I

Soames había viajado poco. A los diecinueve años, con su padre, su madre y Winifred, había hecho una petty tour: Bruselas, el Rhin, Suiza y vuelta a casa por París. A los veintisiete, había empezado a interesarse por la pintura, y pasó cinco semanas calurosas en Italia y una quincena, ya de regreso, en París. En Italia se dedicó a admirar el Renacimiento, y en París se dedicó a admirarse a sí mismo, como había de hacer un Forsyte rodeado por gente tan «extranjera» como es la francesa. Lo que de su idioma sabía era lo que había aprendido en el colegio y no los entendía cuando hablaban. Pero el silencio era lo mejor: no se ponía uno en ridículo. No le había gustado el modo de vestir de los franceses, ni sus coches cerrados, ni los teatros, que parecían colmenas; ni los museos, que olían a cera. Era demasiado cauteloso y demasiado tímido para explorar aquel París que los Forsytes suponían constituir la gran atracción… En cuanto a posibles negocios en cuadros, ¡ni uno! Como Nicolás hubiera dicho, los franceses eran de los que se quedaban con las cosas. Regresó descontento y diciendo que París era muy caro.

Así, pues, cuando en junio de 1900 volvió a París, era su tercer intento de penetrar en el centro de la civilización. Pero esta vez la montaña se acercaba a Mahoma, pues se consideró mucho más civilizado que París, y quizá tuviera razón. Además, su visita tenía un objetivo definido y concreto: ya no se trataba de prosternarse ante el gran altar del buen gusto y de la inmoralidad, sino de resolver un asunto auténticamente suyo. Y fué a París, pues las cosas se estaban convirtiendo ya en broma pesada. La vigilancia continuaba y continuaba, y… ¡nada! Jolyon no había vuelto a París, y de nadie más había «sospechado». Ocupado con asuntos de carácter extremadamente confidencial, Soames se daba más cuenta que nunca de lo importante que es la fama de un procurador. Pero en las noches y en sus momentos de descanso le agobiaba la preocupación terrible de que el tiempo, más que correr, vuela; de que el dinero se le iba en aquella inútil vigilancia con no pequeña velocidad, y de que su situación estaba tan «sobre ascuas» como siempre. Desde la noche de Mafeking, se había dado cuenta de que un «mediquillo bobo» andaba tras de Annette. Dos veces se lo había encontrado: un majadero muy alegre, que no tendría más de treinta años. No le enojaba a Soames nada tanto como la alegría, una condición tonta de la gente, desconectada en absoluto de los hechos. En una palabra: que la mezcla de sus deseos y esperanzas era una verdadera tortura. Además le había dado por pensar que Irene había descubierto la vigilancia a que estaba sometida. Esto fué en definitiva lo que le hizo decidirse a enterarse por sus propios ojos de lo que hubiera; volver a verla a ella y tratar, una vez más, de vencer su absurda repugnancia, su resistencia incomprensible a hacer el camino de ambos en la vida otra vez suave y transitable. Si no lo conseguía…, pues ya vería lo que tenía que hacer.

Se instaló en un hotel de la rué Caumartin, muy adecuado para los Forsytes, donde nadie hablaba realmente en francés… No se había formado ningún plan. No quería sobresaltarla; pero de todas formas no quería que pudiera evitarle escapándose. Y a la mañana siguiente salió a la calle con un tiempo hermoso.

