XIII

Jolyon estaba en pie junto a la ventana del cuarto que Holly tenía de pequeña y que ahora se había convertido en estudio de pintar, no porque estuviera orientado al Norte, sino por la gran vista de Epsom y sus alrededores que dominaba. Se inclinó hacia afuera y silbó al perro Baltasar, que, como siempre, estaba tumbado al pie de la torre del reloj. El perro se levantó como pudo y movió la cola. «¡Pobre animal!», pensó Jolyon. Y se fue a la otra ventana.

Toda la semana había estado muy excitado, desde su decisión de ayudar a Irene. Su sentimiento de piedad, fácilmente despertable, se le había despertado mucho. Y una rara sensación de que su criterio de belleza se había personificado le embargaba. El otoño dejaba sentir sus efectos en el viejo roble y sus hojas ya amarilleaban. El sol se había dejado sentir mucho aquel verano y había hecho mucho calor. Como en los árboles, pasa en la vida de los hombres… «Tengo que vivir mucho, y si aquí siento frío y no puedo trabajar, me tendré que ir a París» pensaba Jolyon. Pero pensar en París no le producía ninguna sensación agradable. Además, ¿cómo iba a marcharse? Tendría que aguardar y ver lo que hacía Soames. «No puedo dejarla indefensa aquí». Le chocaba lo bien que recordaba a Irene en su saloncito, a pesar de no haber estado allí más que dos veces. Su belleza debía de tener una especie de ardiente armonía. No podría retratársela sin hacerle injusticia. La esencia de ella estaba en… Pero ¿qué era eso? ¡Ah, sí! Era Holly, que salía a caballo. Miró hacia arriba, y él le hizo una señal con la mano. Los últimos días había estado muy callada: se hacía mayor, empezaba a desear su futuro, como todos los jóvenes… ¡El tiempo era el diablo! Y comprendiendo que perderlo era locura grande, tomó su pincel. Pero era inútil: no podía concentrar su mirada; además, se acababa ya la luz del día.

—Me voy a Londres —pensó.

En el hall le dijeron:

—Señor, una señora desea verle. La señora Heron.

¡Qué coincidencia tan extraordinaria! Y entrando en la galería de los cuadros, que así seguía llamándose, vio a Irene junto a un balcón.

Se le acercó, diciendo:

—He venido por terreno vedado. Pasé por el seto y el jardín. Siempre venía por allí cuando visitaba al tío Jolyon.

—Tú no andas aquí en vedado nunca. La historia lo hace imposible. Estaba precisamente pensando en ti.

Irene sonrió. Y fué como si algo hubiera resplandecido en ella. No era tan sólo espiritual… Era algo más. Y sereno, completo, atrayente.

—¡La historia! —murmuró ella—. Una vez le dije al tío Jolyon que el amor era eterno. Pues bien: no lo es. Sólo la aversión perdura.

Jolyon se quedó mirándola. ¿Había, por fin, superado el recuerdo de Bosinney?

—Sí —le dijo—. La aversión es más durable que el amor y que el odio, porque es un producto natural de nuestros nervios, y nosotros no podemos cambiarlos.

—Vengo a decirte que Soames ha estado a verme. Me dijo algo que me aterrorizó. Me dijo: «Todavía eres mi mujer».

—¿Cómo? —exclamó Jolyon—. No debieras vivir sola —y continuó mirándola y pensando que donde había belleza nada marchaba bien; por eso muchos la consideraban cosa inmoral.

—¿Y qué más te dijo?

—Me pidió que le diera la mano.

—¿Se la diste?

—Sí. Cuando vino estoy segura de que no quería hacer semejante cosa. Pero cambió estando allí.

—Ya te digo que no debieras vivir sola.

—No conozco a ninguna mujer a quien pedir que se venga conmigo; y no puedo buscarme un enamorado con la facilidad con que se compra un traje, primo Jolyon.

—¡No lo permita Dios! —dijo Jolyon—. ¡Vaya posición difícil! ¿Quieres quedarte a cenar? ¿No? Bien; deja que te acompañe, tengo que ir a Londres esta tarde.

—¿Es de verdad?

