En un pequeño hotel sobre un famoso restaurante no lejos de la estación St. Lazare, se alojaba Jolyon en París. Odiaba a sus compañeros Forsytes que viajaban por el extranjero: seres que no se encontraban a sus anchas como no fuera en la Opera, Rué Rivoli o el Moulin Rouge. Sin embargo, adoptaban un aire de haber ido a París para cosas muy distintas que divertirse, y a Jolyon le incomodaba mucho la ficción. Pero ningún otro Forsyte se acercaba a su guarida, donde tenía una buena chimenea y le daban un café excelente. París le gustaba más en invierno. El olor acre de la leña de los hornos de las castañeras, la agudeza de los rayos de sol invernizo, los cafés abiertos en desafío del invierno ventoso, la alegre multitud de los bulevares, todo le decía que París tenía en invierno un alma que, como los pájaros emigrantes, en verano se iba lejos de allí.
Hablaba bien el francés, tenía bastantes amigos, conocía agradables lugares donde podían saborearse buenos platos y verse raros tipos humanos. En París se sentía filosófico y las aristas de su ironía se le afilaban; la vida se le presentaba allí como algo sin objeto definido, como un complejo de aromas y sabores, como una oscuridad iluminada de repente por un vivo rayo de luz.
Cuando en la primera semana de diciembre decidió marchar a París estaba muy lejos de admitir que el estar allí Irene influyera para nada en su determinación. Pero no había estado allí dos días sin comprender que el deseo de verla constituía por lo menos la mitad de su motivo de estar en Francia. En Inglaterra no se admitía lo que era natural. Él había pensado que estaría bien darle informes sobre su piso de Chelsea, pero en París comprendió mejor. Al tercer día le escribió y recibió una respuesta que le produjo grata agitación de nervios:
Querido Jolyon:
Tendría mucho gusto en verte.
IRENE.
Se encaminó a su hotel un hermoso día, muy lleno del mismo sentimiento que le animaba cuando se dirigía a ver un buen cuadro. Ninguna mujer, que él recordase, le había hecho experimentar semejante sensación. Iba a recrear sus ojos, no iba a conocerla mejor, pero estaba dispuesto a volver al día siguiente. Tal pensaba mientras la esperaba en el tranquilo hall de un hotelito cerca del río, donde ella entró precedida de un criadito que dijo: «¡La señora!», y desapareció. Su cara, su sonrisa, la compostura de sus ademanes, proclamaban la creencia de encontrarse frente a un buen amigo.
—¡Bien! —dijo Jolyon—. ¿Qué noticias tiene la exilada?
—Ninguna.
—¿Nada de Soames?
—Nada.
—Te he alquilado el piso, y como buen administrador te traigo el dinero. ¿Qué tal por París?
Cuando hubieron hablado un rato, le pareció que nunca había visto labios tan bellos, tan finos y delicados: el inferior, ligeramente curvado hacia arriba, y el superior, adornado con el hoyuelo más diminuto imaginable. Era como el descubrir una mujer en lo que hasta entonces había sido sólo una bella estatua. Reconoció que estar en París era un poco desagradable; sin embargo, París estaba tan lleno de su propia vida, confesó ella, que en general era tan inocente e innocuo como un desierto. Además, los ingleses no gozaban entonces de simpatías.
—Pero ése no es tu caso. Tú atraerás el máximo interés de cualquier francés que te vea.
—Eso tiene sus desventajas.
Jolyon asintió.
—Bueno, tienes que dejarme que te lleve a algún sitio mientras estoy aquí. Si te parece, empezamos mañana. Vente a cenar conmigo a mi restaurante preferido, y vámonos después a la Ópera Cómica.
Y fué el comienzo de sus encuentros diarios.
