuatro años favorecieron la propiedad y crearon la «clase media bien acomodada», la pulieron, la afinaron, la perfeccionaron hasta que fué casi indistinguible de la aristocracia. Fué una época en que resplandeció tanto la libertad individual, que si un hombre tenía dinero, era libre de hecho y derecho, y si no lo tenía, de derecho, aunque de hecho no. Una época que canonizó la hipocresía de tal forma que el parecer respetable era serlo. Una gran era, a cuya influencia transformadora no había escapado nada, excepto la naturaleza humana y la naturaleza del universo.

Y para presenciar el remate de ésta era, Londres, objeto de todo su mimo, lanzaba a sus ciudadanos por todas sus puertas a Hyde Park, centro del victorianismo, campo de acción de los Forsytes. Bajo el cielo gris, que justamente estaba al borde de la lluvia, la gran masa oscura se congregaba para ver el entierro real. La «vieja y buena» reina, cargada de años y de virtud, había salido por fin de su aislamiento para dar a Londres un día de fiesta. De Houndsditch, Acton, Ealing, Hampstead, Islington y Bethnal Green; de Hackney, Hornsey, Leytonstone, Battersea y Fulham; también de las bellas zonas donde los Forsytes se dan y se cultivan —Mayfair y Kensington, St. James y Belgravia, Bayswater y Chelsea y Regent’s Park— la gente se lanzaba en masa a las carreteras por las que pronto pasaría la muerte engalanada de la mayor pompa y grandeza. Nunca volvería a reinar una reina tanto tiempo, ni la gente a ver enterrada tanta Historia por tan poco dinero. ¡Lástima que la guerra se prolongara y que el laurel de la victoria no pudiera colocarse sobre el féretro! Excepto eso, nada faltaría en la gran ceremonia: allí habría soldados y marinos, príncipes extranjeros, banderas a media asta, repique de campanas y, sobre todo, la enorme masa enlutada, con corazones sinceramente tristes aquí y allí, encubiertos por el decretado luto nacional. Después de todo, más que una reina, iba hacia el lugar del descanso definitivo una mujer, una mujer que había sufrido y hecho frente al sufrimiento con valor, que había vivido bien y prudentemente, según las luces de su criterio.

Algo separado de la gente que se agolpaba al borde de la acera, apoyado en la barandilla del parque, estaba Soames, del brazo de Annette, esperando. ¡Sí! ¡Era la muerte de una era! Ahora, con todo aquello de las Trade Unions, con los laboristas en los Comunes, con la ficción continental que se extendía, con un algo imposible de expresar en palabras, las cosas eran diferentes, extrañas, como aquella noche, cuando lo de Mafeking. Se acordaba de Jorge Forsyte, que decía: «Son todos socialistas, que quieren lo nuestro». Igual que James, Soames no sabía, no podía decir… ¡Aquel Eduardo en el trono!… Las cosas no volverían nunca a estar tan seguras como con la vieja, con la buena Vicky[58]. Convulsivamente, apretó el brazo de su joven esposa. Allí, por lo menos, había algo sustancialmente suyo, algo que justificaba el amor a la propiedad. Muy cerca de ella, y tratando de mantenerla alejada del contacto con la gente, Soames se sentía contento. La masa se acumulaba en torno suyo, comía bocadillos y dejaba caer migas de pan; muchos chicos, que habían trepado como monos a las ramas de los árboles, tiraban ramitas y cáscaras de naranja. Había ya retraso, no tardaría el cortejo funerario en aparecer. Y repentinamente, un poco a su izquierda. Soames vio a un hombre de alta estatura, con sombrero blanco y barba gris, junto con una mujer, también alta, que llevaba un sombrerito redondo de piel con un velo. ¡Jolyon e Irene, charlando, sonriéndose mutuamente, muy juntos, como Annette y él! No le habían visto, y furtivamente, con una sensación extraña en el alma. Soames los observó. Parecían felices. ¿Qué hacían allí ellos, criaturas en situación ilegal, seres completamente rebeldes al ideal victoriano? ¿Qué tenían que hacer entre la multitud? Los dos, dos veces inmorales, presumiendo encima de desenfado y de amor… Y los miró asombrado, admitiendo de mala gana que ella, Irene… ¡Pero no! ¡No admitiría eso de ninguna manera! Y volvió los ojos a otro sitio. ¡No quería verlos, no quería permitir que el deseo viejo y la vieja amargura le dominaran de nuevo! Y entonces Annette se volvió a él y le dijo: «Mira esos dos. Soames. Deben de conocerte. ¿Quiénes son?».

