VIII

La mañana había amanecido nublada con tendencia a cerrar; pero el sol salió mientras Val se dirigía hacia Roehampton Gate, desde donde trotó hacia el sitio acostumbrado. Su espíritu se iba animando rápidamente. Después de todo no había ocurrido nada terrible en la sesión del Tribunal, aparte de lo desagradable que resultaba que la intimidad familiar se quebrantara tan estúpidamente. «Si fuéramos novios —pensó—, lo que pasa no tendría importancia». Pensaba como la mayoría de los humanos: protestan contra el matrimonio, pero se apresuran a casarse. Y galopó por la hierba de Richmond, que el invierno había secado, temiendo llegar tarde. Pero otra vez encontró solitario el punto de cita, y esta segunda defección por parte de Holly le contrarió hasta punto insospechado. No podía resignarse a regresar sin haberla visto. Salió del Parque y se dirigió a Robin Hill; no podía decidirse sobre la persona por quien preguntar. ¿Qué haría si su padre hubiera regresado o su hermano o hermana estuvieran allí? Se decidió a proceder con disimulo y preguntar primero por todos, de forma que si no estuvieran, fuera lo más natural preguntar por Holly. Si estaban los demás, pretextaría que estaba dando un paseo a caballo y que, habiendo pasado por allí, le había parecido natural visitarlos.

—Sólo está la señorita Holly, señor.

—Muchas gracias… ¿Puede llevar el caballo a las cuadras? Anuncie a su primo Val Dartie.

Cuando volvió estaba ella en el hall, muy ruborosa y llena de timidez. Le condujo al extremo opuesto de la habitación y se sentaron junto a una ventana.

—He estado muy preocupado, Holly. ¿Qué ocurre?

—Jolly se ha enterado de nuestras salidas.

—¿Está aquí?

—No, pero vendrá en seguida.

—¡Entonces…! —exclamó Val, y acercándosele, la tomó de las manos. Ella trató de retirarlas, pero no lo consiguió y se le quedó mirando pensativa.

—Antes que nada —dijo él— quiero decirte una cosa de mi familia. Mi padre, pues…, no sé si sabes que…, bueno, ha dejado a mi madre y ella y la familia están haciendo lo posible para el divorcio; para eso le han ordenado que vuelva, mira tú… Mañana lo verás en la Prensa.

Los ojos de la muchacha se agrandaron con el sorprendido interés, y su mano apretó la de Val. Y con ello, el jugador que había en Val se despertó ante la ventaja, y dijo apresuradamente:

—Por ahora no hay nada de importancia, pero lo habrá. Las causas de divorcio son algo brutal… Quería decírtelo porque…, porque… debes saberlo si es que…, si es que me quieres, Holly. Yo te quiero… mucho; quiero que seas mi novia.

¡Ya estaba! Pero lo había hecho de la peor manera posible y se hubiera tirado de los pelos. Cayó de rodillas y trató de acercarse más aún a aquella carita dulce y turbada.

—¿Me quieres, di? Si no me quieres…

Hubo un momento de silencio, tan intenso, que Val podía oír el ruido de una máquina segadora en la lejanía, donde alguien debía de tener la pretensión de cortar la hierba. Después ella se inclinó hacia adelante, y con la mano que tenía libre le acarició el cabello, y él murmuró ahogadamente:

—¡Oh Holly!

La respuesta fué suave, en voz muy baja:

—¡Val…!

Había soñado con aquel momento, pero siempre se había visto fuerte, dominante… Ahora se sentía humilde, conmovido, tembloroso. Tenía miedo hasta de moverse, por miedo a que aquel maravilloso cúmulo de felicidad se deshiciese; además, si interrumpía su posición de rodillas ante ella, ésta vacilaría y negaría su rendición a su amor… Estaba tan bonita y trémula, con los ojos medio cerrados y tan cerca de los labios de él. Por fin, los abrió y levantó despacito la cabeza. Él la besó en los labios. Pero se levantó de un salto repentino. Había oído pasos, una especie de exclamación de sorpresa… No había nadie; pero las cortinas de la entrada se estremecían.

—¿Qué ha sido eso?

Holly se había levantado también.

—Seguro que es Jolly —susurró.

Val cerró los puños con resolución.

—Muy bien. No me importa un pito ahora que somos novios —y dirigiéndose a las cortinas, las abrió con las dos manos. Allí estaba Jolly, junto a una chimenea y vuelto de espaldas, en postura deliberada. Val se le acercó. Jolly dio media vuelta y quedaron mirándose cara a cara.

—Siento mucho haber escuchado.

Val no tuvo más remedio que sentirse admirado de Jolly. Su voz era reposada, su rostro estaba seguro por completo, parecía un ser superior actuando conforme a altos principios morales.

—Bueno —dijo Val con brusquedad—. Esto a ti no te va ni te viene.

—¡Hombre! —dijo Jolly—. ¡Vienes de buenas maneras!… —y se dirigió afuera. Val le siguió. En la puerta, Holly le tocó el brazo, diciéndole:

—Yo también voy.

—No —dijo su hermano.

—Sí —insistió ella.

Jolly abrió la puerta del despacho y los tres entraron. Una vez en la habitación permanecieron en pie, formando un triángulo de vértices en la alfombra, muy erguidos, sin mirarse uno a otro, dramáticamente, sin percibir una chispa de humor en la situación.

Val rompió el silencio:

—Holly y yo somos novios.

Jolly dio un paso hacia atrás y se apoyó en el quicio del balcón.