—Sí, de verdad. En dos minutos estoy listo.

Hablaron de pintores y músicos, comparando ingleses y franceses, y sus características y aptitudes respectivas para el arte. Mas a Jolyon los colores del campo llano y extenso que se extendía ante ellos, los olores místicos que percibían, la curva del cuello de ella, el encanto de sus ojos que de cuando en cuando le miraban, la fascinación que emanaba de toda su persona, le hicieron más impresión que las observaciones que cambiaron. Sin pretenderlo, andaba muy estirado y con paso más firme.

En el tren la sometió a interrogatorio acerca de sus actividades diarias.

Le informó de que se hacía sus vestidos, iba de compras, visitaba un hospital, tocaba el piano y traducía del francés. Tenía trabajo de un editor que le proporcionaba un complemento a su renta. Casi nunca salía por la tarde.

—Ya ves: he vivido sola tanto tiempo, que ya me he acostumbrado y no me molesta. Creo, además, que soy por temperamento amante de la soledad.

—No lo creo. ¿Conoces a mucha gente?

—Muy poca.

En Waterloo tomaron un coche y la acompañó hasta la puerta de su casa.

—Ya sabes: ven siempre que quieras a Robin Hill; debes decirme todo lo que te pase. Adiós, Irene.

—Adiós —repitió ella suavemente.

Jolyon volvió al coche preguntándose por qué no la había invitado a cenar y a ir al teatro después. ¡Qué vida solitaria, aburrida, triste, estaba llevando!

—Al Hotch Potch —dijo al cochero.

Cuando el coche desembocaba en el Embankment, un hombre de chistera cruzó la calle y siguió andando rápidamente y tan pegado a la pared que parecía rozarla.

—¡Caramba! —pensó Jolyon—. ¡Es el mismísimo Soames! ¿Qué querrá ahora?

Y haciendo parar el coche, desanduvo lo andado hasta un sitio desde donde veía la entrada de la casa de Irene. Soames se había parado enfrente y estaba mirando la luz de las ventanas.

—Si entra, ¿qué hago yo? ¿Qué derecho tengo a hacer nada?

Lo que había dicho el amiguito era verdad: Irene todavía era su esposa.

—Bueno; si entra, entro yo también —pensó.

Y echó a andar hacia la casa. También Soames anduvo hacia allí; llegó al mismísimo portal. Pero repentinamente se paró, giró sobre sus talones y se encaminó hacia el río.

—Y ahora ¿qué hago? —se preguntó Jolyon—. En cuanto avance un poco más nos encontramos —y también se dio la vuelta.

Los pasos de su primo sonaban sincrónicos con los suyos; pero llegó a su coche y se metió dentro antes que Soames hubiera vuelto la esquina.

—¡Si usted! —pero Soames corrió un poco y se dirigió también al cochero:

—¿Está libre? ¡Hola!

La sospecha que se reflejó en la cara de su primo, pálida ante la luz del farolillo, le decidió.

—Si vas hacia el Oeste, te llevo.

—Gracias —contestó Soames. Y entró en el coche.

—He visto a Irene —dijo Jolyon cuando el coche hubo avanzado.

—¡Ah! ¿Sí?

—Tú fuiste a verla ayer, ¿no?

—Sí —dijo Soames—. Es mi mujer.

El tono de la respuesta, el labio alzado y despectivo de Soames, provocaron una rabia repentina en Jolyon; pero la dominó en seguida.

—Tú sabrás lo que haces, claro; pero si quieres divorciarte, no creo que te convenga nada visitarla. No se puede estar en los dos bandos, no se puede ser a la vez esposo ofendido y esposo amigo que hace visitas.

—Eres muy atento en prevenirme —dijo Soames—; pero es que todavía no he llegado a una decisión.

—Pues ella, sí… No puedes tomarlo como si no hubiera pasado nada, como si no hubieran transcurrido estos doce años.

—Eso queda por ver.

—Mira, Soames; ella está en una posición muy difícil, y yo soy la única persona con capacidad legal, como albacea de mi padre que tiene a su cargo pagarle lo que le dejó en su testamento, que puede intervenir en sus asuntos.