París tenía un aire de alegría, un resplandor que emanaba de su forma estrellada que casi disgustó a Soames. Andaba gravemente, con la nariz en alto oliscando algo, presa de verdadera curiosidad. Ahora deseaba entender las cosas francesas, ¿pues no era francesa Annette? De aquella visita podía sacar mucho si sacaba algo. En este laudable pensamiento, y en la place de la Concorde, estuvo tres veces a punto de ser atropellado. Llegó a la Cours de la Reine, donde estaba el hotel de Irene, casi demasiado rápidamente, pues no había pensado cómo abordarla. Vio el edificio, blanco y alegre, con persianas verdes, a través de las hojas de los árboles. Y pensando que sería mucho mejor encontrársela como por casualidad en algún sitio público que arriesgarse a una visita, se sentó en un banco desde donde podía observar la puerta. Todavía no eran las once, e improbable que hubiera ya salido. Unas palomas se contoneaban al sol y se picoteaban las plumas allí donde no se proyectaba la sombra de los árboles. Un obrero de blusa azul pasó y les echó unas miguitas de pan del paquete en que llevaba su comida. Una bonne[52], con una cintita al pelo, llevaba dos niñas con trenzas. Un coche discurría lentamente por allí, con su cochero vestido de azul y tocado de brillante chistera. Para Soames todo aquello era pura afectación, pintoresquismo trasnochado completamente fuera de lugar. ¡Eran muy teatrales los franceses! Encendió uno de sus raros pitillos, sintiendo algo como ofensa en el hecho de que el hado le llevara a sitio tan extraño. No dejaría a Irene de gustarle aquella vida extranjera, no… Ella no había sido nunca verdaderamente inglesa, ni siquiera en el aspecto, Y se preguntó cuál de aquellas ventanas sería la de ella. ¿Cómo podría explicarle a lo que había venido de forma que consiguiera atravesar aquella coraza de obstinación orgullosa? Tiró a una paloma la colilla, pensando: «No puedo estarme aquí toda la vida mano sobre mano. Mejor será que deje la espera y que la visite por la tarde». Pero continuó sentado y oyó dar las doce, y las doce y media también. «Esperaré hasta la una dando una vuelta por aquí». Pero en el momento en que se levantaba tuvo una sorpresa que le hizo volver a sentarse de golpe. Una mujer había salido del hotel; llevaba un vestido color crema y sombrilla. ¡Era Irene! Esperó hasta que se hubo alejado lo suficiente para no reconocerle, y después echó a andar tras ella. Ella caminaba como si no tuviera objetivo determinado en su marcha; si no estaba equivocado, se dirigía hacia el Bois de Boulogne. Lo menos durante media hora anduvo tras ella, guardando la distancia, hasta que entró en el Bois. ¿Iría a reunirse con alguien? Quizá algún maldito francés…, uno de aquellos bel ami, de los que no tienen otra cosa que hacer que perseguir mujeres, como había leído en aquel librito, sintiendo desagrado y una especie de fascinación molesta. Seguíala por un caminito sombreado, perdiéndola de vista de vez en vez al tomar por alguna curva. Y se acordó de aquella noche, ya lejana, en Hyde Park, cuando se había deslizado de árbol en árbol, de banco en banco, buscándola a ella y a Bosinney, lleno de celos ridículos y quemantes. El camino hacía una curva muy rápida, y cuando la pasó corriendo todo lo que podía, se la encontró sentada frente a una fuentecilla adornada por una estatua en bronce verdinegro que representaba a Niobe velada hasta las elegantes caderas por sus cabellos y mirando al estanque que había formado con sus lágrimas. Llegó a ella tan corriendo, que la pasó sin poderse parar y quitarse el sombrero. Ella no se sobresaltó cuando le vio pararse saludándola: siempre había tenido un gran dominio de sí misma, y esto era una de las cosas que él admiraba más en ella, y también uno de los grandes motivos de ofensa que tenía, pues así nunca podía figurarse lo que estaba pensando. ¿Se había dado cuenta de que la había seguido? Este dominio le puso furioso; y desdeñando explicar su presencia, señaló a la atribulada Niobe, diciendo:

—Está muy bien hecha esa estatua.

Entonces se dio cuenta de que ella estaba luchando por mantener su compostura.

—No quería asustarte… ¿Es éste uno de tus sitios para descansar?

—Sí.

—Un poco solitario.

Y en aquel momento, una señora que pasaba se paró a contemplar la fuente.

Irene e quedó mirándola.

—No —dijo, pinchando el suelo con la sombrilla—. Nada de solitario. Siempre tengo tras de mí mi sombra que me sigue.

Soames comprendió; y mirándola con dureza, exclamó:

—Tú tienes la culpa. Puedes quedarte sin esa sombra que te sigue en cuanto quieras. Vuelve conmigo, Irene, y quédate libre, libre por completo…

Irene se echó a reír.

—¡No te rías! Es inhumano… Óyeme: ¿Quieres imponerme alguna condición para volver conmigo? ¿Si yo te prometiera una casa aparte y sólo verte de vez en vez?…

Ella se levantó con una expresión violenta en el rostro y en todo el cuerpo.

—¡No, no y no! Aunque me persigas hasta la tumba, no… ¡Nunca!

Ultrajado y asustado, Soames retrocedió.

—No des un escándalo… —dijo con dureza incisiva.

Y los dos quedaron inmóviles mirando la pequeña Niobe, cuya carne verdosa calentaba el sol.

—Entonces, ¿es ésta tu última palabra?… ¿Nos condenas a los dos? —murmuró Soames, crispando las manos.

Irene inclinó la cabeza.

—No puedo volver contigo. Adiós.

Una sensación de monstruosa injusticia conmovió a Soames.

—¡Espera —dijo—, y escúchame un instante! Tú me hiciste una promesa sagrada de fidelidad; tú viniste a mí sin un céntimo. Tuviste conmigo todo lo que pude darte. Y ¿qué es lo que has hecho? Rompiste aquella sagrada promesa sin motivo, me convertiste en el hazmerreír de la gente, me negaste un hijo, dejándome, sin embargo, prisionero… Y yo…, yo todavía te quiero. Pues dime: ¿qué piensas de ti?

