XII

Pertenecía Soames a dos clubs: The Connoisseurs, que ponía en su tarjeta y que raramente visitaba, y The Remove, que no ponía en la tarjeta y que frecuentaba mucho. Hacía cinco años que se había adherido a esta institución liberal: cinco años antes, tras haber comprobado que sus miembros eran sanamente conservadores de corazón y bolsillo, ya que no de principios. El tío Nicolás le había presentado. El hermoso salón de lectura estaba decorado en estilo Adam.

En el Club se enteró de que los valores del Estado habían bajado bastante en aquel día. Se dirigía al salón de lectura, cuando una voz a sus espaldas le llamó.

—¡Soames! ¿Qué hay? Creo que Chamberlain nos lleva a la guerra. ¿Qué te parece a ti?

—Es inevitable.

Era el tío Rogelio, de levita y con su cuello de corte especial. A los ochenta y dos años estaba joven y ágil en extremo. Se pasó la mano por la cara, delgada y bien afeitada, con un gesto de desagrado. Ante los sucesos políticos, sus opiniones liberales se habían fortalecido.

—No me inspira confianza Chamberlain. Es un pájaro de mal agüero. La propiedad inmobiliaria se va a venir abajo si hay guerra. Vas a tener dificultades con las fincas de Rogelio. Ya le aconsejé yo que se deshiciera de algunas de sus casas. Pero era un engreído que quería saber de todo más que nadie.

«Lo mismo que tú», pensó Soames. Pero no le dijo nada, pues el no discutir con sus tíos era una de las cosas que contribuían a su prestigio de hombre de mucho talento, y mantenía sus propiedades a su cuidado.

—Me han dicho en casa de Timoteo —y Nicolás bajó la voz— que Dartie se ha largado. Eso es un descanso para tu padre. Era una mala pieza.

Volvió Soames a mostrar acuerdo. Si había algo en que todos los Forsytes coincidían, era en la apreciación del modo de ser de Montague Dartie.

—Pues como no tengáis cuidado —prosiguió Nicolás—, se os presenta cualquier día en casa otra vez. Winifred tenía que cortar por lo sano. De nada vale conservar lo que no sirve.

Soames le miró de reojo. Con los nervios excitados por la entrevista que acababa de tener, consideró aquellas palabras como una alusión a él.

—Ya se lo he aconsejado —dijo concisamente.

—Bueno; me voy a casa, que el coche me está esperando. Recuerdos a tu padre.

Y habiendo así reforzado los vínculos familiares descendió los escalones y el portero le puso el abrigo de pieles.

«Cuidado que está bueno —pensó Soames—. Siempre quejándose y cada vez más fuerte. ¡Qué familia! A juzgar por él, me quedan treinta y ocho años de salud. Pues a no perderlos». Y se acercó a un espejo y se miró detenidamente. Quitando un par de arruguillas y dos o tres canas, ¿había envejecido más que Irene? Estaba en la primavera de la vida. Los dos, los dos estaban en la primavera de la vida, tanto Irene como él. Y se le presentó una idea fantástica. Era absurdo, pero no podía desprenderse de ella. Y auténticamente alarmado por su persistencia, subió a la báscula automática. ¡Ciento cincuenta y cuatro libras! No había variado su peso en dos libras en veinte años. ¿Qué edad tenía ella? Unos treinta y siete…; todavía podía tener hijos, cómo no… Cumpliría los treinta y siete el 9 del mes siguiente. Se acordaba bien de su cumpleaños; siempre lo había observado religiosamente, incluso el último que estuvieron juntos, cuando tenía casi completa seguridad de que le era infiel. Cuatro cumpleaños en aquella casa. Él deseaba esa fecha, pues con sus regalos parecía despertar en ella un sentimiento de gratitud, parecía hasta inclinarse hacia un intento de aproximación y calor, excepto en aquel último cumpleaños… Y se escalofrió ante el recuerdo. Los recuerdos son como hojas secas amontonadas sobre acciones muertas, que ofenden los sentimientos. Y de repente se le ocurrió: «Podría hacerle un regalo para su cumpleaños, el nueve que viene… En fin de cuentas, somos cristianos. ¿No podría yo… no podríamos reunirnos de nuevo?». Y suspiró largamente. ¡Annette! Pero para llegar a Annette tenía que pasar el foso del divorcio. ¿Y cómo?

