La causa —Dartie contra Dartie— de restitución de aquellos derechos conyugales de que Winifred había sido tan lamentablemente usurpada tardó bastante en verse. No se señaló para antes de la vacación de Navidad, pero estaba la tercera de la lista cuando se abrieron de nuevo los Tribunales. Winifred pasó las fiestas navideñas si cabe con más elegancia que en años anteriores, a causa de aquel dolor que guardaba hondo —pero muy hondo— en su corazón. James fué particularmente espléndido con ella, expresándole de esa forma una adhesión y tranquilidad ante la próxima disolución de su matrimonio con aquel «simpático granuja» que sus labios viejos no podían expresar, pero que su corazón no más joven experimentaba.
La fuga de Dartie hizo que la baja del papel quedara reducida en trascendencia. En cuanto al escándalo social que el divorcio supondría…, la verdadera enemistad que sentía contra el pillo de su yerno y la creciente importancia que la propiedad estaba alcanzando sobre la fama para un Forsyte cercano ya a la tumba, constituían una droga calmante para el cerebro ante el que todas las alusiones (excepto las suyas, claro) al caso se evitaban cuidadosamente. Lo que como abogado y como padre de una de las partes le preocupaba era la posibilidad de que Dartie se presentara de repente obedeciendo la requisitoria del Tribunal. ¡Estaría bonito! El miedo le acuciaba tanto, que al dar a Winifred un hermoso cheque de Navidad, le dijo:
—Esto es, sobre todo, para el sujeto ese de Buenos Aires, para que no tenga que volver.
Era, desde luego, tirar dinero, muy buen dinero…; pero era gastarlo en un seguro contra la bancarrota y el deshonor que le amenazaban si volvía y que dejaría de amenazarle si el divorcio se llevaba a efecto. Y preguntó mil veces a Winifred, hasta que tuvo la seguridad de que el dinero había sido girado. ¡Pobre Winifred! Le costó mucho enviar aquel dinero que había de ir a parar a manos de «aquella mala mujer». Soames, al saber de aquel dolor, movió la cabeza. No se las habían con un Forsyte razonable y tenaz en sus propósitos. Era peligroso sin saber cómo estaban las cosas. De todas formas, haría buen efecto ante el Tribunal; ya se ocuparía él de que Dreamer lo sacara a relucir.
—Quisiera saber —dijo de repente— adónde va el ballet después de la Argentina.
No omitía ninguna precaución, pues sabía que su hermana sentía aún cierta debilidad, si no por Dartie, por lo violento de hacer pasto del público su drama personal. Aunque el admirarse no era lo más propio en él, reconocía con admiración que Winifred estaba pasando por la prueba de manera inmejorable, con todos los hijos en casa preguntando siempre por su padre. Se daba cuenta de que Val era el mayor motivo de preocupación para su madre, pues evidentemente le quería más que a ninguno de sus hijos. El muchacho podría parar las ruedas del carro de aquel divorcio si se empeñara en ello, y Soames cuidaba mucho de que su sobrino no conociera detalles y no supiera la proximidad de las actuaciones judiciales preliminares. Llegó a más: le invitó a cenar en el Remove y, fumando con Val un cigarro tras la cena, le habló del problema que sabía más afectaba a su corazón.
—Me han dicho que quieres jugar al polo en Oxford.
Val se sentó derecho en su silla.
—Me gustaría mucho —dijo.
—Sí, pero… eso es muy caro —continuó Soames—. Tu abuelo no querrá, a menos de tener la seguridad de que no se le va a seguir marchando el dinero por otro conducto —y se paró a ver si su sobrino le había entendido.
Las cejas espesas de Val no permitían ver nada en sus ojos, que tenía entornados, pero en su amplia boca apareció una ligera mueca, y murmuró:
—Te refieres a mi padre, ¿no?
—Sí —dijo Soames—. Y temo que todo dependa de que él siga siendo una carga para el abuelo o no —y no dijo nada más, dejando al muchacho que lo pensara.
Pero Val estaba pensando también en aquellos días en que una muchacha montaba a caballo junto a él. Aunque Crum estaba en Londres y no hubiera tenido más que pedirle que le presentara a Cyntia Dark para conseguirlo, Val no se lo pidió; es más evitaba a Crum y llevaba una vida que a él mismo le chocaba, excepto en la referente a cuentas del sastre y del alquiler de caballos.
Su madre, sus hermanas, su hermanito pequeño, creían que pasaba las vacaciones visitando a amigos, y las veladas dormitando en casa. No podían proponer hacer nada que requiriera luz del día sin que dijese al punto:
—Lo siento, pero tengo que ir a ver a un amigo.
