Casi nunca estaba ausente del recuerdo de Jolyon el pensamiento de su hijo en aquellos días que siguieron al primer paseo con Irene por el parque de Richmond. No había vuelto a tener noticias; las averiguaciones en el Departamento de Guerra no dieron el menor resultado; tampoco podía esperar noticias de June y Holly por lo menos en tres semanas. En esos días se daba cuenta de cuán escasos eran sus recuerdos de Jolly y de cuán padre a lo amateur había sido para él. Ni un solo recuerdo en que la cólera o el enfado tuvieran papel; ni una sola reconciliación, ya que nunca había habido una ruptura ni una confidencia de corazón a corazón, ni siquiera cuando murió la madre de Jolly. Nada que no fuera afecto medio irónico había existido entre ellos, pues había temido demasiado comprometerse en ningún sentido por miedo a perder su libertad o coartar la de su hijo.
Sólo en la presencia de Irene se sentía tranquilo, pero con tranquilidad altamente perturbada por la siempre creciente percepción de cuán dividido estaba su corazón entre ella y su hijo. Con Jolly le ataba el sentido de continuidad social y sentimiento que había adquirido en sus años juveniles de colegio y Universidad, el sentido de adelantar, de no retroceder, de no estacionarse tampoco en lo que como hijo había esperado su padre de él y como padre había esperado él de su hijo. A Irene le llegaba su amor y gusto por la belleza. Y cada vez sabía menos qué era más fuerte en él. Y de tal parálisis sentimental se vio rudamente despertado, una tarde, precisamente cuando iba a salir para Richmond, por un muchacho que llegó en bicicleta y que se le acercó con una débil sonrisa en su cara extrañamente familiar.
—¿El señor Jolyon Forsyte? ¡Muchas gracias!
Y le dio un sobre, subió a su máquina y partió.
Jolyon, bastante extrañado, abrió el sobre:
Tribunal de Divorcios
Forsyte versus Forsyte y Forsyte.
Una sensación de disgusto y vergüenza. Después, como reacción: «¡Bueno! Aquí tienes lo que deseas y ahora no te gusta…». Pero ella también habría recibido una carta semejante; tenía que ir a verla inmediatamente. Meditó el caso por el camino. Era divertido. Pues dijeran lo que dijeran las Escrituras respecto al corazón, hacía falta más que mero deseo para satisfacer la ley. Podían ellos defenderse perfectamente bien o, al menos, tratar de hacerlo de buena fe. Pero sólo pensarlo desazonaba a Jolyon. Si bien no era de hecho amante de Irene, lo era en deseo, y él sabía que ella estaba dispuesta a ir hacia él: lo había leído en su cara. Y no es que exagerase los sentimientos de ella, pues a su edad no podía esperar despertar una gran pasión en persona que ya la había tenido. Pero ella tenía confianza en él y afecto por él, y sin duda la seguridad de que sería para ella un refugio. Sin duda que no le pediría que la exculpase y se exculpase ante el Tribunal, sabiendo que la adoraba. Gracias a Dios, no tenía aquella enloquecedora escrupulosidad británica que le llevaría a rechazar la felicidad por el torturante placer de rechazar algo. Se alegraría ante la oportunidad de ser libre, tras aquellos diecisiete años de vivir muriendo. En cuanto a la publicidad y el escándalo…, eran inevitables. Exculparse no serviría de nada, no borraría la mancha de ninguna manera. Jolyon experimentaba lo que siempre experimenta un Forsyte cuando ve amenazada su intimidad: si habían de ahorcarle, que fuera por algo. Además, la idea de verse en el banquillo de los testigos, jurando que entre ellos no se había cambiado no ya una palabra, pero ni un gesto de amor, le parecía más humillante que aceptar el estigma del adulterio, y lo mismo de triste y doloroso para sus hijos. La idea de explicar ante un juez y una docena de ingleses típicos sus encuentros en París y sus paseos por el parque de Richmond le horrorizaba. La censura brutal e hipócrita que implicaba el proceso, la probabilidad de no ser creídos, el verla a ella allí, tan bella, soportando las miradas llenas de sospecha y placer malsano de tantos ojos, le era intolerable. No, no; pretender exculparse sólo serviría para hacer reír a Londres y aumentar la tirada de los periódicos. Era mil veces mejor aceptar lo que Soames y los dioses habían querido enviarles.
«Además —pensó sinceramente—, ¿quién sabe si, incluso por mi hijo, debo seguir soportando este estado de cosas? De todas formas, ella saldrá del cepo de una vez».
Y absorto en estos pensamientos, casi no se daba cuenta del excesivo calor que hacía. El cielo estaba cargado de nubes, purpúreo, con alguna mancha blanca. Una gruesa gota de lluvia inscribió una estrella líquida en el polvo del camino cuando llegaba al parque.
«¡Hum! —pensó—. Va a haber tormenta. No creo que con este tiempo haya salido a esperarme». Pero en aquel mismo instante la vio encaminarse hacia la verja. «Tenemos que refugiarnos en Robin Hill», se dijo.