—Un hombre siempre puede arreglar esas cosas si quiere —había dicho Jolyon.

Pero ¿por qué había de hacer recaer el escándalo sobre sí, con el perjuicio que supondría para su carrera de hombre de leyes? Eso sería una quijotada. Doce años de separación, durante los cuales no había hecho intento alguno para divorciarse, hacían imposible llevar ante los tribunales su conducta con Bosinney. No haciendo nada, había aceptado implícitamente que la conducta de su mujer era irreprochable. Además, por dignidad, no podía sacar a tela de juicio aquello que le había hecho sufrir tanto. No, no quedaba otra alternativa que apoyarse en mala conducta reciente. Pero ella negaba y él… casi la creía.

Se levantó de su asiento con la seguridad de que no podría dormir aquella noche. Y tomando abrigo y sombrero, salió encaminándose en dirección Este. En Trafalgar Square, se dio cuenta de un movimiento inusitado de gente, que se dirigía hacia él desde el Strand. Se concentró en una masa de vendedores de periódicos que con altas voces hacían imposible la percepción de otros ruidos. Se paró a escuchar.

—¡El periódico! ¡Edición especial! ¡Ultimátum de Krooger! ¡Declaración de guerra!

Soames compró un diario. Su primer pensamiento fué: «Los bóers quieren suicidarse». Y el segundo: «¿Habrá algo todavía que tenga que vender?». De ser así, habría perdido una oportunidad; al día siguiente habría una gran baja en Bolsa. Se tragó sus temores con un gesto de desafío. Aquel ultimátum era insolente. Prefería perder su dinero antes que tolerarlo. Había que darles una buena lección. Pero lo menos iba a costar tres meses hacerles bajar la cabeza. No había allí tropas. El Gobierno, como siempre, retrasado. ¡Malditos vendedores de periódicos! ¿Por qué gritar de aquella manera? Pensó con alarma en su padre. Estarían como locos en Park Lane. Tomó un coche y se dirigió allí.

James y Emilia acababan de acostarse, y tras comunicar las noticias a Warmson, Soames se dispuso a subir a verlos. Se paró para decir:

—¿Qué le parece a usted, Warmson?

El criado dejó de cepillar la chistera de Soames, e inclinando la cabeza un poco, dijo en voz baja:

—Creo, señor, que no tienen nada que hacer, desde luego. Pero se dice que son muy buenos tiradores. Yo tengo un hijo en los Inniskillings.

—¡Ah!, ¿sí? No sabía que estuviera usted casado.

—No lo digo nunca, señor. Seguramente que se lo llevarán allí.

La ligera sorpresa de Soames al descubrir que sabía muy poco de una persona que pensaba conocer tanto fué borrada por la sorpresa, ya no tan ligera, que le produjo el pensar que la guerra podía afectar directamente a las personas. Nacido el año de la guerra de Crimea, no tuvo uso de razón hasta la terminación del motín de la India. Desde entonces, las numerosas pequeñas guerras del Imperio británico habían sido enteramente profesionales, desconectadas por completo de los Forsytes, para quienes eran meramente cosas de la política. Esta guerra seguramente no constituiría una excepción. Pero pasó rápidamente revista a toda la familia. Dos de los Haymans, había oído decir, estaban en algún Cuerpo Real. Había sido un pensamiento agradable, pues había cierta distinción en pertenecer a un Cuerpo Real: llevaban, o habían llevado, uniforme azul con adornos de plata y eran de a caballo. Y Archibaldo, recordaba, se había alistado en la Milicia; pero lo había dejado a causa de la opinión paterna, que repudiaba que el hijo estuviera gastando el tiempo presumiendo de uniforme. Hacía poco le habían dicho que el hijo mayor del joven Nicolás, el joven Nicolás verdadero, se había alistado de voluntario. «No —pensó Soames mientras subía la escalera—; no pasará nada de particular».

