X

Jolyon, que atravesó el Paso de Calais por la noche, llegó a Robin Hill el domingo por la mañana. No había avisado de su regreso y tuvo que ir andando desde la estación, entrando en su finca por la puerta del soto. Al llegar al asiento hecho de un viejo tronco caído, se sentó, poniendo primero el abrigo encima. «¡Lumbago! —pensó—; en esto acaba el amor a mis años». Y le pareció que Irene estaba muy cerca de él, lo mismo que aquel día que hicieron la excursión a Fontainebleau y se sentaron en un tronco a tomar el almuerzo. Sí: la sentía muy cerca… El sol arrancaba olores de las hojas muertas que llegaban hasta su nariz. «Me alegro que no sea primavera ahora», dijo para sí. Con el olor de la savia y el canto de los pájaros y el crecer de los capullos de las flores hubiera sido intolerable. «Para entonces ya habré superado esta tontería de viejo loco», se consoló. Y cogiendo el abrigo, echó otra vez a andar. Pasó el estanque y empezó a subir lentamente la colina. Cerca de la cima, un áspero ladrido le saludó; junto a los helechos pudo ver a su perro. El animal, cuyos ojos medio ciegos hacían que tomase a su amo por un extraño, estaba previniendo al mundo contra él. Jolyon emitió su silbido de siempre. A aquella distancia, de casi cien metros, pudo apreciar que el perro le había reconocido. El viejo animal se sentó en sus ancas y, su cola, curvada y ya sin fuerzas, comenzó a agitarse levemente; se levantó, se le acercó un poco y volvió a detenerse; después, tomó aliento e impulso y echó a correr hacia el otro lado de los helechos. Jolyon esperaba encontrarle junto a la puerta de madera, pero no estaba allí. Y alarmado, miró los helechos. Tumbado en el suelo estaba el perro, con una mirada desorientadora y brillante.

—¿Qué te pasa, amigo? —exclamó Jolyon. La cola de Baltasar se movió un poco; sus ojos parecían decir: «No puedo levantarme, no puedo, pero me alegro de verte, hombre».

Jolyon se arrodilló; sus ojos, muy empañados, casi no podían percibir el jadeo, lentamente decreciente, del pecho del animal. Levantó la cabeza un poco, con gran esfuerzo…

—¿Qué te pasa, pobrecito? ¿Qué te duele? —la cola se agitó; los ojos perdieron todo indicio de vida. Jolyon pasó la mano sobre el bulto inerte y caliente. Jolyon pudo percibir el hocico, ya con pocos pelos, que se enfriaba en contacto con sus labios. Siguió unos instantes arrodillado junto al animal, manteniéndole el cuello, que se endurecía. Pesaba mucho cuando lo llevó cerca de la casa. Allí había muchas hojas secas y con ellas le cubrió; no hacía viento y así quedaría defendido de ojos curiosos hasta la tarde. «Yo te enterraré», se dijo. Habían pasado dieciocho años desde que entró en su casa de St. John con aquel diminuto cachorrillo en el bolsillo del gabán. ¡Qué raro que el pobre perro se hubiera muerto precisamente en aquel momento! ¿Sería un presagio? Se volvió a mirar el montón de hojas y entró en la casa con un gran nudo en la garganta.

June estaba allí; había regresado rápidamente, al saber la noticia del alistamiento de Jolly. Su patriotismo había dominado el sentimiento amistoso que ella tenía por los bóers. La atmósfera de la casa quedó triste y silenciosa cuando Jolyon dijo que el perro Baltasar se había muerto. La noticia tuvo un efecto unificador. ¡Un eslabón con el pasado que desaparecía! ¡El perro Baltasar!… Dos de ellos no podían recordar nada anterior a él. Para June representaba los últimos años de su abuelo; para Jolyon, aquella vida de angustias domésticas anteriores a su reincorporación al reino del amor y de la riqueza de su padre. ¡Y se había ido para siempre!

Por la tarde, él y Jolly tomaron unas azadas y salieron. Eligieron un sitio solitario no muy alejado, para no tener que llevarlo, y comenzaron a cavar. Trabajaron diez minutos en silencio, y luego descansaron.

—Bien, hombre, bien —dijo Jolyon—. ¿Creíste que debías hacerlo?

—Sí —respondió Jolly—. Desde luego que no tengo ni pizca de gana…

¡Qué exactamente representaban aquellas palabras el estado de ánimo de Jolyon!

