XI

En la «Bolsa Forsyte» se supo muy pronto la noticia del alistamiento de los dos muchachos, así como que June, para no ser menos, iba a hacerse enfermera de la Cruz Roja. Tales acontecimientos eran tan extremados, tan subversivos de los principios del forsyteísmo, que tuvieron un efecto unificador de la familia; así, la casa de Timoteo se vio llena de Forsytes la tarde del domingo siguiente. Todos querían saber lo que todos pensaban de aquello y decir los propios pensamientos a los demás. Giles y Jesse Hayman ya no seguirían defendiendo la costa, sino que también partirían pronto para Sudáfrica; Jolly y Val los seguirían en abril, y June…, bueno, era imposible saber lo que haría.

La retirada de Spion Kop y la carencia total de buenas noticias del teatro de la guerra conferían aire de realidad indudable a todo esto, confirmado de manera sorprendente por Timoteo. El más joven de todos los Forsyte viejos no tenía más que ochenta años, que la gente suponía se parecía mucho a su padre, incluso en el detalle de beber Madeira, era invisible desde hacía años y casi se había convertido en un mito. Una generación había pasado por la tierra desde que los contratiempos de un editor le habían destrozado los nervios a la edad de cuarenta años, llevándole a sonsacar más de treinta y cinco mil libras al mundo y a vivir a base de cautelosas inversiones de fondos. Colocando su dinero a interés compuesto, en cuarenta años había duplicado su capital sin haber conocido angustia ni temblor alguno por razones económicas. Ahora estaba apartando dos mil libritas al año, y con el cuidado que ponía en todo esperaba, o al menos esto decía tía Ana, doblar su capital otra vez antes de morirse. Lo que haría entonces con su dinero, teniendo a sus hermanas muertas y estando muerto él mismo, era cosa que los espíritus libres como el de Francie, Eufemia o Cristóbal, hijo segundo de Nicolás, se preguntaban entre risas irrespetuosas. Todos admitían que Timoteo ya sabría qué hacer de su capital, y probablemente también Soames. Pero ni uno ni otro divulgaban nunca un secreto.

Los pocos Forsytes que le habían visto le describían como hombre fuerte y de robusta apariencia, no muy alto, colorada la faz, cabello gris y con un poco de aquel refinamiento de maneras que la mayoría de los Forsytes habían heredado de Forsyte el Grande o más bien de su esposa, mujer de cierta belleza y exquisito temperamento. Se sabía que tenía enorme interés en la guerra, que clavaba banderitas en un mapa desde que empezó y todos estaban inquietos sobre lo que haría si los ingleses eran llevados por los bóers al mar, pues entonces no podría poner banderas en lugar adecuado. Respecto de su forma de recibir los acontecimientos familiares, se sabía poco, excepto lo que Ana manifestaba, y era tan sólo que se encontraba «muy agobiado». Así, pues, era algo portentoso que aquel día, según iban llegando Forsytes, el domingo siguiente a la evacuación de Spion Kop, vieran sentado en la única butaca verdaderamente confortable de la casa a un hombre que se tapaba la boca con la mano y del que la tía Ester decía con voz solemne:

—Tu tío Timoteo, hijo mío…

Timoteo saludaba a todos de la misma manera:

—Perdona que no me levante…

Francie estaba allí, y Eustaquio había ido en su automóvil; Winifred había llevado a Imogen, rompiendo el hielo de la restitución de derechos ordenada por un tribunal con el calor de la noticia del alistamiento de Val; también estaba Marian Tweetyman con las últimas noticias de Giles y Jesse. Todos ellos con tía Julita y tía Ester, el joven Nicolás, Eufemia y nada menos que Jorge, que había ido en el coche con Eustaquio, constituían una asamblea forsyteana digna de los mejores tiempos de la familia. No había ni una silla vacante en todo el salón, y todo el mundo estaba preocupado pensando en qué pasaría si llegaba otro visitante.

La extrañeza que en todos producía la presencia de Timoteo se dulcificó un tanto, y se habló del tema obligado de la guerra. Jorge preguntó a la tía Julita cuándo se enrolaba en la Cruz Roja, consiguiendo hacerla reír con entusiasmo; después se dirigió a Nicolás, diciéndole:

—El joven Nicolás es soldado aguerrido por temperamento, ¿no? ¿Cuándo vestirá el honroso caqui?

El joven Nicolás sonrió suavemente y dijo algo acerca de su madre.

—Los Dromios ya partieron, ¿no? —dijo, volviéndose a Marian Tweetyman—. Pronto estaremos allí todos. En avant! ¡Adelante los Forsytes! ¡Un, dos… un, dos…!

