Soames pacientemente veía llegar la primavera; cosa difícil de hacer con tranquilidad para uno que sabe que su última juventud se acaba, que sus pájaros de ilusión van saltando a ramas cada vez más lejanas, que ninguna senda descubre que pueda sacarle de su laberinto de turbación…
El señor Polteed no comunicaba nada, excepto que la vigilancia proseguía —costando muchísimo dinero—. Val y su primo habían partido para la guerra, de donde las noticias iban siendo mejores cada vez; Dartie parecía haberse enmendado; James disfrutaba de salud; los negocios prosperaban de forma casi miedosa… Nada había que pudiera preocupar a Soames, excepto el saberse «copado» y sin poder avanzar un solo paso en ninguna dirección.
No es precisamente que evitase el ir a Soho, pues no quería que sus amigas francesas pensasen que se «largaba», como hubiera dicho James; cualquier día, en vez de «largarse», pudiera desear «adentrarse»… Pero era tan cauteloso, que muchas veces pasaba ante la misma puerta del Restaurante Bretagne sin entrar, y sin entrar se quedaba en la mayoría de sus andanzas por aquella zona, que le parecía tan irregular desde el punto de vista de la propiedad.
Una noche de mayo iba por Regent Street, y la multitud humana más extraordinaria que nunca viera le salió al paso: una multitud jovial, ululante, lanzando silbidos, bailando grotesca… Llevaban narices postizas y pitos de a dos peniques y plumas por doquier, y por doquier un aire absurdo, al parecer de Soames. ¿Qué eran aquellas gentes? ¿Quiénes eran? ¿Qué excusa tendrían para presentarse, desde sabía Dios donde, en el West End? La gente aquélla se reía de él, le pitaban en los oídos… Una muchacha le gritó: «¡Que no te quedes calvo!».
Y un muchacho le tiró el sombrero y casi no pudo recogerlo. Ante sus mismas narices hacían estallar petardos, entre sus mismos pies… Estaba sorprendido, exasperado, ofendido. Aquella riada humana procedía de todas partes. Era con motivo de la liberación de Mafeking. Pero ¿aquello bastaba a justificar semejante actitud? Era como si se hubieran abierto las esclusas de un dique y hubieran escapado de su recinto aquellas turbias oleadas humanas, cuya existencia sabía, pero sin estar muy convencido de ello. Aquél era el populacho, la negación viva y multitudinaria de los buenos modos y del forsyteísmo. Aquello era la democracia… ¡Olía mal, aullaba, era repugnante! En el East End, incluso en Soho, bueno… ¡Pero en el West End! ¡En Piccadilly! ¿Dónde estaba la Policía? En 1900, Soames, con todos sus compañeros Forsytes, no habían visto la caldera destapada todavía; y al verla ahora, casi no podía creer en sus ojos escocidos. ¡Era indecible aquello! Aquella gente no respetaba nada; parecían encontrarle divertido, los gusanos indecentes, riéndosele en sus barbas, ¡y con qué lisa! No había nada sagrado para ellos; no le extrañaría que se dedicasen a romper los cristales a pedradas. En Pall Mall, más allá de aquellas augustas mansiones que rentaban sus buenas sesenta libras, aquella multitud que danzaba, silbaba y se reía, más que multitud era un enjambre. Desde las ventanas de sus clubs, todos los Forsytes los miraban divertidos, pero con diversión moderada. ¡No se daban cuenta!… No comprendían que aquello era serio, que de aquello podía salir cualquier cosa. ¡Ahora estaban alegres; pero cualquier día podrían enfurecerse, y entonces…! Se acordó de otras actividades de masas a últimos del ochocientos, cuando él estaba en Brighton; lo habían destrozado todo y habían pronunciado discursos incendiarios. Pero más que miedo, experimentaba sorpresa. Aquello era histerismo…, era algo no inglés. Y todo por una ciudad no más grande que… Watford, y a seis mil millas de distancia. Contención, respeto…, aquellas cualidades que él estimaba más que la vida, que eran la base, de la propiedad y de la cultura, ¿adónde habían ido a parar? ¡Aquello no era inglés! ¡No; no era inglés! Y pensando así, Soames seguía, como podía, su camino. Tenía la sensación de haber descubierto a alguien entretenido con empeño en quebrantar el convenio de posesión de tranquilidad que entre los humanos se establece, o de haber captado la visión de un monstruo acechando el futuro y disponiéndose a saltar sobre el mañana ensombrecido por su sombra pavorosa. ¡Qué falta de serenidad, qué falta de respeto! Le parecía que nueve décimas partes de los ingleses eran extranjeros. Y si así era…, nada bueno podía esperarse.
En Hyde Park Corner se tropezó con Jorge Forsyte, muy quemado del sol de los hipódromos, con una nariz de cartón en la mano.
—¡Hola, Soames!… ¡Toma una nariz! —le saludó.
Soames respondió con una sonrisa desvaída.
—Me la regaló uno de estos caballeros —explicó Jorge, que evidentemente había estado bebiendo—. Me la regaló un poco a la fuerza… Tuve que quitársela para que no me quitara él a mí mi sombrero. Oye: uno de estos días tendremos que luchar con estos pollos…, todos son radicales y socialistas, y cosas así. Quieren nuestro dinero. Díselo al tío James, que le gustará.
«In vino veritas» —pensó Soames, pero no dijo nada, y siguió a Hamilton Place. En Park Lane no había muchos juerguistas de aquéllos, ni eran muy escandalosos. Y mirando los edificios, pensó: «Después de todo, somos la columna vertebral del país. No nos derrotarán fácilmente. El poseer es casi poseer la razón…».
Pero al cerrar tras de sí la puerta de su padre, toda aquella pesadilla extraña, de aquella noche de aire como extranjero, no inglés, le pasó por la memoria en un instante. Después, viéndose en seguridad, se sintió como si hubiera despertado de una mala noche en el cálido bienestar de su cama blanda y agradable.
Se paró en el centro del gran salón…
¡Si tuviera una esposa!… ¡Alguien con quién hablar, con quién comentar las cosas!… ¿Es que no tenía ni ese elemental derecho?, ¡caramba!…