Los vestidos de Imogen para su primera season pusieron a prueba el buen gusto de su madre y el bolsillo de su abuelo durante todo el mes de marzo. Con tenacidad forsyteana se empeñó Winifred en buscar la perfección. Y con ello olvidó un tanto la ceremonia ya cercana que había de devolverle una libertad que no sabía si deseaba; también olvidó en algunos momentos el hecho de que su hijo partiría pronto para la guerra, guerra cuyas noticias continuaban siendo inquietantes. Como las abejas se dedican a las flores de verano y los tábanos se lanzan en otoño sobre las plantas del tiempo, ella y su «niña», tan alta ya como ella y con un perímetro torácico no menor, se absorbían en las tiendas de Regent Street, de Bond Street y de la plaza Hannover en el examen y consideración de telas y colores. Docenas de muchachas de notable belleza y vestidas con las últimas creaciones desfilaban ante Winifred e Imogen. Los modelitos «de gran novedad, señora; de verdad el último grito», que las dos rechazaban de mala gana, hubieran bastado para llenar un museo; los modelitos que adquirieron casi hubieran vaciado el Banco de James de no estar éste muy bien provisto. No servía de nada hacer las cosas a medias, pensaba Winifred, ante la necesidad de hacer de su primera estación de soledad un éxito definitivo. La paciencia con que ponían a prueba la paciencia de aquellas criaturas impersonales que se desvivían por venderles creaciones sólo podía originarse en una fe o un ideal… Para Winifred era como una larga prosternación ante su diosa bien amada La Moda; para Imogen era una experiencia en modo alguno desagradable. Se veía a veces tan bonita… Además, el halago y la adulación estaban en la atmósfera. En una palabra: que le resultaba «divertidísimo».
En la tarde del 20 de marzo, tras revolver toda la tienda de Skyward, se habían detenido en Caramel y Baker a comprar chocolate con crema y volvían a casa por Bekerley Square. La tarde tenía ya una suave insinuación de primavera. Abrieron la puerta de su casa, recién pintada de verde oliva, pues nada se había echado en olvido aquel año para dar a Imogen «un buen comienzo», y Winifred miró la cestita de plata de las tarjetas por ver si había ido alguna visita. De repente sintió un olor especial. ¿Qué era aquello?
Imogen había sacado del buzón una novela que había pedido a la biblioteca, y estaba absorta leyendo la primera página. Con alguna aspereza, producida por aquel olor, Winifred le dijo:
—Anda, sube esto arriba, y descansa un poco antes de la cena.
Imogen, sin dejar de leer, subió lentamente la escalera. Oyó Winifred la puebla de su habitación y aspiró profundamente aquel olor. ¿Era que la primavera excitaba sus sentidos, que despertaba su nostalgia por su «payaso» contra toda prudencia y contra su sentimiento de ultraje? ¡Olía a hombre! Olía a tabaco y agua de lavanda, a aquello que no había olido desde aquella noche de comienzos de otoño hacía seis meses ya…, cuando le había llamado «lo último»… ¿De dónde venía el olor? ¿O era solamente un recuerdo olfativo? Miró a su alrededor. Nada, nada en absoluto; no se percibía la menor perturbación en el hall, ni tampoco en el comedor. Se trataba de un soñar despierta, de una figuración, de una tontería… Sí. En la cestita del buzón había tarjetas. Una del matrimonio Polegate Thom y otra de la señora Polegate Thom. Las olió. Y tenían olor de seriedad. «Será que estoy cansada —pensó—. Iré a echarme un rato». Arriba, el salón estaba oscuro, esperando que una mano encendiera ya la luz. Entró en su dormitorio. También estaba con las cortinas echadas y oscuro, pues eran las seis de la tarde. Winifred se quitó el abrigo. ¡Otra vez el olor aquel! Y fe quedó parada, como muerta, apoyándose en la barandilla de la cama. Algo oscuro se había levantado del sofá de la pared opuesta. La palabra que en la familia servía para expresar a la vez miedo y sorpresa se le escapó:
—¡Señor!
—Soy yo…, Monty —dijo una voz.
