I

Jolly Forsyte iba por la calle Alta, de Oxford, hacia abajo; Val Dartie iba por la misma calle, hacia arriba. Era una tarde de noviembre. Jolly acababa de cambiarse de ropa y se dirigía a La Sartén, club estudiantil del que recientemente había sido elegido miembro. Val acababa de cambiarse su ropa de montar y se dirigía a casa de un librero de Cornmarket.

—¡Hola! —dijo Jolly.

—¡Hola! —dijo Val.

Los primos se habían reunido dos veces; Jolly, ya en segundo año, había invitado a desayunar al nuevo una vez. Y la segunda, los dos muchachos se encontraron en circunstancias un tanto extrañas.

En un piso que había sobre una sastrería de Cornmarket vivía uno de esos jóvenes que la gente llama «menores», cuya herencia era grande, cuyos padres habían muerto, que tienen sus guardianes muy lejos e instintos viciosos. A los diecinueve años había comenzado una de aquellas carreras atrayentes e inexplicables para el común de los mortales, a quienes una bancarrota les parece algo tan extraordinario como una fiesta exótica. Ya famoso por poseer la única ruleta que entonces hubiera en Oxford, el muchacho se iba acercando al cumplimiento de las peores esperanzas a una velocidad sorprendente. Descollaba sobre Crum, si bien poseía un aspecto sanguíneo y bovino, desprovisto de la encantadora palidez del otro. Para Val había sido algo así como un bautismo el haber sido invitado a jugar allí a la ruleta; y la confirmación había sido la entrada en el colegio a altas horas de la noche por una ventana cuyos barrotes eran secretamente movedizos. Una vez, mirando al otro lado del verde seductor, había visto a su primo. Rouge gagne, impair et manque[45]! Después no le vio más.

—Vente a La Sartén a tomar un poco de té —le dijo Jolly. Y se fueron.

Un extraño que los hubiera visto juntos hubiera notado un inexpresable parecido entre estos dos primos de la tercera generación de Forsytes: la misma conformación ósea de la cara, con la única diferencia de que los ojos de Jolly eran de un gris más oscuro y el pelo más claro y ondulado.

—Té y unos suizos con mantequilla —dijo Jolly.

—Fuma un cigarrillo. Te vi la otra noche —dijo Val—. ¿Cómo te fué?

—No jugué.

—Yo gané quince libras.

Aunque deseoso de repetir un juicio sobre el juego que había oído a su padre: «Cuando ganas te pones loco, y cuando pierdes te pones triste», Jolly se contentó con decir:

—Mala cosa eso de jugar. Yo estuve con ése en la escuela. Es idiota de remate.

—¡Hombre…! A mí me parece un buen muchacho.

Discrepando en opiniones, quedaron en silencio.

—Mañana viene a verme mi familia —dijo Jolly.

Val se puso un poco colorado.

—¡Ah!, ¿sí? Mira: tengo datos formidables para el handicap[46] de noviembre en Manchester. Si quieres que te diga…

—No, gracias. A mí sólo me interesan las carreras clásicas.

—Pero de ésas no se puede sacar dinero —arguyó Val.

—Me fastidia el hipódromo —dijo Jolly—. Lo que me gusta son las carreras en el campo.

—A mí me gusta apoyar de alguna manera mi criterio.

—Yo no tengo criterio —respondió Jolly—. Siempre que apuesto, pierdo.

—Hay que pagar el aprendizaje, claro…

—Sí, pero es que en las carreras de apuestas hay muchos profesionales que viven de eso.

—Claro, y tú tienes que profesionalizarte si quieres ganar. Ahí está precisamente la emoción, en habérselas con gentes dispuestas a ganar.

Jolly le miró despectivamente y le preguntó:

—Y tú, ¿qué haces? ¿Remas?

—No, yo monto. El curso que viene jugaré al polo si puedo conseguir que mi abuelo afloje el bolsillo.

—Sí. Ése es el tío James, ¿verdad? ¿Qué tal es?

—Más viejo que cuarenta cerros —informó Val—. Y siempre con miedo de arruinarse.

