IX

En la «Bolsa». Forsyte, el anuncio de la muerte de Jolly, uno más entre tantos soldados, causó sensación. Era extraño saber que Jolyon Forsyte (quinto de ese nombre) había muerto en defensa de su patria sin que se pudiera comprobar directamente por la familia. La noticia reavivó la vieja enemistad contra su padre por haberse descarriado; pues tan grande era aún el prestigio del viejo Jolyon, que los otros Forsytes no podían percibir que habían sido ellos los que habían determinado, con su rectitud, el descarrío. La noticia aumentó, lógicamente, el interés y la ansiedad por la suerte de Val; pero Val se llamaba Dartie de apellido, y le mataran o le dieran la cruz de la Victoria, no sería nunca como tratándose de un Forsyte. Ni siquiera la muerte o la gloria de un Hayman les afectaría demasiado y el orgullo familiar quedaría incólume.

Cómo surgió el rumor de que «algo horroroso, hija mía» iba a suceder, nadie, y menos que nadie Soames, podía explicárselo. Quizá fué que algunos ojos vieron la lista de casos que había de dictaminar el Tribunal y había añadido aquello a lo de «Irene en París, con barba»; quizá las paredes de Park Lane realmente oían y además hablaban… Era el caso que aquello se sabía, que lo susurraban los viejos y lo discutían los jóvenes, y que en todos se daba la seguridad de que el orgullo familiar iba a sufrir pronto un rudo golpe.

Un día que Soames hacía una de sus visitas a casa de Timoteo —la hacía en la seguridad de que tras el proceso ya no haría ninguna—, percibió en el aire que todos estaban enterados. Nadie, claro está, se atrevió a hablar ante él del asunto, pero cada uno de los otros cuatro Forsytes presentes contenía el aliento, seguros de que nada en el mundo evitaría que tía Julita les crease una situación embarazosa: miraba con tanta compasión a Soames, se mordía los labios a punto ya de hablar tantas veces, que tía Ester se excusó y dijo que tenía que ir a lavarle el ojo malo a Timoteo, pues le iba a salir un orzuelo. Soames, impasible, con las cejas levantadas en ligera muestra de desdén, no les hizo una visita muy larga; se marchó con una palabrota a flor de labios.

Afortunadamente para su paz mental, cruelmente trastornada por el venidero escándalo, podía entretenerse día y noche haciendo planes para su retiro, pues había llegado a la amarga conclusión de que tenía que dejar el ejercicio de su carrera. Continuar viendo a todas aquellas personas que de siempre le consideraban como «un tipo de mucha cabeza», como un consejero avispado, después de aquello, no… Las exigencias y el orgullo que tenía, y que tan extraña e inexplicablemente mezclados se hallaban con su instinto de la propiedad, se rebelaban ante el pensamiento. Se retiraría, viviría privadamente, seguiría comprando cuadros, haciéndose un buen nombre de coleccionista… Después de todo, su corazón estaba más puesto en eso, de siempre, que en el ejercicio de la profesión legal. Para poder retirarse debidamente tenía que darse prisa en asociar su firma con la de otra empresa sin que la gente se enterara, pues aquello despertaría sospechas y haría que la humillación proyectara sobre él su sombra amarga. Se había decidido por la firma Cuthcott, Holliday y Kingson, dos de los cuales habían ya fallecido. Según eso, tras la fusión, el nombre de la empresa sería Cuthcott, Holliday, Kingson, Forsyte, Bustard y Forsyte. Pero tras debatir cuáles de aquellos muertos podría tener más influencia con los vivos, se decidió reducir el título a Cuthcott, Kingson y Forsyte, de quienes Kingson sería la parte activa y Soames la pasiva, pues dejando su nombre, prestigio y clientes podía aún Soames beneficiarse de su carrera sin ejercerla.

