V

El instinto de la propiedad, que determina a dos miembros de la familia Forsyte a desprenderse de lo que ya no podían poseer, se estaba afirmando decisivamente en el Cuerpo diplomático británico. Nicolás, tan en contra por principio de una guerra que perjudicaría a la propiedad, decía por todas partes que los bóers eran unos tozudos y que cuanto antes se les diera una buena lección, mejor. Lo que había que hacer era mandar allí a Wolseley. Con vista más aguda que los demás de la familia —por algo tenía más dinero que ningún Forsyte—, se había dado muy pronto cuenta de que Buller no era el hombre. «Un impetuoso incorregible, que todo lo tiene que hacer por la fuerza. Como no le quiten pronto, Ladysmith caerá». Esto era a principios de diciembre; así, cuando la Semana Negra vino, pudo decir a todos: «Ya lo había predicho yo». Durante aquella semana, la más triste que ningún Forsyte recordara, el de veras joven Nicolás hizo tanta instrucción en su cuerpo, llamado el del Diablo, que el no tan joven Nicolás, su padre, consultó al médico de la familia sobre si la salud de su hijo era buena y recibió la alarmante noticia de que era perfecta. Era una gran inquietud para sus padres que el muchacho demostrara gran eficacia militar en tiempos en que la eficacia militar pudiera ser necesaria. Su abuelo, desde luego, quitó importancia al asunto, demasiado penetrado de la idea de que toda guerra inglesa no podía ser otra cosa que una guerra profesional breve y sin importancia, y sintiéndose muy disgustado, por otra parte, de la actuación imperial, pues poseía De Beers, que bajaban rápidamente, lo que ya era bastante pérdida para que pensara que también habría de sacrificar a su nieto.

En Oxford prevalecían sentimientos muy distintos. La efervescencia natural de la masa juvenil había cristalizado, durante los dos meses de curso que precedieron a la Semana Negra, en dos posiciones vivamente opuestas. El adolescente medio de Inglaterra, de tendencia conservadora siempre, aunque no tomando las cosas demasiado en serio, deseaba vehementemente una acción decisiva que culminase en una derrota bóer. A esta gran fracción pertenecía, naturalmente, Val Dartie. La juventud radical, cuerpo menos numeroso, pero más activo quizá, estaba por la terminación de la guerra y la concesión a los bóers de la autonomía. Con todo, hasta la Semana Negra los dos grupos eran un tanto amorfos, sin aristas definidas, y la argumentación a que se entregaban tenía meramente carácter académico. Jolly era uno de los pocos que no sabían definitivamente dónde situarse. Por herencia de su padre y de su abuelo, le gustaba examinar los dos aspectos de la cuestión. Por otra parte, en su grupo de amigos había algunos de opiniones extremadamente concretas que no dejaban de ejercer sobre él poderosa influencia. Jolly vacilaba. Su padre también parecía dudoso en su criterio. Y aunque, como es propio de los veinte años, observaba estrechamente a su padre en espera de hallar algún defecto que corregirle, percibía en él algo que daba un aire brillante a su credo de tolerancia irónica. Los artistas eran, desde luego, muy a lo Hamlet, y a ciertos respectos él había de tener esto en cuenta en su padre, por mucho que le quisiera. Pero el original punto de vista de Jolyon de que «meterte en lo que no te importa —que era lo que los bóers habían hecho, le parecía a él— y luego dártelas de grande hasta llegar arriba, es cosa que no está bien», ejercía, fuera lógico o no, una gran atracción sobre su hijo, que sentía gran preocupación por la caballerosidad. Por otra parte, no podía sustraerse ni a la influencia de sus amigos ni a la de los de Val, de forma que todavía dudaba cuando la campana de la Semana Negra sonó: Una…, dos…, tres, fueron las tristes campanadas de Stormberg, Magersfontein, Colenso. El alma inglesa reaccionó diciendo: «¡Ah!, pero ¿y Methuen?», y tras la segunda: «¡Ah!, pero ¿y Buller?»; después se endureció. Y Jolly se dijo: «Maldita sea; tenemos que zurrar a los bóers; no me importa si tenemos o no razón, pero tenemos que zurrarlos». Y él no lo sabía, pero su padre pensaba lo mismo.