Soames hizo que buscaba por otra parte:

—¿Quiénes, quiénes?

—Allí… Ahora se vuelven. Sin duda te conocen.

—Pues no… Se tratará de una confusión —respondió Soames.

—¡Qué cara tan preciosa! ¡Y qué forma tan distinguida de andar! Elle est très distinguée[59]!

Soames se quedó pensativo. Había entrado en su vida y salido de ella, así, andando de aquella manera, distinguida, altiva, lejana, inalcanzable, siempre eludiendo todo contacto con su alma. Reaccionó vivamente ante aquella visión de su pasado.

—¡Mira, mira! —dijo—. ¡Ya vienen!

Pero mientras estaba junto a su mujer, apretando su brazo, aparentemente absorto en la contemplación del cortejo, se estremecía con la sensación de que algo le faltaba…

La música funeraria y la marcha del cortejo eran lentas, hasta que en medio de un silencio formidable, la larga fila que seguía al ataúd pasó la verja del parque. Oyó a Annette que murmuraba: «¡Qué cosa más triste y más emocionante!», y notó que le apretaba el brazo para, de puntillas, mantenerse mejor; y la emoción de la multitud se apoderó también de él. Allí estaba el féretro de la reina, féretro también de una era histórica, que igualmente moría… Y cuando pasaba, se oyó un gran suspiro colectivo, un rumor hondo que surgía de la gran masa de espectadores, un sonido como Soames nunca había oído, tan inconsciente, primitivo, hondo y violento, que ni él ni nadie podían pensar que habían contribuido a producirlo. ¡Qué sonido tan extraordinario! Era el tributo de una edad histórica a su propia muerte… Sí: se había ido el dominio de la vida. Lo que parecía eterno había muerto al fin. ¡La reina!… ¡Bendita de Dios!

Aquella lamentación asombrosa no era estática: se movía con el féretro, como el fuego corre sobre la hierba seca; persistía, e iba reproduciéndose en la gente milla tras milla. Era un sonido humano, pero inhumano también, producido por la subconsciencia animal, por el conocimiento íntimo de que la muerte ha de llegar a todos. A todos… ¡Nadie puede escaparse!

Se hizo silencio por un instante, por un momento muy breve, para dar reposo a las gargantas y para que las lenguas tuvieran ocasión de manifestar interés por lo que se presenciaba. Soames continuó allí lo necesario para satisfacer la curiosidad de Annette, después la sacó del parque para llevarla a almorzar a casa de su padre en Park Lane.