Se detuvo ante la puerta de sus padres, vacilando si entraría a decirles unas palabras de tranquilidad. Abrió una ventana del descansillo y escuchó. El ruido de Piccadilly fué todo lo que percibió, y pensando que si se generalizaba el uso de los automóviles no se podría vivir, iba a seguir hacia su cuarto, cuando oyó lejana, pero clara, la voz de un vendedor de periódicos. Sus padres se enterarían de todo y se alarmarían. Llamó con los nudillos y abrió la puerta.

Su padre estaba sentado en la cama, enseñando las orejas bajo la masa de pelo blanco que Emilia cortaba tan perfectamente. Estaba sonrosado y tenía aspecto de extraordinaria limpieza, sobre el almohadón en que se recostaba, y del que sobresalían sus hombros como dos delgados picarachos. Sólo sus ojos se movían, desconfiados, de la ventana a Emilia, que andaba en bata apretando la perilla de un pulverizador. La habitación olía suavemente a la colonia que estaba echando por doquier.

—¡Bueno, bueno! —dijo Soames—. Los bóers han declarado la guerra, y eso es todo.

Emilia dejó de perfumar.

—¡Oh! —fué todo lo que dijo; y miró a James.

También Soames miró a su padre. Parecía tomarlo de forma distinta a como fuera de esperar, como si alguna idea que ellos desconocían se estuviera fraguando dentro de él.

—¡Hum! —murmuró repentinamente—. Yo no viviré para ver el final del asunto.

—Tonterías… Para Navidad está todo acabado.

—¿Y qué sabes tú? —preguntó James a su mujer con aspereza—. Es un buen enredo… y a estas horas de la noche, por si fuera poco —y volvió a caer en silencio, y su mujer e hijo, como hipnotizados, esperaron hasta que habló—; No sé… no sé… Ya me parecía a mí, ya —volvió a mirar a todas partes y se extendió en el lecho, doblando luego las piernas a gran altura—. Debían mandar a Roberts. Todo por culpa de Gladstone y lo de Majuba.

Sus dos oyentes percibieron algo de extraordinario en su voz, un tono de verdadera inquietud. Fué como si hubiera dicho: «No volveré a ver el país tranquilo y bien otra vez. Me moriré antes de ver que Inglaterra ha ganado». Y a pesar de comprender que no había que darle más conversación, madre e hijo se sintieron conmovidos. Soames se acercó a la cama y dio unas palmaditas en la mano de su padre, que surgía de entre las sábanas, larga y venosa.

—Fijaos en lo que os digo —dijo James—. El papel se pondrá a la par. Val se va a alistar voluntario.

—¡Por favor, James! —exclamó Emilia—. Hablas como si hubiera algún peligro… —y su voz tranquila pareció apaciguar a James—. Bueno, yo no sé nada. Ya os dije lo que iba a pasar. Yo no sé… a mí nadie me dice nada. James, hijo, ¿vas a dormir aquí?

Había pasado la crisis. Y asegurando a su padre que dormiría en la casa, Soames se despidió y subió a su cuarto.

La tarde del día siguiente fué testigo de la mayor reunión que la casa de Timoteo había tenido en muchos años. En ocasiones de trascendencia nacional, como aquélla, era casi imposible no ir allí. Quizá fuera por darse mutuamente seguridades de que no había ningún peligro.