Aquel domingo, último del curso, Jolly bebía con uno de sus amigos. Tras el segundo brindis «¡Viva Buller y mueran los bóers!», con el borgoña del Colegio, notó que Val Dartie, que también estaba allí, le miraba con gesto raro y decía algo al oído de su vecino. Comprendió que hablaba de él. Por nada en el mundo causaría una perturbación en la tertulia, y poniéndose encarnado, se mordió los labios. La hostilidad que siempre le había inspirado su primo segundo aumentó repentinamente. «Muy bien —se dijo—. Espera que te coja a solas, amigo». Bebió más vino del conveniente, y cuando hubieron salido todos, en un lugar algo solitario, tocó a Val en un brazo.

—¿Qué estabas hablando antes de mí?

—¿Es que yo no puedo hablar lo que quiera?

—No.

—Pues estaba diciendo que tú eres un probóer, y además es verdad.

—Tú eres un mentiroso.

—¿Quieres pelear?

—Sí, pero no aquí. En el jardín.

—Muy bien. Vamos.

Y se fueron, mirándose mutuamente de reojo, vacilantes en el andar, pero sin vacilar en su decisión de lucha. Saltaron las tapias de un jardín y Val se rompió una manga, lo que le preocupó bastante. Jolly estaba preocupado con la idea de que iban a pelear en el recinto de un colegio que no era el de ninguno de ellos. No debía ser así, pero no importaba. ¡Aquel animal!…

Fueron por la hierba hasta un lugar muy oculto. Allí se quitaron las chaquetas.

—No estarás bebido, ¿verdad? No podría sacudirte si estuvieras borracho —dijo Jolly.

—No estoy más bebido que tú.

—Pues adelante entonces.

Sin darse las manos, se pusieron los dos en actitud defensiva. Habían bebido demasiado para luchar con técnica, y lo único que les preocupaba era adoptar posturas correctas, hasta que Jolly golpeó sin pretenderlo siquiera en la nariz a Val. Tras esto, todo fué una pelea turbia y fea, a la sombra de los viejos árboles, sin nadie que hiciera de árbitro y pusiera orden en la lucha, hasta que una voz dijo:

—Sus nombres, caballeros.

Ante aquellas palabras, suaves como las palabras de un dios, los dos reaccionaron, y cogiendo rápidamente sus chaquetas salieron corriendo, volvieron a saltar las tapias del jardín y se marcharon hasta el lugar donde la discusión había comenzado. Allí se enjugaron las caras, y sin decirse palabra, echaron de nuevo a andar: Val, hacia el Boad, siguiendo la Brewery, y Jolly, hacia el High. Todavía acalorado, estaba lleno de pesar por no haber demostrado más ciencia boxeadora, pasaba revista a los golpes que no había dado y a los que había podido evitar. Su imaginación se llenó de las imágenes de un posible combate, que en nada se parecía al que había tenido lugar; un combate digno de las páginas de su admirado Dumas. Se imaginaba ser La Mole, Aramis, Bussy, Chicot y D’Artagnan en una pieza, pero no veía a Val como compendio de Coconnas, Brissac y Rochefort. El tipo aquel no era más que un maldito primo suyo que no podía ponerse con Cocker. Pero no importaba: le había dado dos o tres sopapos de los buenos. ¡Llamarle a él probóer! La palabra todavía le resonaba, insultante, en los oídos, y las intenciones de alistarse voluntario le zumbaban con una insistencia heroica en la cabeza. Se veía a caballo por aquellos campos sudafricanos, disparando valerosamente, mientras los bóers caían como conejos. Y levantando los ojos al firmamento, vio que las estrellas resplandecían sobre los tejados del High, y se vio a sí mismo tumbado en el Karoo (lo que fuera aquello), envuelto en una manta, con el fusil en la mano y los ojos fijos en un cielo brillante y desconocido.

A la mañana siguiente tenía un dolor de cabeza feroz, que procuró calmar como correspondía a uno del grupo suyo: metiéndola en agua fría, bebiendo café puro y tan cargado que no podía tomarlo y almorzando muy ligeramente a mediodía. Para explicar un cardenal que le salió en una mejilla, dijo que un majadero que venía corriendo había chocado con él. Por nada del mundo hubiera mencionado la pelea, pues bien pensado, le parecía algo muy impropio de él.

