IX

Ya no había grandes cenas en casa de James… En todo hogar llega ese momento en que el señor o la señora «no están ya para riada», en que no pueden servirse ya nueve platos a veinte bocas, en que el gato queda sorprendido ante repentino encierro en el cuarto de la plancha.

Así, pues, con cierta excitación, Emilia, que a los setenta años todavía hubiera disfrutado con una fiestecita de vez en cuando, dispuso seis cubiertos en lugar de dos, escribió con su propia mano unas cuantas palabras extranjeras y arregló las flores: mimosas de la Riviera y jacintos blancos de Roma, que no eran de Roma. Estarían solos, claro, James y ella, Soames, Winifred, Val e Imogen. Pero a ella le gustaba un poquito de distinción y deleitarse en el recuerdo del pasado. Se vistió tan elegante, que James le dijo:

—¿Por qué te pones eso? Vas a pescar un resfriado bueno…

Pero Emilia sabía que los escotes de las mujeres tienen abrigo y protección en su belleza, aunque hubiera pasado mucho tiempo antes, y sólo respondió:

—Tú ponte una de las pecheras que te he comprado, James; así no tendrás más que mudarte de pantalón y ponerte la chaqueta de terciopelo. A Val le gustará verte elegante.

—¡Pecheras! —dijo—. Siempre estás gastando dinero en tonterías.

Mas se sometió al proceso embellecedor, murmurando vagamente:

—Me temo que ese chico va a salir muy extravagante.

Algo más animado que de costumbre, incluso con algo de color en las mejillas, se sentó en el salón a esperar que sonara la campanilla de la puerta principal.

—Pues va a salir una cenita muy bien… —dijo Emilia, satisfecha—. Será un entrenamiento para Imogen… Tiene que ir aprendiendo, pues ya es mayorcita.

James emitió un sonido extraño, acordándose de cuando Imogen se le subía a las rodillas o comía con él dulces de Navidad.

—Se está poniendo muy guapa.

—Se ha puesto muy guapa ya —dijo Emilia—. Hará una buena boda.

—¡Nada de bodas! —exclamó James—. Lo que tiene que hacer es quedarse en casa a cuidar de su madre —si salía otro Dartie que se llevase a su nieta, no podría él resistirlo. Todavía no había perdonado a Emilia el haberse enamorado de Dartie tanto como él se enamoró.

—¿Dónde está Warmson? —preguntó de pronto—. Me gustaría beber un vaso de Madeira esta noche.

—Tomaremos champaña. James.

—¡No quiero! No me sabe a nada…

Emilia se levantó de su sitio junto a la chimenea y tocó la campanilla.

—El señor quiere que se sirva una botella de Madeira, Warmson.

—¡No, no! —exclamó James, temblándole violentamente las orejas y con los ojos clavados en un punto que él sólo era capaz de percibir… Mire, Warmson: vaya a la bodega y, hacia la mitad del estante del fondo, a la izquierda, verá siete botellas; coja la del medio, pero sin agitarla… Es la última de las que me regaló mi hermano Jolyon cuando vinimos aquí. Nunca se ha movido. Ahora estará de primera. Pero no sé…

—Muy bien, señor —dije Warmson, retirándose.

—La guardaba para nuestras bodas de oro. Pero yo no viviré tres años, con lo viejo que soy.

—Tonterías, James. No digas eso.

—Debiera haber ido yo a buscarla —murmuró James—. Ya verás cómo la sacude bien sacudida —y quedó recordando los gratos momentos pasados a la luz de gas, entre telarañas y olor de buen vino que habían precedido a tantas buenas cenas. En el vino de aquella bodega estaba escrita la historia de los cuarenta años largos que hacía llegó a aquella casa de Park Lane con su joven esposa, y de las muchas generaciones de amigos y conocidos que habían pasado a mejor vida; en los barriles ya vacíos se guardaba la crónica familiar de festividades, de matrimonios, de nacimientos…, de muertes inclusive. Y cuando él muriera, no sabía lo que pasaría allí: se emborracharían con el vino que quedara o lo estropearían.

La llegada de su hijo, que no tardó en verse seguida de la de Winifred y los suyos, le sacó de aquel ensueño.