—Creo que mi abuelo y él eran hermanos.

—Yo no creo que ninguno de esos vejestorios haya sido un verdadero señor —dijo Val—. Creo que adoraban excesivamente el dinero.

—¡Mi abuelo no era así! —dijo calurosamente Jolly.

Val tiró la ceniza de su cigarrillo.

—El dinero se ha hecho para gastarlo —dijo—. Lo que yo quisiera es tener mucho.

Jolly le miró con aquella mirada enjuiciadora que había heredado del viejo Jolyon, pensando: «No se debe hablar nunca de dinero…». Y de nuevo se hizo el silencio entre los dos muchachos, mientras se dedicaban al té y a los suizos con mantequilla.

—¿Dónde va a vivir tu familia? —preguntó Val, simulando indiferencia.

—En el Arco Iris. ¿Qué piensas tú de la guerra?

—Es un asco. Los bóers no son caballeros. ¿Por qué no luchan cara a cara?

—Pero ¿por qué tienen que hacerlo? Todo está contra ellos, y lo único que tienen a su favor es su método de lucha. Yo los admiro.

—Son jinetes y buenos tiradores, desde luego —concedió Val—, pero son unos sucios. ¿Tú conoces a Crum?

—¿De Merton? Le conozco de vista. Un poco niño y majadero.

Val dijo muy serio:

—Es amigo mío.

—¡Ah, lo siento! —y se quedaron mirándose embarazosamente, y después se pusieron a mirar a otro lado. Cada uno estaba pensando en su modo de ser, más o menos explícitamente. Jolly, sin casi darse cuenta, pensaba: «Te desafío a que me aburras. La vida es cortísima, y tenemos que hablar mucho, hacer mucho y conocer más todavía; tenemos que conceder poco tiempo a cada cosa. Yo soy así: hecho de alambre y de fibra dura, de la clase buena…». Y Val pensaba sin casi pensar: «Te desafío a despertar interés o emoción en mí. He pasado por todas las sensaciones imaginables, y si no he pasado, hago que me lo creo. Estoy ya tan cansado de vivir, que nunca es demasiado tarde para mí. Yo perderé la camisa con ecuanimidad. He vivido mucho, y sé que nada tiene importancia. ¡La vida es humo!». Una tendencia vivísima a sentirse con personalidad, profundamente arraigada en los ingleses, obligaba a aquellos dos jóvenes Forsytes a tener ideales; y al final de cada siglo, los ideales son muy híbridos. La aristocracia había adoptado ya en su mayor parte el principio de tener la mayor posible actividad; aunque de cuando en cuando aparecía un Crum, que se deleitaba en el nirvana del jugador apasionado que había sido el summum bonum[47] de los dandies y los pisaverdes del ochocientos. Y alrededor de Crum todavía persistía una atmósfera de esperanza, perdida casi, en su sangre azul y en sus posibilidades plutocráticas[48].

Pero entre los dos primos había otra clase de antipatía, mucho menos obvia, procedente tal vez del parecido familiar que ambos lamentaban un tanto. O tal vez procedente de las viejas divisiones entre las ramas del clan, renacidas en ellos a causa de insinuaciones o medias palabras escuchadas a sus mayores. Y Jolly, tintineando en la taza con su cucharilla, pensaba de su primo: «¡Qué alfiler de corbata, qué chaleco, qué afición al juego…! ¡Santo Dios, qué tipo!».

Y Val, mientras acababa uno de sus bollos, se decía: «Es una mala bestia».

—Irás a esperar a tu familia, ¿no? —preguntó levantándose—. Diles que tendría mucho gusto en enseñarles mi colegio, aunque, claro, no hay nada de particular que ver allí.

—Muchas gracias, ya se lo diré.

¿Querrán quedarse a almorzar? Ahí sí que podría darles alguna satisfacción.

Jolly dudó de que tuvieran tiempo.

—¿Pero se lo dirás por si acaso?

—Eres muy amable —dijo Jolly, mostrando que no irían; pero instintivamente correcto, añadió—: Mejor será que vengas tú a cenar mañana con nosotros.