Y al otro día se fué de vacaciones a casa. Llegó a Robin Hill, y sólo encontró a sus hermanas June y Holly, pues su padre había ido a París. Pasó una vacación molesta e inquieta, fuera de todo contacto con sus hermanas. June se dedicaba por completo a sus pobres diablos, que, generalmente, Jolly no podía soportar, en particular a Eric Cobbley y a su familia, que siempre estaban metidos en su casa. Y entre Holly y él había una extraña división, como si ella estuviera empezando a tener opiniones propias, cosa que era… innecesaria. Jugaba mucho, él solo al balón; montaba también solo a caballo por el Parque Richmond, empeñándose en saltar algunas cercas muy altas que había para separar ciertas avenidas, endureciendo los nervios con este ejercicio, como él decía. Jolly tenía más miedo de tener miedo que la mayoría de los muchachos. Se compró una escopeta y puso una hilera de blancos en el muro del huerto, disparando desde el otro lado del estanque, con peligro de los granjeros y pensando que algún día le haría falta tirar bien si se alistaba para defender la patria en África del Sur. Ahora que estaban pidiendo voluntarios, el muchacho se hallaba muy intranquilo. ¿Debería ir? Ninguno de sus amigos de Oxford, que él supiera, había ido. Tenía correspondencia con varios, que estaban pensando si alistarse. Si alguno se hubiera lanzado, él hubiera seguido inmediatamente, pues con gran espíritu de emulación no consentiría en dejarse ganar por nadie en nada. Pero hacerlo él el primero podría parecer presunción por su parte; la verdad, no era absolutamente necesario. Además, él no tenía mucha gana de ir, pues su condición de Forsyte no le dejaba saltar sin antes saber en qué clase de terreno caería. Llevaba dentro de su ser una verdadera confusión, y llegó a un estado de falta de serenidad que no era el que convenía a su distinguido y señorial estilo.

Y un día vio algo que le llevó a sentir verdadera rabia; dos jinetes, que atravesaban un claro del Parque, cerca de Ham Gate, y el de la izquierda era sin duda Holly, y el de la derecha no era otro que Val Dartie. Su primer impulso fue espolear su caballo, acercársele y conminar al muchacho a marcharse, llevándose a Holly a casa. El segundo fué que quedaría en ridículo si no conseguía su propósito. Ató su caballo a un árbol; después se dio cuenta de que era imposible espiarlos. No le quedaba más que volverse y esperar que Holly llegara. ¡Pasear a escondidas con aquel tipo! No podía consultar con June, pues se había marchado aquella mañana en tren con Eric Cobbley y su familia. Y su padre estaba todavía en «aquel maldito París». Pensó que se hallaba ante uno de aquellos casos difíciles para los que se había preparado asiduamente en el colegio, donde un muchacho apellidado Brent hacía un montón de periódicos en el centro de la habitación, les prendía fuego y todos procuraban mostrarse tranquilos ante el peligro. No se reconocía ninguna serenidad mientras aguardaba en el patio de la cuadra, acariciando distraídamente al perro Baltasar, que, delicado como un monje viejo y gordo, y triste por la ausencia de su amo, jadeaba de gratitud por aquella atención. No había transcurrido media hora cuando Holly regresó, colorada y jadeante, mucho más bonita de lo que tenía derecho a estar. Vio cómo le miraba rápidamente —mirada culpable, claro—. Después la siguió y, cogiéndola del brazo, la hizo entrar en lo que había sido despacho de su abuelo. La habitación, que ya no se usaba mucho, tenía para ambos el misterio de la presencia de aquel abuelo a quien siempre recordaban con ternura, con unos largos bigotes caídos, con olor a cigarro puro y con alegre reír. Aquí Jolly, cuando era muy pequeñito, mucho antes de ir a la escuela, había jugado con su abuelo, que hasta los ochenta años se divertía con él. Aquí, Holly, sentada en el brazo de la butaca de cuero, había despeinado su cabello de plata sobre una oreja a la que murmuraba secretos. Por aquel balcón practicable habían salido los tres innúmeras veces al prado a jugar al cricket y a un juego misterioso y desconocido para todos menos para ellos que lo habían inventado, y que hacía acalorarse mucho al abuelo. Allí había ido Holly una noche, toda asustada, con un mal sueño que había tenido, a que le aflojaran las garras de su camisón de dormir. Y allí Jolly, tras haber comenzado mal el día introduciendo magnesia efervescente en el desayuno de mademoiselle Beauce, y habiendo ido de mal en peor durante la jornada, por ausencia de sus padres, fué llevado a la presencia de su abuelo, manteniendo con él el siguiente diálogo:

—Bueno, niño; eso no se hace.

—Bueno, es que ella me pegó y yo le pegué a ella, y ella me volvió a pegar.

—¡Has pegado a una mujer! ¡Eso está feísimo! ¿Le has pedido perdón?

—Aún no.

—Entonces, vete corriendo a pedírselo.

—Pero si fué ella quien empezó, abuelo…; y ella me ha pegado dos veces, y yo sólo una…

—Pero es que eso está muy mal.

—Estará mal. Pero si ella tiene mal genio, yo también.