Agarrándose a la cama, avanzó Winifred hasta la luz de su tocador y la encendió. Apareció él precisamente bajo el cono de luz. Le faltaba la cadena del reloj; sus zapatos estaban limpios; pero uno de ellos, roto. Su cara estaba macilenta… Muy delgado, o lo parecía a la media luz de aquella lámpara. Avanzó iluminado ahora de pies a cabeza —sí, bastante gris…—. Estaba más moreno; su bigote negro había perdido su atrevimiento y presentaba un aire cínico. Tampoco llevaba alfiler en la corbata. El traje…, ella lo reconoció. Pero ¡qué desplanchado y deslucido! Volvió a mirarle el zapato roto. Algo grande y grave le había ocurrido, derrotándole… Y Winifred siguió en pie, sin hablar, inmóvil, mirando el zapato roto.
—Bueno —dijo él—. Recibí la carta. He vuelto.
Winifred comenzó a respirar alterada. La nostalgia por su marido que se le había despertado al percibir su olor se veía combatida por unos celos que hasta aquel momento no había sentido tan fuertes. ¡Allí estaba!… Negro, morado casi, como si le hubieran dado una paliza, mera sombra abatida de su apostura y elegancia anterior. ¿Qué horrible fuerza habría hecho aquello con él…, que le había estrujado como a un limón, dejándole sólo la cáscara rota? ¿Qué mujer…?
—He vuelto —repitió—. He pasado lo que no te puedes imaginar. No tengo más que los huesos… y la maleta.
—¿Y quién tiene lo demás? —gritó Winifred, repentinamente recuperada—. ¿Y cómo te atreves a volver? Ya habrás comprendido que era para facilitar el divorcio para lo que te escribí aquella carta. ¡No te acerques a mí!
Los dos se sujetaban a la barandilla de aquella cama donde habían dormido tantas noches que sumaban tantos años. Muchas veces —sí, muchas veces— había deseado ella que regresase. Pero ahora que había vuelto, se sentía llena de frío resentimiento. Se llevó la mano al bigote, pero no le vio retocárselo a la manera gallarda de antes, sino tirarse suavemente de él hacia abajo.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Si supieses todo lo que he pasado!
—Prefiero no saberlo.
—¿Están bien los niños?
Winifred asintió.
—¿Cómo entraste?
—Con mi llave.
—Entonces las muchachas no lo saben. No te puedes quedar aquí, Monty.
Emitió él una risita apagada.
—Entonces, ¿dónde?
—En cualquier parte.
—Muy bien… Pero, mírame… Esa condenada mu…
—Si la mencionas —gritó Winifred—, me voy inmediatamente a Park Lane y no vuelvo.
De pronto él hizo una cosa muy sencilla, pero tan extraña que se quedó ella conmovida. Cerró los ojos. Fué como sí dijera: «Muy bien…, he muerto para el mundo».
—Por esta noche puedes tener habitación aquí. Aquí están todavía tus cosas. Y sólo Imogen está en casa.
Se apoyó pesadamente en la barandilla del lecho, diciendo:
—Bueno, está en tu mano todo —y con la suya hizo un movimiento de molinete—. He pasado por todo. No tienes que golpear muy fuerte, no hace falta. Estoy asustado… ¡Estoy asustado, Freddie!
Aquel nombre dulce y amante de antaño hizo que Winifred experimentara un escalofrío.
—¿Qué voy a hacer con él? —pensó—. ¿Qué voy a hacer, Dios mío?
—¿Tienes un cigarrillo?
Le dio uno de los que tenía para fumar ella las noches que no podía dormirse, y se lo encendió. Y con aquella acción, el lado real de la vida se impuso, se restableció la costumbre.
—Anda y date un baño caliente. Te dejaré ropa en el cuarto de vestir. Ya hablaremos después.
La miró; sus ojos aparecían mortecinos… ¿O era quizá que los párpados estaban más caídos?
—No es el mismo hombre —pensó. No volvería a ser nunca lo que fué; pero ¿qué sería en adelante?
—Muy bien —dijo él, encaminándose hacia la puerta. Hasta andaba de forma distinta, como un hombre que ha perdido la ilusión y duda sobre si merece la pena el mero andar.