Nicolás llegó temprano. Dijo que había visto a Soames la noche anterior, y que éste pensaba que no se podría evitar la guerra. Sí…; aquel viejo Krüger ya chocheaba… ¡Debía de tener sus buenos setenta y cinco años! (Nicolás tenía ochenta y dos). ¿Qué había dicho Timoteo? Había sufrido un ataque cuando lo de Majuba. Aquellos bóers eran unos aprovechados. La morena Francie, que llegó con su manía contradictoria, forma de manifestarse la libertad de espíritu en una hija de Rogelio, chilló:

—¿Cuánto das por los Uitlanders, tío Nicolás?

Aquélla era una frase nueva, seguramente de su hermano Jorge.

Casi inmediatamente llegó Mariana Tweetyman, seguida del joven Nicolás. Al ver a su hijo, Nicolás se levantó.

—Bueno, yo tengo que irme —dijo—. Nicolás os dirá quién va a ganar la carrera.

Y con esta broma a su hijo, que, como columna que era de la contabilidad y director de una empresa de seguros, no tenía al deporte mayor afición que a su padre, Nicolás se fue. ¡Qué desgracia tenía Nicolás! No había ninguna carrera, ¿verdad? ¡Eran sus bromas de siempre! ¡Y qué bien estaba para sus años! ¡Cuántos terrones tomaba Mariana! ¿Y cómo estaban Giles y Jesse? La tía Julita suponía que su Cuerpo Real estaría muy ocupado guardando la costa, aunque, claro, los bóers no tenían barcos… Pero una no sabía nunca lo que podían hacer los franceses, teniendo en cuenta aquello de Fashoda, que había disgustado tanto a Timoteo que no había invertido fondos en muchos meses después. Era horrible la ingratitud de los bóers después de lo que habían hecho por ellos… El doctor Jameson, apresado, con lo simpático que era, según decía la señora Mac Ander. ¡Y habían mandado a sir Alfredo Milner, un hombre de talento, a hablar con ellos!… No sabía ella que más querían los bóers.

Pero en aquel momento ocurrió una de aquellas cosas sensacionales, tan preciosas en casa de Timoteo, que en las grandes ocasiones se presentan:

—¡La señorita June Forsyte!

Las tías Julita y Ester se levantaron al momento, temblando de resentimiento ya en extinción y con el cariño de antaño en pleno renacimiento. ¡Bueno, aquello era una sorpresa! ¡June al fin, después de tantos años!… ¡Y qué guapa que estaba! No había cambiado nada… Y estuvieron a punto de preguntarle: «¿Y cómo está el abuelito?», olvidándose en aquel instante de que el pobrecito Jolyon estaba enterrado hacía ya siete años.

Siempre la más valerosa y decidida de la familia Forsyte, June, con su mandíbula firme, sus ojos serenos y su cabello llameante, se sentó en una silla dorada, tan tranquila como si aquellos diez años que hacía que no entraba en aquella casa no hubieran pasado; diez años de libertad e independencia, de viajar y de dedicarse a sus protegidos. Aquellos pobres diablos de antaño eran ahora pobres pintores, escultores o grabadores, de tal forma que su desagrado por la naturaleza antiartística de los Forsyte había aumentado más y más. Casi había llegado a creer que su familia no existía, y, como si quisiera comprobarlo, miraba a todos los reunidos con una fijeza que producía un agudo malestar en los ocupantes del salón. No había esperado encontrarse con ninguno, sino con las dos pobres viejas; y el porqué de visitarlas casi no lo sabía: la verdad era que, dirigiéndose desde la calle Oxford hacia un estudio en Latimer Road, se había acordado de ellas como de dos pobres seres desvalidos y tristes como los que ella solía proteger.

La tía Julita rompió el silencio, como acostumbraba:

—Precisamente estábamos hablando de los bóers. ¡Es horrible! ¡Y qué malo debe de ser ese Krüger…!