—Encantado. ¿A qué hora?

—Siete y media.

—¿Vestido?

—No, no…

Y se separaron, llevándose dentro cada uno un sutil antagonismo por el otro. Holly y su padre llegaron en el tren de mediodía. Era la primera visita de la muchacha a la ciudad de las torres afiladas y los sueños, y estaba muy silenciosa, mirando casi con timidez a su hermano, que era la parte principal del maravilloso lugar. Después de almorzar se dedicó a mirar sus arreglos domésticos con curiosidad intensa. La salita de Jolly estaba decorada y el arte estaba representado en ella por una colección de estampas de Bartolozzi que perteneció en vida al viejo Jolyon y por fotografías del colegio: de muchachos despiertos, jóvenes, un poco heroicos en su aspecto y que le hicieron recordar a Val. Jolyon también observó con atención aquella demostración patente de los gustos y carácter de su hijo.

Jolly estaba ansioso de que le vieran remar; así, pues, se dirigieron al río. Holly, entre su padre y su hermano, se sentía orgullosa cuando las caras se volvían para mirarla y las miradas se detenían en ella. Para poderle ver bien, dejaron a Jolly en el lugar denominado La Barca y se fueron al otro lado del río. Delgado de constitución, pues los únicos Forsytes gruesos eran el viejo Swithin y Jorge, Jolly remó en el puesto número dos en una trainera de ocho. Parecía muy serio y esforzado. Lleno de orgullo, Jolyon le consideraba el más bello de todos los muchachos. Holly, como tiene que ser en una hermana, se vio más impresionada por uno o dos de sus compañeros, pero por nada del mundo lo hubiera confesado. El río estaba hermoso aquella tarde. La trainera pasó por segunda vez dirigiéndose al desembarcadero por La Barca. La cara de Jolly parecía muy serena para no demostrar que estaba sin aliento. Volvieron a cruzar el río y le esperaron.

—¡Ya se me había olvidado! —dijo Jolly más tarde, cuando pasaban por el prado de Christ’s Church—. He invitado a cenar a Val Dartie con nosotros esta noche. Quería invitaros a almorzar y a ver su colegio. Pero yo, pensándolo mejor, le he invitado a él, y así no tendréis que ir vosotros. Es un tipo que no me gusta.

La cara pálida de Holly se arreboló.

—¿Por qué no te gusta?

—Pues no sé. Me parece un presumido de mal gusto. ¿Qué clase de gente es su familia, papá? Es sólo primo segundo nuestro, ¿no?

Jolyon se sonrió.

—Pregúntale a Holly. Ella vio a su tío Soames.

—A mí me gusta Val —respondió Holly, mirando al suelo—. Su tío… es completamente diferente —y miró de reojo a Jolly tras sus largas pestañas.

