III

En la tarde que Soames pasó a Francia. Jolyon recibió un cablegrama en Robin Hill:

Su hijo, enfermo tifoidea; no peligro inmediato; cablegrafiaré de nuevo.

Llegó el cable a una familia ya agitada por la partida inmediata de June, cuya unidad sanitaria partía al día siguiente. Estaba June en el acto solemne de confiar al cuidado de su padre a Eric Cobbley y a su familia cuando llegó la noticia.

La resolución de ser enfermera de la Cruz Roja, tomada bajo el estímulo del alistamiento de Jolly, se había visto muy menguada por la irritación que sienten todos los Forsytes cuando hay algo que coarta su libertad individual. Entusiasmada primero con «lo maravilloso» de su trabajo, no había pasado un mes sin que considerase que ella sola podría aprender más de enfermera de lo que otros pudieran enseñarle. Y si Holly no hubiera seguido su ejemplo inscribiéndose también en los cursos, ella se hubiera anulado inevitablemente. La partida de Jolly y Val en abril, con su Cuerpo, había reforzado después su decisión. Pero ahora, a punto de marcharse, dejando a Eric Cobbley, con esposa y dos hijos, perdido en las aguas procelosas de un mundo hostil a su arte, hubiera quebrantado por completo su resolución de no haber llegado aquel cablegrama. El leerlo, con su noticia intranquilizadora, fué decisivo. Ella misma cuidaría y curaría a su hermano, no creía que se lo fueran a impedir. Jolyon, siempre escéptico, tenía sus dudas. ¡Pobre June! ¿Eran capaces los Forsytes de su generación de darse cuenta de cuán ruda y brutal es la vida? Desde que supo la llegada de su hijo a Ciudad del Cabo, el recuerdo del muchacho había sido para Jolyon una enfermedad recurrente. No podía dominar el sentimiento de que Jolly estaba en peligro. El cable, aunque grave, fué para él un descanso. Al menos estaba fuera del alcance de las balas. Y, sin embargo, aquellas fiebres tifoideas eran muchas veces mortales… ¿Por qué no podía ser él quien muriese en aquel lejano hospital en vez de su hijo? El antiforsyteano autosacrificio de sus hijos había dejado boquiabierto a Jolyon. ¡Y los tres se habían dispuesto a servir a la patria! Hubiera cambiado de puesto con Jolly, porque le quería tiernamente. Pero a ellos no los impulsaba ningún motivo personal. Sin duda estaba asistiendo al declinar de una especie…

Aquella tarde, Holly se le acercó junto al viejo roble. Había crecido mucho en aquellos meses de adiestramiento en el Hospital. Y viéndola aproximarse, pensó: «Ésta, aunque es una niña, tiene mucho más sentido que June. Gracias a Dios que no se me va también». La muchacha se había sentado, silenciosa. «Siente lo que pasa tanto como yo», se dijo. Y viéndola mirarle fijamente, le habló:

—No te aflijas demasiado, hija mía. Si no estuviera enfermo, estaría en mucho mayor peligro.

Holly se levantó.

—Tengo que hablarte, papá. Jolly se alistó por culpa mía.

—¿Qué se alistó por culpa tuya?

—Cuando tú estabas en París, Val Dartie y yo… nos enamoramos. Solíamos ir a pasear a caballo por el Parque de Richmond; nos hicimos novios. Jolly se enteró y creyó que debía oponerse. Y desafió a Val a enrolarse. Toda la culpa fué mía, papá… Y yo quiero ir también. Pues si algo sucede a alguno… Además, yo he aprendido tanto como June.

Jolyon la miró con una estupefacción teñida de ironía. ¡Aquélla era la respuesta al acertijo que había estado intentando solucionar! Sus tres hijos eran Forsytes después de todo. Pero contuvo las palabras sarcásticas que iban a salir ya de sus labios. La ternura para con los jóvenes era quizá el artículo supersagrado de su credo. Había obtenido, sin duda, lo que merecía. ¡Novia de Val Dartie! Por eso había perdido contacto e intimidad con su hija. ¡Novia de un sobrino de Soames, de uno del bando enemigo!… Era muy lamentable… Cerró su caballete, y colocó lo que había estado pintando contra el roble.

—¿Se lo has dicho a June?

—Sí. Y cree que podrá meterme en su camarote de alguna manera. Es camarote individual, pero una puede dormir en el suelo. Si tú no te opones, ella irá y conseguirá el permiso.

—¿Oponerme? —pensó Jolyon—. Ya es tarde para que pueda hacerlo —pero volvió a contenerse.

—Eres muy joven, hija. No te lo van a permitir.

—June ha conseguido ya que autoricen a algunas personas ir a Ciudad del Cabo. Si no me dejan ser enfermera, puedo estar allí y seguir aprendiendo. ¡Déjame ir, papá!

Jolyon se echó a reír porque sentía ganas de echarse a llorar.

—Yo nunca he impedido a nadie hacer lo que crea mejor —dijo.

