Soames volvió a Inglaterra al día siguiente, y al otro recibió la visita del señor Polteed, que llevaba una flor en el ojal y un sombrero marrón muy elegante. Soames le indicó que se sentara.
—Las noticias de la guerra no son ya tan malas, ¿eh? —dijo el señor Polteed—. Espero que las de su salud sean mejores todavía…
—Muchas gracias —contestó Soames.
El señor Polteed se inclinó un poco, sonrió, abrió la mano, se quedó mirando en ella, y luego dijo amablemente:
—Creo que, por fin, su asunto está terminado.
—¿Cómo?
—19 me informa de algo que creo podemos llamar prueba definitiva de infidelidad —y el señor Polteed se paró.
—¡A ver, a ver!
—El día diez de los corrientes, tras observar una entrevista entre 17 y otra persona, mediada la mañana, 19 puede jurar haber visto a la persona dicha, que era del género masculino, salir del dormitorio de 17, en su hotel, a las diez de la noche aproximadamente. Declarando semejante cosa con cierta habilidad, será seguramente suficiente, dado que 17 salió de París, sin duda, acompañada de la persona antedicha. Es la verdad que ambos se esfumaron en el aire, y todavía no hemos dado con su pista; pero ya daremos, ya…; 19 ha trabajado en las más difíciles circunstancias, y estoy satisfecho de que al fin haya alcanzado resultados positivos.
El señor Polteed sacó un cigarrillo, lo golpeó sobre la mesa, miró a Soames y se lo guardó otra vez. La expresión de su cliente no era ni muy animadora ni muy agradecida.
—¿Y quién es esa persona? —preguntó Soames abruptamente.
—Eso no lo sabemos. Pero 19 jurará haber presenciado lo que le digo. También me ha reportado una descripción detallada.
El señor Polteed sacó una carta y leyó:
—De edad mediana, estatura regular, traje azul por la tarde, de etiqueta por la noche; pálido, pelo oscuro, bigote oscuro y pequeño, carrillos aplastados, mandíbula regular, ojos grises, pie pequeño, apariencia culpable…
Soames se levantó y se acercó a la ventana. Quedó allí furioso e irónico a la vez. ¡Idiota congénito, reptil idiota de nacimiento! Siete meses a quince libras la semana…, para ser luego denunciado como el amante de su mujer… ¡Apariencia culpable! Abrió la ventana de par en par.
—Hace calor —dijo, y volvió a su asiento. Cruzando las piernas, miró desdeñosamente al señor Polteed—. Tengo mis dudas de que eso sea suficiente —agregó, arrastrando las palabras—, sin conocer señas ni nombre de esa persona del género masculino… Creo que será mejor que la señora esa descanse una temporada.
Si Polteed se había dado cuenta de que se trataba de él, no lo sabía. Pero lo que si sabía era que le visualizaba perfectamente rodeado de compinches desternillándose de risa. ¡Apariencia culpable! ¡Maldito estúpido!…
El señor Polteed dijo acaloradamente, casi con emoción:
—Le aseguro que muchas veces ha bastado con una cosa así, y algunas con menos. Es que la cosa ha pasado en París, ya sabe usted… Una mujer guapa que vive sola… ¿Por qué no intentarlo, señor Forsyte? Podríamos utilizarlo como una verdadera bomba, no le quepa duda.
Soames tuvo una visión repentina: su celo profesional se estimuló. Sería el mayor triunfo de su carrera: conseguir el divorcio por haber estado él mismo en la puerta del cuarto de su mujer. Sería algo digno de hablar cuando estuviera retirado. Y por un instante se preguntó: «¿Por qué no?». Después de todo, cientos de hombres de estatura regular tenían los pies pequeños y la apariencia culpable.
—No estoy autorizado para correr ningún riesgo —dijo concisamente.
El señor Polteed se encogió de hombros.