Una noche, como conviene a un hombre que ha llegado a tal estado de su vida, hizo Soames un cálculo de lo que tenía, y tras considerar amplias depreciaciones por la guerra, vio que poseía unas ciento treinta mil libras. A la muerte de su padre, que desgraciadamente no podía hacerse esperar demasiado, heredaría por lo menos otras cincuenta mil, y su gasto anual llegaba precisamente a las dos mil. Rodeado de sus cuadros, vio ante él una perspectiva de buenos negocios motivados por conocer más que otros. Vendiendo lo que estaba a punto de declinar, conservando lo que todavía se conservaba en ascenso de prestigio y realizando prudentes incursiones en el futuro buen gusto de la gente, formaría una colección única, que a su muerte pasaría a la nación con el nombre de «Legado Forsyte».

Si el divorcio llegaba a ser una realidad, como parecía, tenía ya pensada cuál iba a ser su línea de conducta con madame Lamotte. No tenía ella —lo había descubierto— más que una ambición: vivir de sus rentas en París cerca de sus nietos. Le compraría el Restaurante Bretagne a un precio de fantasía, y madame podría vivir como una reina madre en París de los intereses, invertido lo que él le pagara en forma que ella sabría hacerlo. (Incidentalmente, Soames pensó en poner en su puesto un gerente capacitado, que le sacara buena tajada al restaurante. Había grandes posibilidades en Soho). A Annette le pondría a su nombre quince mil libras, precisamente la cantidad que el viejo Jolyon había legado a aquella mujer.

Una carta del procurador de Jolyon al suyo había descubierto que aquellos dos estaban en Italia. Y le habían concedido una ulterior oportunidad de probar lo que quería, haciendo saber que previamente habían estado juntos en un hotel de Londres. El asunto estaba claro como la luz, y todo quedaría resuelto en menos de media hora; pero durante aquella media hora, él, Soames, pasaría por todos los tormentos del infierno; y tras la media hora, todos los que llevaban el nombre de Forsyte tendrían la sensación de que la rosa del honor familiar se había marchitado. No tenía la ilusión de Shakespeare de que las rosas podían seguir oliendo dulcemente, aunque no tuvieran ya ese nombre sólo y se llamasen rosas marchitas… El nombre era una propiedad, que, al adjetivarse, perdía por lo menos un veinte por ciento de su valor. A no ser Jorge, que había rehusado una vez ser candidato al Parlamento, y —¡oh ironía!— Jolyon, que tenía un nombre en el arte, no había ningún Forsyte distinguido. Pero esa misma falta de distinción del apellido era la prueba más palpable del valer de quienes lo llevaban. Era un nombre privado, grandemente individual, perteneciente exclusivamente a los miembros de su familia; nunca había sido explotado para bien ni para mal. Él, y cada uno de sus parientes lo poseían totalmente, en buen uso, sin otro contacto con el exterior que el impuesto por sus nacimientos, sus matrimonios o sus muertes. Y durante aquellas semanas preparatorias de su abandono de la ley, concibió por ésta un profundo disgusto: tanto lamentaba la profanación que la ley iba a hacer de su nombre, y que tenía que aceptar para poder transmitirlo de una manera legal. La monstruosa injusticia de todo aquello excitaba en él una furia constantemente contenida. Él no hubiera deseado cosa mejor que vivir en limpia intimidad, y ahora tenía que presentarse en el banco de testigos…, tras todos aquellos años vacíos y estériles, a proclamar su fracaso en conservar la esposa, a incurrir en la lástima, la risa y el desprecio de todos. Todo estaba al revés. Ella y aquel individuo eran quienes debieran sufrir. Y, sin embargo, estaban tranquilamente en Italia. En aquellas semanas la ley, a la que había servido tan concienzudamente y a la que con tanta reverencia había considerado siempre, le parecía algo lamentable y absurdo. ¿Qué cosa más absurda podría haber que decirle a un hombre que legalmente poseía a su mujer, pero que por el hecho de que otro se la quitase ilegalmente, se le castigaba a perderla? ¿Sabía la ley que el nombre de un hombre era para cualquiera como las niñas de los ojos, y que era peor ser considerado como engañado que como seductor? Verdaderamente, envidiaba a Jolyon la reputación que le daría el triunfar donde él había fracasado. La cuestión de la indemnización le preocupaba. Quería que Jolyon sufriera; pero recordaba las palabras de su primo: «Pues seré muy feliz», con la sensación de que reclamar que se le indemnizase no implicaría sufrimiento para Jolyon, sino para él, pues a Jolyon le gustaría pagar: tan derrochón era… Además, no parecía muy digno reclamar indemnización. La reclamación se había hecho, desde luego, siguiendo el trámite mecánico de todo proceso; pero según pasaban los días, veía Soames que aquello era otro medio de que se servía la ley para ponerle en ridículo: la gente se reiría entre dientes y murmuraría que había sacado buen precio de su mujer. Y cursó instrucciones para que su procurador estableciera bien claramente que la indemnización se destinaría a obras de caridad. Estuvo algún tiempo pensando qué obras de caridad serían exactamente. Se decidió por un Hogar de mujeres caídas. Pero de noche se despertaba pensando que aquello sería demasiado crudo y atraería demasiado la atención. Le convenía algo más discreto, de mejor gusto… Los perros no le interesaban; si no, hubiera elegido beneficiar a una institución protectora de esos animales; y ya se sentía desesperado, pues su conocimiento de las empresas de caridad era muy escaso, cuando se decidió por alguna Sociedad protectora de ciegos. Aquello no estaría mal, y además llevaría al Jurado a cargar bien la mano.

