Estremeciéndose por la derrota de sus esperanzas, con el estuche apretado contra el pecho, Soames se entregaba a pensamientos de mortal tristeza. ¡Una tela de araña! Andando muy rápido, sin que le sugiriera nada la luz de la luna, recordaba la escena que había tenido lugar; recordaba, recordaba la rigidez de Irene cuando la cogió por las manos. Y cuanto más insistía en su recuerdo, más cierto quedaba de que ella tenía un amante. Sus palabras: «Antes la muerte», no tenían otra justificación que ésa. Aunque no le hubiera amado, nunca había hecho nada extravagante hasta que Bosinney apareció en escena. Sí; estaba otra vez enamorada de alguien; si no, no hubiera dado aquella respuesta melodramática a una propuesta suya que era de lo más razonable. Pues muy bien… Así se simplificarían las cosas.
«Yo daré los pasos necesarios —pensó—. Iré a ver a Polteed mañana mismo. Lo primero que voy a hacer…».
Pero comprendió que le iba a ser muy desagradable. Había utilizado los servicios de Polteed varias veces en el ejercicio de su carrera. La última no era ya meramente cuestión profesional: le había encargado de varias cosas referentes a Dartie. ¡Y ahora iba a emplearle en vigilar a su propia esposa!…
Era demasiado humillante para él, pero no tendría otro remedio.
Aquella noche durmió con aquel proyecto bajo la almohada; o, mejor dicho, no durmió. Tan sólo en el momento de empezar a afeitarse, se dio cuenta de que ella se llamaba por su apellido de soltera: Heron. Polteed no sabría, al menos al principio, de quién era esposa; no le miraría amablemente y se le reiría en sus espaldas. Le diría que era la mujer de un cliente. Y no le faltaría con ello a la verdad, ¿pues no era él su propio procurador?
Sentía verdadero miedo de no poner su pensamiento en acción inmediatamente, pues a lo mejor después se arrepentía. Y haciéndose servir por Warmson una taza de café, se marchó de la casa antes de la hora del desayuno.
Llegó muy pronto a una callecita del West End, donde Polteed y otros se dedicaban a absorber la virtud en la conducta de personas acomodadas. Hasta ahora siempre había hecho ir a Polteed a su oficina. Sabía sus señas, y llegó en el momento en que estaban abriendo. En la sala de espera, una habitación tan bien amueblada que parecía ser la de un prestamista, le recibió una señora que parecía ser una maestra de enseñanza primaria.
—Quisiera ver al señor Polteed. Ya me conoce, no hace falta que le diga mi nombre.
Tomaba las precauciones posibles para impedir que la gente pudiera darse cuenta de que él, Soames Forsyte, reducía a su esposa a vigilancia.
El señor Claudio Polteed, tan distinto del señor Luis Polteed, era uno de esos hombres de pelo negro, nariz ligeramente curvada y ojos oscuros, de rápido mirar que la gente cree son judíos, pero que en realidad son fenicios; recibió a Soames en un despacho en que toda voz se amortiguaba por el espesor de cortinas y alfombras, amueblado realmente con muebles y objetos que le daban carácter secreto y confidencial, y por ninguna parte se veía ninguna clase de documentos. Le saludó con gran deferencia, y, una vez hubieron entrado, echó la llave a la puerta con cierta ostentación. Solía decir: «Si un cliente me llama, toma todas las precauciones que cree oportunas. Pues si viene aquí, tiene que encontrar las mismas o mayores seguridades de que todo se hace en secreto».
—Pues usted me dirá, señor Forsyte, en qué puedo servirle.
Soames tenía tal nudo en la garganta que casi no podía hablar. Era indispensable hacer comprender a aquel hombre que sólo tenía interés profesional en el asunto que iba a exponerle; y automáticamente, su cara adoptó la sonrisa altanera con que desenvolvía sus negocios.
—He venido tan temprano porque no hay una hora que perder —lo que era cierto, pues si perdía una hora, bien sabía que perdería su decisión—. ¿Tendría usted a su disposición una mujer verdaderamente de confianza?
