XI

Un martes por la tarde, después de cenar en su Club, Soames se lanzó a hacer lo que requería más valor y quizá menos delicadeza de todo lo que había emprendido en su vida, salvo su nacimiento quizá, y otra acción realizada antaño. Escogió la tarde por dos razones: porque era más probable encontrar a Irene en casa y porque, no encontrando resolución suficiente a la luz del día, necesitaba haber bebido vino para decidirse.

Dejó su coche en el Embankment y fué andando hacia Old Church, inseguro acerca de la manzana donde tenía idea de que vivía. Por fin la encontró, escondida tras una casa mucho mayor, y tras leer su nombre, Irene Heron, su nombre de soltera, «se consideraba soltera, ¿eh?», dio unos pasos hacia atrás para mirar a las ventanas del primer piso. Salía luz de una de ellas, y también el sonido del piano. Nunca le había gustado la música a él, sobre todo desde que ella parecía dedicarse al piano como buscando un refugio en que sabía él no podría entrar. Sería Irene que tocaba; estaba, pues, en casa. Y ante esta casi completa seguridad de verla, se sintió menos decidido que nunca. El corazón le latió más de prisa; sintió la boca seca; un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. «No tengo por qué asustarme», pensó. Pero el abogado que era pensó que quizá hubiera sido mejor concertar una entrevista en presencia de su consejero, hombre de negocios o lo que fuera Jolyon. Pero no; nada de entrevistas ante Jolyon, que estaba de su parte, ¡nunca! Volvió a la acera, y despacio, para serenar los latidos del corazón, subió el único tramo de escalera y tocó la campanilla. Cuando se abrió la puerta, sus sensaciones hubieron de reproducirse al cabo del tiempo: aquel perfume era el de un salón en que él entraba, el de una casa que era suya, perfume que oía a rosas y a miel…

—Anuncie al señor Forsyte —dijo—. La señora me recibirá seguramente.

Lo había preparado de antemano; Irene le tomaría por Jolyon.

Cuando la muchacha le dejó solo en el pequeño hall, donde la luz se tamizaba en una pantalla gris y donde todo era plateado, lo único que pudo fué tener un pensamiento ridículo: «¿Entraré con el gabán puesto, o me lo quito?». Cesó la música, y la muchacha salió diciendo:

—¿Quiere pasar, señor?

Soames entró. Mecánicamente percibió que todo seguía allí siendo plateado, y que la madera del piano era muy brillante. Ella se había levantado y se había reclinado sobre el instrumento; su mano, sobre las teclas, como si en ellas pretendiera hallar un apoyo, emitió un acorde extraño que fué apagándose poco a poco. La luz de una lámpara que iluminaba la música le daba en el cuello y dejaba su cara en sombras. Vestía un traje negro con una especie da mantilla que le cubría los hombros… Él no recordaba haberla visto nunca de negro, y como un relámpago, le atravesó el pensamiento de que se vestía con elegancia, incluso cuando estaba sola.

—¡Tú! —le oyó murmurar.

Muchas veces había Soames ensayado en pensamiento aquella escena. Pero el ensayo no le servía de nada: no podía ni hablar. No se había ni presumido que el ver a aquella mujer a la que había deseado tan apasionadamente, que había poseído tan por completo y que no había visto en doce años, pudiera afectarle de tal manera. Se había imaginado a sí mismo hablando y accionando como hombre de negocios y como juez. Y ahora sentía hallarse, no ante la presencia de una mera mujer que además era la esposa que le había abandonado, sino ante una fuerza extraña, huidiza e inaprensible como la atmósfera. Una especie de ironía defensiva se desarrolló en él.

—Sí, yo… Rara visita, ¿verdad? Supongo que estarás bien…

—Bien, gracias. Siéntate, si quieres.

Se había separado del piano y se había sentado junto a la ventana con las manos cruzadas en el regazo. Allí la alcanzaba suavemente la luz, y Soames podía ver su cara, sus ojos, su pelo, en toda la extraña belleza que recordaba.

Él se sentó al borde de una silla tapizada en satén color gris plata que tenía muy cerca de donde estaba.

—No has cambiado —dijo.

—¿No? ¿A qué has venido?

—Para que hablemos de asuntos.

—Ya sé que asunto es, por tu primo.

—¿Y qué?

—No tengo inconveniente. Siempre lo he deseado.

El sonido de su voz, reservada y medida; la observación de su cuerpo, tenso y en guardia, le ayudaba ahora. Mil recuerdos, el recuerdo de su actitud hostil, se agitaban dentro de él, y dijo con amargura:

—¿Tendrás, entonces, la amabilidad de darme datos para que pueda actuar? Hay que llenar todos los requisitos legales.

—¿Datos?… No puedo darte ninguno que no conozcas.

—¿No? ¡En doce años!… ¿Crees que me lo voy a creer?

—Supongo que no te creerás nada de lo que pueda decirte, pero es la verdad…

Soames la miró con dureza. Le había dicho que no había cambiado; pero ahora se daba cuenta de que sí. No había cambiado su rostro, que era más bello ahora; no había cambiado su tipo, como no fuera que estaba un poco más llena. Había cambiado espiritualmente: había en ella algo más de actividad y osadía donde antes hubo timidez y resistencia pasiva. Pensó: «¡Esto es la independencia económica! ¡Condenado tío Jolyon!».

—Estarás bien de dinero ahora, ¿no?

—Sí, muy bien.

—¿Por qué no me dejaste que me ocupara de tus necesidades? Lo hubiera hecho con gusto, a pesar de todo.

Se dibujó en los labios de ella una débil sonrisa, pero no dijo nada.

—Todavía eres mi mujer —dijo Soames.