Muchos casos se iban resolviendo rápidamente, y así el suyo llegaba a su turno en la lista, que aquel verano era extraordinariamente poco densa; se resolvería todo antes de agosto. Y conforme se iba acercando el tiempo, Winifred era su único consuelo: le mostraba el compañerismo de quien se ha visto en las mismas circunstancias, y era la femme sole[55] en que confiaba, bien seguro de que no daría a Dartie parte en sus confidencias. ¡Aquel pillo se alegraría muchísimo! A finales de julio, en la tarde víspera del juicio, fué a verla. Todavía no habían podido marchar de veraneo, pues Dartie se había gastado el dinero para hacerlo y ella no se atrevía a pedirle más a su padre en aquellos momentos en que no quería ver a nadie para no enterarse ni indirectamente del asunto de Soames.

Soames la encontró con una carta en la mano.

—¿Es de Val? —preguntó tétrico—. ¿Qué dice?

—Dice que se ha casado —contestó Winifred.

—Y ¿con quién se ha casado, santo Dios?

Winifred le miró fijamente.

—Con Holly Forsyte, la hija de Jolyon.

—¿Qué?…

—Consiguió permiso y se casó. Yo ni sabía que la conociera. Buena situación, ¿eh?

—¡Buena situación, verdaderamente! Confío en que no sabrán nada de esto hasta que vuelvan. Mejor será que se queden allí por algún tiempo. Jolyon tendrá que darle dinero.

—Pero yo quiero que Val regrese —dijo lastimeramente Winifred—. Me ayuda mucho a soportar esta vida.

—Sí, claro. ¿Cómo se porta ahora Dartie?

—Pues podría portarse peor. Pero siempre estamos con líos de dinero. ¿Quieres que mañana te acompañe al Tribunal, Soames?

Soames le tendió la mano. Y el gesto fué tan expresivo de soledad y abandono, que ella se la estrechó entre las suyas.

—No te preocupes, muchacho. Ya verás, cuando todo pase, qué tranquilo te quedas.

—No sé lo que he hecho. Yo la he querido siempre, siempre…

Winifred vio que de un labio le salía una gotita de sangre, y el verlo la agitó mucho.