Y tenía que recurrir a grandes mañas para salir y entrar en casa con ropas de montar, hasta que, habiendo sido admitido en el Goat’s Club, pudo llevarlas allí, donde podía cambiarse tranquilamente y salir sin miedo a caballo para el parque de Richmond.
Mantenía su sentimiento, que iba en aumento, religiosamente guardado para sí; por nada del mundo hubiera dicho nada a uno de aquellos amigos que no visitaba, pues no había nada tan ridículo desde el punto de vista de ellos y del suyo propio. Y, sin embargo, aquello tan ridículo estaba destrozando sus otros deseos y apetitos. Se interponían entre él y aquello placeres de juventud que, si renunciaba a ellos, determinaría que quedase como un chicuelo pequeño o un ser afeminado ante los ojos de Crum. Todo lo que le preocupaba era vestirse de jockey a la última moda y galopar hacia la puerta de Robin Hood, donde muy pronto llegaba otro caballo montado por esbelta y morena amazona. Después, en las zonas claras de arbolado, iban uno al lado del otro, no hablando mucho y cogidos de la mano en ocasiones. Más de una vez, en momentos de expansión y cordialidad, había estado a punto de decir a su madre cómo aquella primita tímida y dulce se había apoderado de su corazón y «había destrozado su vida». Pero una amarga idea de que todas las personas por encima de los treinta carecían de comprensión, le impedía franquearse. Después de todo, él tendría que acabar sus estudios y ella tendría que presentarse en sociedad antes que pudieran casarse. ¿Por qué complicar entonces las cosas? Las hermanas eran seres imposibles y molestos; los hermanos, peor todavía. Así, no podía confiarse a nadie; además, aquel maldito asunto del divorcio… ¡Qué desgracia llevar un apellido que otros no llevaban! Si se hubiera llamado Gordon, o Scott, o Howard, o algo así de vulgar… Pero ¡llamarse Dartie! Era el colmo de la mala sombra. Y así estaban las cosas, hasta que un día, a mediados de enero, caballo y amazona no aparecieron en el lugar acostumbrado. Dudó si ir a su casa. Pero Jolly podía estar allí, y el recuerdo de su pelea todavía persistía en su memoria. ¡No iba a estar de continua pelea con su hermano! Así, pues, se volvió triste a Londres y pasó una tarde sumido en amargura. Al desayuno del día siguiente notó que su madre llevaba un vestido desacostumbrado y el sombrero puesto. El vestido era negro, con algún ligero adorno azul; el sombrero, negro y grande. Estaba muy guapa. Pero cuando, tras de desayunarse, le dijo:
—Ven aquí. Val —y le encaminó hacia la sala, se vio asaltado de los peores presentimientos. Winifred cerró muy bien la puerta y se pasó el pañuelo por los labios; percibiendo el aroma de violeta con que había sido perfumado, Val se preguntó: «¿Se habrá enterado de lo de Holly?».
La voz de su madre interrumpió sus pensamientos:
—¿Vas a ser bueno conmigo, hijo mío?
Val hizo un gesto de duda.
—¿Vas a venir conmigo esta mañana?
—Tengo que ver… —pero un gesto en la cara de su madre le impidió seguir con su pretexto—. Bueno —dijo—. ¿No querrás decir que…?
—Sí. Tengo que ir al Tribunal esta mañana.
—¿Ya?
Aquel maldito asunto, que casi había conseguido olvidar, puesto que nadie se lo mencionaba… Lamentando su suerte, se quedó pellizcándose los dedos y arrancándose pedacitos de piel. Después, notando que los labios de su madre estaban temblorosos, dijo impulsivo:
—¡Está bien, iré! ¡Los muy brutos!
No sabía él mismo a qué brutos se refería, pero la expresión reflejó exactamente el sentimiento de los dos y restableció en ambos la posibilidad de sentirse ecuánimes.
—Creo que será mejor que me cambie de chaleco —murmuró, escapando a su cuarto.
Se cambió, pues, el chaleco, un cuello muy alto y un alfiler de perla. Mirándose al espejo, se dijo: «¡Bueno; están listos si creen que voy a demostrar la menor emoción!». Y bajó. Se encontró el coche de su abuelo en la puerta y a su madre con abrigo de pieles, con el aspecto de ir a una de esas asambleas de señoras. Se sentaron juntos en el coche, y camino del Palacio de Justicia, Val no hizo sino una alusión al asunto que les ocupaba:
—No saldrán a relucir las famosas perlas, ¿eh?
Winifred tembló ligeramente.