—¿Habéis oído vosotros, hijos míos —preguntó Jolyon, divertido—, la historia de nuestra familia? Es un cuento de hadas. El primer Jolyon Forsyte, o por lo menos el primero de que tenemos noticias, y que es vuestro tatarabuelo, vivió por tierras de Dorset, junto al mar, y fué «agricultor» de profesión, como vuestra tía-abuela diría, e hijo de agricultores granjeros en realidad. Vuestro abuelo decía que eran «gente de poco pelo» —y miró a Jolly para ver cómo su señoría resistía tales antecesores, y percibió también la gracia maliciosa que a Holly le hizo ver la ligera desilusión de su hermano—. Seguramente que el tatarabuelo vuestro era grueso y fuerte, claro tipo de la Inglaterra anterior a la era industrial. El segundo Jolyon Forsyte, vuestro bisabuelo, más conocido por «el Gran Forsyte», era, según las crónicas, constructor, tuvo diez hijos y emigró a Londres. Se sabe que le gustaba el Madeira. Podemos considerarle como representativo de la Inglaterra de las guerras napoleónicas y de la inquietud general. El mayor de sus seis hijos varones fué el tercer Jolyon, vuestro abuelo, hijos míos, comerciante en té y presidente de Compañías financieras, uno de los ingleses más sanos que haya podido haber en el mundo… y el más querido para mí —y la voz de Jolyon había perdido todo tinte de ironía, y sus hijos le miraron con respeto profundo—. Era justo y tenaz, tierno y joven de corazón. Vosotros os acordáis todavía de él. Yo le recordaré siempre. Pero pasemos a los otros. Vuestro tío-abuelo James, el abuelo de Val Dartie, tuvo un hijo, llamado Soames… Éste tiene una historia de amores desgraciados que no os contaré. James y los otros ocho hijos de Forsyte el Grande, de los que viven todavía cinco, pueden considerarse como ciertos representantes de la Inglaterra victoriana con sus principios comerciales e individualistas del cinco por ciento y el dinero seguro. Y así han hecho entre todos un millón de treinta mil libras con su esfuerzo cotidiano. Nunca hicieron una tontería ni cometieron un desacierto, como no sea el tío Swithin, de quien creo que un día le limpiaron en el juego y se hizo famoso por guiar su coche de dos caballos. Su hora está pasando y su tipo también, y no para suerte del país. Eran poco refinados, pero eran sanos. Y yo soy el cuarto Jolyon Forsyte…, un hombre poco digno de llevar tal nombre…

—No, papá —dijo Jolly. Y Holly le apretó la mano.

—Sí, hijos, sí. Soy un modestísimo espécimen que no representa, me lo temo, sino el fin del siglo, la renta no ganada, el amateurismo y la libertad individual, que es cosa bien distinta del individualismo, Jolly. Tú eres el quinto Jolyon Forsyte, amiguito…, y te toca tomar parte en el baile de apertura del nuevo siglo.

Hablando así, llegaron a la verja del colegio, y Holly dijo:

—Es fascinador, papá…

Ninguno entendió lo que quería decir. Jolly estaba muy serio.

El Arco Iris, caracterizado como sólo un parador de Oxford puede estarlo por su antigüedad en todo, tenía una salita, donde Holly se sentó para recibir, vestida de blanco, tímida y sola, al único invitado que tenía.

Val le apretó la mano como se aprieta cuando se caza una polilla. ¿Le aceptaría aquella flor? Haría muy bien sobre su pelo… Y se quitó una gardenia del ojal.

—No, por Dios… Muchas gracias, no voy a cogerla yo… —pero la aceptó y se la prendió en el cuello, recordando repentinamente aquello de «presumido de mal gusto». El ojal de Val desagradaría a su hermano, y ella quería que Jolly no pudiera ponerle peros. ¿Se daba ella cuenta de que Val estaba en plena quietud en su presencia y de que esto era quizá la razón del atractivo que le encontraba?

—Oye: no he dicho a nadie que salimos a caballo, Val.

—Mucho mejor. Eso es una cosa para nosotros solos.

Por el nerviosismo y azoramiento que el muchacho mostraba moviendo pies y manos, cobraba ella un sentido de fuerza y poder sobre él que era delicioso; también le hacía una dulce intención: la de tranquilizarle y hacerle feliz.

—Háblame de Oxford. Debe de ser algo encantador.

Val admitió que era un lugar terriblemente decentito para hacer uno lo que quisiera; las clases no eran nada; además, había unos elementos que eran muy buenos chicos.

—Claro que —añadió— yo quisiera estar en Londres para poder verte.

Holly llevó con timidez una mano a la rodilla y bajó los ojos.

—No te habrás olvidado —dijo el muchacho de repente— que tenemos que irnos de gitanos por ahí.

Holly sonrió.

—Eso era una broma. No se pueden hacer esas cosas cuando ya se es mayor.

—¡Hombre, pero siendo primos!… —dijo Val—. Mira: en las vacaciones de verano, que empiezan en junio, ya sabes, y que duran un siglo, encontraremos la oportunidad.

Pero aunque le recorrió las venas el escalofrío de la aventura, Holly denegó con la cabeza.

—No podrá ser —murmuró.