—Se ha portado mal contigo siempre —dijo—. Pero ¿qué hago yo ahora con esto de la boda de Val, Soames? Ni sé en qué términos escribirle. Tú conoces a la chiquilla. ¿Es guapa?

—Sí; es guapa. Morena. Y con un aire muy distinguido.

—Pues entonces no está tan mal. Sí; Jolyon siempre tuvo estilo… —pensó Winifred. Y luego dijo en voz alta—: Es un lío. ¿Qué va a pensar nuestro padre?

—Es mejor no decírselo —aconsejó Soames—. La guerra terminará ya pronto; lo mejor sería que Val se quedase allí y se dedicase a granjero.

Era tanto como decir que su sobrino estaba perdido para siempre.

—No le he dicho nada a Monty —murmuró Winifred, desolada.

El juicio se vio antes del mediodía siguiente y duró un poco más de media hora. Soames —pálido, cadavérico y altanero—, en el banquillo de los testigos, había sufrido tanto anteriormente, que recibió la cosa con la impasibilidad de un muerto. En el momento en que oyó el pronunciamiento marchó.

¡Dentro de cuatro horas sería del dominio público! «¡Divorcio de un abogado!». Y una furia amarga sustituyó a la tranquilidad mortal de los últimos momentos. «¡Malditos sean!… No voy a esconderme, no. Haré como si no hubiera pasado nada». Y en el agobiante calor de Fleet Street y de Ludgate Hill, anduvo lentamente hacia su Club de la City, almorzó y volvió a su oficina; allí trabajó denodadamente toda la tarde.

Al marcharse, vio que sus empleados lo sabían todo y contestó a sus miradas involuntarias con una sonrisa tan despectiva que se fueron todos dejándole solo. Frente a San Pablo se paró a comprar el más elegante de los periódicos vespertinos. Sí, allí estaba: «Divorcio de un famoso abogado». «Su primo es el coinculpado». «La indemnización, destinada a los ciegos». ¡No se les había pasado por alto el detalle! Y ante cada cara que veía, pensaba: «¿Lo sabes tú también?». Y se sintió molesto, como si algo le funcionase mal en la cabeza.

¿Qué le pasaba? ¿Se estaba dejando ganar por la impresión? ¡No podía permitirlo, pues se pondría enfermo! Tenía que distraerse, que marcharse al río a pescar y a remar…

Se le ocurrió de repente que tenía algo muy importante que hacer antes de salir de Londres. ¡Madame Lamotte! Tenía que explicarle lo que disponía la ley, que era que habían de transcurrir seis meses antes que se pudiera ver totalmente libre. Pero no quería ver a Annette. Y se pasó la mano por la frente, pudiendo comprobar que estaba ardiendo.

Se dirigió por Covent Garden. Aquel día de últimos de julio, el aire del viejo mercado le ofendía, y Soho le parecía más que nunca el nido sin encanto de toda la peor canalla. Sólo el Restaurante Bretagne, limpio, lindamente pintado, con sus tiestos azules, tenía un aire muy francés de respeto y decoro. Era una hora solitaria, y las camareras esbeltas y ágiles estaban preparando las mesitas para la cena. Soames pasó a la zona reservada a los propietarios. Para su disgusto, fué Annette quien contestó a su llamada. También ella parecía cansada y pálida por el calor.

—Ya no le conocemos a usted —le dijo, lánguida.

Soames sonrió.

—Mucho lo siento, pero es que he estado muy ocupado últimamente. ¿Dónde está su madre, Annette? Tengo que darle una noticia.

—Mi madre no está.

Le pareció a Soames que le miraba de una manera rara. ¿Sabía ella…? ¿Qué le habría dicho su madre? El esfuerzo de deducir algo le produjo un dolor alarmante de cabeza. Se agarró al borde de la mesa, y entre nieblas vio que Annette se le acercaba con ojos de susto. Cerró él los suyos, diciendo:

—No es nada. Creo que he cogido algo de insolación.