—No, no… La sesión de hoy es completamente sin importancia. Tu abuela quería venir también, pero yo no la he dejado. Ya eres un hombre y puedes tener cuidado de mí. Estás muy guapo, Val. Échate atrás un poco el cabello. Eso es…
—Si te importunan…
—No, no me importunarán. Yo estaré muy tranquila. Es lo mejor…
—No querrán que declare yo, ¿no?
—No, hijo; no. Todo está ya arreglado —y le dio unas palmaditas en la mano. El rostro firme y tranquilo que conseguía mantener daba buenos resultados para tranquilizar a Val, que se entretenía en sacarse y ponerse los guantes. Se daba cuenta ahora de que había escogido un par que no iba bien con sus botines; deberían ser grises, pero eran marrón oscuro; no sabía si llevarlos o quitárselos. Llegaron dadas las diez. Era la primera vez que Val iba a un tribunal, y el edificio le chocó mucho.
—¡Lástima! —murmuró—. De aquí saldrían tres o cuatro canchas de tenis.
Soames estaba esperándolos al pie de unas escaleras.
—Bueno; ya estáis aquí —dijo, sin darles la mano, como si lo que pasaba los hubiera familiarizado demasiado para perder el tiempo—. Nuestro caso corresponde al Tribunal número uno, y se verá el primero.
Val se sentía desasosegado; pero siguió a su madre y a su tío sin decir nada y mirando lo menos que podía a la gente, que parecía acechar por todas partes. Tiró a Soames de la manga.
—Oye, tío: ¿harás algo para mantener alejados a los periódicos?
Soames le lanzó aquella mirada de soslayo que había reducido a tantos al silencio.
—Aquí es. No te quites el abrigo de pieles Winifred.
Entró Val detrás de ellos, irritado y levantando mucho la cabeza. En aquel endemoniado agujero, todo el mundo —y eso que había mucha gente— parecía estar sentado en las rodillas de alguien, aunque en realidad estaban en los bancos correspondientes, y Val tuvo el pensamiento repentino de que podía hundirse el suelo y caer todos en un pozo. Pero esto no fué sino una visión momentánea, que desapareció al sentarse junto a su madre en la primera fila de asientos, de espaldas a todo el mundo, excepto a aquellos caballeros de toga y peluca blanca, atrincherados en papeles sobre mesas de caoba y murmurando importantes secretos en voz baja. Su madre le estaba mirando y comprendió que él estaba allí por algo. ¡Pues… muy bien! ¡Ya les enseñaría él! Se cruzó de piernas, se recostó bien y se puso a mirar con toda atención sus botines. Pero en aquel instante, un viejo estirado, de toga y peluca, con cara de mujer pintarrajeada, entró por una puerta y se situó en el banco opuesto, gritando: «¡Dartie versus Dartie!», lo que motivó que él, como todo el mundo, se pusiera en pie. Le pareció a Val horrible eso de tener que oír su nombre gritado en público… Pero se dio cuenta de que alguien situado tras él había empezado a hablar de su familia, y volvió la cabeza para mirarle, y era otro viejo de peluca que hablaba como si se comiera las palabras, un tipejo raro como los que había visto invitados a cenar en Park Lane algunas veces. Ahora sabía ya de dónde los sacaban… ¡Y que no se daban maña para beberse el vino! De todas formas, encontró al viejo muy interesante, y hubiera seguido mirándole si su madre no le hubiera tocado en el brazo. Obligado a mirar frente a él, se dedicó a observar al juez. ¿Por qué tenía poder aquel individuo de meterse en los asuntos de los demás? ¿Acaso no tendría él también asuntos y quizá de índole bien desagradable? Y como una enfermedad incurable, revivió en Val todo el individualismo de su casta. La voz a sus espaldas seguía zumbando: «… diferencias sobre cuestiones económicas…, mal comportamiento del demandado (¡vaya palabrita! ¿Su padre era eso?)…, situación violenta…, frecuentes ausencias del demandado del hogar familiar…». Mi cliente, muy justamente, y espero que su señoría así lo reconocerá, quiso cortar tal proceder, pero no consiguió sino la destrucción definitiva de su hogar… Disgustos…, juego de cartas y en las carreras de caballos… («Ahí llevaba razón —pensó Val—, toda la razón.»). La crisis se produjo a primeros de octubre, cuando el demandado escribió a su esposa esta carta desde su Club. (Val sintió que le ardían las orejas). Si se me permite, voy a leerla, con las modificaciones necesarias a una carta escrita por un caballero que ha… ¿Diremos «estado casado», milord?