El señor Polteed abrió un cajón, sacó una carpetita, la miró, la volvió a su sitio y cerró otra vez el cajón.
—Sí, señor; tengo esa mujer.
Soames estaba sentado y tenía las piernas cruzadas. No había nada en su aspecto que pudiera traicionarle, como no fuera un ligerísimo rubor.
—Pues inmediatamente tiene que encargarle de vigilar a la señora Irene Heron, que vive en el piso D de las Residencias Truro, en Chelsea, hasta nueva orden.
—Muy bien —dijo el señor Polteed—. Divorcio, ¿verdad? —y habló por el teléfono interior—: ¿Está la señora Blanch? La necesitaré dentro de diez minutos.
—Encárguese personalmente de transmitirme la información que reciba, enviándomela como correspondencia particular, sellada y certificada —dijo Soames—. Mi cliente desea el mayor secreto.
—Puede usted tranquilizarle al respecto —contestó el señor Polteed—. ¿Quiere fumar?
—No —dijo Soames—. Dése bien cuenta: no tiene que saberse nada de esto. Si algo se supiera, podría haber muy serias consecuencias.
Polteed asintió.
—Entonces utilizaremos una clave. Así, no mencionaremos ningún nombre. Todo el mundo tendrá un número.
Abrió otro cajón y sacó dos cuartillas; escribió en ellas y le dio una a Soames.
—Conserve esto, caballero. Ésta es su clave. Yo me quedo con el duplicado. Al caso lo designaremos simbólicamente por 7x. La persona vigilada será el número 17; la vigilante, el 19; el domicilio a vigilar, el 25. Usted, es decir, su despacho, el 31. Mi despacho, el 32; yo personalmente, el 2. Caso de que haya que mencionar a su cliente, le designaremos por el número 43. Una persona sospechosa será el 47, y otra persona sospechosa, el 51. ¿Desea darme alguna instrucción especial?
—No…, bueno; es decir…, que se guarden todas las consideraciones posibles.
—Muy bien. En cuanto a gastos…
Soames se encogió de hombros.
—Pues lo que sea razonable —respondió concisamente, y se levantó—. Llévelo usted con sus propias manos, por favor.
—Enteramente con mis propias manos —dijo el señor Polteed, que apareció de repente entre Soames y la puerta, para abrirla—. Respecto al otro asunto, le veré a no tardar. Buenos días, señor —y sus ojos le contemplaron con mirada nada profesional, como ya le habían mirado antes.
—Buenos días —respondió Soames, sin mirar a ningún sitio.
Ya en la calle, procuró justificarse ante sí mismo. Era una tela de araña… Para cortarla tenía que recurrir a métodos de la misma naturaleza, sucios, sí, profundamente repugnantes, sobre todo para uno que considera su vida privada como la parte más importante de su propiedad. Pero la suerte estaba echada y no podía ya volverse atrás. Y llegó a su despacho y guardó el estuche y la clave aquella que iba a contribuir a hacer evidente su bancarrota matrimonial.
Era raro que uno cuya ocupación era poner en claro las vidas de otros, los secretos de la propiedad, los desacuerdos domésticos de mucha gente, tuviera tanto miedo a que la mirada del público escrutara su propia vida…
Trabajó intensamente todo el día. Winifred iría a verle a las cuatro; la llevaría a entrevistarse con Dreamer, consejero real, y mientras la esperaba, releyó la carta que le había aconsejado escribir el día de la fuga de Dartie, requiriéndole a volver al hogar.
Querido Montague:
He recibido la tuya con la noticia de que me abandonas para siempre y te vas a Buenos Aires. Creo que comprenderás ha sido una dolorosa sorpresa. Te escribo inmediatamente para decirte que estoy dispuesta a perdonarlo todo si regresas al instante. Te pido que lo hagas. Estoy muy deprimida, y no te digo más por ahora. Mando esta carta certificada a las señas que dejaste en el Club. Haz el favor de cablegrafiarme en cuanto la recibas.