Cuando se hubo marchado y oyó el ruido del agua caer en el baño, Winifred sacó ropas para su marido. Después bajó la escalera y cogió galletas y whisky, que le preparó. Después se puso otra vez el abrigo, y, escuchando un instante a la puerta del cuarto de baño, bajó y salió a la calle. Vaciló un momento. Eran más de las siete ya… ¿Estaría Soames en el Club o en Park Lane? Se decidió por el último lugar. ¡Había vuelto! Soames siempre lo había temido… Era muy de él aquello, muy de lo payaso que era presentarse de nuevo, porque sí, como diciendo «aquí estoy porque he venido»…, a reírse de todos: de la ley, de Soames, de ella… Sin embargo, el acabar con leyes y tribunales, evitar aquella vergüenza a sus hijos y a ella misma…, era un descanso. Pero ¿cómo admitir su regreso? Aquella «mala mujer» le había destrozado, le había arrancado una pasión como nunca le había conocido para ella, como no le había creído siquiera capaz. Y eso era lo que le dolía: aquel payaso egoísta, que era suyo, el que nunca había realmente logrado conmover, había sido enloquecido por otra. Era insultante, demasiado insultante… No; no era razonable ni decoroso que le admitiera de nuevo con ella. Y, sin embargo, le había pedido que volviera, y quizá la ley la obligase ahora a resignarse con él. Era tan marido suyo como siempre. Y todo lo que quería de ella, sin duda alguna, era dinero. Dinero para gastar, para presumir, para fumar tabaco caro y comprar agua de lavanda. ¡Aquel olor…! «Después de todo, no soy vieja —pensó—. No soy vieja todavía». Pero aquella mujer que le había destrozado, que le había reducido a aquellas palabras de «he pasado por todo, no tienes que golpear muy fuerte, no hace falta. Estoy asustado, Freddie…».
Se acercaba a la casa de su padre pensando en multitud de cosas, sin saber a qué carta quedarse, en completa vacilación, si bien todo el rato su espíritu forsyteano le estaba diciendo que, en definitiva, él era suyo, le pertenecía, era de su propiedad, tenía que conservarle contra cualquier intento de robo por parte del mundo. Y así, llegó a casa de James.
—¿Está mi hermano? ¿En su cuarto? Yo subiré, no diga a nadie que estoy aquí.
Soames se estaba vistiendo. Le encontró ante el espejo, poniéndose una corbata de lazo negra, con aire de superioridad y desprecio por la forma en que cogía los extremos del lazo con las puntas de los dedos.
—¡Hola! —dijo mirándola en el espejo—. ¿Qué ha sucedido?
—¡Monty…!
Soames sé volvió veloz.
—¿Qué…?
—Ha vuelto.
—Nos degüellan —dijo Soames— con nuestro propio cuchillo. ¿Por qué diablo no me dejaste alegar malos tratos? Siempre me pareció que tomamos el camino más peligroso.
—¡Bueno, ya no podemos hacer nada! ¿Cuál es la situación ahora?
Soames, por toda respuesta, emitió un suspiro muy profundo.
—¿No me dices nada? —preguntó Winifred, impaciente.
—¿Qué es lo que dice él?
—Él no dice nada. Viene hasta con los zapatos rotos.
Su hermano la miró.
—Claro —dijo—. ¿Cómo quieres que vuelva? En las últimas… Esto va a acabar con nuestro padre.
—¿No podríamos ocultárselo?
—Imposible. Tiene una vista que asusta para todo lo malo que pasa.
Y quedó meditabundo, con los pulgares colgados de los tirantes de seda.
—Tiene que haber algún procedimiento legal —dijo— que nos permita ponerle en situación de no hacerte daño.
—No —dijo Winifred—. No quiero volver a hacer el ridículo. Prefiero aguantarlo.
Se miraron el uno al otro. Sus corazones estaban llenos de sentimientos que no expresaban. Los Forsytes son así.
—¿Dónde le has dejado?
—En el baño —y Winifred se rió con amargura—. Lo único que ha traído es agua de lavanda.
—Ten calma —le dijo Soames—. Estás muy alterada. Yo te acompañaré.
—¿Y para qué?
—Tenemos que imponerle condiciones.
