II

De todas las brillantes tiendas que adornan con sus escaparates el West End de Londres, Gaves & Cortegal era, a juicio de Soames, la más atractiva palabra que se estaba poniendo entonces de moda. Nunca había tenido el gusto de su tío Swithin en materia de piedras preciosas, y el hecho de que Irene abandonara, al dejar su casa en 1889, todas las joyas que él le había regalado, había originado en él un vivo disgusto por aquella clase de inversión de fondos. Pero todavía sabía apreciar un brillante, y en la semana previa al cumpleaños de ella se había detenido muchas veces ante los escaparates de aquellos joyeros que daban, si no el valor del dinero que recibían, al menos artículos que tenían un cachet de buen gusto y distinción.

Un meditar constante desde el día en que fué en coche con Jolyon le había hecho convencerse de la importancia suprema de aquel momento de su vida, de la suprema necesidad de tomar medidas que no fuesen desacertadas. Y junto con el frío y seco razonamiento de que aquella hora era la última en que podría perpetuarse sobre la tierra, la última en que podría intentar constituirse una familia, iba el apremiante deseo que se había despertado en él al verla de nuevo y la seguridad de que era un pecado contra el sentido común dejar perder una esposa que era suya.

Consultando el caso de Winifred, Dreamer, del Consejo Keal —él hubiera preferido a Waterbuck, pero le habían ascendido a juez, y tan tarde ya, que por todas partes cundió la sospecha de que se trataba de una maniobra política—, había aconsejado que exigieran la restitución de los derechos conyugales, punto en el que Soames no había tenido nunca la menor duda sobre su conveniencia. Tras obtener un decreto de restitución, habrían de esperar a ver si era obedecido. Si no lo era, la desobediencia constituiría abandono; no quedaba sino obtener prueba de mala conducta y llenar la petición de divorcio. Todo ello lo sabía Soames perfectamente bien. Y esta sencillez en el caso de su hermana le llenaba de desesperación al ver la dificultad del suyo. Todo, en fin, le llevaba hacia la simple solución del regreso de Irene con él. Podría ser que ella no le quisiera mucho; pero ¿acaso él no tenía sentimientos que dominar, ofensa que perdonar y dolor que echar en olvido? Por lo menos, él no era quien había desertado del hogar, y este mundo es un mundo de compromiso. Él podía ofrecerle mucho más de lo que ella poseía; estaba incluso dispuesto a hacerle una donación que no pudiera ser retirada, a darle con carácter definitivo una buena cantidad. Con frecuencia observaba en el espejo su imagen aquellos días. Nunca había sido un pollo elegante como Dartie, ni se figuraba irresistible para las mujeres; pero tenía cierta confianza en su aspecto, cosa lógica, pues estaba bien conservado, era muy limpio, estaba sano, sin taras producidas por bebida ni exceso alguno. La mandíbula forsyteana y la concentración de su mirada eran, a su juicio, ventajas estimables en lo estético. Y por lo que le parecía, no tenía ninguna facción repulsiva ni mucho menos.

Los pensamientos y anhelos que le acompañan a uno en el diario vivir llegan a parecer los más naturales, aunque no lo sean. Si pudiera dar una prueba tangible de que no guardaba rencor alguno y de que haría todo lo posible por complacerla, ¿por qué Irene no había de volver a él?

Entró, pues, en Gaves & Cortegal la mañana del 9 de noviembre a comprar un broche de brillantes. «Cuatrocientas veinticinco, señor. Baratísimo para lo que vale. Es un broche para una señora». Algo sentía dentro que le hizo aceptar el broche que le ofrecían sin vacilación. Y salió de la tienda con la cajita de terciopelo verde guardada en el bolsillo interior de la chaqueta. Muchas veces durante el día lo sacó para mirarlo, para observar las siete piedras que emitían suaves destellos en su montura ovalada.

—Si a la señora no le gustara, caballero, se lo cambiaríamos inmediatamente, pero no hay miedo de eso…

¡Si fuera verdad que no había miedo! Se enfrascó en un trabajo durísimo, único calmante de nervios eficaz que conocía. Estando en la oficina, le llegó un cable de Buenos Aires, en el que su agente le daba detalles de importancia y el nombre de la camarera del barco que se hallaba dispuesta a jurar lo que hiciera falta. Fué un oportuno acicate del disgusto que Soames experimentaba por todo lo que fuera lavar la ropa sucia fuera de casa. Y cuando se dirigía en el Metro a la estación Victoria, recibió un nuevo ímpetu en pro de la reanudación de su vida matrimonial con la narración que un periódico de la tarde traía del proceso de un divorcio elegante. El instinto hogareño de todo Forsyte auténtico en momentos difíciles le hizo escoger Park Lane para cenar: era la tendencia a la unidad que los mantiene fuertes y firmes en la vida. Nunca hubiera dicho una palabra de sus propósitos a los suyos, pues era demasiado orgulloso para eso. Pero la idea de que se alegrarían de saberlo y de que le desearían buena suerte era muy animadora.