Y no supo por qué había dicho aquello, ni antes ni después de decirlo. Fué una afirmación extraña, pero su efecto fué más extraño todavía. Irene se levantó de su asiento y abrió la ventana de par en par. Después se le quedó mirando. Podía observar que su pecho estaba agitado y que latía con violencia.

—¿Por qué abres? —le preguntó ásperamente—. Vas a coger frío. No soy peligroso —y emitió una risita amarga.

Ella rió también con amargura.

—No… Es… costumbre.

—Rara costumbre —dijo Soames con acritud—. ¡Cierra esa ventana!

La cerró y se sentó otra vez. Había desarrollado energía aquella mujer, su esposa… La percibía salir de todo su ser al verla allí sentada, como si estuviera revestida de una armadura. Casi inconscientemente, él se levantó y se acercó a ella; quería verle la expresión de su mirada, que se cruzó con la suya sin vacilar. Y qué ojos de mirar tan limpio, y qué hermoso contraste hacían con la blancura de su piel y el rubio ambarino de su pelo… ¡Qué blanco era su cuello! Tenía mucha gracia aquella sensación que estaba experimentando. Debiera odiarla, pero…

—Debieras ayudarme. El quedar libre será tanta ventaja para ti como para mí. Dura ya mucho esta situación absurda.

—Ya te he dicho todo lo que puedo decirte.

—¿Quieres decir que no ha habido… nada con nadie?

—¡En absoluto! En tu propia vida es donde tienes que buscar los datos que necesitas para llenar esos requisitos legales.

Aquella respuesta, que fué para él como un pinchazo, le hizo empezar a dar grandes pasos por la habitación, como en tiempos anteriores, cuando un sentimiento le era insoportable.

—Nada de eso. Tú me dejaste. Es, en justicia, a ti a quien corresponde…

La vio encogerse de hombros y le oyó murmurar:

—Muy bien… ¿Y por qué no te divorciaste de mí entonces?

Detuvo sus pasos y se quedó mirándola atentamente, con curiosidad. ¿Qué haría entonces, si en realidad vivía totalmente sola? Y, también, ¿por qué no se había divorciado antes de ella? El viejo sentimiento de que nunca le había comprendido, de que nunca le había hecho justicia, le mordió una vez más y con fuerza.

—¿Por qué no has podido ser una buena esposa?

—Sí; he sido mala esposa. Cometí un verdadero crimen casándome contigo. Bien lo he pagado. Ya podrás encontrar algún medio, no importa mi nombre, ya no lo puedo perder. Y ahora creo que lo mejor es que te vayas.

Una sensación de derrota, de verse defraudado con su propia justificación, rodeaba a Soames como una niebla espesa. Mecánicamente se levantó, se acercó a la chimenea y tomó una figurilla de porcelana, diciendo:

—Lowestoft. ¿De dónde la has sacado? Yo compré su pareja en Jobson.

Y le asaltó el recuerdo de cómo, hacía tantos años, habían comprado porcelanas los dos juntos. Miraba la figurilla como si dentro de ella estuviera condensado el ayer. Su voz le sobresaltó:

—Llévatelo. Yo no lo quiero para nada.

Soames lo devolvió a su sitio.

—¿Me das la mano? —le preguntó.

Una ligera sonrisa curvó los labios de Irene. Extendió la mano. La tenía fría, en contraste con el calor febril de la de Soames. «Esta mujer es de hielo —pensó—. Siempre fué de hielo». Mas a pesar de aquel sentimiento, sus sentidos fueron asaltados por el perfume de su vestido y de su cuerpo, como si el calor interior de ella, que nunca había sido para él, luchara por mostrar su presencia. Y se dio media vuelta y salió, y anduvo como si alguien corriera con un látigo tras él, sin detenerse a ver si había por allí algún coche, contento de que no hubiera nadie en el Embankment, confundido, agitado y con dolor de corazón, vagamente desconcertado, como si hubiera incurrido en un error profundo de consecuencias fatales, pero que no podía prever. Y un pensamiento fantástico le vino de repente: Si en vez de decirle: «Creo que lo mejor es que te vayas», le hubiera dicho: «Lo mejor es que te quedes», ¿qué hubiera sentido? ¿Qué hubiera hecho? Era la maldecida atracción de aquella mujer, su atractivo terrible, que, después de tantos años, persistía, estaba allí, capaz de subírsele a la cabeza en un instante. «He sido tonto en marcharme. No he sacado nada en limpio. ¿Quién podría suponer que…?». Su memoria se dirigió a los primeros años de su matrimonio, haciéndole experimentar dolor agudo. Ella no merecía haber conservado su belleza, aquella belleza que él había poseído y que conocía tan bien. Y se desarrolló en él una especie de amargura ante la persistencia de su admiración. Otro hombre cualquiera la hubiera odiado, como era justo. Le había estropeado la vida, le había herido cruelmente en su orgullo, le había defraudado en su ansia de tener un hijo. Y, sin embargo, el sólo verla, fría y rechazándole como siempre, le enloquecía. Tenía una fuerza de atracción extraña, como un magnetismo del que no se podía escapar una vez en su presencia. No, no le extrañaría que fuera verdad que durante aquellos años había vivido intocada de nadie: Bosinney, ¡maldito, el maldito Bosinney!, había vivido en su recuerdo, con ella, poseyendo su amor y su lealtad durante tantos años… Y no sabía Soames si alegrarse o lamentar aquel modo limpio de vivir.

Cerca de su Club, se paró a comprar un periódico. En una cabecera ponía: «Los bóers repudian la soberanía inglesa». ¡Soberanía!… Lo mismo que Irene. Eso era lo que había hecho ella siempre: repudiar su soberanía. Pero pensó que él conservaba aún todos sus derechos.

Debería sentirse muy sola en aquel pisito…