Tu esposa, que todavía te quiere,
WINIFRED DARTIE.
¡Qué mentira más amarga! Se acordó de que mientras Winifred copiaba lo que él le había escrito a lápiz, le había dicho, dejando la pluma en la mesa:
—Bueno, supongamos que se presenta aquí, Soames. ¿Qué hacemos entonces? —y habló con un tono extraño, como si no supiera cuál era su propia decisión.
—No vendrá hasta que se haya gastado todo el dinero. Por eso tenemos que proceder en seguida —le había contestado él.
Anexa a la copia de aquella carta estaba la que escribiera Dartie, borracho, en el Club Iseum. A Soames le hubiera gustado que no trascendiera tanto a licor, pues muy bien el tribunal podría decir algo como «¿Y tomó esta carta en serio? ¿La tomó tan en serio como para escribirle de la forma que lo hizo?». Pero no importaba nada en definitiva. El hecho era que Dartie había huido y no había vuelto. Anexo a las dos cartas iba también el cable de respuesta: «Imposible volver, Dartie». Soames movió la cabeza con duda. Si las cosas no se arreglaban en pocos meses, el tipo aquel volvería como una moneda falsa. El quitárselo de encima ahorraba lo menos mil libras al año, sin contar las preocupaciones de Winifred y de su padre. «Hay que meter prisa a Dramer», pensó.
Winifred, que se había vestido de alivio de luto, que con su pelo rubio y su esbelta figura le sentaba muy bien, llegó en el coche de James tirado por los caballos de James. Soames no había visto el carruaje en la City desde que su padre se había retirado de los negocios cinco años antes, y el verlo le hizo sentir algo de emoción. «Los tiempos cambian —pensó—, y no sabe uno lo que vendrá después». Hasta los sombreros de copa eran menos frecuentes. Preguntó noticias de Val. Val, dijo Winifred, le decía por carta que el curso siguiente iba a jugar al polo; le parecía que se estaba reuniendo con buenas amistades. Y añadió con ansiedad elegantemente disimulada:
—¿Habrá mucha publicidad en este asunto, Soames? ¿Tendrá que salir en los periódicos? Será muy perjudicial para las niñas…
Con su propio disgusto escondiéndolo en el alma, Soames contestó:
—Los periódicos dan a estas cosas demasiada ostentación… Es difícil que no lo digan todo. Pretenden ser guardianes de la moral pública, y lo que hacen es corromperla con sus informaciones. Pero todavía no hay por qué pensar en eso. Ahora, lo que tiene que preocuparte es la entrevista con Dreamer y el asunto de la restitución de tus derechos conyugales. Tienes que fingirte ansiosa por el regreso de tu marido… Hoy es una buena ocasión para que ensayes.
Winifred suspiró:
—¡Qué payaso es este Monty!
Soames le lanzó una mirada aguda y escrutadora. Era muy claro para él que ella no podía tomar a Dartie en serio y que se retractaría de todo si se le presentase oportunidad. Él, en cambio, había adoptado un criterio firme desde el primer día. El evitar un pequeño escándalo no serviría sino para traer sobre su hermana y sobrinos el deshonor verdadero y quizá la ruina si se permitía que Dartie volviese a ser el lastre de siempre y a gastar y gastar hasta que llegaran al abismo. Aunque esto era siempre un problema. El sujeto aquel haría pagar a su mujer sus deudas para evitar la bancarrota y la cárcel. Dejaron el brillante coche, los brillantes caballos, y a los criados tocados de brillantes chisteras en el Embankment, y se dirigieron andando a la oficina de Dreamer.
—El señor Bellby está, señor —dijo el pasante que los recibió—. El señor Dreamer volverá en menos de diez minutos.
El señor Bellby hijo —hijo, pero no tan joven que Soames tuviera que rechazar tratos con él, llevado de su criterio de emplear siempre abogados de seso maduro— estaba sentado leyendo sus papeles y documentos. Acababa de llegar del Tribunal y estaba en toga y peluca, que rimaban bien con su nariz, con sus ojillos grises y su bastante avanzado labio inferior. No podía haber un hombre más adecuado para sustituir a Dreamer.