—¿Condiciones? Siempre será un perdido. Cuando se restablezca, pues cartas, juego, bebida, y… —pero se calló instantáneamente, recordando la mirada de su marido y el aspecto de su cara. Era un niño lisiado…, eso, como un niño lisiado. Quizá…
—¿Cuando se restablezca dices? ¿Es que viene enfermo?
—No, agotado. Eso es todo.
Tomó Soames el chaleco de una silla y se lo puso; perfumó el pañuelo con colonia, se ensartó en los ojales la cadena del reloj, y dijo:
—Está visto que no tenemos suerte.
Y, en medio de su preocupación, Winifred sintió lástima por su hermano, como si con aquellas palabras hubiera revelado un propio y grande dolor.
—Quisiera ver a mamá —dijo.
—Estará con papá en el cuarto ya —supuso Soames—. Baja tú despacio al despacho, que yo le diré que vaya.
Fué silenciosamente hasta el pequeño despacho, notable principalmente por un Canaletto muy dudoso para ser colocado en otra parte y por una hermosa colección de Cuestiones legales, que no se había mirado en muchos años. Allí esperó, mirando la chimenea vacía, hasta que su madre llegó seguida por Soames.
—¡Pobre hija mía! —dijo Emilia—. No te aflijas, por Dios… ¡Qué hombre, qué hombre!
En la familia se habían acostumbrado a no incurrir en demostraciones excesivas e inelegantes de emoción, y así, era imposible para Emilia dar un abrazo confortador a su hija. Pero su voz sí que era confortante. Haciendo una llamada a su orgullo, y deseando no afligir a su madre, dijo Winifred en la voz más casual que pudo hallar a mano:
—No te preocupes, madre; no hay que alterarse.
—No sé por qué —dijo Emilia, mirando a Soames— no había de decirle Winifred que le llevará a los Tribunales si no abandona sus malas costumbres. Él se le llevó las perlas, y eso ya es motivo bastante.
Winifred sonrió. Ahora todos le vendrían con sugerencias y consejos de hacer esto o lo otro; pero ella ya sabía lo que iba a hacer: nada. La idea de que en fin de cuentas había alcanzado una especie de victoria recuperando su propiedad se le imponía por momentos. ¡No!… Si quería castigarle, ya lo haría en casa, sin que el mundo lo supiera.
—Bueno —añadió Emilia—; vente al comedor y quédate a cenar con nosotros. Yo me encargo de decírselo a tu padre.
Y cuando Winifred salía y ella apagaba la luz, se percataron del desastre del pasillo…
Allí, atraído por la luz encendida en sitio desusado, estaba James con su toquilla de pelo de camello sobre los hombros, de forma que no tenía los brazos libres, y su cabeza parecía conectada con sus largas piernas por una zona no corpórea. Estaba allí en pie, con un aire de cigüeña imposible de imitar mejor, como si estuviera contemplando un sapo demasiado grande para tragar.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó—. ¡Díselo a tu padre! A mí nunca me dice nadie nada…
Emilia no pudo hablar. Fué Winifred la que reaccionó, acercándose a su padre, y poniéndole una mano encima de cada uno de los aprisionados brazos, dijo:
—Monty no se ha arruinado ni está en quiebra, papá. Sólo es que ha vuelto.
Se quedaron los tres esperando que sucediese algo grave, y contentos de que Winifred le hubiera cogido de antemano. Pero no conocían la profundidad de raíces de aquel viejo Forsyte. Tembló un poco su boca afeitada y sus patillas de plata; y después dijo muy digno:
—Ése va a ser mi muerte. Ya sabía yo lo que iba a pasar.
—No tienes que preocuparte, padre —dijo Winifred—. Ya le haré yo que se reporte.
—Sí… —dijo James—. ¡Quitadme esto de encima, que tengo calor!
Le quitaron la toquilla. Y él se volvió y se dirigió firmemente al comedor.
—No quiero sopa —dijo a Warmson, sentándose en su sitio.
Todos se sentaron también. Winifred, con el sombrero puesto todavía. Warmson puso plato para ella; cuando salió, preguntó James:
—Y ¿qué es lo que ha traído?
—Nada, papá.
James concentró la mirada sobre su propia imagen reflejada en una cuchara.