—Anda a pedirle perdón.

—Tú también, abuelo.

—Bueno, pero esta vez nada más, ¿eh?

Y habían ido los dos cogidos de la mano.

A aquella habitación, donde estaban todavía las novelas de Waverley, las obras de Byron y la Historia del Imperio romano, de Gibbon, y el Cosmos, de Humboldt, y los bronces de la chimenea y aquella obra maestra de la pintura que se llamaba Pesqueros holandeses al atardecer, donde sólo faltaba la figura del viejo Jolyon sentado en su butaca, con las piernas cruzadas y los ojos clavados en el Times, a aquella habitación fueron los dos hermanos. Y Jolly dijo:

—Te he visto con ése en el Parque.

El ver que su hermana se ruborizaba le produjo cierta satisfacción; ¡vergüenza debiera darle!

—¿Y qué? —dijo ella a su vez.

Jolly quedó sorprendido; había esperado algo más o algo menos.

—¿Tú sabes que me llamó probóer en Oxford? —dijo Jolly con mucho énfasis.

—¡Ah!; ¿sí? —contestó, agresiva, Holly.

—¿Y que tuve que zumbarme con él?

—¿Y quién pudo?

Jolly estuvo a punto de contestar: «¿Pues quién había de poder?», pero no se atrevió a tanto.

—¡Vamos! —dijo—. ¿Qué significa eso? ¿Cómo se te ha ocurrido sin consultar a nadie?

—¿Y por qué tenía que consultar no estando papá aquí? ¿Por qué no puedo yo salir de paseo a caballo?

—Puedes salir conmigo. Creo que ése es un sinvergüenza.

Holly palideció de rabia.

—Nada de eso. La culpa es tuya si no te gusta.

Y salió de la habitación, dejando a su hermano boquiabierto contemplando el bronce de Venus sentada en la tortuga, que la cabeza de su hermana le tapaba. Se sintió muy contrariado, conmovido en lo íntimo de su ser juvenil. Una superioridad de toda la vida yacía, hecha añicos, a sus pies. Se fué hasta la Venus, y mecánicamente inspeccionó la tortuga. ¿Por qué no le hacía gracia Val Dartie? No podía decirlo. Desconocedor de la historia de la familia, sin saber nada de aquella frialdad que había empezado trece años antes con el abandono de June por parle de Bosinney y en favor de la mujer de Soames, no conociendo en realidad casi nada de Val, no sabía qué responderse. No le caía en gracia, y eso era todo lo que podía decir. Con todo, la cuestión era ésta: ¿Qué hacer? Val Dartie, eso era cierto, era primo de ellos; pero con todo, no era compañía adecuada para Holly. Y, sin embargo, decir lo que sabía por casualidad no era leal, a su juicio. En este dilema fué a sentarse a la butaca de su abuelo, y cruzó las piernas. Fué oscureciendo y Jolly seguía sentado allí, contemplando por la ventana el viejo roble ya sin hojas, convirtiéndose poco a poco en una tonalidad más oscura de paisaje.

—¡Ay abuelo! —pensó sin saber por qué. Y sacó el reloj. No podía ver las manillas, pero era de repetición y pudo hacerle dar la hora. ¡Las cinco! Era el reloj de oro de su abuelo, suavísimo al tacto por los años que tendría, marcado por las señales de tantas caídas… La campanita sonaba como una voz delicada y lejana de una vieja y dorada edad, cuando vinieron de Londres a aquella casa. Él había ido en coche con su abuelo, e inmediatamente se fué a los árboles. Árboles a que subirse él y geranios para regar su abuelo. ¿Qué tenía qué hacer? ¿Decir a su padre que volviera a casa? ¿Confiar el caso a June? Pero June era tan… tan impulsiva… ¿No hacer nada y dejarlo todo a la suerte? Después de todo, las vacaciones terminarían pronto. ¿Ir a ver a Val y prevenirle? ¿Pero cómo enterarse de dónde vivía? ¡Jolly no se lo querría decir! Un laberinto de caminos, una nube de acciones posibles… Encendió un cigarrillo. Cuando se hubo fumado la mitad, el ceño se le desarrugó, como si una mano vieja y suave le hubiera acariciado; y a su oído una voz pareció murmurar: «¡No hagas nada! Sé amable con Holly, sé bueno con ella, hijo mío»… Y Jolly emitió un suspiro de descanso, echando el humo por la nariz…

Pero en su habitación, Holly, ya desvestida de su traje de montar, seguía con el ceño fruncido. «Nada de eso, nada de eso», murmuraba una y otra vez.