—¿Malo? —dijo June—. Yo creo que tiene toda la razón de su parte. ¿Por qué hemos de meternos nosotros en sus cosas? Si esos pobres Uitlanders nos derrotaran, sería un buen escarmiento. No buscamos más que el dinero.

Otra vez se hizo el silencio. Fué Francie quien expresó la sorpresa de todos.

—¡Cómo! ¿Es que eres probóers? —indudablemente era aquélla la primera vez que se usaba el calificativo.

—¿Por qué no podemos dejarlos en paz? —dijo June, precisamente en el momento en que la doncella anunciaba a Soames. ¡Sensación sobre sensación!…

Casi nadie saludó, atentos a ver cómo se comportaban June y el recién venido en el encuentro, pues todos sospechaban acertadamente, y casi daban por sabido, que no se habían visto desde aquel lamentable asunto del novio de ella con la esposa de él. No hicieron sino estrecharse ligeramente las manos y mirarse de reojo. Tía Julita salvó inmediatamente la tensa situación.

—¡Pero qué original es June! Figúrate, Soames, que dice que los bóers no tienen ninguna culpa de lo que pasa.

—Ellos buscan solamente su independencia —dijo June—. Y ¿por qué no han de tenerla?

—Porque —dijo Soames con su sonrisa un poco torcida— resulta que han aceptado nuestra soberanía.

—¡Soberanía! A nosotros no nos gustaría la soberanía de nadie.

—Ellos sacan sus ventajas, y, sobre todo, que un contrato es un contrato.

—No siempre los contratos son justos —exclamó June—; y cuando no lo son, hay que romperlos. Los bóers son aquí los débiles. Bien podíamos ser generosos con ellos.

—Eso es mero sentimentalismo —dijo Soames, despectivo.

La tía Ester, que no podía soportar ninguna clase de desacuerdo, interpuso:

—¡Qué tiempo tan hermoso ha hecho este año!

Pero June seguía en sus trece.

—No sé por qué hay que despreciar el sentimentalismo. Es lo único bueno que hay en el mundo —y miró desafiante a su alrededor, y la tía Julita tuvo que intervenir de nuevo:

—¿Has comprado más cuadros; Soames?

Su maravilloso instinto para decir lo indebido tampoco falló esta vez. Soames se ruborizó. Descubrir el nombre de su última adquisición sería lo mismo que avanzar hacia las mandíbulas del dragón del general desprecio. Todos sabían la pasión de June por los «genios» principiantes y su desdén por el éxito, a menos que ella hubiera contribuido a forjarlo.

—Uno o dos —murmuró.

Pero la cara de June había cambiado. El Forsyte que llevaba dentro estaba al acecho de una ocasión. ¿Por qué no podía Soames comprar alguno de los cuadros de Eric Coobley, su último pobre diablo? E inmediatamente pasó al ataque. ¿Conocía Soames su obra? ¡Era maravilloso, era el hombre del mañana artístico!

Sí, Soames conocía su obra. A su juicio, era muy «fangosa, de pintura apelotonada», y no conseguirla nunca el favor del público.

June se exaltó.

—Desde luego que no. Eso es lo último que hay que desear. Yo creía que tú eras un entendido, no un comerciante en cuadros.

—Desde luego que Soames es un entendido —dijo tía Julita apresuradamente.

—Tiene un gusto maravilloso; siempre sabe predecir lo que va a ser un éxito.

—¡Oh! —exclamó June, levantándose de la silla—. ¿Es que la gente no puede comprar cuadros tan sólo porque le gusten, sin preocuparse del éxito?

—Querrás decir —arguyó Francie— comprar cuadros porque te gusten a ti.

Y en la ligera pausa que se produjo se oyó decir al joven Nicolás que Violeta (su cuarta hija) estaba dando lecciones de pastel, aunque él no sabía la utilidad que podría tener aquello.

—Bueno, tías, adiós. Tengo que marcharme —dijo June, besando a sus tías.

Y mirando desafiante a su alrededor, dijo adiós otra vez y se fué.