—Soy como Dios me ha hecho —dijo ella—. Mala, si tú quieres; pero no tan vil como para darme otra vez al hombre que odio.

La luz del sol destellaba en su pelo cuando se alejaba y parecía acariciar su vestido crema de arriba abajo.

Soames no podía ni hablar ni moverse. Aquella palabra «odio», tan violenta y primitiva, hacía temblar su ser forsyteano. Con una imprecación, salió andando muy de prisa del sitio donde estaba y vino a dar en los brazos de la señora que había estado mirando la estatua… ¡La vieja idiota, la estúpida perseguidora!

Por lo más recóndito del Bois, anduvo jadeante y sudando por cada poro una gota.

«Muy bien —pensaba—. No tengo que guardarle ya ninguna consideración. Hoy mismo se enterará de que es mi mujer, aunque le pese».

Pero al llegar a su hotel, se dio cuenta de que no tenía un propósito decidido. No se podía hacer escenas en público, y sin poderlas hacer, ¿podía hacer otra cosa? Casi maldijo su propio pudor. Ella podría no merecer consideración, pero de él no podía recibir otra cosa. Y sentándose, sin gana de comer, en el hall del hotel, constantemente atravesado por turistas Baedeker en mano, se sintió lleno de desesperación y tristeza. ¡Qué vida la suya! Todo deseo, todo instinto natural y honrado, fracasado e imposible, y todo porque el hado le llevó hacía diecisiete años a poner su corazón en una mujer, en aquella mujer a la que…, ¡incluso ahora!, seguía queriendo. ¡Maldito el día en que la encontré, y malditos sus ojos por no ver en ella la Venus cruel que era! Y, sin embargo, viéndola en su recuerdo, con el sol acariciándole el vestido, emitió un quejido que hizo que un turista que pasaba pensase: «Este señor está enfermo». Vamos a ver, ¿qué voy a tomar de almuerzo?

Más tarde, en un café cercano a la Opera, junto a un vaso de té helado con limón y una pajita, tomó la maliciosa decisión de ir a cenar en su hotel. Si estaba, le hablaría; si no, le dejaría una nota escrita. Se vistió cuidadosamente y escribió:

Estoy enterado de tu idilio con ese sujeto Jolyon Forsyte. Si lo continúas, entérale de que no dejaré pieza sin mover para hacerle la vida imposible.

S. F.

Metió la esquela en un sobre, pero no le puso nombre, pues rehusaba escribir el que ella tuviera de soltera, y que impúdicamente había vuelto a usar. Tampoco quería poner la palabra Forsyte, no fuera ella a romperlo sin leer. Después salió y se encaminó por las calles brillantes, donde tenían su campo los buscadores de placeres vespertinos. Entró en el hotel de Irene y se sentó en un rincón alejado y solitario del comedor y desde el que podía ver todas las entradas y salidas. No estaba allí. Comió poco, rápidamente, vigilando siempre. No vino. En el salón se entretuvo largo rato tomando café y bebiendo dos copas de licor. Pero tampoco vino. Se dirigió al tablero de las llaves y examinó los nombres. Número doce, primer piso. Y decidió llevar la esquela él mismo. Subió una escalera alfombrada en rojo, pasó un saloncito pequeño; ocho…, diez…, doce. ¿Qué haría? ¿Llamaría? ¿Echaría la nota por debajo de la puerta, o…? Miró furtivamente a su alrededor y giró el picaporte. La puerta se abrió, pero a un pequeño espacio que la separaba de otra puerta; llamó a ella; no obtuvo respuesta. Estaba cerrada y ajustaba exactamente con el suelo y la nota no tenía espacio por donde pasar. Se la metió en el bolsillo y quedó un momento escuchando. No sabía por qué, pero estaba seguro de que Irene no estaba allí. Y volvió a pasar el saloncito y a bajar las escaleras. Se detuvo en la Gerencia del hotel y dijo:

—¿Tendría la amabilidad de entregar esta nota a la señora Heron?

Madame Heron se marchó, señor. Fué de repente, sobre las tres. Alguien se puso enfermo en su familia.

Soames se mordió los labios.

—¡Oh! —dijo—. ¿Y sabe usted sus señas?

—Non, monsieur. Creo que ha ido a Inglaterra.

Se guardó Soames la nota y salió. Paró un coche que pasaba.

—Lléveme a cualquier parte —dijo al cochero.

El hombre, que sin duda no comprendió, sonrió y agitó el látigo. Y Soames se paseó por todo París, con un alto y una pregunta de cuando en cuando. «C’est par ici, monsieur?», y un «No; siga, siga», hasta que el cochero se cansó de preguntar y a buen paso empezó a marchar por donde se le ocurría.

«Así es mi vida —pensaba Soames—. Una carrera sin objeto, rápida»…