Jolyon descubrió que para aquéllos que desean una situación estable de sus afectos, París era a la vez el primero y el último lugar donde poder mostrarse meramente amistoso con una mujer hermosa. La revelación le cantaba en su pecho como un pájaro: Elle est ton rêve! Elle est ton rêve[50]! A veces esto le parece natural, a veces absurdo y risible, un caso de enamoramiento senil. Habiendo sido una vez repudiado por la sociedad, no había tenido ya desde entonces ninguna consideración por la moral convencional; pero la idea de un amor al que ella no podía nunca corresponder —¿cómo podría hacerlo, teniendo él los años que tenía?—, casi no afloraba en él de lo subconsciente. Además, se sentía lleno de resentimiento por la soledad y la manera en que ella estaba perdiendo vanamente su vida. Dándose cuenta de que en cierto modo era para ella un descanso y de la satisfacción con que salía con él, se sentía lleno de buen deseo por hacer sin hablar, para que no se destruyera aquel sincero placer. Era como observar el riego de una planta sedienta el verla disfrutar con su compañía. Creían que nadie, excepto él, sabía sus señas en París; además ella era totalmente desconocida y él poco conocido; así, no creían que fuese necesaria ninguna precaución en sus paseos, sus entrevistas, en sus visitas a teatros, conciertos, museos, cenas, excursiones a Fontainebleau, etc. Y el tiempo volaba…, uno de esos meses sin pasado y sin futuro. Lo que en su juventud hubiera constituido para Jolyon una pasión enloquecedora, no pasaba ahora de ser un profundo sentimiento, pero mucho más suave, limitado a dar una compañía protectora y a experimentar admiración y a llenarse de esa satisfacción que al estar de acuerdo con alguien se experimenta. Pues la filosofía de Irene parecía marchar admirablemente de acuerdo con la suya: determinada más por el sentimiento que por la razón, irónicamente desconfiada, susceptible a la belleza, casi apasionadamente humana y tolerante y, sin embargo, sujeta a rigideces y restricciones de las que él, como hombre, era menos capaz. Y durante todo aquel amistoso mes, nunca perdió Jolyon por completo aquella idea del primer día de verla en París: que estaba frente o junto a una obra de arte. Del futuro —secuela inexorable del presente— no se preocupaba por temor a romper su tranquila admiración por Irene; pero hacía planes para repetir aquella temporada en lugares más agradables todavía, donde el sol quemaba y donde había cosas extraordinarias que ver y pintar. Pero el fin se presentó súbitamente el 20 de enero con un telegrama:
Alistado voluntario Guardia Imperial
JOLLY
Lo recibió Jolyon en el momento en que salía para encontrarse con ella en el Louvre. Le hizo reaccionar dolorosamente. Mientras él estaba allí tan tranquilo, su hijo, cuyo guía y mentor debiera él ser, estaba decidiendo dar aquel gran paso hacia el peligro, hacia la muerte tal vez. Sintió profundamente turbada su alma, dándose cuenta de cómo Irene se había enroscado a las mismas raíces de su vida. Y quedaba amenazada de corte violento la ligadura que se había creado entre ellos —pues se había forjado una especie de ligadura— y que ya no era algo impersonal.
Percibió Jolyon que el tranquilo disfrute de las cosas en común se había ido para siempre. Entendió sus sentimientos como eran en realidad. Quizá eran mero engreimiento, esperanza absurda, hasta ridícula posiblemente, pero tan verídicos que antes o después tendría que descubrirlos. Y ahora, le parecía, no podía ni debía hacer semejante manifestación de lo que llevaba en el alma. El telegrama de Jolly cerraba inexorablemente el camino. Se sentía orgulloso, orgulloso porque un hijo suyo fuera voluntario a defender la patria, pues la Semana Negra también había dejado huella honda en el proboerismo de Jolyon. Y así, la cosa terminaba antes de empezar. Afortunadamente, no había dejado traslucir nada de sus pensamientos.
Cuando llegó al Museo, ella estaba en pie contemplando la Virgen de las Rocas, absorta, graciosa, sonriendo inconsciente.
—¡Y tener que dejar de ver esto! —pensó—. Es absurdo dejarlo mientras ella me permita contemplarla.
Y se quedó mirándola sin que ella se diera cuenta de su presencia, mirándola bien, almacenando miradas a su perfil y a su figura. Dos veces volvió ella la cabeza hacia la entrada.
—Es por mí —pensó Jolyon. Y al fin se le acercó.
—Mira —le dijo.
Leyó ella el telegrama y él la oyó suspirar.
¡Aquel suspiro era también por él! Su situación era cruel verdaderamente. Para ser leal con su hijo, no tenía otra cosa que hacer más que despedirse de ella y partir. Para ser leal al sentimiento que llenaba su corazón, tenía que declarárselo a ella. ¿Podría, querría ella comprender el silencio en que estaba mirando el cuadro?
—Tengo que volver a casa inmediatamente —dijo al fin—. Echaré de menos esto, lo echaré de menos…
—Yo también. Pero no tienes más remedio que irte.
—Bien —dijo Jolyon. Y le tendió la mano.
Al encontrar su mirada, casi le dominó un acceso de ternura y dolor.
—Así es la vida… —dijo—. Cuídate mucho, Irene.
Le vacilaban las piernas, como si su cerebro rehusara dirigirlas lejos de allí. Desde la puerta la vio llevarse la mano a la boca y tocar los dedos con los labios. Él se quitó el sombrero con solemnidad y no volvió a mirar atrás.