Holly le echó los brazos al cuello.

—¡Papá, papá! ¡Eres lo más bueno del mundo!

—Eso quiere decir que soy lo peor —pensó Jolyon—. Si alguna vez tuvo dudas sobre la bondad de su criterio de tolerancia, fué aquélla.

—No estoy en buenas relaciones con la familia de Val —explicó—. A Val no le conozco, pero Jolly no le tiene ninguna simpatía.

Holly quedó con la mirada perdida en la lejanía.

—Yo le quiero.

—Entonces, no hay más que hablar —dijo Jolyon secamente. Después, viendo la expresión de la cara de su hija, la besó, pensando: «¿Hay algo más hermoso que el amor de la juventud?». Aunque él llegara a prohibir partir a su hija, era claro que debía sacar el mejor partido de la situación, para ganar y asegurar su cariño. Así, pues, fué a Londres con June. Bien por la insistencia de ella, bien porque el oficial que tenía que resolverlo era compañero de colegio de Jolyon, es el caso que obtuvieron permiso para que Holly compartiera el camarote de su hermana. Llevó a las dos a la estación de Surbiton la tarde siguiente, y se separaron ya de él, provistas de dinero, comida y de esas cartas de crédito sin las que ningún Forsyte viaja.

Se volvió a Robin Hill bajo un cielo brillante, a comer su cena ya pasada la hora de costumbre. Cena que los criados le sirvieron con todo cariño, para demostrarle que en aquellos momentos estaban con él, y que él, sin gana ninguna, comió para demostrarles que comprendía y agradecía su adhesión. Pero fué una verdadera satisfacción poderse marchar a fumar un cigarro en la terraza de las piedras planas…, acertadamente escogidas por Bosinney en su forma y color, con la noche rodeándole hermosa, susurrando entre las ramas de los árboles y regalándole olores tan dulces, que casi le hacían sufrir. La hierba estaba húmeda de rocío, y se mantuvo paseando, de arriba abajo, por las piedras, no dando curvas de radio alguno, sino medias vueltas, como si estuviera en compañía de otros dos…, de su padre y de su hijo, paseando con ellos, por allí…, entre ambos. Y cada uno tenía el brazo cogido del suyo, y no se atrevía a mover la mano, no fuera a caerles la ceniza, y el cigarro se le consumió sin aspirar, solo, y tiró la colilla. Entonces, su padre y su hijo le dejaron, y sintió frío en los brazos, donde antes habían reposado los de ellos… ¡Tres Jolyons en un Jolyon habían estado paseando, llenos de mutuo amor, por allí!…

Se detuvo en silencio, fijándose en los sonidos que llegaban: un carruaje que pasaba por la carretera, un tren lejano, el perro de la granja de Gage, el murmurar de los árboles, su criado que tocaba una flauta de caña. Y arriba, una miríada de estrellas, brillantes y lejanas, silenciosas… Todavía no había salido la luna, y sólo había la luz precisa para percibir las banderas negras y las espadañas de las flores de iris, su flor favorita, que adornaban el borde de la terraza y que tenían el color de la noche en sus pétalos. Dio una vuelta alrededor de la casa: enorme, silenciosa, apagada, sin un alma viviente en aquella parte que antes, junto a él, ocupaban sus hijos. ¡Qué soledad tan densa! No podría soportarla; y ¿por qué tenía que sentirse solo un hombre mientras pudiera apreciar la belleza? La respuesta era digna de Pero Grullo: se sentía solo un hombre porque se sentía solo. Y cuanto más belleza a su alrededor, más soledad, pues en el fondo de la belleza hay armonía, y el fondo de la armonía es la unión con otros seres. La belleza no podía satisfacer al alma si el alma no la buscaba. La noche, enloquecedoramente hermosa, con racimos verdes brillando a la luz de las estrellas, con el aliento de las flores llenándole todo el ser, no podía satisfacerle mientras aquella que él consideraba la encarnación humana de la belleza estuviera separada, definitivamente separada, de él por un elemental decoro.

Hizo un pobre intento de conciliar el sueño, esforzándose en hallar aquella resignación que los Forsytes no pueden sino muy difícilmente alcanzar, acostumbrados a hacer siempre su voluntad y a gozar del bienestar que les dejan sus padres. Pero hacia el alba se durmió y tuvo un extraño sueño.

Estaba en un inmenso escenario con elevadísimas y ricas cortinas, que llegaban a las estrellas, y en semicírculo iban desde un extremo a otro. Él se notaba muy pequeño, una figurilla oscura y agitada danzando de un lado para otro; y lo raro era que no se sentía ser solamente él, sino a la vez Soames, de forma que se sentía observador y observado. Este ente mixto de Soames y él trataba de encontrar un paso a través de las cortinas que, pesadas y espesas, se lo impedían. Varias veces pasó y repasó ante ellas hasta ver una estrecha rendija, una rendija o hendidura alta que permitía columbrar una visión de flores de iris, cual visión paradisíaca, remota, inefable. Lanzándose rápidamente a pasar por la hendidura, las cortinas se cerraron antes de poder conseguirlo. Amargamente desilusionado —¿era él o era Soames?—, avanzó y encontró la abertura de nuevo, pero volvió a cerrarse. Y esto sucedía una y otra vez, y no conseguía pasar, hasta que se despertó con la palabra Irene en los labios. El sueño le preocupó mucho, especialmente aquella identidad suya con Soames.

