III

Jolyon encontró a June esperándole en el andén de Paddington: había recibido su telegrama a la hora del desayuno. Su vivienda —un estudio y dos habitaciones— la había elegido de forma que le asegurara la mayor independencia. Sin la presencia de la señora Grundy, sin la coerción de un servicio permanente, podía recibir «pobres diablos» a cualquier hora del día o de la noche, y no era raro que alguno que no lo tenía propio hiciera uso del estudio de June. Disfrutaba en su libertad, y toda la ternura que hubiera dado a Bosinney la dedicaba ahora a proteger a sus pobres amigos, a los «genios» nacientes en su mundo artístico y bohemio. El objeto de su vida era realmente transformar patos negros en cisnes. El apasionamiento que concebía por la obra de sus protegidos hacía que su buen juicio se desorientara. Pero era leal y generosa. Su manita ansiosa estaba siempre alzada contra la opresión académica y comercial, y aunque sus disponibilidades económicas eran grandes, su balance se cerraba casi siempre con cantidades negativas.

Llegó a la estación de Paddington acalorada por una entrevista con Eric Cobbley. Una miserable Sala habíase negado a permitir a aquel genio de pelo tieso que hiciera una exposición de sus producciones. El infame director de la Sala, tras visitar el estudio de Cobbley, había opinado que la exposición seria, desde el punto de vista de la venta, algo así como la exposición de un caballo. Este claro ejemplo de cobardía comercial de que era víctima su «pobre diablo» favorito —que andaba tan mal, que tenía mujer y dos chiquillos— había hecho que la cuenta corriente de June se quedara exhausta, y que su carita conociera toda la gama de los colores de la indignación, y que su pelo rojo destellara con más agitación y viveza que nunca. Dio a su padre un abrazo vivo y fuerte y entró con él en un coche, teniendo que soportar tanta indignación en él como él en ella. Inmediatamente se planteó el problema de quién empezaría a soportar primero al otro.

Jolyon había llegado a emitir las palabras:

—Hija mía, quiero que vengas conmigo —y al mirarla vio que no le estaba atendiendo.

—Papá, ¿es cierto por completo que yo no puedo disponer nada más que de la renta y de mi herencia y no del principal?

—Sólo de la renta, hija mía, y afortunadamente.

—¡Qué barbaridad! ¿Y no podría hacerse algún arreglo? Yo creo que tiene que haber un procedimiento… Ahora podría comprar una Sala de Exposiciones por diez mil libras.

—Una Sala de Exposiciones parece un deseo modestito… Pero tu abuelo supo preverlo.

—Me parece que tanta precaución con el dinero es algo horrible —dijo June apasionadamente—, cuando hay tantos genios que no pueden triunfar por no disponer de un poco. Yo no voy a casarme ni a tener hijos. ¿Por qué no puedo dedicarme a hacer buenas obras, en vez de tener mis medios imposibilitados por completo?

—Nuestro nombre es Forsyte, hija mía —replicó Jolyon en el tono irónico de voz a que su impetuosa hija no se podía acostumbrar—. Y los Forsytes, ya lo sabes, son gente que arreglan las cosas de forma que sus nietos tengan que hacer testamentos legando unas propiedades que sólo recibirán a la muerte de sus padres. ¿Te das cuenta? Yo tampoco lo comprendo, pero es un hecho. Vivimos sobre el principio básico de que mientras haya una posibilidad de mantener la riqueza en la familia, no vaya a parar fuera de ella; si tú mueres soltera, tu dinero va a parar a Jolly y a Holly, y a sus hijos, si se casan. ¿No es agradable saber que, hagas lo que hagas, no puedes dejar en la calle a los tuyos?

—¿Pero no puedo tomar nada de mi dinero, aunque sea a título de préstamo?

Jolyon movió la cabeza.

—Lo que puedes hacer es alquilar una Sala si te da bastante la renta.

June emitió un sonido despectivo.

—Sí, y que no me quede nada para ayudar a nadie.

—Pero, hija, ¿no ocurriría lo mismo si te gastases tu dinero en comprarla?

—No —dijo agudamente June—. Podría comprarla por diez mil, lo que supondría cuatrocientas al año. Pero alquilándola, me costaría mil al año, y me quedarían de renta quinientas. Si yo tuviera la Sala, podría hacer muchas cosas, papá. Podría hacer un nombre a Eric Cobbley en nada de tiempo, y a otros muchos también.

