V

Una carta lacrada, con el sobre escrito por la letra del señor Polteed, permaneció en el bolsillo de Soames durante dos horas de intenso trabajo en los asuntos de la Nueva Compañía Carbonera, que en declinación desde el mismo momento casi de la separación del viejo Jolyon de su presidencia, había empezado a hundirse tan rápidamente que no se podía esperar sacar ya nada de ella. Se llevó la carta y la leyó en su Club cuando fué a almorzar.

En un rincón apartado, y ante un plato de carne con patatas, leyó:

Muy señor mío:

De acuerdo con sus instrucciones, hemos obtenido buenos resultados. La observación de 47 nos ha permitido localizar a 17 en el Hotel Green, de Richmond. Ambas partes han sido vistas diariamente durante la semana pasada en el parque de Richmond. Desde luego, nada totalmente definitivo ha podido observarse. Pero en adición a los hechos acaecidos en París a comienzos de año, me permito creer que nos basta para satisfacer a cualquier Tribunal. Continuaremos con nuestra vigilancia hasta que tenga a bien cursarnos ulteriores instrucciones.

Muy atento de usted s. s.,

CLAUDIO POLTEED.

Soames leyó la carta otras dos veces y llamó al camarero.

—Llévese esto. Está frío.

—¿Le traigo otra cosa al señor?

—No. Sírvame café en la otra habitación.

Y pagando lo que no había comido, salió, cruzándose con dos conocidos, sin dar la menor señal de haberlos visto.

¡Satisfacer al Tribunal! Se sentó, pensándolo, ante una mesita redonda de mármol, a tomar el café. Le puso bastante azúcar y se lo bebió. ¡Le deshonraría ante los ojos de sus propios hijos!… ¡Aquel Jolyon!… Y levantándose lleno de resoluciones de violencia, se dio cuenta del inconveniente de ser su propio procurador. No podía tratar aquel asunto escandaloso en su despacho. Tenía que confiar el manejo de su dignidad a un extraño, a otro mercader en deshonras familiares. ¿A quién podría dirigirse? Quizá a Linkman & Laver, de Budge Row. Eran personas en quienes se podía confiar, no muy destacados, conocidos sólo de vista. Pero antes de verse con ellos debía verse con Polteed una vez más. Pero este pensamiento le hizo vacilar. ¿Descubrir su secreto? ¿Cómo explicarse? ¿Cómo exponerse a la burla y al desprecio de aquel reptil? Aunque sin duda, el sujeto aquel lo sabía. ¡No iba a saberlo!… Y pensando que cuanto antes acabase el asunto sería mejor, tomó un coche y se hizo llevar al West End.

En aquel tiempo caluroso, la ventana del señor Polteed estaba realmente abierta, y la única precaución que la defendía era una tela metálica fina que impedía que entraran las moscas. Dos o tres que habían querido entrar habían quedado aprisionadas y estaban seguras de ser devoradas inmediatamente. El señor Polteed, siguiendo la mirada de su cliente, se levantó con aire de disculpa y cerró.

«¡Burro presumido!», pensó Soames. Como todos los que en el fondo tienen confianza en sí mismos, se estaba sobreponiendo a la situación, y con su sonrisita oblicua, dijo:

—He recibido su carta. Voy a actuar. Supongo que usted se habrá dado cuenta de quién es la señora que hemos estado vigilando, ¿verdad?

La expresión de la cara del señor Polteed fué una verdadera obra maestra. Con toda claridad decía: «Lo sé únicamente desde el punto de vista profesional, pero personalmente no me interesa… Lo siento». Y con la mano hizo un gesto, como diciendo: «Ésas son cosas que pueden pasarle a cualquiera».

—Pues bien —dijo Soames mojándose los labios—: no hay que decir más. Voy a encargar a Linkman & Laver del asunto. No necesito conocer su declaración, pero tenga la bondad de informarlos de todo a las cinco, y continúe observando el mayor secreto.

El señor Polteed había cerrado los ojos, como para llevar la cosa más en secreto todavía.

—Caballero… —dijo.

—¿Está usted seguro —preguntó Soames con energía— de que podremos aducir motivo suficiente?

—Puede arriesgarlo todo a esa carta —contestó el otro—. Con lo que tenemos y con la naturaleza humana…, puede arriesgarlo todo en la seguridad de no perder.

Soames se puso en pie.

—Pues entrevístese con el señor Linkman. No se moleste en levantarse.

No podía soportar el acostumbrado deslizamiento rápido del señor Polteed entre él y la puerta. Bajo la luz ardiente del sol, se secó la frente y el cuello en Piccadilly. Ya había pasado lo peor, ya podía soportar más tranquilo a los extraños. Y se volvió a la City a seguir con lo que le quedaba por hacer.

Aquella tarde en Park Lane, mientras veía cenar a su padre, se sintió angustiado por su deseo de tener un hijo, un hijo que le viera cenar a él cuando fuera viejo, al que poder sentar sobre sus rodillas como James le había sentado a él; un hijo que le comprendiera y le entendiera, como tendría que ser por llevar su propia sangre; que le comprendiera y le diera ánimos, que llegara a ser más rico y a tener más cultura que él, ya que comenzaría mejor de lo que él había comenzado. Hacerse viejo, como aquella figurilla flaca como alambre, su padre, y estar solo con riquezas que a nadie pudiera transmitir; no interesarse en nada por falta de sentirse continuado en el futuro, que sus bienes fueran a pasar a manos y bocas de personas que le importaban un pepino… ¡No! Haría todo lo necesario para quedar libre y poder volverse a casar, y tener un hijo de quien cuidarse y que se cuidara después de él, y poder hacer lo que hacía en aquel momento su padre: mirar una vez su postre y otra a su hijo, sintiéndose acompañado…

Pensando así, se fué a la cama. Pero estando entre las finas sábanas de Emilia, se vio acosado por recuerdos torturadores: recuerdos de Irene, casi recuerdos táctiles y concretos de su piel… ¿Por qué había sido tan tonto como para volver a verla de nuevo y permitir que su ser entero se llenase de la vieja oleada de atracción? Y ahora ella estaría con aquel tipo, con aquel ladrón…