La tía Julita se rió a gorgoritos. ¡Qué gracioso era Jorge! ¿No querría Ester traer el mapa de Timoteo? Allí se podía ver bien cómo iban las cosas.

Ante un sonido que partió de los labios de Timoteo y que se interpretó como asentimiento, la tía Ester salió de la habitación.

Jorge prosiguió su ficción del avance forsyteano por los campos de batalla, dirigiéndose a Timoteo como si fuera un mariscal de campo, y a Imogen, que había caído en que era muy linda, como a Vivandiè; y sujetando el sombrero de copa entre las rodillas, comenzó a tocar en él el tambor con palillos imaginarios. La acogida concedida a su pantomima fué varia. Todos reían, pero muchos pensaban que aquello era una burla de la familia, cosa injusta, ya que cinco de sus miembros se habían dado al servicio de la reina. No había que llevar tan lejos las bromas; y cuando se levantó para irse hubo una sensación general de alivio. Ofreció el brazo a tía Julita, marchó marcialmente hasta Timoteo, le saludó con gesto grandioso, besó apasionadamente burlón a su tía y se fué, seguido del grave y delicado Eustaquio, que no había dicho ni media palabra, ni había siquiera sonreído una vez. La tía Julita se maravilló:

—¡Mira que no esperarse a ver el mapa! Tú no lo tomes a mal, Timoteo, que ya sabes cómo es de guasón.

Timoteo se quitó la mano de la boca y dijo:

—No sé lo que va a pasar aquí. ¿Por qué esas tonterías de mandar tropas? No es así como hay que derrotar a los bóers.

Solamente Francie tuvo el atrevimiento de preguntar:

—¿Qué es entonces lo que hay que hacer, tío?

—Eso son tonterías modernistas… ¡Venga a gastar dinero y arruinar el país!

En aquel momento, tía Ester trajo el mapa, llevándolo como quien lleva a un niño con sarampión. Con la ayuda de Eufemia fué desplegado sobre el piano, aquel Colwood que se había tocado la última vez el verano anterior a la muerte de tía Ana, hacía ya trece años. Timoteo se levantó, se quedó mirando el mapa y todos se congregaron a su alrededor.

—Aquí estamos —dijo—. Ésta es la última situación que se conoce. Muy mala situación. ¡Hum!

—Sí —dijo Francie, persistiendo en su atrevimiento—. ¿Pero cómo vamos a mejorarla sin mandar tropas?

—¡Tropas! —dijo Timoteo—. No hace falta gastar dinero mandando tropas. Lo que hace falta es un Napoleón. Ése lo arreglaba en un mes.

—¿Pero si no lo tenemos, tío Timoteo?

—Ése es asunto del Gobierno —replicó—. ¿Para qué tenemos un Ejército? ¿Para no hacer nada en tiempo de paz? ¡Vergüenza debiera darles! Que cada uno se dedique a lo suyo y todo marchará bien…

Y mirando con superioridad a su alrededor, dijo, furioso:

—¡Tropas! ¡Voluntarios! ¡Gastar el dinero de la nación en esas cosas! ¡Lo que hay que hacer es ahorrar, conservar las energías!… ¡Eso es lo que hay que hacer! —y con un sonido prolongado, que no era ni un suspiro ni un gruñido, salió dejando tras él un aroma como de azúcar quemada.

El efecto de algo dicho con convicción por uno que hace mucho esfuerzo al decirlo, es siempre considerable. Y todos los Forsytes que quedaron allí, todos mujeres, excepto el joven Nicolás, guardaron silencio en torno del mapa.

Entonces Francie dijo:

—La verdad es que tiene toda la razón. ¿Para qué vale el Ejército, si cuando ocurre algo hay que recurrir a los voluntarios? Ellos debían haber previsto la situación[51].

—¡Es verdad, hija! —exclamó tía Julita—. Pero no se han dedicado más que a revolucionarlo todo. ¡Hasta abandonaron aquel color rojo tan hermoso del uniforme! Ahora parecen presidiarios.

—Pues el nuevo color es muy bonito. A Val le sienta muy bien —dijo Winifred.

La tía Julita suspiró:

—¿Y cómo será el hijo de Jolyon? ¡Pensar que nunca le hemos visto! Su padre estará tan orgulloso de él.

—Su padre está en París —dijo Winifred.

Pudo observarse que la tía Ester levantaba la mano como para decir algo. Y algo quería decir que evitase lo que comprendió que iba a decir su hermana, pues los carrillos de Julita se habían puesto muy colorados con la excitación de lo que había recordado.

—Ayer estuvo aquí la señora Mac Ander, recién llegada de París… ¿A que no sabéis a quién vio por la calle? ¡No lo adivinaréis en toda vuestra vida!…

—Ni lo intentaremos, tía —dijo Eufemia.