—Es lástima… ¡Gran lástima en verdad! El otro caballero que seguíamos, no prometía tanto como creímos al principio.
Soames se levantó.
—Pues no importa. Siga vigilando a 47 y tenga cuidado de no ver visiones. ¡Buenos días!
Los ojos del señor Polteed brillaron al oír aquello de ver visiones.
—Muy bien. Será usted debidamente informado de lo que se observe.
Y Soames quedó sólo de nuevo. ¡El asunto absurdo, sucio, ridículo!… Cruzando los brazos sobre la mesa, reclinó la cabeza en ellos. Diez largos minutos permaneció así, hasta que uno de sus empleados le hizo volver a la realidad presentándole el pliego de condiciones de una nueva emisión de acciones de Manifold y Topping, aparentemente muy interesantes.
Aquella tarde salió pronto del trabajo y se encaminó al Restaurante Bretagne. Sólo estaba madame Lamotte. ¿Querría monsieur acompañarla a tomar el té?
Soames estuvo de acuerdo con la sugerencia.
Cuando estuvieron sentados, apoyados en paredes contiguas de la habitación, dijo él repentinamente:
—Quisiera hablar con usted, madame.
La manera rápida de levantar las cejas hizo comprender a Soames que hacía tiempo estaba esperando tales palabras.
—Primero tengo que preguntarle una cosa: ese joven médico…, no sé cómo se llama… ¿Hay algo entre él y su hija?
Toda la figura de madame Lamotte se había puesto brillante, como resplandeciente azabache.
—Annette es joven —dijo—. También lo es momsieur le docteur. Y entre los jóvenes, ciertas cosas suelen ir de prisa; pero Annette es una buena hija. ¡Oh, sí, ya lo creo!… ¡Tiene un modo de ser que es una verdadera alhaja!…
Una sonrisa apenas perceptible curvó los labios de Soames.
—Entonces no hay nada en concreto, ¿verdad?
—Pues en concreto, no, señor… El joven caballero es muy simpático. Pero… ¿qué voy a decir a usted? Todavía no tiene dinero.
Y se llevó la taza a los labios. Soames hizo lo mismo. Sus miradas se cruzaron.
—Yo soy casado, señora —dijo—. Y estoy separado de mi mujer hace ya muchos años. Voy a divorciarme.
Madame Lamotte dejó la taza.
—¡Ah!, ¿sí? ¡Qué cosas más tristes pasan en la vida!
Y la falta total de sentimiento en sus palabras inspiró desprecio a Soames.
—Yo soy hombre rico —añadió, dándose cuenta de que la explicación no era de muy buen gusto—. Es inútil decir más por ahora, pero creo que usted me entiende.
Los ojos de madame, tan abiertos que mostraban lo blanco de la parte superior, le miraron directamente.
—Ah!, ca…, mais nous avons le temps[53]! —fué todo lo que dijo.
¿Quería otra tacita? Soames rehusó, y despidiéndose, se marchó hacia el oeste de la ciudad.
Ya lo había hecho: no dejaría que Annette se comprometiera con aquel mediquillo majadero y alegre. Pero ¿qué probabilidad tenía de poder decir un día: «Soy libre»? El futuro había perdido para él toda posibilidad… Se comparaba a una mesa enredada en los filamentos de una telaraña, observando la envidiable libertad del aire con sus ojos envidiosos.
Le pareció hallarse necesitado de ejercicio, y fué hasta los Jardines de Kensington y bajó por Queen’s Gate hasta Chelsea. Quizá ella hubiera vuelto a su piso. Podría enterarse, pues desde la última y más ignominiosa repulsa, sus sentimientos heridos se calmaban ante el pensamiento de que había de tener un amante. No tuvo que preguntar. Una señora de edad estaba regando los tiestos del balcón. Sin duda había alquilado el piso. Y siguió andando junto al río, mientras la tarde clara presentaba una armonía que había en todas partes menos en su corazón.