James se había pasado la mañana mirando por la habitación de su dormitorio. Aquello sería lo último que viera, lo último… ¡La reina había muerto! Claro, ya se estaba haciendo vieja. Swithin y él la habían visto cuando la coronaron, una niña, diminuta, no mayor que Imogen. Después había engordado mucho. Jolyon y él la habían visto cuando se casó con el alemán… No había sido malo, no… Se murió dejó aquel hijo. Y se acordaba de cómo él y sus hermanos y sus amigos habían comentado todo lo referente al muchacho. Y ahora subía al trono. Decían que se había hecho muy serio…, él no lo sabía, no podía decir… Seguro que haría que el dinero volase, no le extrañaría nada. ¡Y cuánta gente allí fuera! No parecía que hiciera tanto tiempo desde que él y Swithin estuvieron también mezclados con la gente frente a Westminster Abbey, cuando la coronación, y Swithin le había llevado después a Cremona… Era muy divertido Swithin; no, no parecía tan lejano el Año Jubilar, cuando se había asociado con Rogelio para alquilar un balcón en Piccadilly. Jolyon, Swithin, Rogelio…, todos muertos ya. Y él cumpliría los noventa en agosto. Y Soames se había casado de nuevo, esta vez con una francesa. Las francesas eran muy así…, pero muy buenas madres, había oído decir. ¡Y cómo cambiaban las cosas! Decían que el emperador alemán estaba en Londres para el funeral. Su telegrama al viejo Krüger había sido de mal gusto. No le sorprendería que el amiguito diera disgusto algún día. ¡Cambiar las cosas! Bueno, que cambiasen. Cuando él hubiera muerto, que se las arreglasen como pudieran; él no sabía nada. Y ahora. Emilia había invitado a Dartie a almorzar, con Winifred e Imogen, para que conocieran a la mujer de Soames… Aquella mujer siempre tenía que estar ideando cosas. Y decían que Irene estaba viviendo con Jolyon. Ahora se casarían, le parecía a él.

—Y mi hermano Jolyon, ¿qué hubiera pensado de todo esto?

Y la completa imposibilidad de saber lo que habría pensado su hermano Jolyon preocupó tanto a James, que se levantó de su silla y comenzó a andar de un lado a otro de la habitación.

«Era muy guapa —pensó—. Yo la quería mucho. Quizá Soames no era adecuado para ella. Yo no sé, no puedo decir… Nosotros no tuvimos nunca problemas con nuestras mujeres». Las mujeres habían cambiado; todo había cambiado… Y ahora, la reina se había muerto; ¡así eran las cosas! Un movimiento de la multitud le hizo detenerse otra vez ante la ventana, tocando el cristal con la punta de la nariz, que se le puso blanca del frío. Ya la llevaban por Hyde Park Corner, ya pasaban… ¿Por qué no iría Emilia? Allí podría verlo todo, en vez de andar entretenida con el almuerzo. En aquel momento, la echaba de menos… ¡Si, la echaba de menos! Entre las ramas desnudas de los árboles podía ver el cortejo, podía ver los sombreros separarse de las cabezas de los hombres; muchos de ellos iban a coger frío, no le extrañaría nada. Tras él, una voz dijo:

—Desde aquí lo ves muy bien, James.

—¡Ya estás aquí! ¿Por qué no has venido antes? Podías habértelo perdido.

Y quedó en silencio, mirando con la máxima atención.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó de pronto.

—No hay ningún ruido. ¿En qué estás pensando? No se van a poner a dar vivas.

—Yo oigo ruido.

—Tonterías James.

Ningún sonido atravesaba los cristales dobles; lo que James oía eran los suspiros quejumbrosos de su corazón ante la muerte de su propia era.

—No me digas nunca dónde me entierran —exclamó de pronto—. No quiero saberlo.

Y se quitó de la ventana. ¡La pobre reina! Ya había descansado. ¡Cuánto había tenido que sufrir! Seguramente estaría contenta de marchar de una vez…

Emilia cogió los cepillos del pelo.

—Tendremos el tiempo justo para cepillarte la cabeza antes que vengan. Hoy tienes que estar muy bien.

—¡Ah! —murmuró James—. Dicen que es muy guapa.

El conocimiento de su nuera se hizo en el comedor. James estaba sentado al fuego cuando la pasaron allí. Se apoyó con ambas manos en los brazos de la butaca y se levantó lentamente. Encorvado, limpísimo en su levita, delgado como una línea euclidiana, recibió la mano de Annette en la suya, y sus ojos ansiosos, incrustados en su piel arrugada, se detuvieron a contemplarla. La juventud de la recién casada se reflejó en él, y un ligero color y viveza acudió a sus mejillas y a su mirada.