La tercera sensación vino antes que nadie hubiera tenido tiempo de hacer ningún comentario.

—¡El señor James Forsyte!

Entró James apoyándose en un bastón y llevando un abrigo de pieles que le daba una falsa apariencia de robustez.

Todos se levantaron. ¡James era tan viejo…! Y hacia casi dos años que no iba por casa de Timoteo.

—Hace calor aquí —dijo.

Soames le quitó el abrigo, y al hacerlo no pudo menos de admirarse de lo flaco que estaba su padre. Se sentó, y todo eran huesos, codos y rodillas en el recién llegado, aparte de las patillas blancas y largas.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

Aunque no había, aparentemente, sentido en sus palabras, todos comprendieron que se refería a June. Sus ojos escudriñaron la cara de su hijo.

—Creí que lo mejor sería venir a ver con mis propios ojos. ¿Qué le han contestado a Krüger?

Soames desplegó un periódico de la tarde y leyó: «Nuestro Gobierno actúa en réplica instantánea. Estamos en guerra».

—¡Ah! —dijo James—. Creía que se iban a acobardar como Gladstone. Esta vez acabaremos con ellos.

Todos le miraron. ¡James! Siempre agitado, siempre nervioso, siempre impaciente… James, el hombre del eterno «Ya sabía yo lo que tenía que pasar», el hombre del pesimismo, de las inversiones de fondos cautelosas. Había algo así aterrador en la decisión y firmeza del más viejo de los Forsytes que quedaba.

—¿Dónde está Timoteo? —preguntó—. Debiera prestar mucha atención a esto.

Tía Julita manifestó que no sabía nada; Timoteo no había hecho comentario a la hora de comer. Tía Ester se levantó y empezó a andar esquivando obstáculos, y Francie dijo maliciosamente:

—Los bóers son un hueso duro de roer, tío James.

—¿Cómo lo sabes tú? A mí no me dice nunca nadie nada…

El joven Nicolás dijo con su voz suave que Nicolasito (su hijo mayor) iba a recibir instrucción militar con toda regularidad en adelante.

—¡Ah! —murmuró James, y se quedó con la mirada perdida y el pensamiento puesto en Val—. Tiene que mirar por su madre y dejarse de instrucción y de zarandajas, con un padre como el que tiene —sus cáusticas palabras redujeron a todos al silencio, hasta que habló de nuevo.

—¿Qué quería June aquí? —y miró a todos como si sospechase algo de ellos—. Su padre es ahora un hombre muy rico —y la conversación se concentró sobre Jolyon y sobre la última vez que le habían visto. Creían que, muerta su mujer, viajaba mucho por el extranjero y veía mucho del mundo; sus acuarelas estaban de moda y él conocía el éxito. Francie llegó a decir:

—Me gustaría volverle a ver. Es muy simpático.

Tía Julita recordó cómo se había dormido un día en el sofá, precisamente donde estaba sentado James. Siempre había sido muy cariñoso. ¿Qué le parecía a Soames?

Sabiendo que Jolyon era el hombre de confianza de Irene para asuntos de dinero, todos percibieron lo delicado de la pregunta y miraron a Soames con interés. Éste se puso un poco colorado.

—Ya tiene el pelo gris —dijo.

—¡Sí!…

¿Le había visto Soames? Soames asintió y su rubor se desvaneció.

James dijo de pronto:

—Bueno… yo no sé, no puedo decir…

Expresó así tan completamente el pensamiento de los presentes todos, de que algo había escondido, que nadie respondió. Pero en aquel momento volvió tía Ester.

—Timoteo —dijo en voz baja— ha comprado un mapa y ha puesto en él… tres banderas.

Timoteo había… Y todos emitieron un prolongado suspiro.

Si Timoteo había puesto tres banderas en el mapa… quedaba bien claro lo que la nación podía hacer si llegaba el caso. La guerra estaba ganada.