Bajaron dándose el brazo: James a Imogen, la debutante, pues aquella linda nietecita le divertía, Soames, con Winifred, y Emilia, con Val, cuyos ojos se alegraron a la vista de las ostras. ¡Aquello se presentaba bien, con champaña y oporto…! Y Val se sintió necesitado de una copa, tras lo que había hecho aquel día y que aún no había contado a nadie. Después de un vaso o dos le resultó agradable tener aquel polvorín bajo el asiento, aquella prueba de patriotismo ejemplar, aquella muestra de valor personal que podía manifestar para asombro de las gentes, pues su satisfacción en lo que había hecho por su patria y por su reina era todavía completamente personal. Ya era alguien en conexión firme con fusiles y caballos, ya podía presumir, aunque, claro, no iba a hacerlo. Y lo anunciaría tranquilamente, cuando se hiciera una pausa. Y leyendo el menú, determinó que el mejor momento era el de empezar con la Bombe aux fraises; habría cierta solemnidad cuando estuvieran comiendo aquello. Una vez o dos antes de llegar a aquella solemne culminación de la cena recordó que a su abuelo no le decían nunca nada. Pero el buen viejo estaba bebiendo Madeira y parecía hallarse en situación de oír cualquier cosa. Además, debía de estar contento con lo del divorcio. El ver a su tío Soames frente a él era también un poderoso incentivo. Estaba tan lejos de ser un verdadero caballero, que sería divertido ver la cara que ponía al escuchar la noticia. También era mejor decírselo a su madre ante la familia que a solas; así se evitaría la emoción de los dos. Lo sentía por ella; pero, después de todo, no podía sentirlo tanto como por Holly.

La voz de su abuelo se dirigió a él precisamente:

—Val, tómate un poco de Madeira con hielo. En el colegio no beberás nada así.

Val vio cómo se le llenaba lentamente la copa y cómo acudía a la superficie esa especie de aceite del vino viejo; inhaló su aroma, y pensó: «¡Ahora!». Era un momento estupendo. Bebió y un suave calor se difundió por su cuerpo, ya algo caldeado. Con una rápida mirada a su alrededor, dijo:

—Me he alistado esta mañana en la Guardia Imperial, abuelo —y apuró su vaso como bebiendo a la salud suya y de su valeroso acto.

—¿Qué? —era la breve palabra de asombro desolado de su madre.

—Jolly Forsyte y yo nos hemos enrolado juntos.

—No habrás firmado, ¿verdad? —preguntó el tío Soames.

—¡Pues ya lo creo! El lunes nos vamos al campamento.

—¡Cuidado, cuidado! —gritó Imogen.

Todos miraron a James. Estaba inclinado hacia adelante con la mano en la oreja.

—¿Qué es eso? ¿Qué dice? No he oído bien…

Emilia se apresuró a cogerle la vez a Val.

—Nada, que Val se ha alistado en la Guardia Imperial, James; está muy bien. Verás qué bien le sienta el uniforme.

—¡Qué se ha alistado en la…! ¡Narices! —exclamó James con voz temblorosa—. No sabéis lo que ha hecho. Tendrá que ir allí. Se encontrará entre tiros antes que haya tenido tiempo de pensarlo.

Val vio los ojos de Imogen llenos de admiración, y a su madre, pasándose con suma elegancia el pañuelito por los labios.

Su tío dijo:

—Eres menor de edad.

—Ya he pensado en ello. Declaré veintiún años.

Oyó a su abuela decir, admirativa: «Muy bien, Val: eres un valiente». Se dio cuenta de que Warmson llenaba, deferente, su copa de champaña y de que su abuelo le decía: «Si sigues así, no sé lo que va a ser de ti».

Imogen le daba palmadas de admiración en la espalda; su tío le miraba de soslayo; su madre estaba inmóvil, hasta que afectado por aquella inmovilidad, dijo:

—Nada, hombre, si no es nada. Hay que darles una buena paliza. Lo que quisiera es llegar a tiempo de hacer algo, que no sé si llegaré…

Se sentía emocionado, doliente y muy importante a la vez. Aquello enseñaría al tío Soames y a todos los Forsyte a ser caballeros. Había hecho verdaderamente algo notable y excepcional al declarar que tenía veintiún años.

La voz de Emilia le hizo bajar a tierra desde la cima de su ensueño:

—Tómate otro vasito, James. ¡Warmson!