A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de trabajar, pasó varias horas montando el caballo de Jolly en busca de fatiga bienhechora. Al otro día decidió ir a Londres y gestionar permiso para seguir a sus hijos a Sudáfrica. Había empezado a vestirse para el viaje, cuando recibió esta carta:

HOTEL GREEN

RICHMOND, 13 de junio.

Querido Jolyon:

Te sorprenderá sin duda saber que estoy tan cerca de ti. París se hizo insoportable. Y aquí estoy para acogerme a tu ayuda y tu consejo. Me gustaría verte. Desde que te marchaste de París no he tenido con quién hablar. ¿Estás bien? ¿Tienes noticias de tu hijo? Creo que nadie sabe que estoy aquí.

Tu siempre amiga,

IRENE.

¡Irene a tres millas de distancia! ¡Y otra vez de huida! Quedó sonriendo. Aquello era más de lo que se hubiera atrevido a desear.

Hacia las doce del día echó a andar por el Parque de Richmond, y según andaba iba pensando: «¡Parque de Richmond! La verdad es que es algo muy forsyteano…». Y no es que viviera allí ningún Forsyte —allí no vivían más que personas reales, guardas y ciervos—; pero en el Parque de Richmond la Naturaleza podía llegar hasta un límite y no sobrepasarlo, dando una bella demostración de ser auténtica, casi gritando: «¡Mirad mis instintos…! Son casi pasiones, casi desatadas…, pero les falta el casi, ¡no faltaba más! La verdadera cima del dominio es dominarse…». Sí, el Parque de Richmond se dominaba, se poseía a sí mismo; incluso aquel día brillante de junio, con los cucos lanzando las tres notas de su canto, y las palomas proclamando el estío.

El Hotel Green, en el que Jolyon entró a la una, estaba casi enfrente de aquella famosa hostería El Cetro y la Corona; era modesto, muy respetable, sin carecer nunca de buenos fiambres, de tarta de grosella y un par de viudas con pensión, de forma que tampoco faltaba algún coche con buenos caballos esperando a la puerta.

En una sala de muebles enfundados de cretona, tan fría que parecía tener como único objeto evitar toda emoción, Irene estaba sentada a un piano tocando Hansel y Gretel, de una vieja partitura. En una pared, todavía no empapelada a lo Morris, una estampa de la reina a caballo, entre perros de caza, monteras escocesas y venados muertos. En el alféizar de la ventana había un florero con fucsias blancas y color de rosa. El carácter victoriano de la habitación se manifestaba a gritos; y en su vestido amplio, Irene le parecía a Jolyon una Venus saliendo de la concha de siglos pasados.

—Si el dueño del hotel tuviera ojos en la cara —le dijo—, te enseñaría finamente la puerta; contrastas demasiado con la decoración de su casa.

Así, de esta manera suave, evitó la emoción del encuentro. Tras de comer fiambre, compota de nueces, tarta de grosella y haber bebido cerveza, salieron al Parque y la conversación ligera cambióse pronto en el silencio que Jolyon se temía.

—No me has contado nada de París…

—No. Me han estado siguiendo mucho tiempo; pero uno se acostumbra a eso. Lo peor fué que Soames se presentó allí junto a la estatua de Niobe… Pues lo de siempre: que vuelva con él.

—Es increíble.

Ella había hablado sin levantar los ojos, pero al acabar le miró. Aquellos ojos negros se clavaron en los suyos y expresaron lo que las palabras no podrían decir: «Ya no puedo más. Si me quieres, aquí me tienes».

Jolyon era ya viejo; pero en toda su vida no había pasado por un momento de emoción tan intensa.

Las palabras: «Irene, te quiero», casi se le escaparon de los labios. Pero en el mismo instante, con una claridad que no creía posible en el imaginar del hombre vio a Jolly en una cama, con la cara vuelta hacia la pared.

—Mi hijo está allí… muy enfermo —dijo lentamente.

Irene deslizó un brazo por el suyo.

—Vamos a seguir andando: Te comprendo.

No había que explicar nada. Ella había comprendido. Y anduvieron entre los helechos, que les llegaban a las rodillas; entre las madrigueras de los conejos, entre los robles, hablando de Jolly. Dos horas después la dejó en Richmond Hill Gate y se dirigió de regreso a su casa.

«Se da cuenta de mis sentimientos por ella», se dijo. Y era natural: no era nada fácil ocultar lo que se llevaba dentro a una mujer como Irene.