James estaba decaído de humor, pues el fuego patriótico que el ultimátum de Krüger había encendido en su corazón había recibido un frío chaparrón con el poco éxito del último mes y las exhortaciones de The Times al esfuerzo. No sabía cómo iba a terminar aquello. Soames no podía animarles, por más que lo intentaba. Pero James no sabía nada… Allí estaba Colley, y se empeñaba en aferrarse a aquella montaña, y Ladysmith estaba en un agujero… Parecía muy difícil la cosa. Debían mandar marinos, que en Crimea supieron bien lo que tenían que hacer. Soames cambió de procedimiento tranquilizador. Repitió las noticias que Winifred tenía de la vida de Val en Oxford.

—¡Val! —murmuró James—. Es un chico muy listo.

Pero muy pronto se lamentó del porvenir que le esperaba, y mirando fijamente a su hijo, murmuró que Soames nunca había tenido ninguno. Le hubiera gustado tener un nieto que se llamara como él. Y ahora…

Soames titubeó. No había esperado tal llamada para descubrir los secretos de su corazón. Y Emilia, que le vio vacilar, dijo:

—Tonterías, James; no digas cosas raras.

Pero James, sin mirar a nadie a la cara, prosiguió. Allí estaban Rogelio, Nicolás y Jolyon; todos ellos tenían nietos. Y Swithin y Timoteo no se habían casado. Él había hecho lo que había podido; pero pronto no estaría en este mundo. Y como si hubiera dicho palabras de profundo consuelo, se quedó callado, comiéndose unos sesos con el tenedor y tragándose el pan con que se ayudaba a pincharlos.

Soames se excusó en cuanto hubo cenado. No hacia verdaderamente frío, pero se puso el abrigo de pieles que le protegía contra el frío nervioso que le había molestado frecuentemente durante todo el día. En su subconsciente sabía que así estaba mejor que con abrigo corriente de paño. Después, palpando el estuche de terciopelo en su bolsillo, salió. No fumaba mucho, pero encendió un cigarrillo y se lo fumó despacio por la calle. Se dirigió lentamente hacia Knightsbridge, pensando llegar a Chelsea a las nueve y cuarto. ¿Qué hacía ella tarde tras tarde en aquel cuchitril? ¡Qué misteriosas eran las mujeres! Se vivía junto a ellas y no se llegaba nunca a conocerlas. ¿Qué habría visto en Bosinney para volverse loca por él? Pues todo lo que había hecho era pura y simple locura, locura con pérdida de todo sentido de los valores, arruinando su vida y la de él. Y por un momento se llenó de exaltación, como si fuera un hombre de historia, penetrado del más elevado espíritu cristiano, que había de devolver a Irene todas las bellezas de la vida, perdonando y olvidando y convirtiéndose en el genio bueno de su futuro. Bajo un árbol frente a los cuarteles de Knightsbridge, donde iluminaba la luna con claro resplandor, volvió a sacar el estuche de terciopelo e hizo destellar a las gemas con brillos multicolores. Sí, eran magníficas… Pero al sonar el ruido duro del cierre del estuche, otro escalofrío le corrió por todo el cuerpo y echó a andar más de prisa, apretando las manos enguantadas en los bolsillos del abrigo, casi acariciando la esperanza de no encontrarla en casa. El pensamiento de que era muy misteriosa volvió a presentársele. Cenar sola allí, noche tras noche…, y vestida como si estuviera en una cena de sociedad… Tocar el piano para oírse ella sola… Ni siquiera tenía un perro o un gato que le hiciera compañía, o al menos él no había visto ningún animal. Y aquello le llevó a pensar en la yegua que tenía para trabajar en Mapledurham. Si alguna vez iba a la cuadra, allí estaba el animal completamente solo, medio dormido; y, sin embargo, cuando regresaba del trabajo, andaba con más viveza que cuando partía para él, como si ansiara volverse a la soledad de su cuadra. «La trataré bien —pensó maquinalmente—. Seré muy cuidadoso». Y toda la capacidad para la vida de hogar, de la que un hado burlón parecía empeñarse en privarle, se le hizo patente a Soames y le hizo caer en ensueño frente a la estación de South Kensington. En King’s Road un hombre salió tambaleándose de una taberna y tocando la flauta. Soames le observó bailar a los acordes de su propia música, y después cruzó de acera para evitar contacto con aquel borracho loco. Una noche en el calabozo le sentaría bien. ¡Qué brutal y necia era la gente! Pero el hombre había notado su movimiento para huirle, y un chorro de agudos insultos le siguió un rato por la calle. «Ojalá le pille un coche —pensó Soames con crueldad—. Tener sueltos hombres así, habiendo mujeres que tienen que ir solas…». Una figura femenina que vio fué lo que le indujo a este pensamiento. Su andar le parecía raramente conocido, y cuando torció la esquina que él también iba a torcer, empezó a latirle el corazón. Corrió para comprobarlo. ¡Sí, era Irene! No podía confundir su modo de andar. Siguió dos manzanas más adelante, y tras doblar una última esquina, la vio entrar en su casa. Para cogerla seguro, corrió la poca distancia que le separaba de ella, subió la escalera y la alcanzó en la puerta de su piso. Oyó entrar la llave en la cerradura y se puso a su lado en el momento en que ella, alarmada, se volvía para mirarle.