* * *
La tormenta descargó en el Poultry a las cuatro, proporcionando alguna distracción a los empleados de las oficinas. Soames estaba tomando una taza de té cuando le llevaron una carta.
Caso Forsyte versus Forsyte y Forsyte.
Muy señor nuestro:
De acuerdo con sus instrucciones, tenemos el gusto de informarle que hemos hecho las oportunas notificaciones a la parte demandada y a la codemandada en el día de hoy, en Richmond y Robin Hill, respectivamente.
Somos sus atentos y s. s.,
LINKMAN LAVER
Soames se quedó mirando la misiva durante unos minutos. Desde que dio aquellas instrucciones, había estado tentado muchas veces de anularlas: tan grandes eran el escándalo y la vergüenza consiguientes. Además, las pruebas no le parecían ni con mucho definitivas. Por algo que no sabía explicarse, cada vez estaba más convencido de que «las partes demandadas» no habían incurrido en falta. Y sus «instrucciones» servirían para decidirlas, no tenía duda, y el pensarlo le hacía sufrir. ¡Que aquel sujeto consiguiera el amor que él no había conseguido…! ¿Sería todavía tiempo? Ahora que se habían visto amenazados, ¿no estaría él en situación de separarlos? Y pensó: «Pero si no actúo inmediatamente, será tarde después, habiendo recibido las notificaciones como las han recibido. Voy a ir verle. Voy ahora mismo…».
Y enfermo de ansiedad, mandó por uno de aquellos coches nuevos que andaban a motor. Le haría falta mucho esfuerzo para imponerse a aquel hombre, y sólo Dios sabía a qué decisión podrían haber llegado los dos después de aquello… «Si yo fuera un tipo dado a teatralismos, debiera llevar un látigo o una pistola, o algo por el estilo». Pero en vez de eso, cogió un montón de documentos referentes al caso Magentie contra Wake, con la idea de estudiarlos por el camino. Pero ni los miró siquiera, permaneciendo erguido en su asiento, inconsciente de los saltos del automóvil y del olor a gasolina. Debería actuar según la actitud de Jolyon. Lo más importante era no perder la cabeza.
Londres había empezado ya a cuajarse de miles de obreros cuando llegó al puente de Putney, y el enorme hormiguero humano se movía lentamente. ¡Qué masa de hormigas, todas dedicándose a ganarse el sustento, revueltas, en confusión! Quizá por vez primera en su vida, Soames pensó: «Yo podría dejar las cosas como están, vivir como quisiera, disfrutar de dinero… Nadie podría impedírmelo». Pero no, un hombre no podía hacer eso cuando había vivido como él había vivido; no podía pararse a disfrutar las delicias de Capua y a consumir su riqueza y su reputación tontamente. La vida de un hombre era eso: poseer y tratar de poseer. Sólo un loco podría pensar otra cosa. Un loco o los socialistas, o los libertinos…
El «auto» pasaba ahora ante unos hoteles, muy de prisa. «¡Quince millas por hora! ¡Qué barbaridad!… Eso desplazará a la gente fuera de las ciudades. A las ciudades sólo se irá a trabajar». Y pensó en si aumentaría o disminuiría el valor de los pedazos de Londres que su padre poseía. Él, no; no había invertido fondos en esa forma de propiedad, pues el negociante que había en él quedaba ya satisfecho con dedicarse a los cuadros. Y el coche seguía corriendo, ya más allá de Wimbledon Common. ¡Qué entrevista iba a tener! Seguramente que un hombre de cincuenta y tantos años, con hijos ya mayores, no iba a ser tan insensato y no reconocer las cosas. «No querrá deshonrar a la familia —pensaba—. Él quería a su padre como yo quiero al mío, y los dos eran hermanos. Esta mujer acarrea la destrucción por donde pasa. ¿Qué tiene? ¿Cómo es así? Nunca lo he sabido». El coche se desvió por un camino que bordeaba un bosque, y él oyó el canto de un cuco tardío, quizá el primero que había oído cantar aquel año. Había llegado casi frente al sitio en que primeramente había pensado levantar su casa, y que había sido tan poco ceremoniosamente rechazado por Bosinney en favor del lugar de su propio elección. Comenzó a pasarse el pañuelo por manos y cara, respirando hondamente para serenarse. «Hay que tener serenidad, hay que conservar la cabeza», se repetía una y otra vez.
El coche entró al fin en el sendero de la casa que debiera haber sido suya, y oyó el sonar de una música. Se había olvidado de que su primo tenía hijas.
—Puede que salga en seguida o que me entretenga un poco —dijo al conductor. Y tocó la campanilla.