—Ésta es nuestra casa —dijo— y no te voy a insultar en ella. Pero mi padre no está. Mi hermana está a mi cuidado Tú te has aprovechado de mi ausencia.

—No quería hacerlo —dijo Val, acalorado.

—Pues creo que lo has hecho —dijo Jolly—. Si no hubieras querido hacerlo, me hubieras hablado o hubieras esperado a que mi padre estuviera.

—Tenía razones para no esperar —dijo Val.

—¿Qué razones?

—Se trata de mi familia… Acabo de decírselo a Holly. Quisiera que estuviera enterada antes que sucedan cosas.

Jolly perdió de repente toda su compostura.

—Sois unos críos —dijo—, y bien sabéis que lo sois.

—Yo no soy un crío —dijo Val.

—¡Cómo! Si todavía no has cumplido los veinte…

—Bueno, y ¿cuántos has cumplido tú?

—Yo he cumplido veinte.

—Pues sí que son muchos… De todas formas, yo soy tan hombre como tú.

La cara de Jolly enrojeció, y después palideció. Evidentemente, en su interior, se desarrollaba una lucha, y Val y Holly le miraban; tan clara aparecía esta lucha en él; le oían incluso jadear. Entonces, su rostro se serenó por completo.

—Veremos si eso es verdad. Te apuesto a que tú no te atreves a hacer lo que voy a hacer yo.

—¿Que no me atrevo?

Jolly sonrió.

—Que no te atreves, eso digo. Y estoy seguro de ello.

Val tuvo un mal presentimiento.

—No he olvidado que te comes a los niños crudos —dijo Jolly, lentamente— o que por lo menos, presumes de hacerlo. También me acuerdo de que me llamaste probóer.

Val oyó un suspiro hondo que amortiguó su propia respiración agitada, y vio la cara de Holly echada un poco hacia adelante, muy pálida, de ojos muy abiertos.

—Sí —dijo Jolly, con una especie de sonrisa—. Pronto lo vamos a ver… Pienso alistarme voluntario en la Guardia Imperial, y creo que usted hará lo mismo, señor Val Dartie…

La cabeza de Val se abatió por un momento. Era como si hubiera recibido un golpe entre los ojos, un golpe totalmente imprevisto, terriblemente feo en medio de su ensueño; y miró a Holly con ojos lastimeros.

—Siéntate —dijo Jolly—. Tómate tiempo para pensarlo —y él se sentó en el brazo de la butaca del abuelo.

Val no se sentó; quedó en pie con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su pantalón de montar, temblorosas y crispadas. Lo terrible de aquella decisión golpeaba su cerebro con los aldabonazos dobles de un cartero con prisas. Si no aceptaba el desafío, se deshonraba a los ojos de Holly y a los de su enemigo, el bruto de su hermano. Pero si lo aceptaba… Entonces lo perdería todo…, sus ojos, su cara, su pelo, sus besos que acababan de empezar…

—Tómate tiempo para pensarlo —volvió a decirle Jolly—. No quiero que me consideres desleal.

Y los dos miraron a Holly. Se había recostado en la estantería de libros que llegaba hasta el techo; su cabeza morena reposaba contra la Historia del Imperio romano, de Gibbon, y sus ojos, llenos de agonía gris, estaban fijos en Val. Y él, que no tenía mucha vista, creyó comprender: si no aceptaba, ella estaría orgullosa de su enemigo, del bruto de su hermano… Se sentiría avergonzada de él. Sacó las manos de los bolsillos como movidas por un resorte.

—Muy bien, me decido. Acepto…

¡Qué cara vio que ponía Holly! ¡Qué cosa más rara!… La vio enrojecer, adelantarse… ¡Había acertado en la decisión!… Aquella cara resplandecía admirada. Jolly se levantó haciendo una ligera reverencia, como diciendo: «Has pasado la prueba».

—Mañana, entonces, iremos a alistarnos juntos —dijo.

Recobrándose del ímpetu que le había llevado a decidirse, Val le miró malicioso. «Muy bien —pensó—. ¡Uno, cero! Tendré que alistarme, pero ya me las pagarás, no te quepa duda». Y dijo con dignidad:

—Mañana estaré dispuesto.

—Nos encontraremos en la Oficina Principal de Alistamiento —dijo Jolly—, a las doce en punto —y abriendo el balcón salió a la terraza, dejándolos solos de acuerdo con el criterio que le había hecho retirarse cuando los sorprendió en el hall.

Grande fué la confusión de Val al quedarse a solas con aquélla por la que acababa de pagar tan alto precio. ¡Tenía ahora que presumir, hacer aquella maldita locura con aires de valiente!

—Por lo menos nos hincharemos de montar a caballo y de tirar al blanco —dijo—. Eso está bien —y le produjo una satisfacción amarga oír el suspiro de Holly, que parecía salido de dentro del corazón.

—¡Oh, la guerra acabará pronto! —siguió diciendo—. Ni siquiera nos llevan, a lo mejor. A mí ni me importaría ir, desde luego. Sólo por ti… —así no tendría que intervenir para nada en el maldito asunto del divorcio. Eso ya era algo.

Y sintió que la mano de ella se deslizaba dentro de la suya. Jolly creería que había detenido su cariño… La cogió por la cintura, mirándola suavemente con los ojos entornados, sonriendo para alegrarla, prometiéndole volver pronto a verla, sintiéndose medio metro más alto que ella y mucho más dueño de la situación que antes. La besó muchas veces antes de montar a caballo y partir… Así, rápidamente a la menor sugestión, nace y se desarrolla el instinto de la posesión.