Realizada que fué la presentación a Winifred, saltaron al tema del tiempo y hablaron de la guerra. Soames interrumpió repentinamente:
—Si no hacemos algo, las cosas no se resolverán antes de seis meses. Hay que apretar, Bellby.
El señor Bellby, que tenía una traviesa sonrisa siempre dispuesta, la mostró a Winifred murmurando:
—Los trámites legales son lentos, señora Dartie.
—¡Lo menos seis meses! Nos plantamos en junio, y hasta después de las vacaciones de verano, nada… Tenemos que apretar los tornillos, Bellby. Si no, se interrumpiría su propio asunto.
—El señor Dreamer tendrá mucho gusto en recibirle, caballero.
Bellby entró primero. Soames escoltó a Winifred un minuto después.
Dreamer, consejero real, vestido de toga, pero sin peluca, estaba junto al fuego y en pie, como si aquella entrevista fuera algo parecido a un acto de sociedad; tenía la piel coriácea y un tanto aceitosa que suele acompañar al gran talento, una gran nariz cabalgada de cristales y patillitas grises; se deleitaba en guiñar constantemente un ojo, y la costumbre de ocultar el labio inferior con el superior daba tonalidades suaves a su hablar. También acostumbraba preguntar repentinamente una pregunta decisiva a su interlocutor tras emitir un pavoroso rugido, y esto le había dado gran reputación, que muy pocos podían igualar. Tras de escuchar con el ojo guiñado la recapitulación de hechos y circunstancias que le hiciera el señor Bellby, rugió suavemente y dijo:
—Todo eso lo sé —y dirigiéndose a Winifred, le preguntó—: Nosotros queremos que su marido vuelva, ¿verdad, señora Dartie?
Soames intervino:
—La posición de mi hermana es, señor mío, intolerable.
Dreamer emitió otro rugido.
—Exactamente —dijo—. Ahora podemos utilizar el cable de respuesta y podemos esperar hasta Navidad para que tenga la oportunidad de escribir otra vez. Ahí está la cuestión, ¿no es eso?
—Cuanto antes… —empezó a decir Soames.
—¿Qué dice usted, Bellby? —preguntó Dreamer a su segundo.
El señor Bellby olisqueó el aire como un sabueso.
—No estaríamos en situación de proceder hasta mediados de diciembre. No necesitamos darle cuerda larga más allá de entonces.
—No —dijo Soames—, ¿por qué tendría que soportar…?
—Que su marido se hubiera ido a Jericó, ¿verdad? —dijo Dreamer, gruñendo de nuevo—. Nadie tiene que irse a Jericó, ¿verdad, señora Dartie? —y se levantó los faldones de la toga, formando una especie de abanico invertido—. De acuerdo. Podemos lanzarnos al momento. ¿Algo más?
—Nada más de momento —dijo Soames significativamente—. Quería que conociese usted a mi hermana.
Dreamer rugió suavemente.
—Encantado. Buenas tardes —y soltó el faldón de la toga.
Salieron. Winifred delante de su hermano. Éste estaba admirado, a su pesar, del carácter y comprensión demostrados por Dreamer.
—La evidencia es, a mi juicio, completa —dijo a Bellby—. Y entre nosotros: si no arreglamos esto en seguida, no lo arreglaremos. ¿Cree usted que él se ha dado cuenta de nuestro deseo?
—Sí, sí… Pero ya le diré yo algo. Es el hombre que necesitan, es el hombre…
Soames saludó y corrió tras de su hermana. La encontró emocionada, mordiéndose los labios, y le dijo:
—La declaración de la camarera será decisiva.
La cara de Winifred se endureció; se estiró y se dirigieron al coche. Y en su silencioso regreso a la calle Green, los dos pensaban lo mismo: «¿Por qué, por qué tengo que dar a conocer mi desgracia a la gente? ¿Por qué tener que emplear espías que se metan en mis cosas, siendo tan privadas como éstas son? Si yo no he hecho nada malo»…