—Exceptuándome a mí, claro… Y que por cierto también estoy en posición difícil. Si ella se ve como se ve, es porque ella misma lo ha querido, y si yo me veo así, es porque ella lo ha querido también. No estoy completamente seguro de que por su propio interés no vaya a requerirla que vuelva conmigo.

—Pero ¡cómo! —exclamó Jolyon. Y un vivo escalofrío le recorrió el cuerpo.

—No sé lo que querrás decir con ese «Pero ¡cómo!» —respondió Soames fríamente—. Tu capacidad legal en sus asuntos queda limitada a pagarle su renta. No lo olvides. Si decido no perjudicarla, no deshonrar su nombre con un divorcio, conservo todos mis derechos, y, como te digo, no estoy seguro de que no me decida a hacerlos valer.

—¡Dios mío! —exclamó Jolyon, soltando una risotada.

—Sí —dijo Soames, con un tono de muerte en su voz—. No he olvidado el mote que me puso tu padre. No me llamaba en vano «el hombre bien acomodado».

—Esto es de locura —murmuró Jolyon.

Pero no podría obligar a su mujer a vivir con él. Aquellos tiempos habían pasado. Y miró a Soames pensando si estaba hablando con un hombre cabal. Pero Soames parecía muy cabal, sentado allí, casi elegante, con su bigote torcido por una sonrisa. Hubo un largo silencio, en el que Jolyon pensó:

—En vez de ayudarla, he puesto las cosas peor para ella.

De repente dijo Soames:

—Por muchas razones es lo mejor que podría sucederle.

A tales palabras, en el cerebro de Jolyon se desató tal remolino de confusión, que casi no podía mantenerse sentado en el coche. Era como si le hubieran encerrado con cientos de miles de sus compatriotas, como si le hubieran emparedado en aquel algo que había en el carácter nacional que siempre le había producido asco, algo que sabía era completamente natural y que, sin embargo, era para él inexplicable: la intensa creencia que todos tenían en la validez de los contratos y en el derecho a ejercer el derecho, la complacencia en considerar como virtud tal ejercicio. Allí, junto a él, iba en aquel coche la auténtica personificación, la concreción humana del sentido de la propiedad, de la posesión… un pariente suyo, para mayor escarnio. ¡Era monstruoso e intolerable!

—Pero hay algo más todavía… —pensó—. La belleza de ella ha removido algo en él. ¡La belleza! ¡La belleza es el diablo!

—Como te digo —continuó Soames—, todavía no me he decidido. Te agradeceré mucho que tú no te metas en esto…

Jolyon se mordió los labios. Siempre había odiado las peleas, pero ahora hubiera aceptado con gusto la posibilidad de una grande con Soames.

—Pues no puedo prometerte semejante cosa —dijo secamente.

—Muy bien. Así sabemos ya dónde estamos. Yo me voy a apear aquí —y deteniendo el coche descendió de él sin una palabra ni un gesto de despedida. Jolyon siguió hasta su Club.

Por las calles se voceaban las primeras noticias de la guerra, pero no les prestó atención. ¿Qué podría hacer para ayudarla? ¡Si al menos viviera su padre! ¡Él sí que hubiera podido hacer mucho por ella! Pero ¿por qué no podía hacer él lo que hubiera hecho su padre? ¿No tenía años suficientes? Pasaba de los cincuenta, se había casado dos veces, tenía dos hijas mayores y un hijo… «¡Qué raro! —pensó—. Si ella fuera una birria, lo pensaría mucho antes de meterme en nada. Pero la belleza es el diablo, el verdadero diablo, cuando uno es sensible a ella». Y en el salón de lectura del Club siguió con el corazón turbado. En aquella misma habitación, él y Bosinney habían hablado una tarde de verano. Se acordaba bien de la lección secreta y disfrazada que le había dado a aquel joven en interés de June, el diagnóstico de los Forsyte que había hecho ante él. Y se preguntó entonces qué clase de mujer era aquella contra la cual le estaba previniendo. Y ahora… ¡Casi necesitaba él de las mismas previsiones en contra! «Es tremendamente divertido —pensó—. Tremendamente divertido…».