—¡Tío borrico! —pensó Val—. No creo que te paguen para que hagas chistes…
—«No te daré más oportunidades de que me insultes en mi propia casa. Mañana me marcho del país. Todo ha terminado». Y esta última es una expresión, milord, muy frecuente en boca de quienes no han tenido éxito notable en el cumplimiento de la obligación de vivir como manda la sociedad…
—¡Qué pajarraco! —pensó Val, y su rubor se acentuó.
—«Estoy cansado de soportar tus insultos». Mi cliente os manifestará, milord, que el supuesto insulto fué decir a su marido que «era lo último», frase indudablemente muy comedida, a mi modesto entender, dadas las circunstancias.
Val miró de soslayo la cara impasible de su madre, y vio que en sus ojos había una mirada de angustia. «¡Pobre mamá!», pensó, y tocó su brazo con el suyo. Y la voz aquélla seguía diciendo:
—«Voy a empezar una vida nueva». Firmado, M. D. Y al día siguiente el demandado, milord, partió para Buenos Aires en el barco Tuscarora. Desde entonces no hemos recibido de él otra cosa que un cable negándose a volver en respuesta a la carta que mi cliente le escribió al día siguiente, presa del mayor dolor, pidiéndole que regresara al hogar. Con el permiso de su señoría, requeriré ahora a la señora Dartie a que comparezca como testigo.
Cuando su madre se levantó, Val tuvo un impulso tremendo de levantarse también y decir: «¡Eh, caballero! ¡Mucho ojo con no tratar a mi madre con todos los respetos!». Sin embargo, se dominó y oyó que su madre juraba decir verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Presentaba Winifred una hermosa figura, con sus pieles y su gran sombrero y un ligero rubor tiñéndole el rostro. Estaba tranquila, serena, y contestaba muy concretamente a las preguntas. Se sintió orgulloso de ella, que así hacía frente a todos aquellos malditos abogados. Sabiendo que el interrogatorio aquel no era sino un preliminar del divorcio, Val siguió un tanto divertido la serie de preguntas conducentes a dar la impresión de que su madre quería realmente el regreso de su padre. Le parecía que estaban engañando a aquella gente por lo fino. Y sintió un desagradable escalofrío cuando el juez dijo de repente:
—Entonces, ¿por qué la ha abandonado su marido? No era precisamente porque usted le dijera que «era lo último», ¿verdad?
Val vio que su tío Soames levantaba los ojos hacia el banco de los testigos, sin mover la cara; oyó ruido de papeles tras él, y el instinto le dijo que había peligro. ¿Lo habría estropeado todo el tío Soames? Su madre hablaba ahora con algo de vacilación.
—No, milord; no ha sido por eso. Ya venía de antiguo…
—¿Qué es lo que venía de antiguo?
—Los disgustos por cuestiones de dinero.
—Pero usted le daba dinero. ¿Sugiere que se ha marchado por mejorar su posición?
Pensó Val que aquel hombre era una mala persona, que se había dado cuenta de que su madre no quería verdaderamente el regreso de su padre. Y su madre habló de nuevo.
—No, milord; pero yo rehusé darle más. De momento no creyó que me mantendría en mi posición. Pero cuando se convenció de que sí…
—Sí. Usted rehusó; pero luego le mandó más, ¿no es eso?
—Milord, quería que regresase.
—¿Y pensó que de esa forma lo conseguiría?
—No lo sé, milord. Procedí según consejo de mi padre.
Algo que vio en la cara del juez y que percibió en el sonido de los papeles a su espalda, en la forma de cruzar su tío las piernas, le hizo comprender que su madre había estado acertada con aquella respuesta. «¡Qué farsa más grande es todo esto!», pensó.
El juez dijo:
—Una pregunta más, señora Dartie. ¿Todavía quiere usted a su marido?
Las manos de Val se crisparon. ¿Por qué tenía el juez que entrar en aquellas interioridades? ¿Quería que su madre abriera el corazón delante de toda aquella gente? ¿Quería obligarla a decir que no sabía? ¡Qué infamia! Su madre respondió en voz baja:
—Sí, milord —y vio cómo el juez movía la cabeza. «¡Si pudiese tirarle algo a este tío!», pensó, irreverente, cuando su madre regresó a sentarse junto a él. Siguieron declarando testigos de la partida y ausencia de su padre, incluso una de las criadas, lo que le pareció horrible a Val; más preguntas y respuestas, más mentiras; y después el juez pronunció el decreto de restitución, y se levantaron para marcharse. Val salió tras de su madre, sacando la mandíbula, procurando elevar su estatura para mostrar desprecio por todo. La voz de Winifred en el corredor le despertó de un trance de odio y cólera.