—Te admiro, hijo mío. No creo que yo hubiera sido capaz de tanto a tu edad… Soy sin duda demasiado Forsyte. Pero creo que nuestro temperamento forsyteano va desapareciendo de generación en generación. Tu hijo, si lo tienes, será un altruista puro. ¿Quién sabe?

—Ojalá no sea como yo, papá. Yo soy muy egoísta.

—No, hijo, no. ¡Nada de eso! —Jolly movió la cabeza y volvieron a cavar de nuevo.

—Es extraña la vida de un perro —dijo Jolyon—. Es el único ser, y cuadrúpedo, con sentimiento de generosidad y sentimientos nobles.

Jolly miró a su padre y le preguntó:

—Papá, ¿tú crees en Dios?

A pregunta tan importante, salida de labios de uno a quien no se podía contestar a la ligera, Jolyon se quedó parado y rascándose la espalda dolorida por el trabajo de cavar.

—Los filósofos dan dos ideas distintas de Dios. Una es el Principio Creador Incognoscible…, ¿y quién no va a creer en eso? Por otra parte, es la Suma de bondades…; naturalmente, también hay que creer.

—Y Cristo es el compendio, ¿no?

Jolyon quedó sorprendido. ¡Cristo, compendio de las dos ideas! ¡Y explicado por un crío! Allí estaba explicado científicamente todo, y desde el punto de vista ortodoxo también. ¡Qué cosa más bella! ¡Jesús, compendio de las dos teorías! ¡Qué cosas pasaban! Uno vivía sin comprender nunca lo fundamental…

—¿Tú has pensado mucho en eso?

—Mira: en el primer año de Oxford pensé mucho. Pero en el segundo año uno se dedica más bien a otros estudios con preferencia, y no sé por qué, siendo esa cuestión tan importante…

Recordó Jolyon que él también, en su primer año de Cambridge, había pensado mucho en Dios, y que en el segundo no había vuelto a ocuparse del tema.

—Supongo que era de ese segundo aspecto de Dios del que Baltasar se hallaría penetrado, ¿no, papá?

—Seguramente, o si no, no hubiera estallado su corazón por algo exterior a él.

—¿Pero no sería eso precisamente emoción egoísta?

Jolyon denegó con un movimiento de cabeza:

—No, los perros no son Forsytes puros. Siempre aman algo exterior a ellos.

Jolly sonrió.

—Entonces yo soy Forsyte. No me alisté por nada más que por desafiar a Val Dartie.

—¿Pero por qué?

—No nos llevamos bien —contestó Jolly.

—¡Ah! —murmuró Jolyon.

Así, pues, la enemistad proseguía en la tercera generación, y eso que ellos eran ajenos a todo lo pasado. «¿Tendré que contarle?», se preguntó. Mas ¿para qué? Si no tuviera que cortar en seco al llegar a él…

Y Jolly pensaba: «Por el bien de Holly debería decirle lo que hay entre ellos. Si ella no se lo dice…, es que no quiere que lo sepa, y el decirlo yo sería un acusica. Bueno, he conseguido interrumpir la cosa. Mejor será no decir nada».

Siguieron cavando en silencio, hasta que Jolyon dijo:

—Bueno, ya creo que está bien —y dejando las azadas, miraron la fosa, a cuyo fondo habían caído unas hojas empujadas por el viento.

—No puedo soportar esta parte —dijo Jolyon.

—Deja que lo haga yo, papá. Él no se preocupaba mucho por mí.

Jolyon no quiso.

—A ver si con cuidado lo podemos traer sin que se caigan las hojas de encima. No quisiera verle. Yo le cogeré la cabeza. ¡Ahora!

Muy despacio, levantaron el cuerpo del perro muerto, cuya piel, blanca y marrón, se mostraba donde las hojas se iban cayendo. Le dejaron en la fosa, y Jolly le echó más hojas encima, mientras que Jolyon, temiendo mostrar emoción ante su hijo, empezó a arrojar paletadas de tierra sobre la forma inmóvil. ¡Estaba enterrando el pasado! ¡Y si hubiera un futuro bonito que contemplar! Era como apisonar tierra sobre su propia vida. Colocaron la hierba que habían quitado y, contentos de haberse ayudado a ocultar el sentimiento, se volvieron padre e hijo a casa, cogidos del brazo.