XIV

Es mucho más fácil decir: «Así sabemos ya dónde estamos», que expresar verdaderamente algo con tales palabras. Y al decirlas no hizo Soames sino dar expansión a sus celos excitados. Se apeó del coche en un estado de cólera cansada: consigo mismo, por no haber visto a Irene; con Jolyon, por haberla visto, y también a causa de su incapacidad de conocer sus propios deseos.

Había dejado el coche porque no podía resistir el permanecer sentado al lado de su primo, y andando rápidamente hacia el Este, pensaba: «No me fío ni tanto así de Jolyon. Una vez se puso fuera de toda su conveniencia y de todo decoro, y así sigue». (Huía hasta en pensamiento de la palabra pecado, pues era demasiado melodramática para usarla un Forsyte).

La indecisión en cuanto a qué desear era algo nuevo para él. Estaba como un chiquillo que no sabía si elegir un juguete nuevo prometido u optar por uno viejo que le habían quitado de las manos. Y ese modo de sentir tenía a Soames extrañado. No más lejos que el domingo anterior, la cosa era muy sencilla: divorciarse y casarse después con Annette era exactamente lo que deseaba. «Iré a cenar allí», pensó. Quizá el verla concentraría en ella sus deseos, calmaría su irritación, aclararía sus ideas.

El restaurante estaba muy lleno: muchos extranjeros y gente que por el aspecto le parecían literatos o artistas. De vez en cuando llegaban hasta él retazos de conversaciones entre el ruido de platos y vasos. Claramente percibió que la gente hablaba con simpatía de los bóers y condenaba al Gobierno inglés. «No seleccionan mucho su clientela», pensó. Cenó despacio y tomó café sin dar a conocer su presencia, y cuando por fin acabó tuvo cuidado de que no le vieran dirigirse hacia las habitaciones de madame Lamotte. Allí estaban, cuando él entró, ante una cena de mucho mejor aspecto que la que él había tomado, lo que le molestó bastante. Le saludaron con una sorpresa tan auténtica, que él sospechó en seguida: «Sabían que estaba desde el momento que entré». Miró a Annette disimuladamente. La encontró lindísima, de aspecto cándido… ¿Sería él capaz de conquistarla? Se volvió a madame Lamotte y dijo:

—He cenado aquí.

¡Qué lástima que ella no lo hubiera sabido! Le hubiera recomendado unos platos muy buenos. Era una verdadera lástima… Soames se afirmó en sus sospechas. «He de tener cuidado con lo que hago», se dijo con aspereza.

—¿Otra tacita de café, verdaderamente especial, monsieur? ¿Una copita de Grand Marnier? —y madame Lamotte se levantó para pedir aquellos regalos del paladar.

A solas con Annette, Soames le dijo:

—¿Y bien, Annette? —con una sonrisa defensiva en los labios.

La muchacha se sonrojó. Tal rubor, el domingo anterior le hubiera hecho temblar de emoción. Pero ahora sintió algo así como lo que siente el dueño de un perro cuando el animal le mira y menea la cola. Experimentaba una curiosa sensación de dominio, como si pudiera decirle: «Acércate y dame un beso», a sabiendas de que ella le hubiera besado. Y con todo… era extraño, pero su cara parecía distinta, de otra persona…; y el bienestar y la satisfacción que sentía, ¿se debían a la cara de Annette o a la Otra? Indicó el restaurante con la cabeza y le preguntó:

—¿Le gusta a usted esto?

Annette le miró por un momento y le dijo:

—No. No me gusta.

«Ya la tengo si quiero —pensó Soames—. ¿Pero quiero?». Era agraciada, era bella, era joven y demostraba tener buen gusto… Sus ojos recorrieron la habitación; pero los ojos de su espíritu recorrieron otro camino y vieron un cuarto a media luz, percibieron un tono plateado, recordaron un piano y una mujer en pie apoyándose en él, una mujer de cuello blanquísimo que él conocía muy bien, con ojos negros que hubiera querido conocer y un pelo espeso y color de ámbar. Y como en un artista que sueña con lo no logrado, se despertó en él la sed de la vieja pasión insatisfecha.

—Bueno… usted es joven; tiene el mundo ante usted…

Annette denegó con la cabeza:

—Muchas veces pienso que ante mí lo único que hay es una vida de trabajo duro… Y yo no estoy enamorada del trabajo como mi madre.

—Su madre es una maravilla —dijo Soames riéndose—. Su madre no permitirá nunca que el fracaso se albergue entre sus paredes.

Annette suspiró:

—Debe de ser maravilloso ser rico.

—¡Oh! Usted será rica un día… puede estar segura —siguió diciendo Soames con tono burlón.

Ella se encogió de hombros.

Monsieur es muy amable —y se llevó un bombón a los labios.

—Sí, hija, sí —pensó Soames—. Tienes unos labios muy bonitos.

Madame Lamotte, con café y licor en las manos, puso punto final al coloquio. Soames no se quedó allí mucho rato.

En las calles de Soho, que siempre le daban la sensación de propiedad indebidamente poseída, dejóse llevar por la fantasía. Si Irene le hubiera dado un hijo, no andaría él detrás de mujer alguna. El pensamiento le había saltado desde su garita de centinela constantemente a la conciencia. Un hijo… alguien por quien mirar, algo que hiciera que su vida mereciera la pena, alguien a quien dejarle su herencia a perpetuidad. «Si tuviera yo un hijo, iría todo a maravilla. Una mujer es, más o menos, igual a otra mujer». Pero más adelante se dijo que no; no eran iguales todas las mujeres. Muchas veces había tratado de convencerse de eso en los años malos de su matrimonio, y siempre había fracasado. Y fracasaba ahora. Quería considerar a Annette lo mismo que a la otra, pero no era igual, no tenía el mismo atractivo para él. «Irene es mi esposa —pensó—. Mi esposa legal. Yo no he hecho nada para quedarme sin ella. ¿Por qué no ha de volver a mí? Eso es lo lógico, lo legal, lo que no causa escándalo ni molestias. Sí, es desagradable para ella… Pero ¿por qué ha de serlo? Yo no soy un leproso, y ella… ya no está enamorada de otro». ¿Por qué tenía él que pasar por los inconvenientes y las vergüenzas del Tribunal de Divorcios cuando ella estaba allí, como una casa vacía en espera de ser habitada por su propietario legal? Para una persona como Soames, el pensamiento de entrar en posesión de lo que era suyo, sin dar ni sufrir nada a cambio, era muy atrayente. «No —murmuró—. Me alegro de haber ido a ver a esa chiquilla. Ahora ya sé lo que quiero. Si Irene consiente en volver, seré todo lo considerado que ella quiera, podrá ella vivir con independencia y libertad…». Se le hizo un nudo en la garganta. Y siguió andando hacia la casa de su padre, por Green Park, tratando de pisarse la sombra que proyectaba la luna.