—Te has comportado muy bien, hijo mío. Ha sido una gran tranquilidad para mí tenerte a mi lado. Tu tío y yo vamos a comer ahora.
—Muy bien —dijo Val—. Voy a ver si tengo todavía tiempo de ver a ese amigo —y, separándose abruptamente de ellos, echó a correr escaleras abajo y llegó a la calle. Allí saltó a un coche de alquiler y se encaminó al Goat’s Club. Sus pensamientos se centraron en Holly y en lo que debiera hacer antes que su hermano le enseñara lo que vendría de su padre en el periódico del día siguiente.
* * *
Cuando Val se hubo marchado, Soames y Winifred se fueron hacia el Cheshire Chese. Había sido previsto como lugar de entrevista con el señor Bellby. A aquella hora estaba libre el importante hombre, y Winifred había decidido que estaría muy bien verse en aquel afamado hostal. Encargaron un ligero almuerzo, para consternación del camarero, y esperaron la llegada de Bellby, en reacción de silencio tras de tanta publicidad. El señor Bellby llegó bien pronto, precedido de su nariz, y tan alegre como tristes estaban los hermanos. ¡Bien! ¡Ya habían obtenido el decreto de restitución! ¡Qué más podían desear!
—Sí, lo hemos obtenido —dijo Soames con voz convenientemente apagada—. Pero ahora tenemos que empezar la batalla para conseguir evidencia de mala conducta. Es indudable con este juez. Se ha dado cuenta de lo que hay, y si luego resulta que sabemos existe mala conducta desde el principio…, es muy capaz de estropearnos el divorcio.
—¡Qué va! —dijo el señor Bellby alegremente—. Para entonces ya no se acuerda de nada. Habrá visto cien casos entre este día y el que les toque a ustedes. Además, está obligado por los precedentes en que se ha concedido, si la evidencia es satisfactoria. No dejaremos que se entere de que la señora Dartie tenía conocimiento de los hechos. Dreamer ha estado bueno, ¿eh? Tiene un aire paternal que vale mucho…
Soames convino en que sí.
—Y a usted, señora, mi enhorabuena —prosiguió Bellby—. Tiene usted talento natural para prestar declaración. ¡Siempre firme como una roca!
En aquel momento llegó el camarero con tres platos en el brazo y diciendo:
—Aquí está, señor. Verá cuánta alondra encuentran en el caldo.
El señor Bellby aplaudió la elección de menú con un bufido. Pero Winifred y Soames miraron sus platos con desgana, pareciéndoles que los platos abundaban en cuerpecillos de aquellos dulces cantores. Pero tras de empezar, se dieron cuenta de que tenían más hambre de lo que pensaban, y se lo comieron todo con un vaso de oporto por cabeza. La conversación recayó en la guerra. Soames pensaba que Ladysmith caería, y que duraría todavía un año. Bellby era de opinión de que todo estaría terminado en el verano. Y ambos estuvieron de acuerdo en que era necesario enviar más hombres. No podían contentarse sino con una victoria total, ya que se trataba del prestigio del país. Winifred llevó la conversación a terreno más sólido, diciendo que no quería que se otorgase el divorcio hasta que las vacaciones de verano en Oxford hubieran empezado; así los muchachos habrían olvidado todo para cuando Val volviese allí. Además, la season londinense habría terminado para entonces. Los abogados la tranquilizaron. Era necesario un intervalo de seis meses; después de eso, cuanto antes, mejor. Empezaba a llegar gente y se separaron. Soames se fué hacia la City; Bellby, a su despacho, y Winifred, en coche, a Park Lane, para contarle a su madre cómo había estado en su declaración. Todo había sido tan satisfactorio, que parecía conveniente decírselo a James, que no dejaba día sin decir que nadie le decía nada del asunto de Winifred. Según su vida se iba extinguiendo, los problemas del mundo le iban pareciendo más y más interesantes, como si pensase: «Tengo que aprovecharme y preocuparme bien; muy pronto no me preocuparé ya de nada».
Recibió las noticias gruñendo. Eran unas maneras muy modernistas las que tenían ahora de hacer las cosas, y no sabía lo que iba a pasar. Pero dio a Winifred un cheque, diciendo:
—Vas a tener muchos gastos. Ese sombrero que llevas es nuevo. ¿Por qué no viene Val a vernos?
Winifred prometió llevarle un día a cenar. Y ya en su casa, se fué a su dormitorio, buscando estar a solas. Ahora que había orden para su marido de regresar, al objeto de que no regresara nunca, quería intentar averiguar una vez más el verdadero estado de su triste y solitario corazón.