Pero no era nada del sol, pues lo que él tenía era un ataque de oscuridad. La voz de Annette, reposada y francesa, dijo:

—Siéntese y se le pasará en seguida.

Su manita se apoyaba en su hombro, para sentarle, y Soames se sentó. Cuando se le pasó todo, abrió los ojos y la vio mirándole. ¡Qué expresión tan inescrutable y rara para una chiquilla de veinte años!

—¿Se encuentra mejor?

—No es nada —dijo Soames.

El instinto le decía que mostrarse débil ante ella no era lo que más podía ayudarle. Ya la edad era un gran inconveniente. La voluntad fuerte era su única arma con Annette. Ya había perdido terreno en aquellos meses de indecisión. No podía permitirse perder más. Se levantó y dijo:

—Escribiré a su madre. Me voy a ir a mi casa del río a pasarme una buena vacación. Quisiera que ustedes dos vinieran a pasar unos días conmigo. Ahora aquello está de primera. Vendrá usted, ¿verdad?

—Sería muy agradable —un arrastrar gracioso de la «r», pero ningún entusiasmo. Y bastante triste, Soames añadió—: Le molesta el calor, ¿verdad, Annette? Le sentará muy bien venir al río. Y adiós.

Annette se balanceó hacia adelante. Y hubo una especie de pesar en su movimiento.

—¿Se encuentra en condiciones de marchar? ¿Quiere que le haga un poquito de café?

—No —dijo Soames con firmeza—. Déme usted la mano.

Le dio la mano, y él se la llevó a los labios. Cuando levantó la vista, la cara de ella mostraba otra vez aquella rara expresión. «No sé, no sé… Pero no debo de pensar en nada. Estoy cansado».

Pero se preocupó mucho según iba hacia Pall Mall. Inglés, de religión distinta, ya viejo, herido como estaba por su tragedia doméstica, ¿qué es lo que podría ofrecerle? Sólo riqueza, posición social, lujo, admiración… Era mucho, sí; pero ¿era bastante para una chiquilla de veinte años? Desconocía por completo el modo de ser de Annette. Además, tenía un miedo extraño al carácter francés de ella y de su madre. Eran gentes que sabían exactamente lo que querían. Eran casi Forsytes. No se agarrarían nunca a una sombra, dejando escapar la materia…

El tremendo esfuerzo que le costó escribir una sencilla nota a madame Lamotte cuando llegó al Club le hizo comprender que llegaba al final de su resistencia física.

Mi querida madame Lamotte:

Por el recorte del periódico adjunto verá usted que al fin he obtenido mi divorcio en el día de hoy. Por la ley inglesa, han de pasar aún seis meses antes que pueda considerarme completamente libre y casarme. En este tiempo tengo el honor de rogarle me considere como pretendiente formal a la mano de su hija. Dentro de unos días le volveré a escribir para rogarle vengan ustedes a pasar conmigo algún tiempo en mi casa del río.

Quedo, señora, a sus incondicionales órdenes,

SOAMES FORSYTE.

Tras sellar y depositar en el buzón la carta, entró en el comedor. Tres cucharadas de sopa le convencieron de que no tenía el menor apetito, y pidiendo que le avisaran un coche, se dirigió a la estación de Paddington y tomó el primer tren que había para Reading. Llegó a su casa cuando estaba ya oscureciendo, y se dio un paseo por el jardín. El aire estaba lleno de olor de claveles y clavellinas que cultivaba en arriates. Del río emanaba una calma sedante.

¡Descanso…, paz! ¡Grandes amigos de los desgraciados! ¡Amigos generosos que evitan que la cólera y la vergüenza persigan, como hórridos pájaros nocturnos, a los que consiguen ahuyentar!

Y el cielo, llenándose de estrellas, le igualaba con la gente sencilla y tranquila de las casitas del río, le hacía dejar de ser él, le ponía en situación de disfrutar de una calma bienhechora y llena de promesas.