—¡Cómo se van a quedar en casa de Timoteo! —exclamó Imogen—. Daría algo por ver la cara que ponen… ¿Llevarás sable, Val, o pistola?

—¿Quién le metió esa idea en la cabeza?

La voz de su tío le produjo una sensación de repugnancia en el estómago. ¿Quién le había metido la idea a él? ¿Cómo contestar a la pregunta? Se sintió descansado cuando su abuela dijo:

—Es un acto de valor muy grande lo que ha hecho Val. Estoy segura de que será un gran soldado. Nos llenará de orgullo a todos.

—¿Qué tiene que ver ese jovencito de Jolly Forsyte en esto? ¿Por qué fuisteis juntos? —siguió preguntando Soames con insistencia molesta—. Yo creía que no te llevabas bien con él.

—Y no me llevo —dijo Val—. Pero no voy a dejar que me derrote —y vio que su tío le miraba ahora de manera muy distinta, como aprobando. Su abuelo también aprobaba moviendo la cabeza, y su abuela también. Todos aprobaban que no quisiera dejarse derrotar por aquel primo suyo. ¿Por qué sería? Se daba cuenta oscura de algo extraño que no alcanzaba a comprender, algo como el centro no localizado de un ciclón. Y mirando la cara de su tío, tuvo la extrañísima visión de una mujer con ojos negros y largo cabello rubio, de hermoso cuello blanco y con un perfume maravilloso, vestida con ropas de seda que a él le gustaba tocar cuando era muy pequeño. ¡Sí! ¡La tía Irene!… Le daba muchos besos a él, y él le había mordido una vez en un brazo, jugando, porque le gustaba…, tan blanco y tan suave. Su abuelo estaba diciendo:

—¿Qué hace su padre?

—Está en París —dijo Val, sorprendiéndose de la mirada rarísima de su tío Soames ante la cara que puso…, como la de un perro rabioso.

—¡Artista! —dijo Soames. Y aquella palabra que le salió del fondo del alma, cargada de odio y desprecio, puso fin a la cena.

Sentado frente a su madre en el coche que los llevaba a casa, Val degustaba los frutos que siguen al heroísmo.

Winifred no dijo sino que tenía que ir al sastre en seguida para que le hicieran un buen uniforme y no tener que llevar el que le dieran. Pero él se daba cuenta de que estaba muy agobiada. Estuvo a punto de decirle para consolarla que así se evitaría todo aquello del brutal divorcio; pero la presencia de Imogen y el pensar que ella no iba a evitárselo le contuvieron. Le dolió que no mostrase mucho orgullo de él. Cuando Imogen se hubo acostado, toco el punto sentimental.

—Siento mucho tener que dejarte, mamá.

—Bueno, no tengo otro remedio que resignarme. A ver si te conseguimos un destino para que no tengas que pasar tanto. ¿Sabes algo de instrucción, hijo mío?

—Nada en absoluto.

—Confió en que no te molesten mucho con eso. Mañana tendremos que salir a comprar lo necesario. Buenas noches, dame un beso.

Con aquel beso suave y cálido y aquellas palabras: «Confío en que no te molesten mucho» en los oídos, se sentó a fumar un cigarrillo ante un fuego que ya se extinguía. Pero tenía un vivo calor interior. El corazón le dolía. «Tendré que estar con ese Jolly del demonio», pensó mientras subía la escalera y al pasar por la habitación en que su madre, para calmar su congoja, mordía la almohada, ahogando así los sollozos.

Pronto, sólo uno de los comensales de James estaba despierto: Soames, en su dormitorio, situado encima del de su padre.

Conque Jolyon estaba en París, ¿eh? ¿A qué habría ido? Seguramente a ver a Irene… El último informe de Polteed insinuaba que quizá hubiera noticias pronto. ¿Sería eso? El tipo aquel, con su barba y aquella manera burlona de hablar… el hijo del hombre que le había puesto el mote de «hombre bien acomodado», y que le había comprado la condenada casa… Soames lamentaba haberla vendido; no perdonaba a su tío el haberla comprado ni a su primo que viviera en ella.

Sin temor al frío, abrió la ventana y miró al parque. Estaba silencioso y oscuro en aquella noche de enero.

«Mañana iré a ver a Polteed —pensó—. ¡Dios mío, estoy loco! ¡Si creo que la quiero todavía! ¿Y si ese tipo de Jolyon…? Pero no, no…».