Al seguir a la muchacha hacia el hall interior, se sentía descansado por el pensamiento de que la violencia de la entrevista se vería atenuada por la presencia de June o Holly, la que estuviera tocando el piano. Así, su sorpresa fué tremenda cuando vio que quien tocaba era Irene, mientras que Jolyon escuchaba sentado en una butaca. Los dos se levantaron. A Soames se le acumuló la sangre en el cerebro, y su decisión de proceder de ésta o de otra forma le abandonó instantáneamente. La mirada de sus antepasados granjeros, de los Forsytes aquellos que vivieron cerca del mar, se reflejó en su rostro.
—Muy bonito —dijo.
Oyó que su primo murmuraba:
—Éste no es sitio de… Vamos al despacho.
Y los dos le pasaron por delante, entre las cortinas de la puerta. En la pequeña habitación a que llegaron, Irene se situó, en pie, junto a la ventana, y Jolyon, junto a ella y al lado de una gran butaca. Soames cerró de un portazo, y el ruido le hizo recordar cómo hacía ya muchos años había dado también un portazo ante las narices de Jolyon por meterse en sus asuntos…
—Bueno, ¿qué tenéis que decir?
Su primo tuvo la avilantez de sonreír.
—Lo que hemos recibido hoy te ha quitado todo derecho de hablar. Estarás contento de verte ya cercano a la libertad.
—Ya puedes creerlo —dijo Soames—. He venido a decirte que me divorciaré de Irene con toda clase de pronunciamientos desfavorables para ella, a menos que jures separarte de ella desde hoy mismo en adelante.
Quedó sorprendido de su elocuencia, ya que el temblor de sus manos le hacía pensar que no podría emitir palabra. Ninguno de los dos dijo nada, pero le pareció que le miraban con desprecio.
—Bien —dijo—. Tú, Irene…
Se movieron los labios de ella para contestarle; pero Jolyon la contuvo poniéndole la mano en el brazo.
—¡Déjala en paz! —dijo Soames, furioso—. ¿Estás tú dispuesto a jurar eso, Irene?
—No.
—¿No? ¿Y tú?
—Menos aún.
—Entonces sois culpables, ¿verdad?
—Sí, culpables.
Era la voz de Irene que le contestaba, con aquella frialdad serena que le había enloquecido tantas veces. Y ya fuera de sí, gritó:
—Tú eres el mismísimo diablo.
—¡Márchate! ¡Sal de esta casa o te voy a…!
Aquel tipo tenía el atrevimiento de amenazarle… ¿Sabía lo cerca que estaba de recibir él mismo un correctivo?
—Un hombre de confianza, un hombre que tiene a su cargo los intereses de una persona y que se aprovecha de la propiedad que se le confía… Eres un ladrón que te has apoderado de la mujer de tu primo.
—Llámame lo que quieras. Tú has cogido tu parte y nosotros la nuestra. ¡Fuera de aquí!
Si hubiera llevado un arma, Soames la hubiera usado en aquel momento.
—Me las pagarás… —dijo.
—Pues seré muy feliz.
Ante el doble sentido que podían tener las palabras del hijo de quien le había bautizado «el hombre bien acomodado», Soames quedó destellando cólera. ¡Era ridículo!… Allí estaban los dos, libres de toda violencia por su parte gracias a alguna fuerza secreta, seguros de todo golpe, sin que él tuviera palabras con que dañarlos. Pero de todas formas, él no sabía cómo dar media vuelta y marcharse. No podía separar los ojos de la cara de Irene. Sería la última vez que viera aquella cara fatal, la última vez sin duda.
—Tú —dijo repentinamente— espero que le trates a él como me has tratado a mí.
La vio parpadear, y con una sensación no completamente de triunfo, no completamente de descanso, abrió la puerta, salió y entró en su coche. Se reclinó en el almohadón del asiento, con los ojos cerrados. Nunca en su vida se había visto tan cerca de la violencia criminal, nunca había sentido tan lejos de él la continencia que constituía su segunda naturaleza. Se sentía desnudo de toda virtud, de toda caridad. El sol le entraba por las ventanillas, pero tenía frío. La escena había pasado ya; no quedaba nada en él, no podía materializar nada, y se sintió asustado, como si hubiera estado caminando al borde de un precipicio, como si a poco más se comprendiera loco. «Yo no valgo para ciertas cosas —se dijo—. No valgo…». El automóvil aumentaba su velocidad, y en procesión mecánica, árboles, casas y personas pasaban ante él.
—Me siento malo. Voy a tomar un baño turco. He estado muy cerca de algo terrible…
El coche siguió por el puente a la carretera de Fulton, en el Parque.
—Al Hammam —dijo Soames.
Era curioso que en un día tan caluroso el calor fuera tan agradable. Al pasar por el caluroso portal, se encontró con Jorge Forsyte, que salía, colorado y resplandeciente.
—¡Hola! —le saludó—. ¿Para qué te estás entrenando? No tienes mucha grasa que te estorbe.
¡El muy bufón! Soames pasó a su lado con su sonrisa altanera. Tumbado de espaldas, frotándose la piel ante los primeros indicios de sudor, pensaba: «¡Qué se rían si quieren! Yo no me voy a dar cuenta de nada. No puedo soportar las violencias. No es bueno para mí».