—¿Por qué no? —dijo Val febrilmente—. ¿Quién va a impedirlo? No creo que tu padre ni tu hermano.

En este instante entraron en la habitación Jolyon y Jolly. Y el romance se les bajó a los zapatos a Val y a Holly, donde quedó por toda aquella tarde, que no fué precisamente característica por la cordialidad.

Muy sensible a lo que pasaba a su alrededor, se dio Jolyon rápida cuenta de la hostilidad entre los muchachos: por eso se sintió irónico, lo que es fatal para la expansión de los jóvenes. Una carta que le trajeron después de cenar le redujo al silencio, inquebrantado casi hasta el momento en que Jolly y Val se levantaron para irse. Salió con ellos, fumando un cigarro, y acompañó a su hijo hasta Christ’s Church. De vuelta, sacó la carta y la releyó a la luz de un farol.

Querido Jolyon:

Soames volvió anoche… Era mi cumpleaños: ya treinta y siete. Tenías razón: no puedo quedarme aquí. Mañana me voy al Hotel Piedmont, pero no me marcharé fuera sin verte antes. Me siento muy sola y triste.

Con todo afecto,

IRENE.

Volvió a guardarse la carta en el bolsillo, y siguió andando, atónito de la violencia de sus sentimientos. ¿Qué habría dicho o hecho Soames?

Salió a la calle Alta, por el Turl abajo, y entre multitud de torres y cúpulas y fachadas y tapias de colegios, brillantes u oscuras a la luz de la luna, en el verdadero corazón de la gentileza inglesa, era difícil creer que una mujer solitaria pudiera ser importunada y perseguida, pues ¿qué otra cosa podría significar aquella carta? Soames le habría presionado para que volviera con él, con la opinión pública y la ley de su parte. «¡Mil ochocientos noventa y nueve! —pensó, mirando los trozos de botella clavados en lo alto de la tapia de una villa, que resplandecían a la luz de la luna—. Pero cuando se toca a la propiedad, somos por completo un pueblo primitivo. Mañana iré. Creo que lo mejor es que se marche fuera». Pero la idea le desagradó. ¿Cómo era posible que Soames tuviera poder para obligarla a salir de Inglaterra? Además, él podía seguirla, y en el extranjero ella se vería aún más desamparada y más expuesta a las acciones de su marido. «Debo proceder con cuidado. Ese sujeto puede perjudicar mucho. No me gustó nada la otra noche, en el coche aquel». Su pensamiento volvió a su hija June. ¿Podría ella hacer algo? En tiempos, ella e Irene habían sido amigas íntimas, y ahora Irene era una desgraciada, una «pobre diabla», como las personas que a ella le gustaba proteger. Decidió telegrafiar a su hija que le esperara en la estación de Padington. Y volviéndose al Arco Iris, se interrogó sobre sus propios pensamientos. ¿Se hallaría tan disgustado si se tratara de un caso referente a otra mujer? ¡No, de ninguna manera! La sinceridad de esta respuesta le contrarió; y viendo que Holly se había ido a su cuarto ya, él marchó al suyo. Pero no pudo dormir, y por largo rato estuvo sentado a la ventana, arropado con un abrigo, viendo la luna sobre los tejados.

En la habitación inmediata, Holly también estaba despierta, pensando en las pestañas superiores e inferiores de Val, particularmente en las inferiores, y en lo que podrían hacer para que Jolly le mirase mejor. El olor de la gardenia se percibía fuertemente en el diminuto dormitorio y le agradaba.

Y Val, asomado a la ventana del cuarto del primer piso que ocupaba en el colegio, miraba sin verla al cuadrilátero de luz de luna que se proyectaba en el suelo de su habitación. Lo que veía era a Holly, esbelta y de blanco, sentada a la chimenea cuando él entró.

Pero Jolly, en su dormitorio, largo y estrecho, dormía con una mano bajo la mejilla y soñaba que estaba con Val en el río, disputando una regata con él, y su padre le gritaba desde la orilla:

—¡Dios! ¡Mueve bien las manos, hombre!