—No te alarmes —le dijo sin aliento—. Te he visto pasar. Déjame entrar un instante.

Ella se había llevado la mano al pecho y se había quedado pálida y con los ojos desorbitados. Después dominándose con un esfuerzo, inclinó la cabeza y dijo:

—Muy bien.

Soames cerró la puerta. Él también tenía que dominar su excitación, y cuando ella hubo pasado a la salita, esperó un largo minuto, aspirando hondamente para tranquilizar el corazón de los efectos de la carrera. En aquel momento, del que tanto dependía su futuro, sacar el estuche le parecía indelicado. Pero el no sacarlo inmediatamente le dejaba sin excusa por haber ido. Y en este dilema se vio presa por la impaciencia de no resolverlo inmediatamente y de la manera mejor. Era una escena…; pero ¿qué otra cosa podía ser? Tenía que hacerle frente de todas formas. Oyó su voz molesta, demasiado suave:

—¿Por qué has vuelto? ¿No te has dado cuenta de que no quiero verte?

Vio las ropas de que iba vestida: un vestido de pana negra, una boa de marta y un sombrerito pequeño de la misma piel. Le sentaba todo admirablemente. Sin duda tenía dinero para vestidos… Le dijo abruptamente:

—Es tu cumpleaños. Te he traído esto —y le alargó el estuche de terciopelo.

—No…, no…

Soames apretó el cierre y la cajita se abrió; las siete piedras destellaron sobre el fondo gris.

—¿Por qué no? Sólo como señal de que no me guardas rencor ya.

—No podría.

Soames sacó el broche de la caja.

—Déjame ver cómo te sienta.

Ella retrocedió.

Él la siguió, avanzando la mano con el broche hacia el pechero del vestido. Y ella volvió a retroceder. Soames bajó la mano.

—Irene —dijo—. Olvidemos el pasado. Si yo puedo, tú también podrás. Vamos a comenzar de nuevo, como si no hubiera ocurrido nada, ¿quieres? —su voz era insistente y sus ojos, que la miraban fijos, tenían un brillo de súplica.

Ella, que estaba literalmente apoyada en la pared, tuvo una ligera sacudida, y ésa fué toda su respuesta. Soames prosiguió:

—Pero ¿es que piensas vivir siempre metida en este agujero? Vuelve conmigo y yo te daré todo lo que necesites. Tendrás plena libertad, te lo juro.

Vio que su cara sonreía irónicamente.

—Sí; esta vez te lo digo en serio. Sólo te pido una cosa: yo quiero, yo necesito tener un hijo. ¡No me mires así! Quiero tener un hijo —su voz se había hecho rápida, apresurada, de tal forma que casi no se la reconocía él mismo, y dos veces echó la cabeza hacia arriba y atrás, como si buscara aire que respirar.

Fué la forma de mirarle ella, con sus ojos negros llenos de una especie de terror fascinado, lo que le hizo reaccionar, y cambió su dolorosa incoherencia en rabia.

—¿Es que no es una cosa natural? —dijo entre dientes—. ¿Es que no es cosa natural querer tener un hijo de mi propia mujer? Tú destrozaste nuestra vida y estropeaste todo lo demás. Vamos medio viviendo, sin ningún futuro ante nosotros. Esta situación es tan poco halagüeña para ti que, a pesar de todo, quiero que sigas siendo mi mujer. ¡Pero habla, por el amor de Dios, habla!

Irene pareció intentarlo, pero no pudo.

—No quiero que te asustes, de verdad que no —dijo Soames con mayor suavidad—. Lo único que quiero es que veas que no puedo seguir así. Quiero que vuelvas. Te necesito.

Levantó Irene una mano y se cubrió con ella la parte inferior de la cara. Pero sus ojos seguían clavados en los de Soames, como si quisiera mantenerlo aparte con la mirada. Y ante Soames, todos aquellos años estériles y amargos —¿cuántos eran? ¡Desde que la había conocido!— surgieron con claridad en una oleada de recuerdo y un espasmo que ni dando la vida pudo evitar le contrajo el rostro.