—¿Cómo estás, hija? Has visto a la reina, ¿verdad? ¿Qué tal viaje habéis tenido?

De esta forma saludó a la que esperaba le diera un nieto de su nombre.

Al verle tan anciano, tan delgado, tan inmaculado en su vestir, Annette murmuró algo en francés, que James no entendió.

—Sí, sí —dijo—. Ya querréis comer. Soames, vamos. No tenemos por qué esperar a ese Dartie.

Pero precisamente en ese instante llegaron. Dartie había rehusado ir por otro camino para ver «a la vieja». Con un cocktail mañanero se había entretenido un buen rato en el Iseum, y Winifred e Imogen tuvieron que volverse desde el parque para recogerle. Sus ojos pardos se detuvieron en Annette con una mirada de sorprendida satisfacción. ¡La segunda belleza que Soames pescaba! ¿Qué verían en él las mujeres? Bueno, esta nueva le haría una jugada como la otra. Pero mientras tanto, el tipo tenía suerte. Y se retorció el bigote, pues en los nueve meses que llevaba de vida doméstica en la calle Green había recuperado casi toda su serenidad y su carne. A pesar de los esfuerzos de Emilia, de la cordialidad de Winifred y de la simpatía de Imogen, de la ostentosidad de Dartie y del interés que James tomaba por su comida, no era, a juicio de Soames, ningún éxito aquella invitación a la novia. Y se la llevó de allí muy pronto.

—Ese monsieur Dartie —dijo Annette en el coche—. Je n’aime pas ce type… là[60]!

—No, claro… —dijo Soames.

—Tu hermana es muy simpática, y la chica es muy guapa. Tu padre es muy viejecito. Seguro que tu madre tendrá muchas preocupaciones con él. No quisiera estar yo en su lugar.

Soames asintió ante la agudeza de su mujer, ante su claro y duro juicio; pero quedó contrariado pensando: «Cuando yo tenga ochenta, ella tendrá cincuenta y cinco y muchas preocupaciones conmigo».

—Hay otra casa, de mi familia, a que tengo que llevarte —le dijo—. Los encontrarás chocantes, pero hay que hacerlo, y cuanto antes, mejor. Después cenaremos e iremos al teatro.

De esta forma la preparó para la visita a Timoteo. Pero allí todo fué bien; todos estuvieron encantados de ver a su querido Soames después de tanto tiempo. ¡Y aquélla era Annette!…

—¡Pero qué preciosa eres, hija mía! ¡Casi demasiado joven y bonita para Soames! Pero él es muy atento y sabe ser muy buen marido…

Y cuando tía Julita quiso morderse la lengua era ya tarde. No pudo hacer otra cosa que dar un par de besos a Annette, uno debajo de cada ojo, proximidad que después le permitió describírselos a Francie, que pasó por allí: «Son azules como una flor, se sienten deseos de besárselos. No hay duda de que Soames es un perfecto connoisseur[61]. Para ser francesa, y sin ser francesa también, creo que es tan guapa, aunque no tan distinguida y tan atrayente, como Irene. Porque Irene era muy atrayente, ¿verdad? Con aquellos ojos negros, y aquella piel tan blanca y aquel pelo color de…, color de… ¿De qué color era el pelo de Irene? Siempre se me olvida…».

De feuille morte[62] —ayudó Francie.

—Eso es, hojas muertas…, tan raro… Me acuerdo cuando yo era un chiquillo, antes que viniéramos a Londres, que teníamos un perrito precioso, chiquitín, un perrito de paseo, que se decía entonces. Y tenía una mancha en la cabeza y la barriguita blanca y unos ojos marrones muy bonitos, y era una verdadera señora.

—Sí, tía —dijo Francie—. Pero no veo la relación.

—¡Oh! —replicó la tía Julita, bastante desasosegada—. Era una perrita tan atractiva, con aquellos ojos y aquel pelo, ¿sabes tú?… —y quedó en silencio, como si la hubieran cogido en alguna falta—. Feuille morte, Ester, no se te olvide.