—¡Divorcio! —murmuró—. ¡Tonterías! Ya lo decía yo… Lo que debía haber hecho era haberle pasado una pensión para que se estuviera fuera de Inglaterra. ¡Soames! Vete y propónselo.
Parecía una idea tan simple y acertada, que hasta Winifred se sorprendió de sus propias palabras cuando dijo:
—No; yo le arreglaré, ahora que ha vuelto. No tiene sino que comportarse bien.
Todos se quedaron mirándola. No cabía duda de que era mujer de valor.
—¡Mucho cuidado! —dijo James—. ¡Dónde menos se espera, puede salir un degollador! Quítale el revólver. No te acuestes sin escondérselo. Y que Warmson duerma en tu casa. Mañana ya le veré yo.
Quedaron conmovidos por semejante propósito, y Emilia dijo tranquilizadora:
—Está bien, James. Evitaremos que ocurra una tontería.
—¡Ah! —murmuró James con voz de misterio—. No sé, no sé…
La llegada de Warmson con el pescado interrumpió la conversación.
Cuando, acabada la cena, se acercó Winifred a besar a su padre, la miró con ojos tan cargados de interrogación y dolor que ella le habló con toda la ternura de que fué capaz.
—No te preocupes, papá querido… No puede hacerme nada, está totalmente agotado. Lo único malo para mí será saber que tú estás preocupado. Buenas noches, y que Dios le bendiga, papá…
James repitió:
—¡Que Dios te bendiga, hija! —como sin saber lo que decía, y con la mirada la siguió hasta la puerta.
Llegó Winifred a su puerta antes de las nueve y directamente fué arriba.
Dartie estaba tumbado en la cama de su cuarto de vestir, con un traje de sarga azul y zapatillas; tenía los brazos cruzados detrás de la cabeza y en los labios pegada una colilla.
Winifred tuvo el recuerdo de las flores de sus macetas en verano. Así estaban, como agobiadas por el calor, pero vivas. Era como si un rocío benéfico hubiera caído ya sobre su marido.
Éste dijo apáticamente:
—Habrás estado en Park Lane, ¿no? ¿Cómo está el viejo?
No pudo Winifred evitar una respuesta punzante.
—Todavía no ha muerto de disgustos.
Él palideció, verdaderamente palideció…
—Vamos a ver, Monty —le dijo ella—. No quiero que mi padre sufra. Si no vas a ser persona decente, puedes marcharte, puedes irte a donde te dé la gana. ¿Has cenado?
—No.
—¿Quieres cenar?
Él se encogió de hombros.
—Imogen quiso que cenara, pero no tengo gana.
¡Imogen! Con la excitación del momento, Winifred la había olvidado.
—¿De modo que la has visto? ¿Qué te dijo?
—Me dio un beso.
Con mortificación profunda, vio Winifred que por la cara de su marido pasaba una sonrisa de descanso. «Sí —pensó—. A su hija sí la quiere; pero a mí, ni pizca».
Los ojos de Dartie iban de un lado para otro.
—¿Sabe la niña… lo mío? —preguntó.
Con la rapidez del relámpago, pensó Winifred que ya tenía el arma que necesitaba. ¡Le importaba que supieran!…
—Val es el único que lo sabe. Los otros, no; sólo saben que habías ido de viaje.
Le oyó suspirar con descanso.
—Pero lo sabrán todo —dijo con firmeza— si me das motivo.
—¡Muy bien! —murmuró—. ¡Pégame! Pégame, que estoy caído…
Winifred se acercó a la cama.
—Mira, Monty: yo no quiero pegarte, yo no quiero hacerte nada, no quiero ni aludir a nada. ¿Para qué? —y calló por un instante—. ¡Pero no quiero aguantar más, y no aguantaré! Es mejor que lo sepas… Tú me has hecho sufrir mucho. Pero te he querido. Por eso… —y vio la mirada cansina de sus ojos pardos, le tocó la mano repentinamente y se fué a su cuarto.
Durante un rato estuvo sentada frente al espejo, dando vueltas a sus sortijas, pensando en aquel hombre caído, extraño ya casi a ella, que yacía en la cama de la habitación inmediata; sin preocuparse, pero devorada por los celos del tiempo que no había estado con ella, sentía de vez en vez por él lástima y piedad.