—Los nombres que merecen hacerse ya se hacen ellos solos.

—Sí, después de morirse.

—¿Has conocido algún viviente que haya mejorado por haberse hecho un nombre?

—Sí; tú —dijo June, apretándole el brazo.

Jolyon se quedó sorprendido. «¿Yo?» —pensó—. Bueno, bueno, es que me va a pedir algo. Forsytes, Forsytes…

June se acercó más a él.

—Papaíto —dijo—. Tú compras la Sala y yo te pago cuatrocientas al año. Así ninguno de los dos perdemos nada. Además tú haces una magnífica inversión de fondos.

Jolyon se estremeció.

—¿No te parece a ti que es un tanto extraño que un pintor compre una Sala de Exposiciones? Además diez mil libras no es grano de anís, y yo no tengo temperamento comercial.

June le miró con admiración.

—Desde luego que no lo tienes; pero sí tienes un instinto agudo para darte cuenta de lo que rinde y de lo que no. Yo estoy segura de que nos rendiría. Además sería un medio formidable de combatir a esos mercachifles y a su público —y apretó otra vez el brazo de su padre.

La cara de Jolyon expresó una desesperación cómica.

—¿Dónde está esa preciosa Sala? Magníficamente situada, ¿verdad?

—Al ladito mismo de la calle Cork.

«Sí —pensó Jolyon—. Ya sabía yo que estaría al ladito mismo de cualquier parte. Vaya por lo que yo quiero de ella».

Y le dijo:

—Bueno, lo pensaré, pero luego. Ahora quiero decirte otra cosa. ¿Te acuerdas de Irene? Quiero que vengas conmigo a verla. Soames anda otra vez detrás de ella. Estaría más segura si le diéramos asilo en alguna parte.

La palabra asilo, que Jolyon había usado por casualidad, era la más apropiada para despertar el interés de June.

—¡Irene! No la he vuelto a ver desde… ¡Desde luego! ¡Me gustaría ayudarla!

Le tocó ahora a Jolyon dar el apretón de brazo, lleno de admiración por la generosidad de su hija.

—Irene es orgullosa —le dijo mirándola de reojo, acometido súbitamente de dudas por la discreción de June—. Es difícil conseguir ayudarla. Debemos proceder con tino. Aquí vive. Le he telegrafiado que nos espere. Vamos a enviarle nuestras tarjetas.

—No puedo tragar a Soames —dijo June al apearse del coche—. Desprecia todo lo que no da dinero.

Irene estaba en lo que se llamaba «Salón de señores» del hotel Piedmont.

Valerosa, moralmente, June avanzó derecha a su antigua amiga y la besó. Se sentaron las dos en un sofá que nadie usaba desde que se fundó el hotel. Jolyon pudo darse cuenta de que Irene quedaba profundamente afectada por aquel sencillo gesto de perdón.

—Conque Soames ha vuelto a molestarte, ¿no? —le dijo.

—Vino a mi casa anoche. Quiere que vuelva con él.

—Tú no quieres, ¿verdad? —preguntó June.

Irene sonrió apagadamente y negó con un movimiento de cabeza.

—Pero su situación es muy triste —murmuró.

—Él tiene la culpa. Debió haberse divorciado de ti cuando podía.

Jolyon recordó cuán fervientemente había deseado June que un divorcio no manchara el nombre de su finado y desleal novio.

—Oigamos lo que Irene tiene que decir —propuso.

A Irene le temblaron los labios, pero habló con mucha calma.

—Casi es lo mejor que le dé nuevos motivos para que pueda deshacerse de mí.

—¡Pero eso es horrible! —dijo June.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—No hay razón para hacerlo —dijo Jolyon— sans amour.

Creyó que iba a echarse a llorar. Pero se levantó rápidamente, y casi volviéndoles las espaldas, pasó unos instantes en silencio, recuperando el dominio sobre sí misma.

June dijo repentinamente:

—Mira: iré a ver a Soames y le diré que te deje tranquila. ¿Qué quiere ya a sus años?

—Quiere tener un hijo. No es nada absurdo ni antinatural.