Las dos hermanas debatieron ampliamente el problema de si se llamaría o no a Timoteo para que saludase a Annette.

—¡No, no le molestéis! —dijo Soames.

—Pero si no es molestia, ¿sabes? Lo único, que como Annette es francesa, podría tal vez impresionarle algo. Ya sabes cómo le afectó lo de Fashoda. Quizá fuera mejor no arriesgarse, Ester. Y que además es muy bonito tenerla para nosotras solas, ¿verdad? ¿Y cómo estás tú, Soames? ¿Ya se te quitó la tristeza de…?

Ester intervino apresuradamente:

—¿Y qué te parece Londres, Annette?

Soames, inquieto, aguardó la respuesta, que fué sensata y prudente:

—Ya lo conocía; había estado antes.

Nunca se había atrevido a hablarle del restaurante. Los franceses tenían ideas distintas sobre la distinción, y si no andaba con tacto, podría parecer ridículo; había creído preferible hablar de aquello después de casarse, pero ahora quisiera haberlo tratado antes.

—¿Y qué parte conoces mejor? —preguntó tía Julita.

—Soho —dijo Annette con toda tranquilidad.

Soames apretó los dientes.

—¿Soho? —repitió tía Julita—. ¿Soho?

—Esto va a comentarse en la familia —pensó Soames.

—Es muy francés y muy interesante —dijo.

—Sí —dijo tía Julita—. Tu tío Rogelio tenía algunas casas por allí, y como no le pagaban, siempre tenía que estar echando a los inquilinos.

Soames se puso a hablar de Mapledurham.

—Claro, claro —dijo tía Julita—. Vosotros os iréis allí en seguida, ¿no? Nosotros estamos ya tan impacientes esperando que Annette tenga…

—¡Julia!… —exclamó Ester, desesperada—. ¿Por qué no pides el té?

No se atrevió Soames a quedarse al té, y salió llevándose a su mujer.

—Mejor es que no menciones Soho —le dijo ya en el coche—. Es una parte muy sombría de Londres, y tú estás completamente por encima del negocio aquel del restaurante —y añadió—: Quiero que conozcas gente simpática, y los ingleses son terriblemente snobs.

Annette abrió sus claros ojos, con una sonrisita en los labios.

—¿Sí? —preguntó.

«Esa ironía es para mí —pensó Soames. Y la miró con dureza—. Tiene instinto para el negocio; así que tengo que hacer que lo comprenda inmediatamente, y para siempre».

—Mira, Annette: es muy sencillo, no hace falta más que comprenderlo. Nuestras clases acomodadas todavía se creen por encima de las clases comerciales, excepto, claro, de los muy ricos. Será una tontería, pero así es… En Inglaterra no es aconsejable hacer saber a la gente que uno ha tenido un restaurante o una tienda o cosa así. Tal negocio habrá sido de lo más honrado, pero te pone una especie de etiqueta…, ¿sabes?, y no lo pasas bien, pues no puedes tener trato con la gente agradable. Eso es todo…

—Sí —dijo ella—. Lo mismo pasa en Francia.

—¡Ah!… —dijo Soames, completamente sorprendido—. Es que la clase es el todo.

—Sí —convino Annette. Y añadió—: Comme vous êtes sage[63].

«Pues muy bien —pensó Soames mirando a sus labios—. Pero es bastante cínica».

Su conocimiento del francés no era lo suficiente para que hubiera lamentado que ella no hubiera dicho tú. Le pasó el brazo por la cintura, y murmuró con trabajo:

Et vous êtes ma belle femme[64].

Oh, non! —dijo ella—. Oh, non! Ne parles pas français, Soames[65]. ¿Qué es lo que esa señora vieja, tu tía, decía que esperaban con impaciencia?

Soames se mordió los labios.

—Sabe Dios… —dijo—. Siempre está diciendo tonterías —pero él lo sabía también.