—Todavía no es tarde, no… ¡Si tú eras capaz de creerme!

Irene se quitó la mano de la boca, y con las dos hizo un movimiento de desolación ante su pecho. Soames se las cogió.

—¡Déjame! —dijo con un susurro de voz. Pero él la agarró más fuerte, tratando de mirarla a los ojos, que no vacilaban. Después habló ella tranquilamente—: Estoy sola aquí. No volverás a hacer lo que hiciste.

Soltándole las manos como si fueran ascuas, se volvió. ¿Sería posible que existiera una imposibilidad tan impía de perdonar? ¿Podía seguir vivo en ella aquel acto de pasión? ¿Podía aquello separarlos tan completamente? Pero con terquedad supina le dijo sin mirarla:

—No me voy hasta que me contestes. Te ofrezco lo que pocos hombres ofrecerían, y quiero una respuesta… razonable.

Y casi con sorpresa le oyó decir:

—No puedes esperar una respuesta razonable. La razón no tiene nada que hacer aquí. No puedes oír sino la verdad brutal: antes la muerte.

Soames la miró.

—¡Oh! —dijo, y se le juntó una especie de parálisis del habla y de movimiento; la clase de incapacidad que sobreviene cuando un hombre ha recibido un insulto mortal y no sabe cómo reaccionar ni qué hacer de sí mismo—. ¡Oh! —dijo otra vez—. ¿Tanto como eso? ¿Prefieres morir? ¡Qué cosas!

—Lo siento. Tú querías una respuesta. No puedo callar la verdad si me obligas a que hable.

Ante aquella demostración de sentimiento por lo que le había dicho, Soames buscó consuelo en algo concreto. Cerró el estuche de un golpe y se lo metió en el bolsillo.

Y le oyó murmurar:

—Sí. Los nervios no mienten, ¿no lo sabías?

Él se quedó silencioso, alucinado por el pensamiento: «Tengo que odiar a esta mujer, tengo que odiarla». Pero allí estaba el problema. ¡Si pudiera odiarla! Y la miró y vio que seguía apoyada en la pared, inmóvil, con las manos crispadas, la cabeza en alto, como si fuera a fusilarla. Y le dijo rápidamente:

—No creo ni media palabra… Tú tienes un amante. Si no lo tuvieras, no serías tan idiota.

Se dio cuenta, por la expresión de sus ojos, de que había dicho algo non sequitur[49], de que había vuelto muy inoportuna y abruptamente a la fraseología de sus días matrimoniales. Llegó a la puerta. Pero no podía salir. Algo que llevaba dentro, aquella más profunda y secreta cualidad de Forsyte, la imposibilidad de perder algo que le pertenecía, no le dejaba abandonar aquella casa. Se volvió de nuevo, con la espalda apoyada en la puerta, como ella estaba en la pared opuesta, sin darse cuenta de nada ridículo en aquella separación por la longitud de la habitación.

—¿Has pensado alguna vez en alguien que no fuera tu persona? —le dijo.

Los labios de Irene temblaron; después contestó lentamente:

—¿No sabes que me di cuenta de mi error, de mi terrible error, a la primera semana de matrimonio? ¿No sabes que soporté durante tres años? ¿Crees que soporté pensando en mí?

Soames rechinó los dientes.

—No sé por qué sería. Nunca te he comprendido; nunca te acabaré de comprender. Tenías todo lo que podías desear; puedes volver a tenerlo, y más todavía. ¿Qué tengo yo? Te hago una pregunta sencilla: ¿Qué es lo que tengo yo? —y sin darse cuenta de lo doliente que era su pregunta, insistió apasionadamente—: No soy cojo, ni repulsivo, ni pelma, ni tonto. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Qué misterio tengo yo?

La respuesta de ella fué un largo suspiro.

Crispó las manos en un gesto muy expresivo, y dijo:

—Al venir aquí esta noche estaba…, confiaba… Tenía el deseo de superar por completo el pasado, de empezar de nuevo… Y tú me recibes con nervios, con silencio, con suspiros… No hay nada tangible. Es como…, es como una tela de araña…

—Sí.

Aquel murmullo, que le llegó del otro lado de la habitación, enloqueció a Soames otra vez.

—Bueno, pues yo no quiero vivir enredado en una tela de araña. La voy a cortar ahora mismo… —y se dirigió a ella en línea recta.

Lo que iba a hacer no lo sabía; pero cuando llegó a Irene, el aroma tan familiar y nunca olvidado le impresionó repentinamente. Le puso las manos en los hombros y se inclinó para besarla. No besó unos labios, sino una línea dura donde los labios habían estado. Entonces sintió su cara rechazada por las dos manos de ella, y le oyó decir:

—¡No, no!