—¿Un hijo? —preguntó June con desprecio—. ¡Claro! Un hijo para poderle dejar su dinero. Pues si quiere tener un hijo que lo tenga; después ya hay motivo para divorciarse, y él puede casarse con ella.

Jolyon comprendió en aquel momento que se había equivocado llevando a June: su violencia de carácter estaba favoreciendo a Soames.

—Sería mejor para Irene venirse tranquilamente con nosotros a Robin Hill y ver desde allí cómo se desarrollaban los acontecimientos.

—Pues sí —dijo June—. Solamente que…

Irene miró intensamente a Jolyon. Y éste, en los múltiples intentos que después hizo por explicarse aquella mirada, no lo consiguió.

—No; no haría más que llevaros disgustos a vosotros. Me voy a ir al extranjero.

Por el tono de su voz comprendió que aquello era definitivo. Y un pensamiento muy raro se le ocurrió al momento: «Bien; yo también puedo ir al extranjero y verla». Pero dijo:

—¿No crees que estarías menos protegida en el extranjero si le diera por seguirte?

—Pues no lo sé; pero no tengo otra solución.

June se levantó y empezó a pasearse por la habitación.

—Es una cosa horrible —dijo—. ¿Por qué existirán estas leyes que tanto hacen sufrir a la gente?

Pero alguien entró en la habitación, interrumpiendo las palabras de June, Jolyon le dijo a Irene:

—¿Necesitas dinero?

—No.

—¿Quieres que me ocupe de tu piso?

—Sí, Jolyon, por favor.

—¿Cuándo te vas a marchar?

—Mañana.

—¿No volverás mientras tanto a tu casa? —y le hizo la pregunta con una ansiedad que a él mismo le chocó.

—No; tengo aquí todo lo que necesito.

—¿Me escribirás diciéndome tu dirección?

Ella le tendió la mano.

—Te considero fuerte como una roca.

—Sí; asentada en arena —respondió Jolyon, estrechándole la mano con fuerza—. En cualquier momento será para mí un placer ayudarte, no lo olvides. Y si cambiases de opinión… ¡Vamos, June! Despídete.

June vino desde la ventana y echó a Irene los brazos al cuello.

—No te preocupes y pásalo bien. Y que Dios te bendiga…

Dejaron a Irene con lágrimas en los ojos y una sonrisa en los labios. Se fueron muy en silencio, pasando junto a la señora que había interrumpido la entrevista y que estaba ojeando los periódicos de una mesa.

Frente al Museo Nacional, June exclamó:

—¡Qué gente y qué leyes!…

Pero Jolyon no respondió. Tenía algo del equilibrio de su padre, que le permitía ver las cosas con imparcialidad, aunque estuviera muy conmovido. Irene tenía razón: la situación de Soames era tan mala o peor que la de ella. En cuanto a la ley…, proveía para una humanidad de la que tenía un pobre concepto. Y pensando que si seguía en compañía de su hija, de una manera u otra incurriría en alguna indiscreción, le dijo que tenía que volverse a Oxford; y tomando un coche, la llevó a ver las acuarelas de Turner, donde quería quedarse, prometiéndole que pensaría lo de la compra de la Sala de Exposiciones.

Pero no pensó en eso, sino en Irene. «La lástima —se dijo— era pariente cercana del amor». Y si esto era verdad, él se hallaba muy cerca de estar enamorado de Irene. ¡Pensar en ella, danzando por Europa, tan desdichada y tan sola! «Confío en que Dios no le permitirá perder la cabeza —pensó—. Muy fácilmente podría caer en la desesperación». Ahora que había cortado todas las ligaduras que la ataban a sus quehaceres, no sabía cómo iba a vivir. Una criatura tan bella, desesperada, caza fácil para cualquiera… En su preocupación había no poco de miedo y de celos. Las mujeres hacen unas cosas muy raras cuando se ven empujadas a situaciones difíciles. «Quisiera saber lo que hará Soames ahora —pensó—. Las cosas están en una situación difícil y desagradable. Y todos dirán que la culpa es de ella». Muy preocupado y triste tomó el tren, perdió el billete, y en el andén saludó de un reverencioso sombrerazo a una señora cuya cara le parecía conocida, pero que no pudo identificar, incluso cuando la vio tomando el té en El Arco Iris.