—¡A Irene! ¡Figúrate tú! Después de tanto tiempo… ¡Y con una barba rubia!

—¡Tía! ¡Tú me vas a matar de un susto! ¡Irene con barba!…

—Quería decir —explicó severamente tía Julita— con un caballero con barba rubia. Y no ha envejecido nada. Tan guapa como siempre…

—¡Anda, tía!… ¡Cuéntanos algo de ella! —exclamó Imogen—. Es el secreto de la familia, ¿verdad? Y esos secretos son tan divertidos…

La tía Ester se quedó con la boca abierta. Ya la había hecho Julita…

—Pues no llevaba muchas cosas secretas, aunque vestía muy bien —murmuró Eufemia.

—¡Niña! —recriminó tía Julita—. ¡Qué manera de decir las cosas!

—¿Qué es lo que no llevaba secreto? —insistió Imogen.

—Yo te explicaré —dijo Francie—. Una especie de Venus moderna, muy bien vestida.

Eufemia dijo ásperamente:

—Venus se representa siempre desnuda…

En este punto, Nicolás se despidió.

—La señora de Nicolás es muy exigente —dijo Francie, riéndose.

—Tiene seis hijos —dijo tía Julita—. Bien hace en tener cuidado…

—¿Y el tío Soames la quería mucho? —prosiguió la inexorable Imogen, mirando a las caras de todos.

La tía Ester hizo un gesto de desesperación al oír que su hermana respondía:

—Sí, hija, sí. Tu tío Soames la quería mucho.

—¿Es que se escapó con alguno?

—¡No, hija, no! No es eso precisamente…

—¿Qué hizo entonces, tía?

—¡Vamos, vamos, Imogen!… —exclamó Winifred—. Ya es hora de que volvamos a casa…

Pero la tía Julita tuvo tiempo de decir:

—Pues… no se comportó como debía.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Imogen—. ¡Eso es lo que sé de siempre, y de ahí no paso!

—Mira, chica —dijo Francie—: se enamoró de uno, y el amor terminó con la muerte de él… Entonces ella dejó a tu tío. Yo siempre la he estimado mucho.

—Muchas veces me daba bombones —murmuró Imogen— y olía muy bien.

—¡Ya lo creo! —dijo Eufemia.

—Pues no sé por qué ese «¡ya lo creo!» —replicó Francie, que usaba una esencia muy cara de alhelí.

—¡No sé por qué —dijo la tía Julita, levantándose— estamos hablando de eso!

—¿Y se divorciaron? —preguntó Imogen ya desde la puerta.

—¡Nada de eso! —exclamó tía Julita—. ¡No faltaba más!

Se abrió la otra puerta. Timoteo había vuelto al salón.

—Vengo por mi capa —dijo—. ¿Quién se ha divorciado?

—Nadie, tío —replicó Francie con completa verdad.

Timoteo cogió el mapa del piano.

—Que no ocurra nada de eso en la familia —dijo—. Ya está bien con todo este voluntariado. El país se está hundiendo. No sé cómo vamos a terminar —y agitó un grueso dedo ante su auditorio—. Hay demasiadas mujeres y no saben qué es lo que quieren.

Y dicho esto, cogió el mapa con las dos manos y se fué corriendo como si temiera que le contestaran.

Las siete mujeres a quienes se había dirigido rompieron en un murmullo de indignación, por entre el cual sobresalió la voz de Francie: «Realmente, estos Forsytes…»; y la de tía Julita: «Esta noche tiene que darse un baño de pies en agua de mostaza, Ester. Me parece que se le ha vuelto a subir la sangre a la cabeza…».

Aquella tarde, cuando las dos hermanas se quedaron solas, Julita dejó caer sobre su falda la labor que estaba haciendo después de la cena.

—Ester, no puedo creer lo que dicen de que Soames quiere que Irene vuelva con él. ¿Quién nos dijo que Jorge había hecho un dibujo de él con un letrero que ponía: «No seré feliz hasta que no lo consiga»?

—Lo dijo Eustaquio —respondió Ester tras el Times—; lo tenía en el bolsillo, pero no quiso sacarlo.

Julita quedó callada, absorta en alguna idea. Se oía el tictac del reloj, el ruido del papel del Times y el crujir de la leña en la chimenea.

Julita volvió a dar unas puntadas y volvió a dejar la labor.

—Ester —dijo—, se me está ocurriendo una cosa terrible.

—¡No me la digas! —se apresuró a pedir Ester.

—¡No tengo más remedio!… ¡No sabes lo horrible que es!… —y su voz se hizo un débil murmullo—. Jolyon…, Jolyon…, dicen que se ha dejado la barba… y que es rubia.